Le dijo que quería radicarse en España, en
el sur de Francia o, quizás, regresar a la Argentina: –Cambie el tema de
la tesis, hágala sobre mí, yo se la escribiré en dos semanas y luego nos
vamos. Finalmente aprobó la tesis escribiendo sobre Colette, a pesar de
los sarcasmos de Gombrowicz que le advirtió que después de los
acontecimientos de mayo su tesis sería rechazada.
La Vaca Sagrada escribió “Gombrowicz en Argentina” y “Gombrowicz en
Europa” para alcanzar su salud espiritual escapándole a la sombra del
gran sobretodo gris de Gombrowicz que la había protegido pero que a la
larga terminó por ahogarla. Ya en una entrevista que le hizo Louis Soler
alcanzamos a notar como no pudo concretar ese anhelo de libertad.
La Vaca Sagrada no apareció en el primer libro y quedó completamente
sometida en el segundo, siendo éste, quizás, el destino de los
compañeros o compañeras de vida de los grandes artistas, el destino de
sus alumnos, admiradores y discípulos. De la que sí se fue liberando
poco a poco fue de la sumisión que tenía con los que testimoniaron en
sus libros.
Con el tiempo adoptó una actitud que la fue convirtiendo en la
sacerdotisa de un conjunto de corifeos que le rinden pleitesía, y que la
convirtieron a mis ojos en la Vaca Sagrada. “Alguien me manda como
obsequio desde París un paquete con importantes libros franceses,
adivinando con razón que no los conozco y debería leerlos. Estoy
condenado a leer únicamente los libros que me caen en las manos (...)”
“No puedo permitirme el lujo de comprarlos; me rechinan los dientes al
ver a industriales y a comerciantes y a todo tipo de empresarios que se
compran bibliotecas enteras con el solo propósito de adornar sus
despachos. Yo, mientras ellos se atiborran de libros y de bibliotecas,
no tengo acceso a obras de las que haría un uso bastante diferente
(...)”
“Algún día la ilimitada idiotez del sistema, que me cierra ante las
narices las puertas de los teatros, de los salones de conciertos, de las
librerías, las puertas que se abren de par en par ante el dinero de los
snobs, algún día esa idiotez se vengará en vosotros. Ese sistema, que
relega al intelectual al último puesto, que quita a la intelligentsia la
posibilidad de desarrollarse, será en el futuro adecuadamente juzgado
(...)”
“Vuestros nietos os tomarán por imbéciles, claro, que a vosotros qué os
importa”. En las ocasiones en las que le preguntaba a Gombrowicz si
había leído tal o cual libro siempre me respondía que yo debía suponer
que él había leído todo. Al llegar a la Argentina Gombrowicz ya tenía
asimilados a Shakespeare, Rabelais, Montaigne, Goethe, Dostoievski, Mann...
Yo nunca lo vi comprar un libro, no tenía plata para comprarlos. A veces
se lamentaba de no disponer de los más actuales para escribir sobre
ellos en sus diarios, y como no era un hombre de ir a las bibliotecas
leía sólo lo que le prestaban. La primera vez que vi a Gombrowicz me
pareció un personaje inglés por el aspecto y por la pipa. Poco tiempo
después se me empezó a parecer a Jacques Tati.
Y cuando lo conocí un poco más todavía, leí “Ferdydurke”. Gombrowicz fue
el primer hombre de letras al que conocí personalmente; de este
encuentro y de la lectura de “Ferdydurke” saqué la conclusión de que no
existía ninguna diferencia entre el escritor y sus escritos. Cuando
conocí a otros escritores me di cuenta de que este canon no era
aplicable en forma uniforme.
Funcionaba más o menos bien con el finado Pterodáctilo, pero no
funcionaba para nada con el Pato Criollo, para poner dos ejemplos
solamente. Pero si Gombrowicz es tan parecido a sus obras, si es tan
contradictorio como lo son los protagonistas de sus novelas, de sus
cuentos y de sus piezas de teatro, entonces estamos frente a un
verdadero problema.
A medida que Gombrowicz fue adquiriendo seguridad para definir sus
problemas formuló una ley de carácter universal: “cuanto más
inteligencia, mayor estupidez”, una estupidez que va a la par de la
inteligencia y que crece con ella. La estupidez del refinamiento del
lenguaje que produce fatiga y distracción de modo que la comprensión es
reemplazada por los malentendidos.
