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Gombrowiczidas

Witold Gombrowicz y las fiestas
Juan Carlos Gómez

Las fiestas de fin de año tienen, para los que fuimos educados en las creencias cristianas, un carácter más o menos religioso. Sin tomar en cuenta la fuerza de ese carácter, que en algunos casos puede llegar a ser nula, vamos a echarle un vistazo a alguna de esas fiestas en las celebraciones de Gombrowicz. “Para despedir el año 1934 organicé en la Noche Vieja una fiesta artística en el piso de mi madre (...)” 

“Mi madre y mi hermana se hallaban entonces en el campo y podía hacer en la casa lo que me diera la gana. La fiesta, que duró hasta las seis de la mañana, era un signo manifiesto de mi sólida posición en el mundillo literario de Varsovia. Yo estaba borracho como todos, y disimulaba que me divertía, lo cual no me impidió constatar una vez más que era por naturaleza muy extraño a este tipo de placeres (...)”

Witold Gombrowicz 

“Tenía mal alcohol, el alcohol provocaba unos pésimos efectos en mi hígado y me volvía hipocondríaco, no me acercaba a nadie, al contrario, me alejaba”. Esta alegre fiesta y la sólida posición literaria de Gombrowicz en el mundillo de Varsovia contrasta con el tono de la que celebró treinta años después en Berlín. El año nuevo de 1964 lo pasó con un grupo de jóvenes alemanes en la casa de un pintor. 

Y aquí, como ya lo había hecho en el café Querandí, empieza a darle vuelta a las manos, ve a esos jóvenes nórdicos encadenados a sus propias manos, una manos por otra parte perfectamente civilizadas. “Y las cabezas acompañaban esas manos como una nube acompaña la tierra. Eran unas manos nuevas e inocentes y, sin embargo, iguales a aquellas otras sangrientas (...)” 

“Manos amistosas, fraternales y amorosas, como las de aquel bosque de manos alzadas, tendidas hacia delante en su heil, en las que también había amor. Pero en estos jóvenes alemanes de hoy no tenían ni una sombra de nacionalismo, era la juventud más madura que había visto jamás. Una generación que parecía no engendrada por nadie, sin pasado y suspendida en el vacío (...)” 

“Pero seguía encadenada a sus propias manos, unas manos que ya no mataban, sino que se ocupaban de gráficos, de la contabilidad y de la producción. Eran ricos. Para llenar una laguna de mi alemán chapurreado cité el Hier ist der Hund begraben (Aquí está el perro enterrado) de Goethe, y enseguida vino a pegárseme un perro enterrado, no, no exactamente un perro (...)” 

“No un perro sino un muchacho igual que ellos, de su edad, que podía estar enterrado en algún lugar próximo, a orillas del canal, debajo de las casas, donde una muerte joven debió ser muy frecuente en el último combate. El esqueleto de ese muchacho estaba seguramente en algún lugar cercano a las orillas del canal... Y al mismo tiempo miré la pared y vi, en lo alto, casi tocando el techo, un gancho clavado en la pared (...)” 

“Clavado en una pared lisa, solitario, trágico como aquellas anillas de hierro de las que colgaban o asfixiaban a los que luchaban contra Hitler”. Ese año nuevo en Berlín le resultó plácido, sin la presencia del tiempo ni de la historia. Sólo aquel gancho en la pared, el esqueleto fraterno y esas manos se le asociaban con las paradas militares amorosamente mortales. 

De esos jóvenes alemanes se habían extraído unas manos puestas en la avanzada de un bosque de manos que mostraban el camino hacia delante y hacia el triunfo. “Aquí y ahora, en cambio, las manos estaban tranquilas, desocupadas, eran privadas, y, sin embargo, los vi de nuevo encadenados a sus manos. En realidad no sabía a qué atenerme (...)” 

“Nunca había visto una juventud más humanitaria y universal, democrática y auténticamente inocente..., más tranquila. Pero... ¡con esas manos!”. En las referencias que hacemos a las fiestas de fin de año que Gombrowicz celebró en la Argentina aparece especialmente la soledad, una soledad que a veces baila y otras representa sólo una farsa.

“Me presenté en aquel baile de la Nochevieja de 1954 a las dos de la madrugada, llevando dentro, aparte del pavo, bastante cantidad de vodka y de vino. Había quedado allí con unos conocidos, pero no estaban; deambulé por diversos salones, me senté en el jardín donde inesperadamente la muchedumbre se dividió en parejas y empezó el baile”. Tanto en sus novelas cortas como en las largas echaba mano al recurso de los bailes, a veces bailes imaginarios, como el de “Ferdydurke”, cuando baila frente a las toallas, los pijamas, las cremas y las camas de los Juventones para ridiculizarlos y descalabrar su modernidad. Como expresión del hombre Gombrowicz le reservó siempre un lugar especial a la música. 

