“Presentía, sabía que allí se hallaba mi mundo, mi patria, mi destino. Cuando en el año 1918 esa barrera se rompió y Occidente comenzó a infiltrarse, al principio gota a gota, significó tanto para mí como la recuperación de la independencia. ¡Europa! Esta palabra me excitaba tanto como el vocablo Polonia. Una Europa ensangrentada, ya brillante, se elevaba como la luna sobre nosotros (...)”
“Hasta hacía poco, habíamos sido una provincia llamada el ‘País a las orillas del Vístula’. No me lo formulaba con toda claridad, pero presentía que se perfilaba a la distancia alguna posibilidad de librarse de aquellas fealdades polacas que tanto me atormentaban. ¡En aquella época era incapaz de expresarme! ¡Prácticamente ante nadie! Frente a los mayores, padres, familiares o desconocidos me encontraba paralizado (...)”
“Sólo en compañía de mis amigos más íntimos recobraba la capacidad de hablar; con todo, hay que decirlo, no lo hacía nada mal. Maduraban en mí unas rebeliones que no podía comprender ni dominar. ¡Qué espléndido año aquel de 1918! Era todavía demasiado joven para abarcar toda la belleza de este final de la primera guerra mundial, ¡cuánto más cargado de poesía que el de la segunda! (...)”
“Fue un despertar prometedor y conmovedor, el inicio de una nueva vida, el hundimiento de los tronos, de la moda de cuellos rígidos, de los bigotes y de los prejuicios del honor, la libertad de los cuerpos se mezclaba con la del espíritu. Era la derrota de los redingotes y zapatos acharolados, una gran expansión de la juventud aclamando su hora, un poderoso viento de libertad sopló cuando las rodillas de las mujeres asomaron en sus faldas (...)”
“No me sentía tan embriagado como los poetas del grupo ‘Pikador’ llamados más tarde ‘Skamandritas’, quienes preparaban su aparición, pero, sin embargo, percibía toda la electricidad acumulada en el ambiente. Tenía dieciséis años y acababa de termina el sexto curso, cuando sobrevino el dramático verano de 1920”. Todos los jóvenes del bachillerato se alistaban entonces como voluntarios (...)”
“Casi todos mis colegas se paseaban ya en uniforme. Para mí el ejército era una pesadilla, a mis dieciséis años ya me venía a la cabeza un angustioso pensamiento sobre el servicio militar que me esperaba al cabo de cinco años, y de repente una broma pesada de la historia hacía que las chicas me preguntasen por la calle: –Y usted, ¿por qué no lleva uniforme como los demás? (...)”
“Mi madre, horrorizada, reprobaba al gobierno por reclutar niños, pero yo no me hacía ninguna ilusión de que esto fuese algo más que la expresión de un temor egoísta por su propio hijo. ¿Así que yo era un cobarde? Hoy considero con mayor tranquilidad mi cobardía y soy consciente de que mi naturaleza me llamó a desempeñar ciertas tareas y desarrolló en mí otras facultades completamente ajenas a la milicia (...)”
“Pero un chico de dieciséis años no conoce aún nada de sí mismo y no halla su salvación si no es en lo que hacen los demás muchachos de su misma edad. La oposición terminante de mi madre venció la voluntad de mi padre que en principio exigía que yo cumpliera con mi obligación. Fui destinado a una institución civil que se dedicaba a enviar paquetes a los soldados del frente (...)”
“Creo que el año 1920 hizo de mí lo que seguí siendo hasta hoy: un individualista. Y sucedió así porque no supe cumplir con mis deberes hacia la nación en un momento en que una terrible amenaza se cernía sobre nuestra joven independencia. Esto me colocó en una situación apurada, no tenía alternativa. El patriotismo, cuando no estaba dispuesto a sacrificar mi vida por la patria, era para mí una palabra hueca (...)”
“Y ya que no existía en mí esta disposición, debía sacar consecuencias. Todos estos fermentos de juventud se fueron civilizando y puliendo con el curso de mi desarrollo ulterior. Pero no han desaparecido. Cosa extraña: se hubiera podido creer que toda esta confusión de sentimientos e ideas causada por la crisis de la guerra y por mi imagen manchada, iba a desembocar en un estado de doloroso desgarramiento (...)”