Y también la estupidez que produce la erudición pues la gente no ha
encontrado un lenguaje que le permita expresar su ignorancia; no le está
permitido no saber o saber más o menos. La forma de transmitir el
pensamiento ha cambiado muy poco desde los tiempos de Gutenberg y una
gran cantidad de palabras y de libros está llegando al sol, pero el sol
es inalcanzable.
Gombrowicz pone de manifiesto que cuanto más tiende nuestro espíritu a
través de los siglos a liberarse de la estupidez y a dominarla, más
parece pegarse la estupidez a la condición humana. El esfuerzo del
pensamiento por purificarse de la estupidez humana está, por lo tanto,
en una contradicción flagrante con la organización interna del género
humano.
“Cuando abandoné Berlín, en mayo de 1964, me instalé en Royaumont, a
treinta kilómetros de París. Una abadía del siglo XIII, donde san Luis
servía a los monjes y donde, al parecer, gobernó a Francia durante un
tiempo; un gótico poderoso, de base cuadrada, de cuatro pisos, murallas,
galerías, arcos, rosetones, columnas, un parque tranquilo con canales y
estanques de agua verde y podrida (...)”
“El edificio está medio vacío, (refectorios ‘con eco’, salas con las
losas sepulcrales venerables e inscripciones en latín) y medio habitado,
ya que las celdas de los monjes de la primera planta, entre ellas
aquella en la que había vivido el rey san Luis, han sido habilitadas
para intelectuales y artistas que vienen de París. Yo seguía enfermo con
una enfermedad extraña (...)”
“En principio era una convalecencia después de la estancia en un
hospital de Berlín, pero no acababa de mejorar, sentía que un secreto
venenoso anidaba aún en mí, me encontraba mal, paseaba debilitado bajo
los castaños, llegaba perezosamente al camino, al pequeño puente, me
sentaba en una piedra, contemplaba la dulce Francia que se desplegaba
ante mí como si fuera de seda (...)”
“Pequeños bosques, prados, colinas por donde pasaban las líneas de alta
tensión fijadas en torres de acero, transparentes y dispuestas
rítmicamente. Miraba todo aquello desanimado, con el alma desganada de
un perro que aparta el morro del plato lleno, y, poco a poco, dirigía
mis pasos de vuelta a casa, me adentraba en el espesor de los muros, en
el gótico de las bóvedas (...)”
“Por la mañana, al afeitarme, con la toalla en el cuello, veía desde la
ventana a gente deambulando por el parque: un profesor que arrastraba su
tumbona hacia un lugar apartado, dos damas muy distinguidas con
sombrillas, un pintor contemplando el canal, un estudiante en el césped
rodeado de libros. Cada pocos días irrumpían en esta tranquilidad grupos
de habla extranjera (...)”
“Sesenta biólogos, cuarenta etnólogos, diecisiete parapsicólogos (los
veía desde la ventana), ya que Royaumont es un importante centro
científico y cultural donde se celebran congresos internacionales,
conferencias, conciertos y seminarios. Al principio pensé que me
sentiría bien en ese lugar, prefería esto al aburrimiento de un hotel.
No podía vivir en París (...)”
“París se ha convertido en un Apocalipsis automovilístico aullante,
rugiente, acelerado y hediondo, me alegraba de tener aquí combinados un
verdor delicioso con el Café de Flor y la Sorbona, e incluso con Japón y
Australia”. Nuestro destino anda golpeando puertas por el mundo hasta
que finalmente entra por una. Es inútil preguntarse por qué entró por
ésa y no por aquella otra puerta.
Si esta pregunta tuviera alguna respuesta no hubiese sido entonces el
destino el que la golpeaba. El destino golpeó dos veces la puerta de
Gombrowicz: en un café de Varsovia en el que un colega escritor le
despierta las ganas de viajar a la Argentina, y en la vieja abadía de
Royaumont donde pierde su condición de célibe y cancela su regreso a la
Argentina.
El abandono de la Argentina, el encuentro con Berlín, la ciudad en la
que se había planificado la ruina de Polonia, y la enfermedad lo
pusieron a Gombrowicz fuera de concurso. Royaumont es una transición, en
la vieja abadía Gombrowicz recupera hasta cierto punto el dominio y la
alegría que había perdido en un hospital de Berlín en el que estuvo
internado dos meses.
