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Maquiavelo en la cuerda floja |
Hace
algunos años, en el Teatro del Seguro Social, en la ciudad de
Villahermosa, escuché por primera vez a Enrique González Pedrero hablar
sobre Maquiavelo. Fue una conferencia inolvidable. Allí, el maestro que
impartía la clase de ideas políticas modernas en la Facultad de Ciencias
Políticas de la Universidad Nacional Autónoma de México, con sentida
emoción habló de este personaje del Renacimiento y de sus dos obras
fundamentales: el Príncipe y los Discursos sobre la primera década de
Tito Livio.
González Pedrero, tabasqueño de extracción humilde, estudioso de la política a la que considera —al igual que Maquivelo— un arte, postgraduado en la Universidad de París, nos deslumbró aquella noche villahermosina, al recitar de memoria los consejos que el ilustre florentino da al príncipe. De complexión recia, estatura regular, la tez blanca, cabello castaño entrecano, frente despejada, ojos claros, mirada inquisitiva, aguda, de felino, nariz recta, labios delgados y soberbias maneras de diplomático medieval, hizo la apología, esa noche, del padre de la política moderna y de la concepción de estado, tal cual hoy la conocemos. Sus referencias al capítulo XXII de El Príncipe a la virtud y a la fortuna, son inolvidables.
En 1982, el ayer ideólogo priísta, dio a la imprenta un opúsculo intitulado La Cuerda Floja, que bajo el patrocinio del Fondo de Cultura Económica se ofreció al público en las mejores librerías de la República. La pequeña obra reimpresa, en 1987, presenta en la portada un cable de henequén, tenso, en el que se mantiene al centro, en equilibrio, una bola, al parecer de plomo, diseño de Carlos Haces y fotografía de Carlos Franco. El tema se desarrolla en 187 apretadas páginas, divididas en una introducción y cuatro analíticos capítulos. Introducción. I. Maquiavelo: realismo político o la necesidad de la virtud o fortuna. II. El realismo utópico de Tomás Moro. III. Don Vasco Quiroga: utopía y libertad. IV. ¿Hay reglas del juego? Dedicado in memoriam a Manuel Pedroso.
El porqué del título: González Pedrero nos hace recordar el espectáculo en el que, los artistas de circo, deslumbrantemente vestidos con sus mallas llamativas untadas al cuerpo y sus descollantes hombreras cual flores artificiales, hacen su aparición en la pista a los acordes marciales de improvisada banda y después del saludo reverencial al público se dan a la fascinante tarea de ejercitar equilibrios en la cuerda floja ante la atónita mirada del público y la prevención de la red protectora por si acaso el inesperado accidente pudiera provocar la caída del principiante o la pérdida de equilibrio del viejo artista del hambre. “Más tarde – nos dice el autor- me he preguntado muchas veces si la política, la teórica y la práctica, no será como aquel espectáculo tan peligroso cuando se ejecuta sin red. Y en la política verdadera, en la Historia, no hay redes protectoras. Me he preguntado si la política no vendrá a ser, entre todas las actividades del hombre, la que más participa en la esencia de la vida, esa peripecia azarosa que empezamos un día, sin saber cómo, trepados e un una cuerda floja”[1].
Sí, en la cuerda floja, entre el realismo y la imaginación. Entre la verdad real y la verdad política. Guardando siempre el equilibrio, a veces sosteniéndose en el pie izquierdo, a ratos en el derecho, con las infinitas ansias de permanecer en el centro, ante la mirada atónita del público y el espectro del porvenir que anuncia, bajo el maquillaje, caras conocidas, en el quehacer divino del arte circense de la política.
Maquiavelo y el Estado
El 3 de mayo de 1469 nace en Florencia, Italia, uno de los escritores más controvertidos de todos los tiempos: Nicolás Maquiavelo, a quien muchos consideran el padre de la política moderna. Entre las obras que han inmortalizado su nombre figuran El Príncipe, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, El Arte de la Guerra, La Historia de Florencia y La Mandrágora.
