“La rigidez y la intransigencia del tabú aristocrático aplicado sobre el fondo de nuestra anarquía desenfrenaba y chillona, me revelaron una ley no escrita, una de esas leyes que cuanto menos se proclama más se hace notar. Balinski tenía una abuela condesa y una bisabuela princesa, aparte de su padre senador; yo, con una cuantas tías condesas a duras penas podía acompañar a alguno de ellos de la escuela a casa”
Gombrowicz envidiaba de los aristócratas una facilidad para imponerse y una desenvoltura en los modales que parecían innatas, así como un espíritu que, por esencial, debía dominarlo todo. En sus relaciones con los adultos se sentía paralizado por los que él consideraba sus defectos, a menudo imaginarios, por lo cual aumentaba todavía más su timidez y su torpeza.
Este sentimiento de inferioridad consolidaría uno de los rasgos de su carácter: una timidez externa ligada a una seguridad interior. Consciente de la superioridad de ciertos adultos de su entorno, evitaba las discusiones con ellos por miedo a parecer ridículo. “Yo pasaba entonces las tardes en casa de los Balinski, una mansión que se consideraba ilustrada, culta y rica en contactos con París y Londres, abierta al arte (...)”
“Fue mi primer contacto con la literatura. A pesar de eso seguía siendo provinciano hasta la médula, tímido, rústico, salvaje, casi un hijito de mamá y, aunque vivía espiritualmente con una gran intensidad la nueva vida polaca que nacía con la independencia, en la práctica, no sabía establecer contacto con ella”. El instituto filológico San Estanislao Kostka era un colegio muy aristocrático.
Estaba plagado de Radziwill, de Potocki, de Tyszkiewicz, de Plater, aunque también había adolescentes de las clases sociales más bajas. A los once años los padres enviaron a Gombrowicz a esa escuela. Era el más joven de su grado, estaba aterrorizado, de hecho los primeros años fueron muy dolorosos. Como estaba dotado de un temperamento intranquilo y travieso se convirtió rápidamente en víctima de los alumnos.
Era blanco de todos los golpes, puntapiés y torturas sofisticadas como el sacacorchos, las tijeras sencillas y la doble Nelson. No había día en que no fuera varias veces al suelo con un golpe lateral plano que le daban con el pie en una parte baja de la pierna. Cada mañana, yendo a la escuela cargado con la mochila, era víctima de taladradoras y pomadas que le aplicaban unos pesados terribles.
Estos condiscípulos se convirtieron poco a poco en sus verdugos permanentes. A pesar de todo no descendió a la categoría de pelele y organizó un grupo de agresión y defensa para protegerse de esos terribles suplicios acompañados por las risotadas salvajes de sus desolladores. En esa edad ingrata soñaba con la madurez para alejarse de aquel infierno insoportable.
Era un infierno poblado de criaturas que ululaban, corrían y brincaban en un estado de ebullición permanente, Gombrowicz quería descansar por fin de la suciedad y fealdad de esos mocosos simiescos. El que tenga aunque sea un recuerdo vago del “Atrapamiento y consiguiente malaxamiento” de “Ferdydurke” comprenderá enseguida en qué estaba pensando Gombrowicz cuando lo escribía.
La novela comienza cuando Jósiek Kowalski, el protagonista treintiañero llamado Pepe, es raptado de su casa en una forma infantil por un profesor que lo lleva a una escuela de adolescentes, a pesar de los lamentos de la criada que no lo puede impedir porque el profesor la pellizca en las nalgas y la criada pellizcada tiene que mostrar los dientes y estallar en una risa pellizcada.
En el medio de la narración Pepe tiene unas aventuras en la escuela que culminan con un duelo de muecas entre dos adolescentes líderes de dos agrupaciones que expresan su antagonismo con intentos de violación por los oídos mediante la utilización de palabras sublimes y obscenas, que caen en la vulgaridad y el anacronismo, y que no pueden darle el triunfo a sus ideas.
“Nosotros, en el colegio, nos propinábamos grandes y ruidosas bofetadas que, sin embargo, ya no terminaban en duelo pues las costumbres habían cambiado. El ultrajado tenía que devolver la bofetada si no quería perder su honor, pero entonces el adversario se veía también obligado a su vez a devolver la bofetada, ya que una ley tácita estipulaba que el último en golpear la cara ganaba (...)”
“Un día, con Tadeusz Kepinski, atravesamos dos veces el patio de la escuela dándonos bofetadas: ambos terminamos con la cara hecha una calabaza”. Al mismo tiempo discutía en el colegio en forma madura con su profesor de polaco, el señor Cieplinski, el Enteco de “Ferdydurke”, sobre un contenido de la educación en Polonia que le daba más importancia a sus poetas profetas que a Shakespeare y a Goethe.
