Un salto muy alto María González Rouco |
La verdad es que el abuelo de Martín se había pasado! Le había traido el mejor regalo del mundo; ni una mascota, ni un libro, ni entradas para ver a Racing: un monospring!!!. Seguramente ustedes saben qué es, pero igual se los voy a describir: se trata de un caño de metal que tiene una especie de manubrio para agarrarse y lugar para apoyar los pies, y tiene también un resorte que permite que dé unos saltos increíbles. Claro, no es fácil. Por supuesto, no es como caminar con zancos, porque aquí los dos pies van juntos, y no hay tu tía. Si no sabés mantener el equilibrio, te vas de narices al mismo suelo. A los padres no les pareció un regalo acertado, porque, conociéndolo a su hijo, estaban convencidos de que ese aparato iba a traer problemas. Se preguntaban cuál de las desgracias sucedería primero: si se lastimaría, si atropellaría al gato, o bajaría las notas en la escuela. Se quedaron cortos. No imaginaban lo que sucedería... Martín estaba como loco. Ya no le importaban los autitos de colección, ni el ludo, ni el fuerte apache, ni cualquier otro de sus juguetes. No prendía los juegos electrónicos; él, que antes se desesperaba por pasar las pantallas. Tampoco le interesaba ver televisión, ni alquilar videos. Ni comer le preocupaba. Antes, la mamá lo tenía que apurar porque, mirando su programa favorito, siempre llegaba tarde al colegio; su almuerzo duraba dos horas. Ahora no. Comía rapidísimo para poder seguir practicando con su resorte. Su papá le decía que no podía salir inmediatamente después de comer. Entonces, Martín pensó que lo mejor era no almorzar ni cenar, para no perder tiempo de entrenamiento. Como imaginarán, esta idea no gustó a sus papás. De todos modos, se las arreglaba para hacer la tarea y practicar saltos. La cosa se complicaba cuando la maestra les mandaba a hacer diez cuentas por día; eso le llevaba mucho tiempo. Y ni que hablar cuando tenía que estudiar para una prueba! Cuando Martín salía a la vereda con su monospring, acompañado por su amigo Lucho, que llevaba un reloj para tomarle el tiempo, todos los chicos se acercaban. Es que era tan hábil que hasta los grandes se quedaban boquiabiertos. La gente formaba un semicírculo a su alrededor, cuidando no molestarlo, y se quedaba mirando. Martín iba y venía, para acá y para allá, sin cansarse nunca. Se fijaba objetivos. Quiero decir que se proponía llegar hasta una cierta altura cada día. Después iba aumentando de a poco. Por un lado, la técnica no era sencilla, y por otro, tenía mucho que estudiar, por eso no podía dedicarle a su hobby todo el tiempo que él hubiera querido, pero igual avanzaba mucho en pocas semanas. Lo primero que se propuso fue aprender a caminar con el resorte. Bueno, eso de caminar es una forma de decir. Lo que él hacía era avanzar a los saltos, para adelante y para atrás, y para los costados. Moverse hacia los costados era más difícil que moverse para adelante y para atrás, porque el cuerpo tenía que dar un envión y levantar el resorte todo al mismo tiempo, y le costaba hacer entender a sus piernas que el avance tenía que ser lateral y no hacia el frente. Pero no se acobardaba. Se cayó un montón de veces, pero ni lloraba. Y como zonzo no era, se había vendado los codos y los tobillos y las rodillas para no lastimarse, y se cuidaba muy bien de saltar cerca de puertas con vidrios o muebles de metal. Se iba al patio, y ahí le daba y le daba, hasta que anochecía. En invierno, a veces hacía cinco grados y a él no le importaba: saltaba con campera y guantes, como si nada. Cuando se sintió confiado, salió a la vereda. De esquina a esquina, al principio, y luego, la vuelta a la manzana. Una vez que aprendió a caminar con el resorte, decidió que debía saltar treinta