Además de escritor, Maquiavelo fue hombre de Estado. En 1498 es designado canciller del Consejo de los Señores y, posteriormente, secretario de Estado. Hábil diplomático, en los quince años que duró en el cargo realizó 23 misiones en el extranjero, desempeñadas con elegante astucia y extraordinario conocimiento de las reacciones humanas. Enemigo de los Médicis fue depuesto cuando éstos, en 1512, toman el poder. Pasado algunos años es amnistiado por el papa León X y vuelve a Florencia, donde muere en 1527.[2]
Estamos en el ocaso de la Edad Media y en los albores de los tiempos modernos en la vida política europea. El crepúsculo señala en declive la sombra del Imperio, la amarga derrota de la soberanía papal, la extinción del poderío de los señores feudales y los rotundos y frescos aires de los reinos nacionales que, como Inglaterra, Francia o España deslindan su crecimiento, pregonando a voz en cuello un renovado lenguaje político.
Esa nueva forma de expresión es asimilada por la Italia renacentista del siglo XV y comienzos del XVI. Aquella península en forma de bota vive momentos de convulsión interna. En vez de unidad es evidente la multiplicidad de señoríos y dominaciones. Así, en el Sur, el poder lo ostenta el reino de Nápoles; en el centro, los Estados Pontificios; en el Norte, multitud de ciudades, que como lascas del antiguo Reino de Italia se apiñan en el vasallo recuerdo del emperador: Florencia, Pisa, Génova, Mantua, Milán y Venecia. Convertida en campo de muerte, Italia es el centro marcial en el que miden sus fuerzas los partidarios del poderío papal, del emperador y de los reyes de España y Francia.
Aprovechando el ocaso de los poderes tradicionales, algunas ciudades, lograda su independencia, surgen como verdaderas repúblicas urbanas. Tales son los casos de Florencia y de Venecia que brillaron con luces propias en el comercio, las artes y en la industria e iluminaron el renacimiento humanista con la aureola de su conquistado poder y de su gloria.
Allí, en Florencia, por primera vez cobra carta de ciudadanía universal una palabra nueva tendiente a reducir a unidad todo ese abigarrado conjunto de situaciones políticas: la palabra Estado. Nicolás Maquiavelo en el más alto misterio de su inspiración política la estampa en las primeras frases del opúsculo intitulado El Príncipe (1513). En esta pequeña obra, el secretario florentino se propuso investigar a través del método histórico, apoyado en la observación y seguido por la astucia y el sentido común, cuál es la esencia de los principados, cuáles sus diferencias, de qué manera se adquieren, cómo pueden conservarse y por qué causas se pierden.
La frase inicial ha cobrado celebridad porque en ella se encuentra el origen moderno de la palabra Estado: “Todos los estados, todos los señores que han tenido y tienen dominación sobre los hombres son estados y son o repúblicas o principados”.
A partir del siglo XVIII la palabra Estado recibió su fe de bautismo universal, generalizándose tanto en la literatura científica, como en las leyes y en los documentos políticos, tanto en sentido amplio para referirse a los Estados federales como entidades supremas, y en sentido restringido al hacer alusión a los estados federales.[3]
Más que ningún otro pensador político – expresa George H. Sabine –, fue Maquiavelo el creador del significado que se ha atribuido al estado en el pensamiento político moderno.[4] La difusión de la palabra estado en los idiomas modernos, para referirse a esa persona colectiva de interés público, dotada originalmente del poder soberano, se debe en gran parte a sus escritos. El estado como sistema organizado jurídicamente y que persigue dentro de un clima internacional igualitario su desarrollo y engrandecimiento en sus relaciones con otros estados, se ha convertido en la institución política más poderosa de la sociedad actual. El estado moderno regula y controla a las demás instituciones sociales y las dirige dentro de los lineamientos trazados en sus planes de gobierno en aras de su propio interés.
El papel que el estado así concebido ha desempeñado en la política moderna, revela en forma admirable, la diafanidad con que Maquiavelo intuyó en 1513 la tendencia de la evolución política.
Maquiavelo y El Príncipe Maquiavelo vive en la etapa de transición entre la Edad Media y el Renacimiento. Él, indudablemente, es un hombre del Renacimiento. De estatura alta, cuerpo delgado, modesta elegancia en la manera de vestir y en su conducta diplomática; cabello severamente peinado hacia atrás; frente amplia; ojos pequeños, pero incisivos; nariz perfilada; labios delgados; pómulos salientes; barbilampiño; manos extremadamente cuidadas; dedos delgados, cuyos movimientos revelan el ejercicio del estilo en el arte de escribir.
