Relato de la benefactora |
Por supuesto que la recuerdo: se hacía llamar Taís, tenía la voz ronca de una anciana y la doble moral de una adolescente. Recuerdo la falta de gusto con la que elegía su indumentaria y recuerdo que, cuando íbamos a restaurantes, solía ofrecerme comida de su plato o tomar comida del mío, en abierto desacato a nuestras disposiciones sanitarias. El hastío o el vicio nos conminaron a intimar. Muchas noches, tantas como mi oprobio, cohabitamos en moradas casuales. Ella se empeñaba en encontrar sublime aquello que carecía de pena o de gloria; yo, incapaz de resistirme al elogio, asentía con el silencio a aquellas exageradas apologías de nuestro comercio carnal. Dejamos de vernos cuando mi delicada constitución, ya mellada por la enfermedad, resintió el ajetreo de más de una mujer. Como fue acordado con las autoridades, me enclaustré desde entonces en esta biblioteca de segunda mano. Supe que ella, sin remedio, se empleó en otra relación inconveniente. Es todo lo que puedo decirle. |
Armando González Torres
Adelanto del libro “La Peste”
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