centímetros. Puso una pila de libros y otra de latas de conserva y se fijó con la regla que midieran esos centímetros. Lucho corroboró la medición. Por suerte, la regla llegaba exactamente hasta esa cifra. Se subió a su resorte y probó. La primera vez tiró una lata y rozó uno de los libros (el que estaba más arriba, por supuesto), lo cual provocó la ira de su mamá, que cuidaba los libros como a hijos. Ella le dijo, con bastante enojo, "¿Por qué no usás sólo latas, y dejás los libros tranquilos?". Con empeño fue mejorando, y al mes siguiente ya saltaba muy por encima de las pilas (sólo de latas). Entonces, se propuso saltar un metro setenta y dos, que era la estatura de su papá. Practicó y practicó, hasta que una noche, cuando su papá llegó del trabajo, lo recibió desde lo alto, con las zapatillas muy por encima de la cabeza de su alarmado papá. Como le pareció que iba muy bien en su entrenamiento, decidió que tenía que llegar al primer piso del balcón del edificio vecino. Y dale que dale, un día se apareció en el balcón de la señora del "A", que estaba tomando sol. La señora, que tenía una nena de la edad de Martín, no se enojó, sino que lo felicitó, le dio dos caramelos, y le ofreció un vaso de agua. Pasaban los días y Martín saltaba cada vez más alto. Se decía que quería aparecer en una terraza, y ahí estaba. Un día se le antojaba sentarse en lo más alto de un árbol, y ahí aparecía. Hacía lo que quería. Otra vez quiso meterse adentro de un gallinero. Se subió al resorte, se preparó y listo, ahí cayó Martín, espantando a las gallinas y corriendo el riesgo de que el gallo le diera un picotazo de lo más feo. También le gustaba saltar de una vereda a la otra, dejando varias entre medio. Era un deportista hecho y derecho. Claro que, como en todo, hay que tener una medida, y Martín no la tenía. Saltaba y saltaba, despreocupadamente. Una vez saltó tan alto que apareció en una nube. Sí, aunque a ustedes les parezca una mentira grande como una casa, Martín aterrizó, sin querer, en una nube. No vayan a pensar que se asustó; al contrario, estaba muerto de risa. Se preguntó cómo no se le había ocurrido antes. Era algo genial! Desde ahí podía ver todo el barrio. ¿Qué digo? No sólo el barrio, también el Obelisco, y la Plaza Once, y el Zoológico. Pensó que si se subía a una nube más alta podría ver los pueblos de Salta, las calles de Rosario y las nieves de Ushuaia. Tenía que practicar más. Lo tendría en cuenta. Pero sus papás no pensaban lo mismo. Habían llamado a la policía y a los bomberos, también al SAME. Estaban desesperados. Miraban acusadoramente al abuelo, que silbaba haciéndose el distraido. La policía dijo que no podía hacer nada. Era demasiado alto. Entonces, entraron en acción los bomberos, con una escalera altísima, tan alta como varios pisos de un edificio. Nada. Tampoco pudieron alcanzarlo. La mamá lloraba; el papá estaba asustado. La abuela estaba furiosa. Habían venido los tíos y los primos. Hasta el director de la escuela estaba presente. Martín se sentía muy importante, pero la cosa se estaba poniendo seria. Por eso, cuando le pareció que ya era suficiente, sacó su resorte de adentro de la nube, donde se había hundido por la fuerza del aterrizaje, se subió de un salto y voló. Voló como un pajarito, por el aire, mientras su mamá se tapaba los ojos para no ver cómo se estrellaba contra el pavimento. Martín no se estrelló. Llegó a tierra sano y salvo, divertidísimo, con ganas de contar lo que había visto. Sus papás no lo retaron pero –eso sí- escondieron el resorte y le prometieron que se lo iban a devolver cuando cumpliera veinticinco años. Por las dudas... |
Un
cuento enrollado
María González Rouco
Lic. en Letras UNBA, Periodista
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