En 1494, al implantarse la República en Florencia, fue segundo canciller y secretario de Los Diez de la Libertad y la Paz, un comité ejecutivo encargado de asuntos internos, externos y militares. Durante quince años se desempeñó como funcionario eficaz, cumpliendo a satisfacción y lealtad, misiones diplomáticas en Francia, Suiza y Alemania.[5]
Nicolás Maquiavelo participa activamente en la vida política de Italia. Agudo en la percepción, observa con espíritu analítico el sistema de gobierno de su patria y lo compara con los de otros países de Europa que conoció en sus misiones diplomáticas, extrayendo de sus observaciones y de los ejemplos del pasado, el método y carácter de su filosofía política. Interesado fundamentalmente por las cuestiones de su tiempo, la realidad del presente mueve los esfuerzos de su penetrante atención; a la luz de su óptica de laboratorio somete a estudio los hechos y a los hombres, para obtener las deducciones que apoyarán sus tesis, buscando en los recuerdos de la historia la comprobación de sus conclusiones.[6]
En las noches florentinas, a la usanza de las reuniones griegas en el Liceo o en el jardín de Academus, los jóvenes del Renacimiento se reúnen en los jardines de Berhardo de Rucellai, cuñado de Lorenzo el Magnífico, a discutir sobre arte, filosofía o política. Allí, en las conversaciones sale a relucir, como una flor exótica, el pensamiento de Maquiavelo, por eso, cuando se urde la conjura en contra de los Médicis, el hábil secretario de Estado no queda libre de la sospecha de haber exaltado con sus tesis, el ánimo de los conjurados.[7]
Sobrevienen después las series de acontecimientos que habrían de cambiar todo el sistema de vida de Italia; el poderío de Venecia se derrumba, Julio II se une a Fernando el Católico, Ravena contempla el desvanecimiento de las veleidades hegemónicas del monarca Francés, Prato abre las venas del aniquilamiento de la efímera república de Florencia. Regresan los Médicis, Pier Soderini, es desterrado y Maquiavelo corre poco después la misma suerte, cobrándole el gobierno restaurado, con su alejamiento de la ciudad, la sospecha de conjurado y sus desvaríos de imaginativo escritor político.
Pero Maquiavelo no se resigna al ocio, a la sosegada paz rural, ni a la sombra de los árboles a cuyos pies pasaba inadvertidas horas de reflexión, tramando la estructura de sus discursos sobre los diez primeros libros, de la república romana, escritos por Tito Livio. Actor en el drama de su tiempo, quiere retornar a escena. Desea volver a la ciudad, estar presente en la corte y por ello interrumpe el desarrollo de sus discursos para escribir su no bien recibido opúsculo, El Príncipe, que zalamera y cortesanamente dedica a Lorenzo de Médicis, soberbio sobrino de León X.
