Estoy todo madreado. Escoriaciones por todos lados. Raspaduras. Lesiones
pequeñas. Dolor por todo el cuerpo. La madriza fue tremenda. Estoy solo
en mi soledad. Nadie me auxilió. Solamente me quedan los recuerdos.
No sé por qué me amaban tanto. Vinieron hacia mí y de pronto me
colocaron sobre un ladrillo. Desde entonces comenzó mi sorpresa de ser
superior a los que allí me escuchaban, me aplaudían y casi como torero
me llevaban a hombros hasta mi casa. Al día siguiente vi colocado otro
ladrillo sobre el primero, subí a él, comencé mi perorata y las
respuestas no se hicieron esperar: aplausos, aplausos, aplausos… Sentí
que un aire especial rozaba mi rostro. No sé en que momento bajé y la
multitud me rodeó para seguir aplaudiendo. Así, sucesivamente, fueron
apareciendo ladrillos sobre ladrillos en los que yo me erguía para
recibir alabanzas. ¡Era casi el padre de la Patria! Nubes de ilusiones
pasaban a mi lado, me sentía benefactor del pueblo con la rotunda
emoción participada a mis gobernados.
Como en otras ocasiones, pusieron escaleras para que yo bajase a ras de
suelo. La multitud me acompañaba hasta mi casa.
Todo iba bien. Los medios de información esparcían los logros obtenidos
en mi afán de gobernar con la firme convicción popular de una labor
honesta, recia, convincente, que lograba con regocijo la realización de
mis proyectos.
El tiempo pasaba. Mecido por los aires y por la embriaguez de los
canoros cantos de mis aplaudidores, fui olvidando que todo comienzo
tiene su final.
Una mañana, desde mi confortable alcoba escuché vivas, aplausos, y
muchos ruidos. Me levanté pensando que mis seguidores se habían
adelantado al parque donde siempre me aplaudían. Y donde estaba elevada,
ladrillo a ladrillo la altura de mi gobierno.
¡Oh sorpresa! Frente a mi ascendente sitio, en cuya cúspide veía hacia
arriba sin mirar hacia abajo, de reojo, observé que el pueblo estaba
colocando ladrillos tras ladrillos y llevando a hombros a un mínimo
personaje, que a medida que iba creciendo, mi estatura se desvanecía.
Era tanta la decepción, que mis lágrimas, desde la altura, fueron
ablandando ladrillos tras ladrillos en los que estaba parado, hasta
derrumbarse estrepitosamente.
Hoy, vistiendo mi soledad con la amargura de la indiferencia, he llegado
a mi casa todo golpeado sin saber por qué. Desde allí miro sombras pasar
frente a mi ventana. El regocijo incomprensible. Comprendí que los
aplausos y las vivas ya no eran para mí.
Y aquí estoy, madreado por la caída. Devaluado en la arrogancia y oyendo
un clamor popular con que el tiempo adorna la soberbia de quien no soy
yo. |