Escribiendo y frecuentado los cafés Gombrowicz consiguió un prestigio considerable. Su mesa, a la que concurría un gran número de admiradores, era testigo de sus bromas, sus gestos, sus dichos, su dialéctica, sus elevaciones líricas, sus razonamientos filosóficos y psicológicos, sus declaraciones artísticas, sus ataques arrolladores y sus provocaciones taimadas que electrizaban a sus oyentes.
“Cuando se dieron cuenta que mi mesa tenía una tendencia marcada a prosperar, gente con cara de sentarse en la primera fila del teatro empezó enseguida a acercarle sus sillas; noche tras noche se repetía la misma escena en un silencio absoluto interrumpido sólo a veces por una tos o una risotada. En el primer piso se encontraban sobre todo los poetas del proletariado (...)”
“Esta denominación abarcaba no solamente a los cantores de la clase obrera, sino aquellos que, descendientes de clases sociales inferiores, se convirtieron en adoradores de surrealismos, dadaísmos y otros ultramodernismos por el estilo, que servían para disimular sus primitivismos y oscurantismos más esenciales. Estos poetas del proletariado tomaban parte en discusiones pero no sin grandes dificultades (...)”
“Generalmente no tenían más que un solo caballo para montar, por ejemplo el marxismo, o la estética poética, o bien el psicoanálisis, mientras todos los demás caballos de la humanidad eran para ellos totalmente desconocidos. Es necesario reconocer, además, que en esa misma situación poco confortable se hallaba la mayoría de los que frecuentaban el café Ziemianska (...)”
“La ignorancia de esos intelectuales era algo increíble: de un lío de lecturas y conceptos, de unos párrafos y fragmentos asimilados a tontas y a locas, nacía un saber fantástico y proteiforme como la nube de Falstaff. En el piso superior estaban ya los ‘grandes nombres’, autores y artistas cuyas acciones se cotizaban en la bolsa literaria, aunque todavía no podían pretender la gloria (...)”
“Y arriba de todo, incluso en el sentido físico de la palabra, puesto que era un piso que se hallaba en un entresuelo, elevado por encima de la muchedumbre, irradiaba su esplendor la musa de los skamandritas”. En las vísperas de la primera guerra mundial, Europa estaba arrastrada por la vanguardia, el proletariado, el surrealismo, el social realismo, el ocaso de la burguesía y del feudalismo.
En ese tiempo Gombrowicz maniobraba distraídamente en una mesa del café Ziemianska con su abolengo. “Mi abuela es prima de los Borbones españoles”. Realizaba también actos de servidumbre, por ejemplo, le alcanzaba el azúcar a un poeta de clase social alta, y no al mejor poeta que era de familia pobre. Apoyaba la opinión de otro porque era de una familia de terratenientes.
“La poesía es muy importante pero ante todo te aconsejo que no seas provinciano”. Aparecían algunas protestas en el curso de estas provocaciones. “No, señores, el arte es un fenómeno esencialmente heráldico. Y así durante semanas, meses, años, con la imperturbable lógica del absurdo. Los otros chillaban y vociferaban pero, poco a poco, sucumbían. Una ya decía que su abuelo era terrateniente (...)”
“Otro, que la hermana de su abuela era del campo, otro más empezaba a dibujar su blasón en la servilleta. “¿Socialismo? ¿Surrealismo? ¿Vanguardia? ¿Proletariado? ¿Poesía? ¿Arte? No. Un bosque de árboles genealógicos y nosotros a su sombra. Una tarde me dijo el poeta Broniewski: –¿Qué está haciendo usted? ¿Qué sabotaje es éste? ¡Usted ha logrado contagiar de heráldica hasta a los mismísimos comunistas! (...)”
Gombrowicz no se sentaba a la mesa los skamandritas en el café Ziemianska, él actuaba casi únicamente en la planta baja de los cafés, mientras las plantas más altas prácticamente las ignoraba. “Oiga, dicen que es usted quien reina en el café Ziemianska, y que no admite en su mesa a ninguno de nosotros. Efectivamente, era así, no los admitía, yo era profeta, charlatán y payaso (...)”
“Sin embargo sólo lo era entre seres iguales a mí, aún no del todo formados, sin pulir, inferiores..., a los otros, a los honorables, a los pretenciosos, a los skamandritas con quienes no me podía permitir una broma, una mofa, una provocación, una tontería, a quienes no podía imponerle mi estilo, prefería no tratarlos; ellos me aburrían a mí y sabía que yo también los aburría a ellos (...)”
