Inconformidad |
No sé muy bien la razón, pero me encantan las mujeres que son propiedad ajena. Siempre las veo como relojero, como un ladrón que asecha furtivamente el almacén a la hora de abrir. No sé muy bien las causas, pero las mujeres ajenas me electrocutan, me paralizan, toman mi recato y lo lanzan como un banderín sin destino momentáneo. Con sólo verlas pasar, se me alocan los ojos y comienzan los nervios a enervarse, a cometer incendio colectivo. Tal vez se deba a su insistente búsqueda de atracciones impedidas, o tal vez (eso únicamente lo sabría un psicólogo tenaz) a mi urgencia de cleptómano anímico. Puede ser también que el caso se deba a la peculiaridad de su porte inconfundible: pelo urgido de búsqueda, labios ansiosos de la hazaña, cuerpo con desvelo y censurado por albercas. No sé por qué me atolondran tanto las mujeres de propiedad ajena. Quizá, en último caso, todo se deba a su insistente pedido por deglutir defensas y bombardear sorpresivamente las ciudades semi-dormidas. |
Mainor González Calvo
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