“Mis compañeros de curso tampoco se mostraron demasiado interesantes. Cuando leo en los diarios de Zeromski sus años universitarios saturados de colorido, ricos en amistades, política, sueños, poesía y declamación, llenos de lo que él denomina ‘la genial charlatanería estudiantil’ le tengo envidia, ya que a mí el destino me escatimó ese entusiasmo. Mi madurez se manifestaba en la convicción de que ‘la vida es la vida’ (...)”
“Ninguna reforma, acción, levantamiento, lucha, daría una pizca más de razón a mis colegas y no transformarían el mundo en un paraíso. Era realista hasta la médula y sentía aversión por toda clase de ilusiones, trivialidades y teorías escritas. Odiaba el entusiasmo. Acabé la carrera de derecho. En el último examen de la Facultad me sucedió un hecho tan insólito que sólo podría ser comparado con el premio gordo de la lotería (...)”
“Tras unas cuantas preguntas, a las que respondí bien, me dijo el profesor: –Ahora, busque este artículo en el código. Yo no había mirado el código en mi vida, no sabía si buscar el artículo al principio o al final, pensé: me ha embromado, de igual modo abrí el libro al azar. Y ¿qué ocurrió?, encontré precisamente el dichoso artículo, a pesar de que el libro era muy gordo y de papel muy fino: –Ya veo que usted conoce muy bien el código (...)”
“Terminada la carrera ¿qué haría? Por nada del mundo quería ser abogado o juez. Estaba hasta la coronilla del derecho: cuando su sutileza y precisión tropezaba con la vida, se armaban unos ‘quid pro quos’ increíbles. En teoría el derecho debía ser una síntesis de exactitud y de lógica, pero en la práctica se despachaba a los criminales rápido y corriendo, como sea, de cualquier manera y cuanto antes (...)”
“Al final llegué a odiar esa ciencia pretenciosa, tan vulgarmente desenmascarada por la vida que se sentaba en el banquillo”. Para calmar la irritación que tenía el padre a raíz de su holgazanería Gombrowicz inició sus prácticas de pasante con un juez de instrucción en los tribunales de Varsovia. En esa época escribe cuatro novelas cortas, eran los años de su práctica no rentada en los tribunales.
Trabajaba en el despacho de un juez de instrucción en el que tuvo la ocasión de tratar con un hampa de diversas clases. “Los jueces de instrucción ejercían sus funciones en un edificio de la calle Nowy Zjazd, a orillas del Vístula. Mi jefe, el juez Myszkorowski, tenía asignados dos cuartos que daban a un largo pasillo atestado de presos y de policías. En el primer cuarto, nosotros, los pasantes, teníamos tres escritorios (...)”
“El otro escritorio estaba ocupado por el juez. Nuestra tarea consistía básicamente en instruir los expedientes penales dirigidos al tribunal de primera instancia. Se trataba de asuntos judiciales bastante serios, el juez me entregaba el dossier de la investigación preliminar llevada a cabo por la policía. Durante el año y pico que trabajé en el despacho del juez tuve ocasión de tratar con un hampa de diversas clases (...)”
“Autores de asesinatos, crímenes políticos, eróticos, robos, estafas. Tratábamos a veces con algún loco o teníamos que asistir a autopsias, lo cual no podía ser incluido entre las cosas agradables. Pudiera parecer que de este contacto con la miseria y el crimen debería haber sacado enseñanzas de suma importancia. Sin embargo, no fue así, sucedió en cambio lo contrario (...)”
“Había constatado desde hacía tiempo que el hombre no se habitúa a nada tan rápidamente como a ese bajo fondo de la existencia, sobre todo si contacta con ellos profesionalmente, como médico o como juez. El trabajo en el tribunal no me ocupaba demasiado tiempo, en total unos dos días por semana, el resto del tiempo lo ocupaba leyendo. Devoraba al azar una cantidad considerable de libros (...)”