“Sin embargo, al contrario, todo ese estado de confusión de sentimientos se descargó bajo un ataque increíble de snobismo morboso. En el momento en que el combate con los bolcheviques llega cerca de Varsovia a su fase culminante, me entretenía mostrándole de refilón una foto a mi jefe en la oficina donde trabajaba de voluntario enviando paquetes a los soldados (...)”
“La foto era la de un edificio público de Lublin bastante conocido, sin embargo, le dije a mi jefe, que para mi desgracia lo había visitado un par de veces: –Es el palacio de mi prima Tyszkiewicz. La familia de los Tyszkiewicz, junto a la de los Radziwill, los Potocki y los Plater, era una de las más aristocráticas de Polonia pero no estaba emparentada con mi familia. Mis artificios se volvían indigeribles (...)”
“Después de la conmoción de la guerra con los bolcheviques en la batalla de Varsovia, la escuela siguió su rumbo con unos meses de retraso y sin entusiasmo, ya que a los muchachos que habían olido la pólvora nos les resultaba agradable la rutina y la rancia educación del miserable ‘cole’. A mí tampoco. Wasinski y Braksal cesaron de hacerme el ‘sacacorchos’ (...)”
“Mi superioridad intelectual me aseguró en el sétimo grado un mínimo de respeto, en cambio lo absurdo del programa de todo el sistema de enseñanza se dibujaba cada vez más nítidamente. Al considerar mi infancia a vuelo de pájaro, puedo discernir grosso modo ciertas iniciaciones, e incluso definir cierto terreno, sobre el cual va a desarrollarse toda mi vida posterior (...)”
“El culto al absurdo, las relaciones entre la realidad y la irrealidad, entre la superioridad y la inferioridad, entre el amo y el criado, ya por entonces me gobernaban. Una cosa más: en ese tiempo llevaba ya una doble vida. Había en mí algo oscuro que por nada del mundo aceptaba abrirse a la luz del día. Uno no recuerda el pasado tranquilamente, como un observador, sin pasión (...)”
“El presente siempre es agresivo, incluso en el declive de la vida, y cuanto más elaborada, forjada, afilada y definida se halla esta vida presente, en mayor medida encuentra la plenitud de su expresión y más profundamente se sumerge en las aguas turbias del pasado para recuperar sólo aquello que pueda ser útil en la actualidad, a fin de modelar todavía mejor su forma presente (...)”
“Quizá no recuerdo tanto el pasado, sino que más bien lo devoro, para alimentar con él lo soy ahora”. Gombrowicz era escurridizo como una anguila o un camaleón, con estos artificios quería aproximarse a verdades más profundas. La palabra humana tiene la consoladora particularidad de que se halla muy cerca de la sinceridad, no por lo que confiesa, sino por lo que busca.
Era todavía un adolescente y ya el mundo se la hacía insoportable. La familia, la sociedad, la nación, el estado, el ejército, los ideales, las ideologías y él mimo le resultaban unas caricaturas. Erraba por los campos cabizbajo aplastando terrones con la punta de sus zapatos. No había dejado de creer pero la fe ya no le interesaba por lo que su soledad llegó a ser completa.
Cuando Gombrowicz observaba a sus compañeros de la infancia, esos pequeños campesinos que habían integrado una guardia que él organizaba y comandaba bajo la supervisión de su hermano Janusz, se daba cuenta que ellos no eran caricaturas, al contrario, eran sencillos y sinceros. No podía comprender por qué la cultura y la educación falsificaban al hombre, mientras el analfabetismo daba buenos resultados.
Viajando en tren hacia Varsovia, en circunstancias extrañas y dramáticas, se le vino a la cabeza una idea que, por lo menos en parte, le pudo aclarar este enigma. En la estación siguiente a la de su ingreso al tren subió uno de sus tíos y se sentó junto a él. Era un hombre mayor, terrateniente, tirador excelente y apasionado por la caza. De repente miró a su alrededor: –Salgan, por favor.
