Mientras Gombrowicz pasaba unas vacaciones sin un término definido en la Argentina, los polacos no se ponían de acuerdo sobre si era un escritor apegado a las antiguallas del pasado, a la clase terrateniente y a la genealogía o si, en cambio, en tanto que amoral y ahistórico, era un escritor vanguardista. En "Veinte años de vida" de Zbigniew Unilowski el prologuista intenta ubicar a Gombrowicz en el panorama de la literatura.
“En el período en que Unilowski apareció en el campo de la literatura, las tendencias progresistas se vieron de nuevo contrastadas por el implacable culto a la separación de la literatura de la vida. Fue el tiempo en que Gombrowicz quería 'cuculizar' la literatura polaca, ejerciendo por desgracia una gran influencia sobre sus contemporáneos con su literatura dominada por el infantilismo y el subconsciente (...)”
“En su novela, cuyo título constituía ya de por sí un programa (puesto que 'Ferdydurke' no significa nada), quiso reducir la vida humana a unos reflejos infantiles. Unilowski deseaba mostrar el desarrollo y la maduración de un niño en un mundo severo y malo. Gombrowicz, todo lo contrario: quiso reducir las cuestiones de la vida, las cuestiones sociales, a la época de la niñez, a la esfera de los reflejos subconscientes (...)”
“Unilowski era un escritor que iba en la dirección opuesta a Gombrowicz y sus adeptos”. A Zbyszek Unilowski, un novelista reportero proveniente de una familia muy humilde, Gombrowicz lo conoció en un dáncing varsoviano. En esa época se lo veía a Unilowski como el mayor escritor polaco del futuro, y hasta el mismo mariscal Pilsudski lo admiraba.
Aunque Gombrowicz lo apreciaba como persona y como artista no tenían gran cosa en común, estaba frente a un proletario que había ascendido en la escala social gracias a su talento e inteligencia. Desde muy joven había entrado a un ambiente totalmente diferente, nada fácil para alguien que debía comenzar por aprender todas esas conversaciones, esas formas, esas finuras.
Si no se entendían era más bien por diferencia de caracteres y no de cultura y educación. Gombrowicz era un hombre de café, le gustaba contar frivolidades durante horas enteras sentado a una mesa entregado a diversos juegos psicológicos. Unilowski necesitaba del alcohol, de las luces filtradas, del jazz y de los camareros serviciales, de ese modo sentía que había ascendido a un escalón superior.
Había sido camarero y contaba una historia que Gombrowicz nos repetía en el café
Rex. La historia de que el esfuerzo mental de un camarero era infinitamente más grande que el de un escritor; tenía que recordar los pedidos de cinco mesas sin equivocarse ni confundirse, corriendo con platos, botellas, jugos, salsas y ensaladas, y a la noche durante horas interminables quedarse desvelado recordando las voces de los pedidos.
Gombrowicz tenía confianza en su inteligencia y en su gusto y por eso le dio a leer el manuscrito de “Ferdydurke”. A pesar de todo sentía que algo los separaba y no era precisamente su condición social. Unilowski le dijo que le había robado la novela que le hubiera gustado escribir. Sin embargo, lo seguía considerando un burgués, un filisteo que por azar era poeta y tenía aventuras extrañas como el señor Pickwick.
Según decía Unilowski Gombrowicz era como un Pickwick, pero Gombrowicz no era así. “Temo mucho haber sido la causa de su muerte. Yo tenía una gripe ligera, estaba en casa aburriéndome... Lo llamé para que viniera a casa. Vino, se contagió, la gripe desembocó en una encefalitis y murió. Tal vez no se contagiase de mí, tal vez la encefalitis se produjera por otras causas (...)”
“Sin embargo no puedo quitarme de encima la sospecha de que si no me hubiera visitado aquel día seguiría viviendo. Sí, era un talento, un hombre valiente, lúcido, capaz y sensato, aunque quizás todavía lejos de superar sus enormes problemas. Lo estimaba mucho, pero nunca estuve de acuerdo con quienes lo consideraban un gran escritor, un especie de Balzac polaco”
Adolf Rudnicki no era especialmente distinguido, provenía de un suburbio y, además, no era demasiado limpio. A partir de estos antecedentes Gombrowicz intentó hacer lo de costumbre, aplastarlo con su manera aristocrática. A él le parecía que esta manía suya no estaba dictada por la estupidez, sino al revés, era precisamente la inteligencia la que lo impulsaba a este comportamiento descarriado.