“Los poetas de Skamander eran conscientes de su lugar sólo hasta cierto punto, conocían su lugar en el arte, pero no sabían cuál era el lugar del arte en la vida. Conocían su lugar en Polonia, pero ignoraban el lugar de Polonia en el mundo, ninguno de ellos se elevó tan alto como para ver la situación de su propia casa. Cada tarde me encaminaba hacia el café Ziemianska (...)”
“Me sentaba en una de sus mesas, pedía un café y esperaba a que se reuniera el grupo de mis compañeros de café. Frecuentar un café puede convertirse en un vicio, igual que el vodka. Para un verdadero adicto, el no acudir a su café a una hora determinada significa sencillamente sentirse enfermo. Hay que decir que los cafés de Varsovia, y el café Ziemianska en particular, no se asemejaba a los demás cafés del mundo (...)”
“Se entraba directamente de la calle a la oscuridad, a una especie de terrible sopa de humo y de tufo, desde cuyo fondo se asomaban unos semblantees estrafalarios ululando y haciendo gestos en un intento de hacerse entender en medio del bullicio general. Mi actitud en el café Ziemienska se caracterizaba por una desenvoltura que demostraba claramente que no tenía necesidad de ganarme la vida con la pluma (...)”
“Por otra parte no quería apresurar nerviosamente mi carrera de escritor. Supongo que la cantidad de tonterías, absurdos e idioteces proferidas por mí en el Ziemianska debía alcanzar unas cifras astronómicas y, sin embargo, a través de todas esas locuras, se transparentaba mi natural sentido común y esta lucidez, este realismo que siempre ha estado alerta en mí (...)”
“Necesitaba víctimas. Me sentía feliz cuando caía en mis manos un interlocutor cándido y apasionado con el que podía jugar como el gato con el ratón. Hoy en día, al leer algunas de las obras polacas, tropiezo a veces con fragmentos que probablemente no habrían nacido sin aquellas conversaciones. Relacionarse conmigo siempre ha sido y sigue siéndolo hoy, bastante difícil (...)”
“Por principio tiendo a la discusión, al conflicto, intento llevar la conversación de modo que sea arriesgada, a veces incluso desagradable, incómoda, indiscreta, ya que eso atrae al juego y pone en entredicho a las personalidades. Una conversación afable, serena, delicada, como suelen ser las que se mantienen en los círculos literarios, me han parecido siempre algo mortalmente insípido e indigno de la gente un poco despierta espiritualmente”
Cuando uno cree haberlo ubicado en algún asunto, por ejemplo en el de su afición por los cafés, Gombrowicz toma la palabra y cambia de rumbo. Sartre pasa gran parte de su vida y escribe la mayoría de sus obras en la atmósfera impersonal del humo del cigarrillo, el olor de café, el entrechocar de tazas, los fragmentos de conversaciones, y el ir y venir de un café parisiense.
El Café Flore y el Café Pont Royal se convirtieron con el tiempo en la Meca de la filosofía existencialista. La atmósfera del café está tan arraigada en la mente de Sartre que incluso explica las teorías de la metafísica en el más erudito de sus libros con ejemplos tomados de la vida de café. Doscientos años antes ya decían que en París sabían como preparar esa bebida de tal manera que engendrara el ingenio en aquellos que la tomaban.
Por lo menos cuando salían de allí, todos ellos se consideraban cuatro veces más inteligentes que cuando entraban. Los cafés vendrían a ser algo así como la Palas Atenea era para los griegos, entonces, Gombrowicz, prepara las armas y empieza a cañonear a los cafés. Según su parecer algunos escritores son terriblemente charlatanes, las obras de estos autores no nacen del silencio, se escriben en los cafés.
Sus escritos tienen el rasgo particular de la sociabilidad, una característica de las personas que no tienen su propio hogar espiritual. El hombre se siente diferente según esté en un bosque sombrío, en un jardín podado a la francesa, o en el piso cuadragésimo de un rascacielos. Los escritores que escriben en los cafés tienen los límites de su personalidad a la distancia que los separa de las mesas vecinas.
No hay en ellos ni rastros del empeño dramático de un pensador solitario, les falta la angustia metafísica nacida del silencio, el método y la disciplina de los laboratorios científicos. Cada uno de ellos acaba allí donde comienza su vecino; muy cerca. Algunos se dan cuenta y hacen lo posible para no parecer escritores de café, pero sus convulsiones espirituales sólo van dirigidas a no parecerlo.