La gente observó que estaba armando un revolver, y otra vez con tono firme pero sin levantar la voz : –Salgan, por favor. El compartimento se vació en un santiamén, entonces el tío le guiñó un ojo a Gombrowicz. “Por fin, un poco más de espacio. Había tanta gente que no sabía lo que decía. Ando mal de los nervios, no puedo dormir, voy a Varsovia a ver si allí mejoro (...)”
Gombrowicz se dio cuenta que se había vuelto loco, que dispararía si lo provocaban, tuvo que convencerlo al guarda del tren de que podía controlarlo hasta que llegaran a Varsovia. “Es terrible que todo terrateniente tenga que ser un excéntrico y haya de comportarse como si estuviera chiflado; –¿Tú crees?, pero sí, es verdad se han vuelto tan extravagantes que da vergüenza, serán sus fortunas que se le han subido a la cabeza (...)”
“Sabes tío, yo tengo una teoría. La gente sencilla vive una vida natural, sus necesidades son elementales y por lo tanto sus valores son verdaderos; –¡Qué cosas dices!; –Para un hombre rico, en cambio, el pan, por ejemplo, no es un valor porque está saciado de pan. Un hombre rico no tiene que luchar para vivir, entonces inventa necesidades artificiales, es decir, falsas: el cigarrillo, la elegancia, la genealogía, los galgos (...)”
“Por eso los hombres ricos son excéntricos y no encuentran el tono adecuado”. Con esta explicación que le dio al tío no sólo resolvió el enigma de la educación y el analfabetismo, sino que también dio una clase familiar de lo que el marxismo llama la dialéctica de las necesidades y los valores. La idea sobre lo artificioso de la forma de las clases superiores iba a ser uno de los puntos de partida de su trabajo artístico.
“Cuando, transcurridos una decena de años, le conté a Wladyslaw Broniewski en el café
Ziemianska, cómo por miedo a un revólver cargado llegué a concebir una de las tesis fundamentales del marxismo, se me echó encima acusándome de fabulador”. Gombrowicz llegó a sentirse en la época en que cursaba el bachillerato como una caricatura de la realidad.
Una caricatura en la que se mezclaban la crueldad, el snobismo, la perversidad y, en general, la falta de escrúpulos morales. Estas ponzoñas formaron su temprana conciencia literaria y estaban muy presentes cuando escribe uno de sus primeros cuentos. “El festín de la condesa Kotlubaj” es una de sus primeras novelas cortas de Gombrowicz, la escribió en el año 1929.
Si en “Crimen premeditado” se nota la relación entre el asunto de la novela y su práctica de pasante con un juez de instrucción, y en “La virginidad” asistimos a la confusión del erotismo más refinado con la obscenidad total, en “El festín de la condesa Kotlubaj” la cuestión es otra. Cuenta como unos personajes aristócratas organizan comilonas aparentemente vegetarianas con el fin de cultivar la sublimación y las sutilezas del espíritu.
Pero en realidad asistimos a un banquete en el que se sirve una comida muy sabrosa preparada con trozos de un pequeño muchacho. Es una narración absurda y cruel, pero construida con elementos sacados de la vida, un absurdo monstruoso que, sin embargo, es una caricatura de la realidad. Esta novela le trajo algunos problemas con una familia Kotlubaj de Lituania que casi termina en un asunto de honor, lo retaron a duelo.
Sin embargo, la fuente verdadera de su inspiración había sido Marta Krasinska, esposa de un mayorazgo, famosa en aquel entonces por sus hazañas filantrópicas y estéticas. Ese plasma oscuro de la conciencia de Gombrowicz esta vez se le dispara hacia el lado de la crueldad, está preparando el próximo banquete de los aristócratas antropófagos en el rostro infantil de un pequeño enfermizo.
El pobre joven observa por la ventana lo que ocurre en el interior del palacio en medio de la lluvia. La honestidad burguesa de Mann resulta chocante y vacía en nuestros tiempos pero la perversidad de Gombrowicz nos fascina. Sin embargo, algunas de las composiciones de Gombrowicz tienen un carácter instrumental y una falta de probidad manifiesta, yo creo que él atraviesa una línea moral más allá de la cual está lo prohibido.