Así, El Príncipe fue escrito como carta de presentación y sumiso y desesperado afán de volver a la vida política. Basta leer su descriptiva y angustiada carta a Francesco Vettori en el invierno de 1513 para darse cuenta de su estado de ánimo y de la finalidad inmediata:
“A propósito de mi opúsculo, he discutido si convendría hacerlo aparecer o no; y en caso afirmativo, si convenía que lo llevara yo mismo o que lo enviase. En la negativa, temo que Julián ni siquiera lo lea, y que nuestro Ardingheli se atribuya todos los honores de mi trabajo. La necesidad que me aprieta me empuja a publicarlo pues siento que me consumo y que esto no puede durar eternamente sin que, a la larga, la pobreza no haga de mi un ser despreciable; por otra parte, deseo vivamente que los Médicis se decidan a emplearme así fuera para empujar una roca después de lo cual si no hubiera hecho algo para ganármelos, me conformaría. En cuanto a esta obra, si solamente se leyera se vería que los quince años que dediqué a cuidar los asuntos del estado no los pasé durmiendo ni jugando, y cualquiera de ellos debería sentirse satisfecho de poder servirse de un hombre lleno de experiencia que nada les ha costado. Mi lealtad debería estar al abrigo de toda sospecha pues siempre he sido respetuoso de la fidelidad y no voy a dejar de serlo ahora. El hombre que ha servido fielmente y bien durante cuarenta y tres años (que son los que tengo) no puede cambiar su naturaleza; por otra parte, mi pobreza es el mejor testimonio de lo que afirmé”.[8]
Maquiavelo: virtud y fortuna
En el lenguaje filosófico encontramos varias acepciones de la palabra virtud. Así Aristóteles nos dice “que no basta contentarse con expresar que la virtud es hábito o modo de ser, sino que hay que decir asimismo en forma específica cuál es esta manera”. La virtud podría definirse como aquella cualidad que perfecciona la buena disposición de una cosa; esto es, su bien, “pero no un bien general – palabras de Ferrater Mora – y supremo, sino el bien propio e intransferible”. Así, pues, la virtud es aquello que hace que una cosa sea lo que es. “Tal noción de virtud es prontamente trasladada al hombre; virtud es entonces, por lo pronto, el poder propiamente humano en cuanto se confunde con el valor, el coraje, el ánimo”. La virtud, característica del hombre, depende de su libre albedrío y está regulada por la razón.
Para los griegos, la Fortuna, hija de Océano y de Tetis, era una divinidad alegórica que presidía los sucesos de la vida, distribuyendo ciegamente los bienes y los males. Luego devino en lo casual, lo fortuito, la suerte, el azar, por eso se habla de la “buena” y la “mala” fortuna.
Ante los imponderables de la fortuna, el hombre virtuoso debe estar preparado para afrontarlos, sólo así podrá permanecer en el justo medio. Cuando no hay diques de virtud previamente levantados, las aguas negras de la mala fortuna, incontenibles, arrasan las apacibles llanuras.
El vívere político oscila entre la virtud y la fortuna. Por eso González Pedrero afirma: “No es otra cosa el arte político que un duelo entre virtú y fortuna. O en otras palabras, el prodigioso oficio de conciliarlas en el incierto equilibrio de la cuerda floja”.
La virtud, que es capacidad de obrar, poder, fuerza, decisión, habilidad, previsión, significaba también para Maquiavelo prudencia sagaz, intuición.
“En general, virtúd es la fuerza vital que los hombres desarrollan en la realización de actos políticos encaminados al engrandecimiento del estado”. Al fortalecimiento y defensa del sistema – diríamos hoy – o a su aniquilamiento y cambio. “Pero significa también, esfuerzo, coraje, valor, audacia. En suma: aquellas cualidades que son indispensables para forjar a un político”.
Así, la virtud viene a ser una férrea voluntad de participación activa en los destinos del Estado; una conjunción de astucia y de fuerza —de zorro y de león— en constante equilibrio, al azar, lo contingente, lo que en cualquier momento puede ocurrir.
La virtud es acción. La fortuna, esperanza. Aquella es impulso creador, ésta, casualidad, anhelo.
Para Maquiavelo las repúblicas o los principados se adquieren por las armas propias o por las ajenas, por la suerte o por la virtud.
El príncipe que confía ciegamente en la fortuna perece en cuanto ella cambia. Feliz el que concilia su manera de obrar con la índole de las circunstancias; desdichado el que no logra armonizar una cosa con la otra.
“La ‘causa’ de la buena o mala fortuna es hacer que el propio modo de proceder concuerde con los tiempos; porque algunos hombres proceden con apresuramiento, otros, con respeto y cautela, y en el uno o el otro de esos modos se exceden de los límites correctos, incapaces de observar la ‘verdadera vía’.” Esa “verdadera vía”, es una vía de en medio en el sentido de combinar los extremos: virtud y fortuna. Por eso, en el difícil arte de la política se yerra menos, según Maquiavelo, cuando el político actúa con la acertada habilidad y prudencia de acuerdo con los tiempos y sabe regular su conducta, procediendo según su propia naturaleza, cuando ésta coincida con las circunstancias y los hechos del momento.