Es por esto que se convierten de nuevo en escritores de café, pero al revés. Un verdadero círculo vicioso. Hay un solo remedio para esto, partir espiritualmente sin moverse del sitio. Para cultivar el arte los hombres de letras deben apoyarse en el arte, deben partir en busca del arte más alto para encontrar en su naturaleza la propia naturaleza. Yo he criticado con dureza algunas de las reflexiones que se han hecho sobre Gombrowicz.
Me he detenido con amargura en las de algunos hombres de letras hispanohablantes connotados, pero no se me ocurrió pensar en qué lugar las habían escrito. Para tomar unos pocos ejemplos, a mi me gustaría saber dónde las han escrito el Niño Ruso, el Orate Blaguer, el Vate Marxista, el Pato Criollo y el Buey Corneta. Si las escribieron en los cafés, es como si las hubieran escrito con una mano atada, un capiti diminuti.
Sin ir más lejos, estoy seguro que las últimas concepciones del Buey Corneta se le ocurrieron en un café. Este hombre de letras ha declarado recientemente que la gran enfermedad del mundo actual es el alzheimer, uno se va olvidando de todo, salvo que lo escriba. “Pornografía” es una novela en la que Gombrowicz introduce como protagonista al café Ziemianska, un representante de la ex-Varsovia.
“Voy a contarles otra de mis aventuras, y justamente una de las más fatales. Por entonces, era en el año 1943, me encontraba yo en la ex-Polonia y en la ex-Varsovia, en lo más hondo del hecho consumado. Silencio. El desmantelado grupo de mis compañeros y amigos del ex-café Ziemianska, se reunía todos los martes en cierto pisito de la calle Krucza, y allí, reanudábamos nuestras viejas conversaciones, nuestro ex-debates sobre el arte (...)”
“Dale, dale, dale, todavía hoy nos veo sentados o tumbados, en el cuarto lleno de humo, todos charla que charlarás y grita que gritarás. Uno chillaba: Dios, otro: arte, un tercero: nación, un cuarto: proletariado, y así discutíamos ferozmente y venga darle vueltas y vueltas. Dios, arte, nación, proletariado, pero un día llegó Fryderyk, un hombre de mediana edad, oscuro y reseco, de nariz aguileña (...)”
“Se presentó a todo el mundo con todos los requisitos de la cortesía”. Gombrowicz y Fryderyk se van a la casa de campo de Hipolit para escaparse del drama colectivo de la ex-Polonia, de la ex-Varsovia y de las discusiones interminables sobre la nación, Dios, el proletariado, el arte. En el primer domingo de misa Gombrowicz observa con atención a su compañero.
Fryderyk arrodillándose y actuando de una manera particular le va quitando importancia a la ceremonia religiosa. Con una mirada obsesiva y penetrante Fryderyk establece un contacto sensual entre las nucas de dos jóvenes, ese hombre se volvía temible y, de repente, esa misa celebrada en un lugar de la Polonia abandonada a los alemanes, cayó fulminada por un rayo, como si el absoluto de Dios hubiera muerto.
Pero cada nuca estaba sola, no estaban juntas, eran la nucas de Henia, la hija de Hipolit, y de Karol, un auxiliar de la finca. Y la novela termina a lo Shakespeare, en una verdadera tragedia. Cómo es que se pasa de la descomposición del ritual religioso y de las nucas a semejante carnicería, sólo Dios lo sabe. El estallido de las monstruosidades señoriales y campesinas confluyen en el gesto del sacerdote celebrando la misa.
La nihilización de la iglesia prepara el camino para el reemplazo de Dios por una nueva deidad. Las nucas de Henia y Karol se asocian en la conciencia de Gombrowicz de una manera lasciva, le nace el pensamiento de que los jóvenes deben consumar con el cuerpo la atracción que él había descubierto, y es alrededor de este elemento erótico cómo se empieza a desarrollar la historia.
Henia y Karol son representantes de la tentación y del pecado; Waclaw, el prometido de Henia, y su madre Amelia, de la corrección y de los principios religiosos. De qué son representantes Fryderyk y Gombrowicz es más difícil saberlo. Por ahora digamos que son dos adultos mirones y lascivos que planean, en principio, que los dos jóvenes se presten atención y consumen una atracción que grita al cielo, salvo para los jóvenes mismos.
Karol es atractivo con una juventud violenta que lo arroja en los brazos de la brutalidad y la obediencia. Sensual, carnal y con una sonrisa que lo ata a una inferioridad superficial, Karol no puede defenderse. Esta mezcla explosiva en la conciencia de Gombrowicz se le echa encima a Henia como si fuera una perra, arde por ella, un deseo que nada tiene que ver con el amor, un enamoramiento becerril con toda su degradación.