El tiene otro punto de vista: “No, ni el menor escrúpulo ante la probidad de esta actitud ad hoc, adoptada con entera sangre fría: la probidad es una necedad, no se puede siquiera hablar de probidad cuando uno no sabe nada de sí mismo, cuando no recuerda nada, cuando no tiene pasado, cuando se es sólo un presente que fluye continuamente. En una niebla como la mía, ¿es posible hablar de escrúpulos morales?”.
La idea que se me fue formando a mí en la medida que reflexionaba sobre su perversidad, es que la capacidad que tiene Gombrowicz para cuestionar todos los sentimientos e ideas humanas, sus propios sentimientos y sus propias ideas, nos pone frente a un horizonte que se aleja constantemente de nosotros y ahonda nuestra conciencia. Según lo veo yo, la falta de sinceridad y la renuncia a la probidad se transforman en sus manos.
Por un lado, en una búsqueda de instrumentos y mecanismos para no dejarse dominar por ninguna situación, y por otro, en una lucha permanente en la que la contradicción toma la forma de una espada poderosa para combatir al mundo y conquistar la libertad interior, porque el objetivo, el sentido moral de la vida, no se puede alcanzar si uno no es uno mismo.
Aunque no haya nada más ilusorio que esto, todo el valor y el honor de los hombres penden de ese hilo, de la incesante defensa del yo. El protagonista y la condesa Kotlubaj eran amigos, era la amistad de un joven de un medio burgués y una aristócrata de pura raza. Había conquistado la simpatía de la condesa gracias a su altivez, a su agudeza intelectual y a su tendencia al idealismo.
Su espíritu romántico y ligeramente anacrónico le allanaron el camino para asistir por primera vez a los célebres almuerzos vegetarianos de los viernes que daba la condesa Kotlubaj. La condesa maldecía la carne y los olores que despedían las personas que la comían. Era heredera de los ilustres Krasinski y tenía la convicción arcaica de que bastaba que un salón fuera aristocrático para que sus altos propósitos quedaran garantizados.
Un príncipe había aceptado el papel de intelectual y filósofo para darle seriedad a los almuerzos, una baronesa animaba las reuniones con su canto, era impresionante ver inclinarse a las más grandes fortunas sobre un plato de achicoria en un mundo cruelmente carnívoro. Los tomates rellenos con arroz poseían un sabor inigualable, las tortillas de espárragos tenían reputación mundial.
El protagonista llegó a su primer almuerzo vegetariano en el antiguo palacio situado en los alrededores de Varsovia. Quedó un poco decepcionado porque sólo encontró a una vieja marquesa desdentada y a un barón de orígenes dudosos que gracias a los innumerables millones de su madre se hacía perdonar su estirpe paterna y el aspecto desastroso de su nariz.
La sopa de calabaza dulce estaba demasiado cocida y resultó insípida, pero el protagonista disimulando exclamó: –¡Ah, qué excelente sopa, nada en ella recuerda el sabor de la muerte! Pero el barón, poeta y célebre gastrónomo, se inclinó hacia el protagonista y le murmuró al oído: –Este calducho nos hubiera entretenido si el cocinero no lo hubiera jodido.
El almuerzo parecía una miserable copia de los festines del pasado, el alimento era escaso y reinaba un aire fúnebre. Sirvieron el segundo plato: zanahorias a la cacerola, la condesa estaba pálida y lucía las joyas de la familia, consumía con valor la miserable pitanza y trataba de conducir la conversación hacia los temas más alados: –Que el espíritu vuele con presteza. Decidme, pues, ¿qué cosa es la belleza?
A continuación, el protagonista, la condesa, la marquesa y el barón siguieron recitando sus versos, lamentándose de los sufrimientos de los niños raquíticos, de los prisioneros, de los inválidos, de las maestras jubiladas, de los peluqueros con várices y de los mineros. Después de alabar al amor y a la piedad la condesa exclama: –Encendamos en verano y en invierno, con nuevo espíritu e ideales nuevos, nuestro eterno y sagrado fuego.