La música rehumaniza la descomposición formal con mayor fuerza que la literatura y por eso su efecto es más poderoso que el del resto de las artes. Después de su ocupación habitual que era la literatura, las pasiones predominantes de Gombrowicz eran la filosofía y la música. En la variedad de temas que Gombrowicz aborda en los diarios está incluida su sabiduría filosófico musical, pero su obra artística no la incluye. 

Hay que decir no obstante que las estructuras musicales y el pensamiento fundamental están presentes en el momento de la creación, pero Gombrowicz se ocupa de cubrir su presencia con el lenguaje. A veces utiliza el sistema de la grilla que se aplica sobre un texto legible para hacer surgir un código, y otras el método del pintor que primero hace un cuadro realista y después oculta su legibilidad.

En ocasiones fue la danza la que inspiró a los músicos, pero al principio fue la música con sus instrumentos del corazón y de la voz, y luego surgió la danza. Gombrowicz se pone de parte de la relación tradicional entre la música y la danza y en un pasaje de los diarios ilustra de una manera ejemplar cómo el baile se pone en el lugar de la acción en un relato donde los caracteres y la trama apenas asoman la cabeza.

Había llegado a esa reunión de Nochevieja a las dos de la mañana, era la noche de fin de año. Inesperadamente, la gente se dividió en parejas y empezó a bailar. Desde el lugar donde estaba Gombrowicz casi no se oía la música, el ritmo de la danza era más real que la melodía, parecía que el origen del baile no era la música, sino que el origen de la música era el baile. 

Era un baile de barrigas, de calvas y de los rostros marchitos de gente mayor. Se trataba de la humanidad más corriente con su inevitable miseria que se pavoneaba de sí misma desvergonzadamente entre brincos sin música, como dispuesta a poseer por la fuerza a la belleza, la elegancia y la alegría, poniendo en el baile todos sus defectos y su vulgaridad.

“Pero ese frenético anhelo de verdadero encanto, al llegar a su total paroxismo, de repente arrebataba un signo de vida a la melodía, a aquellas pocas notas felices que al unirse con el baile lo santificaban por un instante, tras lo cual se reanudaba la colaboración salvaje, oscura, sorda y sin Dios de unos cuerpos agitados y arrastrados por su propio ímpetu”. 

El baile, a pesar de su imperfección, creaba la música, y es aquí donde Gombrowicz hace una pirueta profunda, sin embargo tenía conciencia de que esa idea se le había ocurrido sin elaboración. La idea de que el baile creaba a la música era lo que había en el fondo de los libros, en el fondo de las luchas y del valor de los escritores a lo largo de toda la historia. Hacia ese idea se precipitaba toda la humanidad.

Esa idea se había convertido en la inspiración y en la meta de nuestro tiempo. “También yo me dirigía hacia esa idea siguiendo una espiral que estrechaba cada vez más sus círculos”. Gombrowicz llega a la conclusión de que el baile degrada el espíritu de la música así como los libros degradan el espíritu de los escritores, pero son justamente el baile y los libros los que crean el espíritu del hombre.

“Aullidos de sirenas, pitidos, fuegos artificiales, descorchar de botellas y el vasto murmullo de una gran ciudad en gran agitación. En este instante hace su entrada el año nuevo, 1955. Camino por la calle Corrientes, solo y desesperado. Delante de mí no veo nada... ninguna esperanza”. Finalmente, el trabajo de oficina en el Banco Polaco lo había aplastado, no podía escribir nada aparte de los diarios. 

Se sentía un forastero en todo el universo. Sin embargo, pasados unos días después de las fiestas le cambia el humor y escribe en una página del diario cómo en un café de la calle Callao había puesto una inscripción en la puerta de un baño. “A señoras y a señores, para nuestro beneficio, no lo hagan en la tapa, háganlo en el orificio”. En seguida le advierte al lector que había dudado antes de confesar esta manía.

Pero la manía le había resultado tan fascinante que se lamentaba de haber perdido tanto tiempo sin conocer un placer tan barato y desprovisto de riesgo. “Hay en esto algo..., algo extraño y embriagador... debido probablemente a la terrible evidencia de la inscripción unida al absoluto ocultamiento del autor, al que es imposible descubrir. Y también al hecho de que se trata de algo inferior al nivel de mi creación”

Hace más de medio siglo, en la Nochebuena del 56, Gombrowicz pasaba unas vacaciones en el Jocaral, una quinta del barrio Los Troncos en Mar del Plata. Las lluvias, la agitación y el ruido de las hojas de los árboles lo obligaban a encerrarse en casa y también en sí mismo, y de esos experimentos nocturnos que hacía resultaba el miedo, tenía miedo que se le apareciera algo. 