Había que buscar lo contrario, más aún en ese tiempo en el que las consignas eran la democracia, la igualdad, el progreso y la negación de la nobleza, especialmente en los ambientes intelectuales. Decidió mostrarse delante de Rudnicki como un personaje disfrazado conscientemente de anacronismo. Rudnicki le hacía cargos a la literatura de postguerra.
Se los hacía porque no había sido capaz de agotar el tema de la guerra, que de ese abismo infernal no se había extraído todo lo que de el hombre se podía extraer. Se puso a hablar de los cuerpos torturados creyendo que la inmensidad del sufrimiento lo proveería de alguna verdad, de un nuevo saber sobre nuestros límites, pero sólo descubrió que la cultura de los estetas intelectuales no es más que espuma.
Del doble lenguaje de la guerra y de la literatura Gombrowicz deduce las condiciones a las que debe ajustarse el escritor. Que se encante con su objeto y que tome una distancia fría frente a él; que se sienta coautor de la cultura y que no la venere; que exprese su propio espíritu individual. De la inobservancia de estas condiciones devino una literatura que no expresó la realidad.
Expresó en cambio las fantasías colectivas, las abstracciones estéticas e históricas, la misión social, el satanismo. “Acepta, comprende que no eres tú mismo, pues nadie es jamás él mismo, con ningún otro, en ninguna situación; ser hombre significa ser artificial. Se trataba de algo sencillo, sí, pero existía una dificultad: no bastaba con aceptarlo y comprenderlo, había que experimentarlo en uno mismo (...)”
“La historia vino en mi ayuda. En aquellos tiempos de preguerra, la gente se volvía extraña. Cabe concebir la guerra como un conflicto de formas. Yo veía con estupor cómo Europa, la central y la oriental principalmente, se preparaba para la guerra, entraba en la era de movilización demoníaca de las formas. Los hitlerianos y los comunistas se componían un rostro amenazador (...)”
“Por otra parte la fabricación de creencias, de entusiasmos y de ideales igualaba a la fabricación de cañones y bombas. La obediencia ciega y la fe ciega se habían vuelto obligatorias, y no solamente en los cuarteles. La gente se ponía artificialmente en estados artificiales, y todo –incluso, y en especial, la realidad–, todo debía ser sacrificado para obtener la fuerza (...)”
“Esta obediencia ciega suponía puras sandeces vocingleras, cínicas falsificaciones, la deformación de la realidad más evidente; una atmósfera de pesadilla. Un horror sin nombre. Esos años de preguerra fueron quizás más ignominiosos que los de la guerra misma. Asfixiado por esa presión de la forma, me lancé con todas mis fuerzas hacia una nueva aprehensión del hombre (...)”
“Era la única posibilidad de conservar algo de esperanza. Me hallaba, junto a la humanidad, en la más negra de las noches. Dios agonizaba, las leyes, los principios y las costumbres que habían constituido el patrimonio de la humanidad se veían suspendidos en el vacío, despojados de su autoridad. El hombre, desembarazado de Dios, liberado y solitario, amenazaba con formarse a sí mismo a través de los demás hombres (...)”
“Seguía siendo la forma, y no otra cosa, lo que se encontraba en la base misma de esas convulsiones. El hombre moderno se caracterizaba por una nueva actitud frente a la forma. La imaginación me representaba a los hombres del futuro dejándose formar deliberadamente unos por otros. Vinculé mi experiencia particular a ese panorama general de la humanidad y conseguí con ello un sosiego relativo (...)”
“No era el único en ser camaleón, todo el mundo lo era. Se trataba de la nueva condición humana, había que tomar conciencia de ello con rapidez”. Los acordes de la guerra resuenan en la cabeza de Gombrowicz cuando lleva algunos años de Argentina. Convaleciente y también aterrado por la pérdida de la juventud en ese año terrible de 1944, Gombrowicz empieza escribir “El casamiento” y “El banquete”.
El año 1944 fue el año en el que empezó a vislumbrarse el final de la guerra, Gombrowicz todavía no podía saber que el comunismo le iba impedir regresar a Polonia y que su guerra iba a continuar hasta la muerte. Es difícil saber qué le pasaba por la cabeza a Gombrowicz cuando escribía “El banquete”, pero existe en esta narración el aliento de una derrota que se convierte en victoria.