El protagonista respondió: –¡A izquierda y a derecha, el águila blanca en nuestro pabellón, defiende la patria! Los camareros trajeron una gigantesca coliflor cubierta de mantequilla fresca deliciosamente horneada. Conversaban en forma animada del amor, de la belleza y de la piedad, de que la piedad era más bella que el amor pero que no había que descuidar los modales.
¡Deliciosa coliflor!, exclamó el barón; sí, dijo la condesa mirando el plato con sospechas mientras ordenaba que lo llamaran al cocinero. El barón le explica en voz baja al protagonista que dos semanas atrás había descubierto que el cocinero condimentaba los vegetales con jugo de carne, amenazó con despedirlo y entonces el pobre le juró que no volvería a repetirse.
Era por eso que había tan poca gente en el almuerzo, pero la coliflor estaba deliciosa. Mientras discutían sobre el sabor del plato entra el cocinero: alto, pelirrojo y de mirada innoble, jura por el alma de su mujer que había servido una coliflor inmaculada. La conversación derivó hacia los cocineros: había que controlarlos, eran hombres simples y vulgares.
También eran traicioneros al punto de cambiar los macarrones por lombrices, unos bribones asesinos. Comían la coliflor con una glotonería atroz, sin ningún tipo de modales, el protagonista no pudo contenerse más, estornudó y se levantó de la mesa para ir a buscar un pañuelo, no podía comprender por qué habían perdido tan abruptamente la elegancia y la delicadeza.
Cuando llegó al vestíbulo donde estaba su abrigo vio un título en el periódico: Misteriosa Desaparición de Coliflor, y un subtítulo: corre peligro de congelamiento. La noticia señalaba que se había perdido un hijo de ocho años de Valentín Coliflor en las propiedades de la condesa Kotlubaj, y que se temía que el niño pudiera haberse congelado en el campo durante las lluvias otoñales.
Volvió al comedor, la enorme bandeja de plata tenía restos de la coliflor, la panza de la condesa parecía la de una mujer en el séptimo mes de embarazo, el barón hundía la nariz en el plato mientras la marquesa rumiaba moviendo las mandíbulas como una vaca. ¡Divino, maravilloso, efervescente manjar!, exclamaban. El protagonista no comprendía lo que había pasado.
En ese momento empezaron unas aclaraciones que le parecían momento a momento cada vez más extrañas. El barón le reprochaba que no fuera un gastrónomo, que él era mucho más que eso, que era un gastropófago. Pero es que acaso la delicada frescura, la fragancia indefinible y el sabor particular no le despertaban el apetito; la condesa reía coquetamente y pidió que no se lo aclararan.
Mientras tanto la marquesa le espetaba al jovencito que el gusto se mama en la leche materna, haciéndolo sentir como si hubiera nacido en el seno de una modesta familia campesina. Se levantaron de la mesa y condujeron sus enormes abdómenes al dorado saloncito Luis XVI. La alegría de los comensales se alimentaba del desconcierto del protagonista que jamás había presenciado semejante comportamiento.
El barón cantaba arias canallescas de opereta. Nosotros, los de la aristocracia, le murmuró al oído la marquesa, adoramos la más completa libertad de las costumbres, somos capaces de emplear expresiones vulgares, sabemos ser frívolos y, en algunas ocasiones, plebeyos. El barón exclama con aire de superioridad que no eran terroríficos aunque su grosería pareciera menos aceptable que su elegancia.
La condesa grazna que, claro, no habían cometido ningún delito, que no eran caníbales y que no se habían comido a nadie, con excepción de... Y todos soltaron una gran carcajada lanzando los cojines al aire. El protagonista intentaba volver a la comida vegetariana recordándole a la condesa los guisantes, la zanahoria, el puerro y los calabacines, pero el barón vociferó, ¡coliflor!, relamiéndose de una manera sospechosa.
Pero la coliflor era un vegetal así que el protagonista no entendía. El barón lo estimulaba para que descubriera qué era lo que le daba sabor a la coliflor con una gran suficiencia de señor mientras le decía a la condesa que no valía la pena invitar a gente que tenía el gusto de una época primitiva. Se desentendieron de él y empezaron a bromear y a contar anécdotas de un nivel inmensamente vulgar.