“Algo anormal, ya que mi monstruosidad va creciendo, mis relaciones con la naturaleza son malas, flojas, y este aflojamiento me hace vulnerable a todo. No me refiero al diablo, sino a cualquier cosa. No sé si me explico. Si la mesa dejara de ser una mesa transformándose en... No necesariamente en algo diabólico. El diablo es sólo una de las posibilidades, fuera de la naturaleza está el infinito (....)” 

“La casa crujía, los postigos golpeaban. Quise encender la luz: imposible, los cables estaban cortados. Un aguacero. Me quedé sentado a oscuras en medio de los resplandores. Me levanté, di unos pasos por la habitación y de pronto extendí la mano, no sé por qué, quizás porque tenía miedo. Entonces cesó el temporal. La lluvia, el viento, los truenos, el fulgor: todo acabó. Silencio (...)” 

“Entiéndase bien: la tempestad no se extinguió de un modo natural, sino que fue interrumpida. Yo, por supuesto, no estaba tan loco como para creer que mi gesto había detenido la tempestad. Pero, por curiosidad, volví a extender la mano en aquella habitación envuelta ahora en las tinieblas. ¿Y qué?: viento, lluvia, truenos, ¡todo empezó de nuevo! (...)”

“No me atreví a extender la mano por tercera vez, y mi mano ha quedado hasta hoy ‘sin extender’, manchada por esta vergüenza. Al fin y al cabo, lo que sé de mi naturaleza y de la naturaleza del mundo es incompleto, es como si no supiera nada”. En el año 1957 Gombrowicz firma el contrato para publicar “Ferdydurke” en Francia, y al año siguiente aparece esa novela en París, pero...

“El año nuevo de 1958 venido del Este con la velocidad de una revolución terrestre me ha alcanzado y envuelto en La Cabaña, la casa de Wladyslaw Jankowski, sentado en el sofá con una copa de champán en la mano. La llegada del año nuevo es una terrible carrera del tiempo, de la humanidad, del mundo, todo se precipita como en arrebato de locura hacia el futuro, y la magnitud de esta carrera cósmica corta la respiración (...)” 

“Ha comenzado otro año. Mi historia, que está llegando a su fin, empieza a producirme un placer casi sensual. Me sumerjo verdaderamente en este placer como en un río insólito que tiende a esclarecerse. Poco a poco todo se va completando. Todo se cierra. Empiezo ya a disfrazarme de mí mismo, aunque con dificultad y como a través de unas gafas opacas (...)” 

“Qué extraño: por fin empiezo a ver mi propia cara que emerge del Tiempo. Lo cual va acompañado del presagio del fin”. Yo pasé una sola Navidad con Gombrowicz, en Piriápolis, en la casa de los Swieczewski, en el año 1961. Una mesa de católicos polacos en la que sólo Gombrowicz y yo habíamos perdido la fe. En el momento del brindis a mí se me ocurrió decir “prosit”.

Esta ocurrencia era realmente extraña en una reunión de polacos. La cuestión es que Gombrowicz exclamó al instante y en voz alta: –dijo “closet”. Como era un asunto que no se podía aclarar me puse colorado como un tomate. Viajamos a Piriapolis en un buque elegante que hizo el trayecto entre Buenos Aires y Montevideo en una noche estrellada. 

A bordo de la nave no pasó gran cosa, salvo la proposición que me hizo Gombrowicz de que nos contáramos la vida y nos tratáramos de tú. Esta idea sorprendente me dejó de una pieza, cuando recuperé mi compostura me negué con mucha cortesía pero no sin cierta intranquilidad. Es una pena que no haya escrito yo también mi propio diario sobre las vacaciones en ese balneario. 

A estas horas podría recordar con más detalle lo que realmente ocurrió en Piriapolis, pues Gombrowicz, en el suyo, le dio rienda suelta a su imaginación, al punto que lo comienza narrando nuestro viaje en avión, a pesar de que lo habíamos hecho en barco. Cuenta que habíamos viajado a mil quinientos metros de altura unos cincuenta pasajeros en total. 

Según se le ocurre a él, la cantidad de pasajeros sería diferente si se hubieran quedado en tierra. Divisa desde el avión una eczema de cinco millones de individuos que se alejan de nosotros a quinientos kilómetros por hora. Promediando el vuelo se puso a hacer cálculos. Si bien el viaje de doscientos diez kilómetros lo íbamos a hacer en veinticinco minutos, la duración total era otra. 