Una victoria militar en medio de todas las indignidades humanas. “El banquete” es su última novela corta, y aunque está más lograda técnicamente que las otras, no difiere esencialmente de ellas. El absurdo y el snobismo se ponen aquí al servicio del in crescendo al que Gombrowicz llama elevación a la potencia, un absurdo que siempre está plegado a la lógica ceremoniosa de los rituales y las celebraciones.
El plasma sombrío que existía dentro de Gombrowicz está completamente transpuesto en “El banquete”, chispea de humor y alcanza la inocencia a través del disparate. Utiliza sus anormalidades psíquicas y eróticas como componentes de la forma, con este procedimiento consigue dominarlas y manejarlas creativamente para alcanzar un valor cultural, para situarlas de una manera civilizada.
Es una narración paródica y teatral cuyo nivel no es menor al de ninguna de sus obras grandes. Están presentes, la repetición, la simetría, la analogía, la mitologización y, en fin, muchas de la visiones y situaciones que aparecen en sus piezas teatrales y en sus novelas. Las sesiones secretas del consejo de ministros se desarrollaban en la oscuridad de la sala de los retratos.
Los ministros y viceministros del estado se pusieron de pie, iban a anunciarse las nupcias del rey con la archiduquesa Renata Adelaida Cristina. Al día siguiente, durante la celebración del banquete real, los prometidos, que sólo se conocían por fotografías, serían presentados formalmente. Esa unión acrecentaría realmente el prestigio y el poder de la corona.
El canciller abre el debate de la sesión del consejo. El ministro del interior pide la palabra pero comienza a callar, y no hace otra cosa más que callar todo el tiempo que dura su intervención. Los ministros que le siguen en el uso de la palabra hacen lo mismo, se callan. No podían decir nada, todos callaban porque el rey era venal y corrupto, se dejaba sobornar y vendía a manos llenas su propia majestad.
Entra el rey al consejo vestido de general con la espada al flanco y un tricornio de gala en la cabeza. Los ministros se inclinan y el monarca, mientras se arrellana en el sillón, los contempla con una mirada astuta. El consejo de ministros se transforma en consejo de la corona por la presencia del rey y se prepara para escuchar sus declaraciones. El soberano manifiesta su satisfacción por la próxima boda con la archiduquesa.
Pone de relieve la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros, pero su voz suena tan venal que el consejo de la corona se estremece de miedo en el completo silencio que reina en la sala. Sigue diciendo que estaba obligado a hacer un serio esfuerzo para que la archiduquesa reciba la mejor impresión de su reinado. Cuando sus dedos empiezan a tamborilear sobre la mesa a los ministros no les queda ninguna duda.
El monarca estaba solicitando una colaboración para la realización del banquete. Se queja de los tiempos difíciles, de que no sabía cómo hacer para afrontar ciertos compromisos, en ese momento se empieza a reír y a guiñarle el ojo al canciller en forma repetida, finalmente, le hace cosquillas debajo del brazo. El silencio del canciller es profundo y la risa del rey se extingue.
El anciano canciller y los otros ministros se inclinan ante el soberano. El poder de la reverencia de la corte fue verdaderamente tremendo, el rey quedó golpeado e inmovilizado, aquella reverencia le devolvió la realeza, el pobre rey Gnulo gimió y trató de reír pero no pudo, entonces huyó aterrorizado amenazando al consejo con que se iba a tomar venganza.
Los ministros se preguntaban cómo había que hacer para impedir que el rey Gnulo armara un escándalo en el banquete como represalia por no haber obtenido la cantidad de dinero que deseaba. La archiduquesa extranjera era hija de emperadores y no podían permitir que se llevara una mala impresión de la actitud miserable del monarca. A las cuatro de la mañana el consejo presentó su dimisión.
El viejo canciller no acepta la dimisión con el argumento de que había que constreñir, encarcelar y enclaustrar al rey en el rey mismo. Había que aterrorizar al rey para salvar la reputación de la corona con el esplendor y la magnificencia de la recepción. La archiduquesa Renata Adelaida Cristina entra al salón y cierra los ojos deslumbrada por la luminosidad del archibanquete.
