Se recuerda en estos
días un acto de
barbarie.
Un pacífico maestro de
Galilea fue condenado a
recibir azotes hasta que
le desollaran el cuerpo.
Después, se introdujo su
cabeza dentro de una
corona de espinas que
deberían arrancarle la
piel de la frente y las
sienes, y ensangrentarle
todo el rostro.
Luego de ello, medio
ciego por la sangre y el
dolor, debió caminar dos
kilómetros por la ciudad
y subir a un monte
mientras sostenía una
pesada cruz y soportaba
los escupitajos y los
insultos de la turba.
Según las evidencias
actuales, se le clavó
por las muñecas de sus
manos en el madero de la
tortura. Los clavos de
un centímetro de
diámetro en su cabeza y
de 13 a 18 centímetros
de largo, fueron puestos
entre el radio y los
metacarpianos. Así se
aseguraban de que el
cuerpo no se desgarrase.
Los pies también fueron
fijados de esa manera.
No querían que se les
muriera muy pronto.
Por fin, se levantó la
cruz sobre el monte y se
dejó que el hombre
padeciera de una cruel
agonía mientras los
soldados se repartían
sus modestas ropas y una
multitud ansiosa
esperaba su muerte.
Ese hombre es mi maestro
y el fundador de la fe
que profeso.
Como profeta, el
Nazareno proclamó un
sistema contra el
dinero, el poder y la
explotación. En una de
sus parábolas, aseguró
que más fácil pasaría un
camello por el ojo de
una aguja a que un rico
entrará en el reino de
Dios. "Ustedes saben que
los jefes de las
naciones se portan como
dueños de ellas y que
los poderosos las
oprimen."... "Ustedes no
pueden servir al mismo
tiempo a Dios y al
dinero."
En vez de preferir la
amistad de los
poderosos, el Nazareno
habla especialmente a
los sencillos pescadores
que le sirven de
apóstoles. Es el maestro
de los leprosos, los
enfermos, las viudas,
los pecadores, los
despreciados, los más
pobres.
Sus enseñanzas ayudan a
la gente a entender la
mentira del poder y el
robo inherente a la
propiedad y a la
riqueza. No predica la
creencia en el dios del
miedo y de la
condenación sino en una
sociedad terrestre en la
que el amor vence
permanentemente a la
injusticia.
El hombre a quien
torturaron ese viernes
desafió con su vida
entregada a la justicia
a los señores del poder
religioso, a los
ladrones del poder
económico y a los
detentadores del poder
político a quienes
llamaba “zorros”. No
hubo un momento de su
vida pública en que no
estuviera en peligro.
Pagó el precio que se
suele pagar por ser fiel
a un compromiso.
Cualquier página del
Nuevo Testamento nos
muestra el pensamiento
completo del mártir. Sin
embargo, si algunos leen
ese texto tan sólo como
oraciones vacías de
sentido, les bastaría
con recordar al hombre
enfurecido que entra en
el templo armado de un
látigo, que echa de allí
a los negociantes, que
denuncia a los sumos
sacerdotes y que revela
que aquello se ha
convertido en una cueva
de bandidos.
Su ingreso en el templo
hizo entender a los
impíos que la ejecución
era la sola manera de
librarse de esa
pesadilla que es la
verdad.
Lo saben quienes en
nuestro tiempo mataron a
Gandhi, a Martín Lutero
King y al obispo Oscar
Romero. Y sobre todo, lo
supieron primero quienes
pagaron para que se
cometieran esos crímenes
porque creían que de esa
manera iban a liberarse
de la denuncia de los
profetas.
Por eso, el Nazareno
resucitó al tercer día.
Sobre todo, resucitó en
la pesadilla sin fin de
los injustos. Como ahora
no pueden matarlo de
nuevo, tratan de hacerlo
suyo y proclaman a todo
grito que son
cristianos. En los
países llamados
cristianos se han
impuesto el monopolio y
el despojo a punta de
fusil. El odio y el
racismo han construido
muros en las fronteras y
rocas en los corazones
contra los inmigrantes
“ilegales”. Las empresas
de viajes nos venden
“tours” a las playas y
algunos frívolos nos
desean "felices
fiestas". Sin embargo,
como lo dijo el cardenal
Romero: "La palabra
queda, y ese es el mejor
consuelo de quienes
predicamos. Podrán
matarnos, pero la
palabra queda. Y la
palabra es Cristo."