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Los golpes del efímero poder  
Agenor González Valencia
agenor15@hotmail.com

Estoy todo madreado. Escoriaciones por todos lados. Raspaduras. Lesiones pequeñas. Dolor por todo el cuerpo. La madriza fue tremenda. Estoy solo en mi soledad. Nadie me auxilió. Solamente me quedan los recuerdos.

No sé por qué me amaban tanto. Vinieron hacia mí y de pronto me colocaron sobre un ladrillo. Desde entonces comenzó mi sorpresa de ser superior a los que allí me escuchaban, me aplaudían y casi como torero me llevaban a hombros hasta mi casa. Al día siguiente vi colocado otro ladrillo sobre el primero, subí a él, comencé mi perorata y las respuestas no se hicieron esperar: aplausos, aplausos, aplausos… Sentí que un aire especial rozaba mi rostro. No sé en que momento bajé y la multitud me rodeó para seguir aplaudiendo. Así, sucesivamente, fueron apareciendo ladrillos sobre ladrillos en los que yo me erguía para recibir alabanzas. ¡Era casi el padre de la Patria! Nubes de ilusiones pasaban a mi lado, me sentía benefactor del pueblo con la rotunda emoción participada a mis gobernados.

Como en otras ocasiones, pusieron escaleras para que yo bajase a ras de suelo. La multitud me acompañaba hasta mi casa.

Todo iba bien. Los medios de información esparcían los logros obtenidos en mi afán de gobernar con la firme convicción popular de una labor honesta, recia, convincente, que lograba con regocijo la realización de mis proyectos.

El tiempo pasaba. Mecido por los aires y por la embriaguez de los canoros cantos de mis aplaudidores, fui olvidando que todo comienzo tiene su final.

Una mañana, desde mi confortable alcoba escuché vivas, aplausos, y muchos ruidos. Me levanté pensando que mis seguidores se habían adelantado al parque donde siempre me aplaudían. Y donde estaba elevada, ladrillo a ladrillo la altura de mi gobierno.

¡Oh sorpresa! Frente a mi ascendente sitio, en cuya cúspide veía hacia arriba sin mirar hacia abajo, de reojo, observé que el pueblo estaba colocando ladrillos tras ladrillos y llevando a hombros a un mínimo personaje, que a medida que iba creciendo, mi estatura se desvanecía.

Era tanta la decepción, que mis lágrimas, desde la altura, fueron ablandando ladrillos tras ladrillos en los que estaba parado, hasta derrumbarse estrepitosamente.

Hoy, vistiendo mi soledad con la amargura de la indiferencia, he llegado a mi casa todo golpeado sin saber por qué. Desde allí miro sombras pasar frente a mi ventana. El regocijo incomprensible. Comprendí que los aplausos y las vivas ya no eran para mí.

Y aquí estoy, madreado por la caída. Devaluado en la arrogancia y oyendo un clamor popular con que el tiempo adorna la soberbia de quien no soy yo.

Agenor González Valencia
http://agenortabasco.blogspot.com/ 
agenor15@hotmail.com 

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