Gombrowicz le reprochaba que se ocuparan más de las guerras polacas contra los turcos que de la historia europea y universal. Y cuando Cieplinski le respondía que había que tener en cuenta que eran polacos, que hasta no hacía mucho tiempo habían sido perseguidos por hablar polaco en las escuelas, Gombrowicz le replicaba que por eso no tenían que ser ignorantes.
Gombrowicz dejó la adolescencia, entró en la juventud, escribió “Ferdydurke”, pero seguía ocupándose de tonterías. “Mi situación era un tanto embarazosa porque desde hacía unos cuantos años casi no había abierto mis manuales, y me dedicaba durante las clases a practicar mi firma, cada vez más sofisticada, con rúbrica o sin ella, aprobando los cursos de pura chiripa (...)”
“En el cuarto curso el director me había retado porque yo no llevaba libros a la escuela, simplemente una pequeña agenda para tomar apuntes. En respuesta contraté a un mensajero, se encontraban entonces en las esquinas de las calles, que entró detrás de mí en el edificio de la escuela cargando con mi mochila llena de libros”. Cuando termina sus estudios en el instituto Kostka Gombrowicz va a celebrar el éxito.
“Fuimos a celebrar el éxito. Me emborraché como todos y eché mis entrañas por la ventana del quinto piso: estaba tan ciego que no me di cuenta de que abajo había una cafetería con las mesas en la acera. Los aullidos que llegaron desde la calle, me hicieron avisar rápidamente a mis compañeros y, acto seguido, colocamos una barricada en la puerta de entrada dispuestos a defendernos hasta el final”
La educación de Gombrowicz antes de su ingreso al instituto Kostka estaba proporcionada por su madre y por las institutrices francesas. Esta educación se vio complementada con sus numerosas estancias en el extranjero, sobre todo en Alemania y Austria, de las cuales conservó el gusto por los viajes. “Recuerdo nuestra estancia en Reinchehall en 1910. También allí evitaba la compañía de los niños (...)”
“Permanecía entre los adultos y les hacía preguntas sobre los diversos temas relacionados con el país visitado. Fue quizá a raíz de tales ocasiones como nació en mí el amor por las novelas de viajes. En el instituto Kostka, mi lectura favorita eran los libros de Karl May”. Karl May es uno de los autores más leídos en Alemania. Quedó ciego al poco de nacer y no recuperó la visión hasta los cinco años, después de ser operado.
En estos años de ceguera se formó en el niño un profundo e impresionante mundo interior alimentado por los relatos de su padrino y de su abuelo. Acusado de haber robado un reloj, fue a parar a la cárcel y se le retiró la licencia para enseñar. Durante algunos años se sucedieron los delitos de Karl May contra la propiedad. Los castigos que padeció en prisión le permitieron descubrir las posibilidades redentoras de la escritura.
Durante este cautiverio esbozó el plan de su obra; compuso, en un estilo ingenuo, pero rico en imágenes, penetrante y persuasivo, sesenta y siete volúmenes. Karl May representa para los alemanes lo que Verne para los franceses o Salgari para los italianos. El estilo adocenado, los errores descriptivos y la simplicidad y esquematismo de los personajes no impidieron que gozase de una tremenda popularidad en Alemania y en el resto del mundo.
Karl May, el novelista émulo de Julio Verne, fue sometido a juicio por haber contado sus fantásticos viajes por el mundo, por relatar sus aventuras en las praderas norteamericanas sin haber abandonado nunca, en la realidad, su Baviera natal. Por ese hecho, May afrontó casi veinte años de juicios. La realidad jurídica no podía permitirse esas fugas del alma hacia las regiones de lo imaginario
No podía permitirse mundos a los que huir, lugares ideales, aunque falsos, donde la atormentada alma germana pudiera encontrar refugio. El mundo atormentado e imaginario de Karl May parece que asomara la cabeza en un cuento al que Gombrowicz llamó “Aventuras”. Es un relato fantástico sobre la naturaleza y la forma del encierro y del miedo, pero lo es más bien como un acontecimiento exterior.
Unas aventuras cuyas variaciones son mecánicas y automáticas, y ajenas a los fenómenos psíquicos y a las concepciones morales. En el mes de septiembre de 1930 cuando el protagonista navegaba rumbo a El Cairo se cayó en las aguas del Mediterráneo. Los tripulantes advirtieron su caída pero el barco ya se había alejado un kilómetro, el capitán se puso muy nervioso y ordenó un regreso a toda marcha.