“Volví también a otra de mis ocupaciones abandonada hacía tiempo: escribir. Esta vez, sin embargo, ya no se trataba de obras abortadas en su propia concepción, sino de un trabajo sagaz y calculado para dar un resultado concreto. Me puse a escribir obras cortas, es decir, cuentos, con la idea de que si no salían bien esos cuentos los quemaría y empezaría de nuevo a escribir otra cosa (...)”
“A pesar de vivir en Varsovia, a pesar de mi trabajo presente de pasante, seguía siendo un muchacho de campo, un producto típico de mi universo terrateniente, pero aún así me iba introduciendo poco a poco en el mundillo artístico. Por el mismo tiempo me absorbió otra pasión: el tenis. Me inscribí en el club deportivo Legia y quedé cautivado. Me sumergí en el ambiente del club (...)”
“Las rivalidades, la jerarquía que se establecía entre los jugadores, todo esto hizo que el tenis fuera para mí algo infinitamente más sublime de lo que había sido en la época en la que lo practicaba como amateur en diversas canchas campesinas. Empecé a jugar con pasión e hice algunos progresos, aunque nunca llegué a ser un jugador destacado”. Gombrowicz se divertía jugando al tenis y escribiendo cuentos.
No consideraba a sus prácticas de pasante en los tribunales de Varsovia como un trabajo verdadero, se sentía como un verdadero parásito. Se le estaba presentando la posibilidad de realizar una operación que tiene una gran utilidad en el arte, la transformación de los propios defectos en valor. Por el momento se dedicaba a elaborar cuentos fantásticos dejando para más adelante su ajuste de cuentas con la vida.
En esa época escribe cuatro novelas cortas: “Crimen premeditado”, “El festín de la condesa Kotlubaj”, “La virginidad” y “En la escalera de servicio”. Gombrowicz se sintió desde muy joven como actor de una mala obra teatral, con un papel estrecho y banal, y sin ninguna posibilidad de lucirse, así que se fue preparando poco a poco con la conciencia de esta inferioridad esperando tiempos mejores.
Lo que sí sabía, sin ninguna duda, es que él no era culpable de nada, la culpable era la situación. En el año que trabajó como pasante en los Tribunales de Varsovia se dio cuenta de que esta característica suya era innata, no creía de ninguna manera que la persona a quien se atormentaba con preguntas taimadas fuera de veras culpable. Se inclinaba más bien a pensar que el reo había tenido mala suerte al dejarse pescar.
Esa convicción sobre la inocencia absoluta del hombre no era la consecuencia de ningún pensamiento determinista, era un pensamiento espontáneo que no podía combatir. “Esto creaba en ocasiones situaciones extrañas. Una vez, en el tribunal de primera instancia, donde había sido destinado para desempeñar funciones de escribiente, el presidente, tras haber ordenado la suspensión de la sesión, me mandó preguntar algo al acusado (...)”
“Me acerqué al banquillo y le tendí mi mano al reo; sólo las miradas estupefactas de los abogados hicieron que me diera cuenta de mi metida de pata”. Decide permanecer en la localidad de Radom pero choca con la hostilidad de los abogados locales que en su gran mayoría pertenecían al Partido Nacional, una agrupación política de derecha y de lo más reaccionaria.
Sus partidarios se escandalizaban por las relaciones que mantenía Gombrowicz con centros de izquierda y, particularmente, por las que tenía con Wiadomosci Literackie. Desde ese momento renunció a la continuación de su carrera jurídica. Mientras Kafka se puso sobre los hombros todos los crímenes y las culpas del mundo podríamos decir que Gombrowicz hizo todo lo posible por quedar libre de culpa y cargo.
“Yo era culpable, abominable e intolerablemente culpable, sin causa y sin motivo. Yo no sabía en realidad en qué consistía mi pecado, pero la ignorancia no impedía que fuera presa de un intenso sentimiento de culpa. Un día escribí una carta de súplica al desconocido autor de mis sufrimientos, al Acusador, para pedirle que me dijera qué crimen había cometido, pero no supe adónde enviarla y la destruí”.