Maquiavelo y Circe
Estamos en el crepúsculo de la Edad Media. El hombre no se resigna a su destino. Al fin se atreve: da el salto mortal del Medioevo al Renacimiento y juega en la urdimbre de su pensamiento, con los modelos tomados de la antigüedad. González Pedrero nos dice: “Pensamos en Leonardo, en Maquiavelo. Cada uno de ellos sentía la angustia de lo nuevo como la sentimos ahora cuando nos preocupamos por saber qué será de nosotros en el futuro cercano”.[9]
Y agrega en tono premonitorio: “Esa angustia de lo nuevo vibraba en aquellos personajes que oían por todas partes el crepitar de un fuego destinado a barrer lo caduco y a dejar el campo libre para nuevas cosechas”. ¡Espléndido!
Es la época en que la debilidad de los emperadores permite a varias pequeñas ciudades italianas, independizarse enteramente. Es la época de las frecuentes guerras intestinas, de los capitanes mercenarios llamados condottierri, prestos a apoderarse del gobierno de la ciudad que contrataba sus servicios. Es la época de los pequeños déspotas, de la confusión general en Europa, de la decadencia política del papado, pero también la época en que los grandes jugadores del ajedrez político (Francia, España e Inglaterra), fijan el comienzo de los tiempos modernos.
Época difícil para pensar con lucidez y moverse con habilidad en la jaula misma del león. Sobrevivir habría sido una lección para la posteridad. ¿Con qué ingredientes lo logra Maquiavelo?
González Pedrero lo explica: “Maquiavelo creó esa mezcla compleja de pasiones y razones, matices, palabras, hipocresía, ideales, dinero, intereses, acciones dispersas, instintos, olvidos, compromisos, errores, vicio, suerte, lucha, saber, gloria, prudencia, ingenuidad, conformismo, imaginación, bajeza, poder; vida viva. En suma: hizo de la imposible vida lo que parecía imposible, la posibilidad de vivirla, de saber cómo. Hizo de la política un arte de vivir político: ciencia tal vez”.[10]
El arte tiende a la expresión de lo bello. La ciencia a la explicación racional, cognoscitiva. Sentir y saber. O mejor dicho: saber sentir en toda su magnitud la fuerza del poder.
Existe coincidencia entre la acepción vulgar y la científica de la palabra Política: se dice que es toda actividad referida al Estado. Posada la explica así:
“La política, en su sentido más general, se refiere al Estado, convertido en objeto de conocimiento”.[11]
En el estudio de la Política, fijamos dos aspectos esenciales: el teórico y el práctico. A través de la teoría pretendemos obtener un conocimiento explicativo del Estado. Y, a través de la práctica, el desarrollo de una apasionada actividad por conquistar el poder y conservarlo.
La belleza es sublime actividad humana. Circe lo sabe y no descansa: prepara la mezcla hechizante para hacer en su pócima, posible lo imposible, en el arriesgado, prudente y hábil arte de gobernar.
Maquiavelo en el infierno
Cuando se habla de Maquiavelo se piensa en una conducta amoral, tortuosa, en la que el filo de la traición abre sus alas en busca de confiadas víctimas y se recuerda la famosa frase que nunca dijo: “El fin justifica los medios”.
Sin embargo, Maurice Joly en su Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, escrito en 1864, explica en labios del ilustre florentino, que el maquiavelismo es anterior a Maquiavelo.[12]
Así, el único pecado de este secretario de Estado, fue el de decir la verdad tanto a los pueblos como a los reyes. No la verdad moral, sino la verdad política. No la verdad impoluta que todos quisiéramos saber, sino la verdad tal cual es, indiferente a cualquiera consideración ética. Por eso señala que Moisés, Sesostris, Salomón, Lisandro, Filipo y Alejandro de Macedonia; Agatócles, Rómulo, Tarquino, Julio César y el mismo Nerón; Carlomagno, Teodorico, Clovodeo, Hugo Capeto, Luis XI, Gonzalo de Córdoba y César Borgia, son antecesores de su doctrina. Ello, sin mencionar la larga lista de los que llegaron después de su Tratado del Príncipe y a quienes nada tuvo que enseñar que no supieran en el undoso arte del ejercicio del poder.