Pero el regreso adquirió tanta velocidad que cuando el gigante llegó donde estaba el protagonista no se pudo detener. El navío volvió a dar la vuelta pero otra vez lo volvió a pasar como un tren a toda velocidad, esta maniobra se repitió diez veces hasta que un yate privado se acercó y lo recogió, mientras el otro barco retomaba su ruta. Por casualidad descubrió que el capitán del yate tenía el rostro y los pies blancos pero era negro.
El capitán se puso furioso cuando lo descubrió, lo hizo atar, lo encerró en un camarote y empezó a alimentar un odio ilimitado. Era la única persona en el mundo que había descubierto su secreto: era un negro blanco. Durante los ocho meses siguientes navegó sin parar y se deleitó con el poder absoluto que le proporcionaba el tenerlo encerrado en un camarote oscuro.
Un día, finalmente, lo condujo al puente del yate y el protagonista se preparó para morir. Fue colocado en el interior de un recipiente de cristal en forma de huevo, podía mover los brazos y las piernas pero no cambiar de posición. El Negro le enseñó el mapa del océano Atlántico y le señaló con precisión la ubicación del yate, estaban en el centro del mar, entre España y México.
En esa zona marítima las corrientes eran circulares, si algo caía al agua, al cabo de un tiempo, después de un viaje de circunvalación, volvería a pasar por el mismo lugar. Lo equiparon con tres mil comprimidos de caldo que le alcanzaban para vivir diez años, con un pequeño instrumento para destilar agua, y lo tiraron al océano. Como las paredes del huevo eran de cristal observaba todo lo que pasaba en el exterior.
Bajo la superficie del mar había una calma verdosa, pero arriba el mar estaba muy agitado, finalmente estalló una tormenta y se levantaron olas gigantescas. El Negro lo siguió un par de semanas, después se aburrió y tomó otro rumbo. El protagonista tenía ganas de aullar pero se puso a cantar ya que el desencadenamiento de los elementos marítimos lo predisponía al canto.
Un barco francés lo atropello, rompió el cristal del huevo y lo rescató, habían pasado unos años desde que el Negro lo tirara al océano. Cuando desembarcó en Valparaíso se escondió, estaba convencido de que el Negro lo había seguido, había disfrutado mucho de él y no iba a renunciar a ese placer. El protagonista atravesó el mundo huyendo, finalmente le pareció que el lugar más seguro era Islandia.
Pero ya en el puerto apareció el Negro, lo atrapó y lo condujo al yate. Después de largos meses de prisión sofocante pudo respirar nuevamente el fresco del aire marítimo en el puente de popa. Vio una enorme bola de acero cuya forma recordaba a la de un obús, abrieron una portezuela lateral del artefacto y lo arrojaron a su interior donde había un pequeño saloncito.
Se encontraban en el Pacífico, en el punto del abismo oceánico más profundo del mundo. El Negro tenía curiosidad por saber qué existiría en el fondo del mar al que vería con su imaginación adivinando lo que estaría mirando el protagonista moribundo. El peso de la bola de acero había sido mal calculado y cuando la tiraron al agua no se hundió, entonces el Negro ordenó que le engancharan un ancla pesada.
El protagonista fue arrojado al mar y comenzó a descender. Al final de un viaje de dos horas sintió una ligera sacudida, había tocado fondo. Pasó el tiempo y no pudiendo resistir más, comenzó a dar golpes en todas las direcciones. Aquella locura estéril provocó seguramente algún movimiento en el exterior de la bola de acero, y la cadena arruinada por la herrumbre se rompió.
El hecho es que la bola empezó a ascender aumentando a cada minuto su velocidad saliendo disparada como un proyectil a un kilómetro de altura sobre la superficie del mar. El obús fue abierto por la tripulación de un barco mercante, mientras tanto el Negro había desaparecido. Hicieron escala en el puerto de Pernambuco desde donde el protagonista partió para Polonia.
En ese mismo período un gigantesco bólido había caído sobre el mar Caspio y las aguas se evaporaron en un instante. Las nubes que se formaron cubrieron la tierra amenazando con producir un segundo diluvio universal. Finalmente alguien tuvo la idea de perforar una nube que se encontraba encima del lecho del mar Caspio en la parte más ventruda y la nube empezó a desaguar.
Cuando el mar Caspio se vació por completo otras nubes ocuparon su lugar y, mecánicamente, en forma automática entregaron el agua y reconstituyeron el mar. En su casa de campo de Polonia, descansaba y se entretenía para pasar el tiempo. El Negro había desaparecido, el otoño se acercaba. Por mera diversión empezó a construir un globo aerostático tipo Montgolfier.