El sometimiento de un hombre a un juicio surgido de la convivencia humana es algo extraño. Se somete sin preguntar siquiera si ese juicio es justo o no, ésta es la consecuencia que saca Gombrowicz de su convicción espontánea de que el hombre es inocente por naturaleza. Esta convicción la podemos deducir del comportamiento de los personajes en toda su obra para un rango que cubre las oscilaciones que van desde el amor al crimen.
En el año 1929 Gombrowicz escribe “Crimen premeditado”. La convicción de que el hombre no era culpable de nada lo predispuso al disparate y al absurdo y nada le satisfacía más que ver nacer bajo su pluma una escena verdaderamente loca y ajena a los estándares del razonamiento común, una irracionalidad que, sin embargo, estaba sólidamente establecida dentro de su propia lógica.
Lo devoraba una rabia sorda contra todo lo que le facilitaba la existencia: el dinero, el origen, los estudios, las relaciones, todo aquello que, en fin, hacía de él un sibarita y un holgazán. Es evidente la relación que existe entre el asunto de “Crimen premeditado” y su actividad profesional. El juez le entregaba expedientes con la investigación policial preliminar, lo distinguía con los asuntos interesantes porque sabía jugar al ajedrez..
Trataba con locos, asistía a autopsias, pudiera parecer entonces que Gombrowicz debiera haber sacado enseñanzas importantes del contacto con la miseria y con el crimen, pero no fue así. Los Tribunales de Varsovia llegaron a ser para Gombrowicz una especie de agujero negro por el penetraba en la miseria de la existencia. Pero los jueces y los abogados, aunque mejores que los propietarios terratenientes, se hallaban lejos de la perfección.
La vida miserable deformaba al proletariado, las comodidades y el ocio deformaban a los terratenientes, pero esa intelligentsia urbana de los jueces y los abogados también estaba desfigurada por su modo de vivir, ellos también eran caricaturas. Había que destruir esa forma, había que imponer otra que permitiera a la superioridad acercarse a la inferioridad para establecer con ella una relación creativa.
Las relaciones entre el crimen, la culpa y la condena son asuntos que Gombrowicz desarrolla magistralmente en “Crimen premeditado”. De la casa de Ignacio K. solicitaron la ayuda de un juez para resolver un problema patrimonial. El funcionario llegó a la noche, lo atacaron los perros y tuvo que meterse de apuro en el coche. Finalmente pudo anunciarse como el juez de instrucción H. y manifestar el deseo de verse con el señor K.
El joven Antonio lo hizo pasar y le dijo que era hijo del anfitrión. Su hermana Cecilia, que los esperaba en una sala pequeña, con excepción de una cara bonita, pertenecía a la clase de las jóvenes carentes de reacciones, indiferentes y despistadas. Le dieron la bienvenida, estaban temerosos, pero no se sabía de qué tenían miedo. El juez preguntó si el señor K se hallaba en casa y los hermanos respondieron afirmativamente.
La cena fue sombría, el apetito del hambriento juez resultaba extraño tanto a los hermanos como a Esteban, un criado. Cuando terminaron de cenar entró la madre, la señora K., se sentó sin pronunciar palabra, miró con severidad al juez y después de unos minutos le comentó que quizás estuviera molesto por haber hecho un viaje sin sentido puesto que su esposo había fallecido anoche.
El juez muy sorprendido le dio las condolencias y balbuceó algo referente al respeto y aprecio que siempre había tenido por el difunto. Como el visitante estaba acostumbrado a los cadáveres provenientes de los asesinatos, en vez de pedir permiso para ver al difunto, lo pidió para ver el cadáver, una palabra que produjo un efecto desafortunado, la viuda rompió a llorar y le tendió una mano que el juez besó con humildad.
El protagonista permaneció allí, mirando sus manos temblorosas sin que se le ocurriera nada, sintiendo que su situación a cada minuto se volvía más embarazosa. La señora lo acompañó a ver a Ignacio. Mientras subían al piso superior le comentaba que fue un golpe terrible, que los hijos estaban aturdidos y no decían nada, que Antonio estaba disgustado con ella porque le temblaban las manos.