Cuando entra el rey es saludado con una gran exclamación de bienvenida. La archiduquesa no podía dar crédito a sus propios ojos al ver al rey, no podía creer que ese hombrecillo vulgar con cara de comerciante y con una mirada astuta de vendedor ambulante fuera su futuro marido. En el momento que Gnulo le toma la mano la archiduquesa se estremece de disgusto.
Sin embargo el estruendo de los cañones y el repique de las campanas extraen de su pecho un suspiro de admiración. Un sonido apenas perceptible empezó a hacerse oír, se parecía al tintineo que producen las monedas en el bolsillo. El embajador de una potencia enemiga sonríe con ironía mientras le da el brazo a la princesa Bisancia, hija del marqués de Friulo.
El anciano canciller mira de reojo al embajador porque sospecha que el sonido viene de ahí. El presagio de una infame traición se apoderó del consejo. El rey y la asamblea se sentaron. El soberano empieza a comer y todos los demás repiten el gesto multiplicado al infinito por los espejos. Lo que hacía Gnulo lo hacían también los otros en medio del estruendo de las trompetas y los reflejos brillantes de las luces.
El rey, aterrorizado por esta duplicación, bebió un sorbo de vino. El tintineo de las monedas no había desaparecido, era evidente que alguien quería comprometer al rey y desprestigiar el banquete. En el rostro vulgar del mercachifle apareció la rapacidad. El rey sólo se dejaba tentar por pequeñas sumas, era insensible a las grandes cantidades debido a su mezquindad miserable.
Lo que corroía a Gnulo eran las propinas y no los sobornos. El rey empezó a relamerse y la archiduquesa emitió un gemido de repulsión. La asamblea se espanta, entonces el venerable anciano también se relame. Los espejos multiplicaban al infinito los relamidos de todos los presentes. El rey se enfurece al ver que nada le estaba permitido hacerlo por sí mismo.
Todo lo que hacía era imitado de inmediato, así que empuja con violencia la mesa y se levanta bruscamente. Todos lo imitaron. El canciller se había dado cuenta que la única manera de salvar a la corona, ya que no se le podía ocultar a la archiduquesa la verdadera naturaleza del rey, era obligar a los invitados a repetir los actos de Gnulo, especialmente aquellos que no admitían imitación.
Había que convertir los gestos del rey en archigestos para presionar al monarca. Gnulo, enfurecido como estaba, golpea la mesa y rompe dos platos. Todos los demás hicieron lo mismo, cada acto del rey era imitado y repetido en medio de las exclamaciones de los invitados. El rey empieza a deambular de un lado para otro cada vez con más furia, y los comensales deambulan.
Cuando el archideambular alcanza una gran altura, Gnulo, repentinamente mareado, lanza un alarido sombrío y cae sobre la archiduquesa. No sabe que hacer y empieza a estrangularla delante de toda la corte. Sin dudarlo un instante el canciller se deja caer sobre la primera dama que encuentra y empieza a estrangularla del mismo modo en que lo estaba haciendo el rey Gnulo.
Los otros siguen el ejemplo y el archiestrangulamiento rompe los lazos que unen a los invitados con el mundo normal liberándolos de cualquier control humano. La archiduquesa y muchas otras damas caen muertas mientras crece y crece una archiinmovilidad. Tomado por el pánico el rey empieza a huir con las dos manos tomadas al culo, obsesionado con la idea de dejar atrás todo aquel archireino.
Como nadie podía atreverse a detener al rey el anciano canciller exclama que hay que seguirlo. El rey huía por la carretera seguido por el canciller y los invitados. La ignominiosa huida del rey se transforma de esa manera en una carga de infantería y el rey se convierte en el comandante del asalto. La plebe ve a los magnates latifundistas y a los descendientes de estirpes gloriosas galopando.
Cabalgan junto a los oficiales del estado mayor que, al modo militar, galopan junto a los ministros y mariscales mientras los chambelanes forman una guardia de honor rodeando el galope desenfrenado de las damas sobrevivientes. La archicarrera era iluminada por las luces de las lámparas bajo la bóveda del cielo, los cañones del castillo dispararon y el rey se lanzó a la carga.
“Y archicargando a la cabeza de su archiescuadrón, el archirey archicargó en las tinieblas de la noche”
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