Una mañana, después que lo tuvo terminado, encendió la llama de la lámpara y empezó a ascender. Voló sobre el bosque y sobre el río, desde abajo la población lanzaba gritos jubilosos, cuando llegó a una altura de cincuenta metros apagó la mecha y empezó a descender. Aterrizó en un patio en el que lo recibieron con risas y bravos. Interrumpieron la merienda y lo invitaron a tomar café, queso y pastelillos.
El protagonista les propuso que uno de ellos podía subir a la cesta y volvió a encender la llama. La pasajera que subió le proporcionaba una alegría íntima mucho mayor que el globo mismo. Por primera vez en la vida sentía que estaba perdiendo el juicio mientras ella lo escuchaba con atención. A pesar de que es bien sabido que las mujeres aman lo novelesco, no se atrevió a contarle nada de sus aventuras con el Negro...
Llegó el día del cambio de anillos... Luego empezó a acercarse también el día de la boda. Pero una semana antes de la fecha del casamiento, cuando el protagonista se sentía penetrado por el secreto y el escalofrío jubiloso del tiempo prenupcial, se le ocurrió hacer un paseo en globo durante un día de tormenta. La tormenta fue tan grande que lo arrastró con fuerza diabólica.
Después de varias horas, al levantarse el telón del alba, vio que debajo de él se agitaban las olas del Mar Amarillo. Se despidió por dentro de los abedules y de los ojos de su amada y se abrió dócilmente a las pagodas contrahechas, a los bonzos y a las divinidades extrañas. Cuando descendió de la cesta se le acercó gritando un chino leproso. Tocó con sus manos la piel pustulosa y lo condujo hacia unas cabañas miserables que se veían a lo lejos.
Todos los habitantes de la aldea eran leprosos, pero a pesar de su condición lamentable aquellas personas no tenían nada que ver ni con la modestia ni con la humildad. El protagonista se alejó al instante de aquel pueblo pero la chusma lo seguía a cierta distancia. Los amenazó con los puños en alto y desaparecieron, pero un momento después lo volvieron a seguir.
La isla donde había caído ocupaba poco más de unos quince kilómetros cuadrados, estaba desierta y buena parte de ella era boscosa. El protagonista caminaba acelerando el paso pues sentía detrás de él la presencia de aquellos monstruos anhelantes. No sabiendo bien que hacer se internó en la espesura de la selva pero ellos le pisaban los talones. No podía comprender qué es lo que quería esa chusma roñosa.
Tenía la misma sensación que se apodera de las mujeres cuando los vagabundos maleducados las importunan en la calle, primero persiguiéndolas y después permitiéndose bromas de mal gusto y palabras soeces, hasta que las pobres se veían obligadas a huir con la cabeza baja. Si bien ignoraba la causa de la excitación de esos leprosos, eran evidentes sus demostraciones de obscenidad, de impudicia y de lascivia.
Tanto en los monstruos machos con su dura brutalidad, como en las monstruosas hembras con su diversión maliciosa, estas demostraciones de obscenidad lasciva no podían significar otra cosa que inocencia o inmadurez. El protagonista hubiese aceptado la lepra, pero la lepra y el erotismo a la vez, no los podía aceptar. Estaba enloquecido y empezó a huir rápidamente.
Se escondió en la fronda de un árbol con un garrote en la mano dispuesto a romperle la cabeza al primero que se acercara. Durante dos meses llevó en la isla una vida de mono escondiéndose en la cima de los árboles. Finalmente, por azar, descubrió unas cuantas botellas de petróleo provenientes, posiblemente, de algún naufragio. Logró inflar nuevamente el globo y levantar vuelo.
Se preguntaba qué podía hacer cuando volviera a ver los abedules y los ojos de la mujer amada. No, no le era posible volver, tenía que abandonar todo aquello que ya lo había abandonado a él. “Por otra parte nuevas aventuras reclamaron muy pronto mi atención. Recuerdo que en 1918 fui yo, yo solo, quien rompió el frente alemán. Como es de todos sabido, las trincheras llegaban hasta el mar (...)”
“Se trataba de un verdadero sistema de canales profundos que tenían una longitud de hasta quinientos kilómetros. Sólo a mí se me ocurrió la sencilla idea de inundar los canales. Una noche trabajé a escondidas, cavé un foso que comunicó los canales con el mar. Al penetrar ininterrumpidamente, el agua inundó las trincheras y corrió por toda la línea del frente. Con gran estupor los aliados vieron a los alemanes, empapados hasta los huesos, saltar fuera de las fosas enloquecidos de pánico, cuando despuntaban las primeras luces de un amanecer brumoso”
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