Su hijo no debería haber tocado el cuerpo y esperaba que no enfermara por haberlo tocado, sin embargo, algo se tenía que hacer, hubo que arreglarlo, que Antonio no había llorado en ningún momento, que ella le rogaba al cielo para que pudiera llorar. Cuando la viuda abrió la puerta el juez se arrodilló e inclinó la cabeza sobre el pecho, el muerto estaba en la cama tal como había fallecido.
Su cara azul e hinchada indicaba la muerte por asfixia, muy común en los ataques al corazón. El juez se persignó, rezó una plegaria e hizo un comentario sobre la nobleza de los rasgos del difunto Se volvió a arrodillar otra vez a dos pasos de un cadáver que no tenía derecho a tocar. Desde su llegada todo lo que había hecho le resultaba falso y pretencioso, como la representación de un actor mediocre.
Cuando por fin se halló en su habitación se sacó el cuello y lo arrojó al piso para pisotearlo, estaba furioso, sentía que lo estaban poniendo en ridículo, que aquella mujer malvada había preparado todo muy hábilmente. Le exigía que le rinda homenaje, que le bese las manos, que tenga sentimientos. Le daba rabia que no hubieran tenido en cuenta su carácter de juez de instrucción, y que en la casa había un cadáver.
Era evidente que una cosa estaba relacionada con la otra, un huésped que accidentalmente resulta ser un juez de instrucción al que no le envían el coche y se resisten a abrirle la puerta. A alguien le molestaba su presencia, lo obligaban a arrodillarse y a besar manos con el pretexto de que el finado había muerto de muerte natural. Había algo irregular en todas estas coicidencias.
Echó mano a toda su agudeza y empezó a establecer la cadena de hechos, a construir silogismos, a seguir los hilos y a buscar pruebas. A la mañana siguiente se puso a hablar con el otro criado, le confirmó que Ignacio había muerto en la habitación de arriba, también le dijo que Esteban dormía con el mayordomo en un cuarto junto a la cocina, y que él dormía en la despensa.
La señora dormía con el señor pero una semana antes de la muerte de Ignacio se había mudado al cuarto de la hija, y Antonio dormía en la planta baja junto al comedor. Al juez le resultó extraño lo de la mudanza de la esposa pero se propuso no sacar conclusiones apresuradas. Cuando la viuda le preguntó si ya se iba le respondió que le gustaría quedarse un poco más.
La viuda murmuró algo sobre el traslado del cadáver y le preguntó con poca convicción si estaría presente en el funeral. El juez le respondió que sí, que era un gran honor para él estar presente y le pidió permiso para ver el cadáver otra vez. A juzgar por las evidencias el hombre había muerto de muerte natural, sin embargo, se acercó al lecho y tocó el cuello del cadáver con un dedo.
La viuda se alarmó pero el juez siguió revisando el cuello y examinado la habitación. Lo único que desentonaba en el conjunto era una enorme cucaracha muerta. Finalmente se decide y le pregunta a la viuda por qué se había mudado a la habitación de la hija, le responde ofendida que porque su hijo se lo había recomendado, para que Ignacio tuviera más aire pues ya se había estado asfixiando durante todo una noche.
La mujer está preocupada, el juez le pide que no trasladen el cadáver hasta el día siguiente, ella se yergue, lo desafía con la mirada y abandona la habitación. Pero, nada, sólo la cucaracha aplastada junto al tocador, es como si el cadáver, contemplando el cielo, estuviera diciendo que había muerto de un ataque cardíaco. El juez salió de su habitación para dar un paseo alrededor de la casa.
Cuando entró al comedor Cecilia y Antonio se alejaron rápidamente mientras los sirvientes preparaban la mesa para el almuerzo. La señora estaba aterrorizada y le preguntó a la hija si el juez ya se había ido, no comprendía qué andaba buscando, que Antonio no lo iba a tolerar porque estaba cometiendo una injuria. Cuando el juez le pregunta a Antonio si lo quería al padre, le responde que lo quería bastante.