Pero la joven señorita tiene con el muchacho un diálogo desembarazado y confiado, los jóvenes no se comportan según el contenido de la conciencia de Gombrowicz. En este punto Gombrowicz se pregunta cuánto sabe Fryderyk de todo esto: de la descomposición de la misa, de la atracción de las nucas, del llamado del cuerpo de los jóvenes a la consumación. Henia es una colegiala cortés, cordial y muy atractiva.
Cuando Fryderyk tenía apartes con Henia a solas Gombrowicz pensaba: se la lleva para hacer cosas con ella o ella se va con él para que él le haga cosas. A partir de ese momento Fryderyk se convierte en el operador del drama mientras Gombrowicz le sigue los pasos y trata de interpretar el significado de sus maniobras. Fryderyk maniobra con los pantalones de Karol cuando le pide a ella que se los remangue.
Parece como si les estuviera diciendo: vengan, háganlo, gozaré, lo deseo. Gombrowicz quería averiguar cuánto de ingenuos eran los jóvenes respecto de los propósitos de Fryderyk. Pensaba más o menos así: Henia remangaba los pantalones para que Fryderyk gozara, de modo que estaba de acuerdo con que él gozara con ella y también con Karol, ella se daba cuenta de que entre los dos podían excitar y seducir.
También Karol lo sabía porque había colaborado en aquel juego. No eran tan ingenuos, entonces, conocían su propio sabor. La situación no tenía vuelta atrás, los cuatro eran cómplices en el silencio pues el asunto era inconfesable y vergonzoso. Después de que Karol le levantara la falda a una vieja fregona y asquerosa haciéndole brillar la blancura del bajo vientre y la mancha de pelo negro, le dice a Gombrowicz que le gustaba Henia.
Le gustaba Henia pero le gustaría más hacerlo con doña María, la madre de Henia. El joven estaba actuando para los adultos porque quería divertirse con ellos, y no con Henia, porque los adultos, aún dentro de su fealdad, podían llevarlo más lejos al ser menos limitados. Pero esto no es lo que quería Gombrowicz, Karol era demasiado joven para Dios y para las mujeres, era demasiado joven para todo.
El sueño de los dos adultos de que los jóvenes consumaran su atracción innegable se venía abajo. Era una pareja adulta de enamorados en la frustración, desdeñada por la otra pareja de amantes, el fuego de su excitación no tenía nada en qué descargarse. Llameaba entre ellos, estaban asqueados el uno del otro y se juntaban en una sensualidad irritada. Pero Fryderyk continuaba con sus maniobras calculadas para juntarlos.
Los estaba obligando a pisar una misma lombriz hasta partirla. Quería que Henia y Karol causaran tormentos con sus suelas, con toda calma Fryderyk había transformado en un verdadero infierno la existencia de esa pobre lombriz. Un pecado común cometido para los adultos que penetraba la intimidad fundiendo a unos con otros. En la virtud los jóvenes se le presentaban a Fryderyk y a Gombrowicz cerrados, herméticos.
En cambio en el pecado podían revolcarse con ellos. Era un sistema de espejos, Fryderyk lo miraba a Gombrowicz y Gombrowicz lo miraba a Fryderyk, hilaban sueños por cuenta del otro y de ese modo llegaban hasta la idea que ninguno de ellos se habría atrevido a dar por suya. Por su parte Henia les hacía saber que era creyente, que si ni lo fuese no se confesaría ni comulgaría, que sus principios eran los mismos que los de su futuro marido.
Su futura suegra era como si fuera su madre, era un honor para ella entrar en esa familia, era seguro que si se casaba con Wlacaw no haría nada con ningún otro. Un comentario de Henia que parecía severo pero que era también una confiada y seductora confesión de su propia debilidad, excitaba, precisamente, por su virtud y no por su pornografía. Y también les decía que Karol no quería a nadie.
Lo único que le interesaba a Karol era acostarse un poquito, que ella ya lo había hecho con un guerrillero, que sus padres lo sospechaban porque los habían sorprendido juntos, pero que no querían sospecharlo. Amelia, la madre de Waclaw, era cortés, sensible y espiritual, sencilla y de una rectitud ejemplar. En Amelia regía el Dios católico, absoluto, desprendido de la carne.
