La cárcel está ciega.
Sudorosa de espesas amarguras
y esperanzas estériles de nunca.
La tierra le dio cuerpo en barro y hierro
y el hombre su destino y las cadenas.

Un clarín no es el gallo de la aurora.
-San Roque ha muerto sin perros ni metrallas-.
El agua anuncia el paso de las horas
tan gota a gota, como es el sufrimiento.

La cárcel está ciega y muda de palabras,
que apenas si se escribe en las paredes:
“Aquí murió Jacinta, abuso de confianza,
un mísero salario fue su vida”.
“Aquí nació Jorge sin padre,
mutilado de labios y apellido”.
“Aquí Juan Huelga se hizo viejo,
tocaba por las plazas con campanas
de luz que se apagaron”.
“En esta cárcel, Rosa, dibujé tu imagen 
y el pan que no trajiste, porque el niño
tuvo cirios de sombras en la cara
y un manojo de flores esa tarde”.
“Aquí se hace justicia hermano mío
y se ejecutan normas que aprueban los Señores”.

Un pájaro silvestre pierde el rumbo.
Vuelve a la jaula de donde ha salido.
Le falta el canto y, ¿para qué las alas?
Si libertad no es viento ni esperanza,
ni plumas que se visten de colores,
ni azucenas marchitas de perfume,
ni mercados de Dios en una esquina,
ni leyes que prohíben matar hambre,
o asesinar maestros por la espalda,
parir obreros a mitad de un parque,
comer la espiga del dorado día,
hurgar en basureros de las fábricas,
romperse el corazón y los pulmones.
¡Sangrar las manos apretando el puño!
¡Golpearse fuerte contra tempestades!
¡Buscar la libertad y hallar la muerte!...
¡Qué me dejen tan sólo! ¿Qué más quiero?
¡Soy el ojo dormido de esta cárcel
y muero entre mis alas prisionero!