El día de la muerte había dormido en su habitación de la planta baja. Mientras el juez se lavaba las manos en su cuarto entró el mismo criado de la mañana para preguntarle si necesitaba algo. Le contó que la noche de la muerte del señor Ignacio Antonio lo había encerrado con llave en la despensa, no estaba dormido a pesar de que era la medianoche y lo había escuchado, le pidió al juez que no lo comentara.
Pero si en el tribunal le hubieran preguntado al juez en qué se basaba para afirmar que ese hombre había sido asesinado, tendría que haber respondido, que en el comportamiento extraño del hijo, en que todos se comportaban como si lo hubieran asesinado aunque la autopsia hubiera demostrado que había muerto de un ataque cardíaco. En la mesa el juez se mandó una larga perorata sobre la naturaleza del crimen.
El crimen real lo comete siempre el espíritu, los detalles son las formalidades médicas y judiciales, los detalles son externos. De pronto, la viuda, pálida como la muerte, arrojó su servilleta y, con las manos más temblorosas que de costumbre, se levantó de la mesa exclamando que era un malvado. El juez le dice que si él era un malvado que le explicara entonces por qué habían cerrado la puerta con llave.
Estaba pensando en la puerta de la despensa en la noche de la muerte de Ignacio. Cecilia dice que fue ella, la madre aclara que ella se lo ordenó, pero se referían a la puerta del cuarto de ellas. Antonio manifestó que no podía decir porque había cerrado la puerta y abandonó el comedor. El juez pensó que el cadáver, sin embargo, debía haberle preocupado a esa banda de asesinos.
A la medianoche Antonio golpeó su puerta y lo hizo entrar, el joven le dijo que o se iba inmediatamente de la casa o le hablaba con claridad. El juez se decide y le dice que está pensando que su padre había sido estrangulado. Se ponen a reflexionar entre los dos y concluyen que nadie pudo haber entrado a la casa desde afuera así que sólo existían seis sospechosos, tres de la familia y tres de la servidumbre.
Pero el paso de los sirvientes había sido cerrado por Antonio que no sabía por qué lo había hecho. Como la madre y la hermana también habían cerrado la puerta de su cuarto sin saber por qué, el único sospechosos que quedaba era Antonio, y otra cuestión que lo volvía sospechoso es que no había llorado, y que se sentía feliz por la muerte de su padre. Pero nadie había estado en el cuarto de Ignacio.
Nadie podía haber estado porque Antonio, no sólo había cerrado la puerta de la despensa, sino también la de su propia habitación. Antonio murmuraba que como todos temían que el padre se muriera, posiblemente, por miedo y por pudor se habían encerrado con llave, porque todos querían que Ignacio resolviera por su cuenta sus asuntos. Cuando el juez se volvió a preguntar quién lo habría hecho entonces, Antonio se quebró.
Le respondió que había sido él, que lo había hecho maquinalmente, que en un minuto había estrangulado a su propio padre, había regresado a su cuarto y se había dormido. El juez le hizo ver a Antonio que, sin embargo, existía una pequeña dificultad, una formalidad nada importante: el cuello de Ignacio no revelaba huella alguna de estrangulación, el cuello no había sido tocado.
Dicho esto se deslizó por la puerta entreabierta y se fue a esconder en el guardarropa del cuarto donde yacía el cadáver. Esperó largo rato hasta que, finalmente, la puerta se abrió, alguien se deslizó en el interior y enseguida escuchó un ruido espantoso, la cama crujió estruendosamente, después los pasos se retiraron sigilosamente. Luego de una hora el juez salió del escondite, las sábanas que cubrían el cadáver estaban revueltas.
“El cuerpo yacía ahora en diagonal y en el cuello aparecían, nítidas, las impresiones de diez dedos. Las formalidades se habían cumplido ex post facto. Aunque los peritos no estuvieron del todo satisfechos con aquellas huellas dactilares (alegaban que había algo que no era del todo normal), fueron consideradas al fin, junto a la plena confesión del asesino, como una base legal suficiente”
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