Ese Dios era un principio metafísico, incorpóreo y majestuoso que no podía atender a todas las majaderías que tramaban los adultos con Henia y Karol. Amelia parecía enamorada de Fryderyk, estaba subyugada con ese ser terriblemente reconcentrado que no se dejaba engañar y distraer por nada, un ser de una seriedad extrema. En la finca de Amelia tiene lugar la segunda caída de Dios después del derrumbe de la misa en la iglesia.
Un ladronzuelo de la edad de Karol entra en la casa para robar, según todo lo hace parecer la señora descubre al ladrón, toma un cuchillo y lucha con Joziek, transcurren unos minutos y llega a la mesa donde están su hijo y los invitados, se sienta y cae muerta con el cuchillo clavado mirando un crucifijo. La situación no estaba clara, nadie sabía lo que había pasado en realidad. Amelia no pudo contar nada y Joziek decía que sólo se habían revolcado.
Había sido un accidente. Fryderyk era mal psicólogo porque tenía demasiada inteligencia y por lo tanto era capaz de imaginarse a doña Amelia en cualquier situación. Una sospecha terrible flotaba en el aire de la casa de campo. Sospechaban que esa mujer tan espiritual y guiada por los principios de Dios había prologado demasiado la lucha con Joziek revolcándose en el suelo de puro placer y, por accidente, se le había clavado el cuchillo.
Si esto fuera así no podían entregar a Joziek a la policía. A la casa de Hipolit llega Semian, un jefe de la resistencia que se había vuelto cobarde. Sus compañeros temen que se convierta en delator y le piden a Hipolit que lo mate. Semian actualiza el sentimiento de que todos estaban atados a la patria, todos eran instrumentos de todos los demás, y a cada cual le estaba permitido servirse del instrumento con la mayor temeridad.
La presencia del recién llegado convirtió a Karol en un soldado, preparado a dispararse como un perro al oír la orden. Pero no era sólo él, la miseria romántica tan repelente unos instantes atrás cedió de pronto, y todos en la mesa, como si fueran una patrulla, esperaban la orden para entregarse a la lucha. Mientras tanto Fryderyk seguía maniobrando para juntar a Henia con Karol, esta vez utilizando al prometido.
Les dio unos papeles en un teatro escrito por él y los hacía actuar en el parque, participaban de una escena extraña. Los jóvenes, según desde dónde se los mirara, recitaban con ademanes poéticos o caían en el pasto para revolcarse. Lo único que atinó a decir el pobre Waclaw, que observaba la escena desde el lugar en que lo había puesto Fryderyk, es que eso de caer tan pronto y luego levantarse era raro.
Así no se hacía, le parecía que ella no se había entregado a él. Esto le resultaba peor que si hubieran vivido juntos, que si se le hubiera entregado él podía defenderse, pero así no, porque entre ellos ocurría de otro modo, y al no habérsele entregado Henia era todavía más de Karol. Llegando al final de la novela hay un intercambio de mensajes escritos entre Gombrowicz y Fryderyk, es un intento que hacen los adultos por saber qué pasa.
Fryderyk confiesa que no tiene un plan determinado, que actúa siguiendo las líneas de tensión y del apetito. Él piensa que los jóvenes no se juntan porque sería demasiada plenitud para los otros, que se les acercan y flirtean porque quieren hacerlo gracias a los otros, a través de los otros y también de Waclaw, por los otros. Lo peligroso de todo esto es que Fryderyk siente que ha caído en manos de unos seres frívolos.
Unas manos apenas crecidas empujaban, en la plenitud de su desarrollo intelectual y moral, a su propio pensamiento y pasión a hacer todo lo que estaba haciendo, se sentía como un Cristo crucificado en una cruz de dieciséis años. Y llegamos al final. Los adultos no se animan a matar a Semian y le piden a Karol que lo haga con la irresponsabilidad de la juventud para quitarle gravedad a un crimen tan siniestro.
Waclaw, que está preparando su propia muerte entra al cuarto de Semian y lo mata. Apaga la luz y se enmascara con un pañuelo para que no lo reconozca Karol y lo confunda con Semian cuando le abra la puerta. Karol no lo reconoce y lo mata creyendo que es Semian. Queda un cabo suelto, Joziek, el joven al que no se lo puede entregar a la policía porque es inocente, entonces, Fryderyk lo mata.
Y no se sabe si lo mata para guardar sin mancha la memoria de doña Amelia que había caído en el pecado original, o para ponerle el punto final a la no consumación de los jóvenes. Hania y Karol sonríen. “Sonríen como sonríe la juventud cuando no sabe cómo salir de un apuro. Y durante unos segundos, ellos y nosotros, en nuestra catástrofe, nos miramos a los ojos”.
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