De Maquiavelo el vulgo sólo conoce el nombre y un prejuicio ciego. Se le tacha de inmoral, de falso, de traidor. Esta mala reputación ha traspasado las fronteras del tiempo escarneciendo el prestigio de un hábil diplomático entregado en su momento al servicio de la República. Por haber escrito El Príncipe y como resultado de una pésima lectura de esta inteligente obra, sus detractores lo han hecho responsable de todas las tiranías y han atraído hacia el autor la maldición de los pueblos, encarnando según éllos, su escrito, el despotismo que aparentemente aborrecen, pero que con sus excesos alimentan y anhelan. En su tiempo emponzoñaron sus últimos días y, en la posteridad se confabularon para reprobar sus tesis en las que Cratos difiere del parece de Ethos.
Mas Maquiavelo se defiende: “Durante quince años serví a mi patria” – nos dice –, que era una república; conspiré para mantenerla independiente y la defendí sin tregua contra Luis XII, los españoles, Julio II y contra el mismo Borgia, quien sin mí la hubiese sofocado. La protegí de las sangrientas intrigas que, en todos los sentidos, se entretejían a su alrededor, combatiendo como diplomático como otro lo habría hecho con la espada. Trataba, negociaba, anudaba y rompía hilos de acuerdo con los intereses de la República, aplastada entonces entre las grandes potencias y que la guerra hacía bambolear como un esquife. Y no era un gobierno opresor ni aristocrático al que manteníamos en Florencia; eran instituciones populares. ¿Fui acaso de aquellos que van cambiando al vaivén de la fortuna? Luego de la caída de Soderini, los verdugos de los Médicis supieron hallarme. Educado en la libertad sucumbí con ella; viví proscrito sin que la mirada de príncipe alguno dignara fijarse en mí. He muerto pobre y olvidado. He aquí mi vida y he aquí los crímenes que me han valido la ingratitud de mi patria y el odio de la posteridad. Quizá sea el cielo más justo conmigo”.[13]
Allá, en el ostracismo, en su tranquila y solitaria villa de “L” “Albergaccio”, cerca de San Casciano, Maquiavelo interrumpe la escritura de los primeros fragmentos de los Discorsi para escribir El Príncipe, obra que fue acogida con menosprecio por Lorenzo de Médicis, quien prefiere al opúsculo carente de “palabras ampulosas”, los finos lebreles de caza. Maquiavelo gana con este desdén, otra frustrante repulsa más.[14]
Maquiavelo: acto y potencia
Cuando se
habla de Maquiavelo se piensa en una conducta amoral, tortuosa, en la
que el filo de la traición abre sus alas en busca de confiadas víctimas
y se recuerda la famosa frase que nunca dijo: “El fin justifica los
medios”.
Notas: [1] González, Pedrero, O. C. p. 20 [2] Diccionario Enciclopédico abreviado, Espasa Calpe S.A., T.V.P. 604, Madrid, 1957. [3] Héctor, Uribe González, Teoría Política, Editorial Purrúa, pp. 148-149, México, 1984. [4] George, H. Sabine, Historia de la Teoría Política, Fondo de Cultura Económica, p. 263, México, 1984. [5] Norberto, Corrella, Torres , Una aproximación a Nicolás Maquiavelo, Escuela de Ciencias de la Educación, p. 25, México 1980. [6] Gettel, G, Historia de las Ideas Políticas, T. I, Editorial Nacional, pp. 236-237, México 1959. [7] Federico, Chabod, Opus p. 22 [8] Maquiavelo, carta del 10 de diciembre de 1513, citada por Enrique González Pedrero, La Cuerda Floja, FCE, Méx. 1987. pp. 48-49. [9] Enrique,González Pedrero, O. C. pp. 22-23. [10] Ibidem. p. 22. [11] Adolfo Posada, Tratado de Derecho Político, Madrid, Librería general de Victoriano Suárez, 1935, 5ª edición, cit. por Héctor González Uribe, Teoría Política, Porrúa, Méx., 1972, p. 23. [12] Maurice, July, Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, Munchninck Editores, pp. 10-13, México, 1976. [13] Maurice, July, O.C., p. 11. [14] Federico, Chabod, Escritos sobre Maquiavelo, Fondo de Cultura Económicas, p.27, México, 1987.
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Agenor González Valencia
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