Tanto el protagonista como sus conceptos de belleza y nobles ideas, eran eliminados y puestos a un lado como una silla rota. Estos aristócratas no eran los mismos de la sopa de calabaza, una metamorfosis increíble los había hundido en la hostilidad, el sarcasmo y en una mofa ardiente que sostenían con una altivez y un desprecio que le impedían cualquier manifestación de confianza.
Después de soportar un largo rato su propio silencio le recordó a la condesa que le había prometido un ejemplar dedicado de los “Efluvios de mi espíritu”. La condesa tomó un pequeño volumen encuadernado, le escribió unas palabras y firmó: Condesa Podlubaj, una palabra que quiere decir húrgame la nariz. Cuando el protagonista le señala la equivocación le responde que era distraída y estalla en una risa a mandíbula batiente con todos los demás.
Afuera diluviaba con una lluvia de ráfagas de un viento cortante que azotaba los ventanales.
La condesa le preguntó por qué tenía esa expresión de terror, mientras los otros lo acusaban de que estaba escandalizado porque en su ambiente nadie se divertía con tanta imaginación, que ellos cultivaban maneras infinitamente mejores que la de los salvajes aristócratas. Empezaron a fingir que estaban temerosos del juicio del protagonista.
Se acusaban en público fingiendo arrepentimiento. Desvanecido, sin saber a qué santo encomendarse o hacia dónde huir, se dirigió suplicante a la marquesa que había hablado con tanta piedad de los niños raquíticos, y le pidió piedad suponiendo que si era capaz de sacrificarse por esos pobres desgraciados podría consolarlo. La marquesa se enjugó las lágrimas de risa que tenía en los ojos.
Le dijo que cuando los veía caer y levantarse sobre sus piernitas enclenques todavía se sentía fuerte como una encina. Ahora era demasiado tarde para montar a caballo así que cabalgaba alegremente sobre sus pequeños paralíticos. De pronto intentó mostrarle sus piernas viejas aunque rectas, sanas y todavía fuertes, el protagonista hizo un gesto de espanto.
¿Y el amor, la piedad, la belleza, los presos, los inválidos y las maestras jubiladas? Nos acordamos de todos ellos, le decían en medio de estruendosas risotadas, entonces el protagonista empezó a temblar espasmódicamente, finalmente había comprendido dónde se hallaba mientras la lluvia seguía azotando los cristales de las ventanas. ¡De cualquier manera el Señor existe!, balbuceó el pobre tratando desesperadamente de agarrarse de algo.
El barón le respondió que por supuesto que existe, el Señor existe y sale a pasear con la Señora. La marquesa se sentó al piano mientras el barón y la condesa empezaron a bailotear con elegancia, buen gusto y finura. Ahora sabía de qué se trataba... se lo habían hecho comprender con violencia. ¡Era un baile de caníbales! Faltaba sólo la presencia del pequeño tótem.
Ese monstruillo negro de cabeza cuadrada, labios prominentes y nariz chata desde algún lugar patrocinaba esas bacanales. Dirigió la mirada hacia la ventana y vio algo espeluznante... un pequeño rostro infantil, un rostro febril y enfermizo que observaba lo que ocurría en el interior con una mezcla de idiotez y de éxtasis celestial... A la madrugada el protagonista logró salir del palacio y se aventuró en la lluvia.
Vio bajo la ventana un cuerpo exangüe. Era el cadáver de un muchachito de ocho años, de cabellos rubios y pies descalzos, flaco al punto que... parecía haber sido completamente devorado. En eso había terminado el pobre Bolek Coliflor, fascinado por la luminosidad de las ventanas, visibles desde lejos en medio de campos inundados. Mientras corría hacia el portón apareció Felipe, el cocinero.
Estaba vestido de punta en blanco con una distinción de maestro en el arte culinario. “Se inclinó, me miró de reojo y dijo en tono servil: –¡Espero que el señor haya disfrutado nuestra comida vegetariana!”
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