Con revisión de valijas y verificación de papeles, había sido de ciento ochenta minutos, exactamente. Llegado a este punto se imagina una igualdad. El número de kilómetros era igual al número de pasajeros más ciento sesenta minutos, un cálculo que somete a mi consideración, un cálculo que yo completo con reflexiones sobre el fenómeno de la cifra y la cifra del fenómeno. 

Cuando salíamos de la aduana a Gombrowicz se le ocurrió que yo hablaba demasiado, que había hablado casi sin parar durante todo el vuelo, aunque no estaba del todo seguro de que esto fuera así porque las hélices hacían mucho ruido. Antes de subir al ómnibus se puso a observar un bulto que llevaba un pasajero del que goteaba vodka; entre la altitud y la vodka que goteaba quedamos un poco aturdidos.

Yo terminé saltando del ómnibus pues me había olvidado la valija en tierra. Gombrowicz llegó solo a Piriapolis a las cuatro de la tarde. En la casa se topó con unos alambres en los que los habitantes colgaban la ropa, una situación que presagiaba un futuro incierto. “Era una casa construida en un bosque de pinos, muda como un pescado petrificado (...)” 

“Aparecía en la perspectiva gótica de árboles y de ese desierto donde las guirnaldas de telas y de lencería de hombre y mujer representaban para mí, en ese momento, después de mis recientes tribulaciones –dudo que esto resulte claro–, una especie de atenuación de la cantidad humana, una substitución, o una real decadencia... un espectro pálido de la locura, algo lunar... mórbido...”

En la habitación Gombrowicz se pone a mirar tres botellas de vino, hace unas consideraciones acerca del alcohol que se le había subido a la cabeza cuando vio la vodka que goteaba, y se pone en guardia pues tiene el presentimiento de que lo que le va a ocurrir en Piriapolis va a ser tan sólo una farsa. Una niña de ocho años se nos aparecía como la representante del otro lado de la casa y nos servía el almuerzo. 

A Gombrowicz le gustaba que los otros se le aparecieran de esa forma atenuada y reducida. De nuestro lado, en el dominio del bosque, no hay más que ropa tendida en los alambres. “Pero nuestro encuentro con la farsa todavía no se ha engendrado, la cuestión es saber si todo esto es farsa, si nosotros mismos figuramos dentro de esa farsa, si yo fuera de color gris agregaría: una farsa como esas camisas y esos calzoncillos”

Sospechaba que yo tenía el hábito de hacer farsas, que ese proceso se estaba elaborando en mí, por lo que se alegraba de esa propiedad genial y fructuosa que tiene la literatura, esa libertad que le permite al escritor construir tramas como si eligiera senderos en el bosque sin saber dónde lo llevan y qué le espera. 

“Gómez lleva a su boca un vaso de curasao. Me confía con una sonrisa que no encontró hasta el momento en toda Piriapolis una sola persona que hable, nosotros somos los únicos...”. A medida que hacemos excursiones el presentimiento de la farsa se le va acrecentando. “Fuera de aquí, fuera a la farsa, No. No. ¡Fuera! ¿Pero por qué se pega así a mí? La botella mea pero el calzoncillo seca. Fuera de aquí. Fuera farsa (...)” 

“Por qué se pega a mí esta Farsa... por qué me invade como un parásito... hija de perra... Farsa... Fuera”. Relata nuestras conversaciones y discusiones interminables sobre los asuntos más abstractos: las formas de la afirmación, los límites del hermetismo, el número pi, la ingenuidad de la perversión, la tragedia seca y viscosa, el sujeto del prefijo “ex”, el carácter maníaco de la física, el principio de corporalidad.

Pero la farsa lo empieza a golpear sin piedad. En medio de la oscuridad la farsa se le dibuja en la ropa colgada que parece una bandera envenenada, una bandera de los que están del otro lado, a quienes reconoce bajo la forma de calzoncillos y de camisas. La farsa le muestra los dientes. No quiere discutir más conmigo, no quiere mezclarse con ninguna farsa, sabe que si responde a la farsa con la farsa está perdido. 

Debe cuidar la seriedad de su existencia. Si tiene que ser cómico, que lo sea sólo exteriormente, no en su interior. Él, en su centro, debe quedarse imperturbable como Guillermo Tell, con la manzana de la seriedad sobre su cabeza. “He aquí que todo termina. Dejé Piriapolis el 31 de enero y, vía Colonia, llegué a Buenos Aires en el mismo día, a las once y media de la noche (...)” 

“Gómez se había ido antes, lo habían llamado por telegrama desde la universidad. No sabré pues jamás qué es lo que realmente pasó en Piriapolis”. Buenas fiestas, gombrowiczidas, entre copas, el baile y la farsa, allí nos encontraremos.

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