Tenía conversaciones estrafalarias e inconcebibles en el comedor de la
abadía de Royaumont destinado a los residentes habituales y a los
miembros del círculo. Presidía la mesa un anciano muy distinguido,
experto en quesos y un gran devorador de ensaladas. El señor d’Hormon
era sordo como una tapia, lo que no le impedía llevar la conversación
con la cordialidad típica de los franceses.
–Ah, es usted escritor polaco, perfecto, ¿me podría decir a cuál de los
escritores franceses contemporáneos aprecia usted más?. Gombrowicz
decide provocar al señor d’Hormon: –¡A Sartre!; –¿A quién? ¿A Sartre?
Sartre no es mi amigo para nada. ¿Y no le gusta Racine?; –¡Oh, no!;
–¿Cómo que no?; –¡Pues no me parece gran cosa!; –¿Qué? ¿Perdone? ¿Qué ha
dicho ese señor? ¿Qué no le parece gran cosa? Pero, perdóneme mi amigo,
usted exagera.
No sólo con el señor d’Hormon sostenía diálogos de sordo, también los
sostenía con las damas intelectuales: –¿Usted comparte las opiniones que
tiene Simone de Beauvoir sobre la mujer contemporánea?; –No del todo, yo
tengo una opinión más bien parecida a la del emperador Guillermo: ‘K.K.K’,
o sea, ‘Kinder, Küche, Kirche’, es decir, ‘hijos, cocina, iglesia’;
–¿Qué, qué?, ¿usted está hablando en serio?; –Sí, estoy hablando en
serio.
Estas locuras arrogantes de Gombrowicz seducían a los estudiantes: –¡Lo
adoro, Gombrowicz, usted tiene el don de convertir a las personas en
idiotas! La falta de humor propia de un organismo sufriente, y los
recovecos de ese edificio medieval eran un poco lúgubres. Alemania y
Francia, Polonia y la Argentina. Después de haberse sumergido un año en
Alemania miraba a los franceses con curiosidad.
“Los europeos lanzados a las costas de América del Sur como tristes
náufragos, conchas o algas que perdían fuerza..., aquí están en sus
propias naciones, como frutos en el árbol, llenos de savia. Polonia y
Argentina, los dos tigres míticos de mi historia, dos olas que pasan
sobre mí y me asolan con su terrible insistencia, pues eso ya no existe,
fue”. La enfermedad lo golpeaba duramente, le rondaban por la cabeza
ideas tristes.
Pensaba que había entrado en la fase final de la vida en la que sólo se
vive de lo que ya está muerto. Las obras y las cosas terminadas lo
hacían sentir vivo tan sólo para los que lo visitaban en Royaumont, pero
él se sentía muerto y petrificado... aunque algunas veces recuperaba su
condición de polemista. “Yo el travieso, yo el fantasmagórico, yo el
bromista, yo el torturado, yo viviendo, yo agonizando (...)”
“Me atormentaba no haber sido todavía capaz de emprender nada más
personal e innovador con respecto a Europa, a la que visitaba después de
una cuarto de siglo de mis aventuras en la Argentina, yo el extranjero,
yo el argentino, yo el polaco que regresaba. Me daba vergüenza pensar en
los países que volvía a ver de un modo ya establecido, mil veces
hablado, banalizado (...)”
“Que si la técnica, la ciencia y el aumento del nivel de vida, que si la
motorización, la socialización y la libertad de costumbres... ¿No seré
capaz de nada mejor? ¿Qué clase de Colón soy? Me parecía casi ridículo
que esa enormidad en la historia, Europa, en lugar de deslumbrarme con
su novedad después de los años de no verla, años de pampa, se me
convirtiera en un montón de lugares comunes de lo más trillado (...)”
“Lo peor es que la verdad sobre ella no me interesaba en absoluto. Yo
quiero devolverle el frescor y refrescarme con su contacto. ¡Y todo para
que el tiempo se vuelva rejuvenecedor en lugar de hacernos envejecer a
mí y a ella! Por eso debo concebir un pensamiento aún no pensado,
destinado a servir no a la verdad, ¡sino a mí! Egoísmo. El artista es la
subordinación de la verdad a la propia vida, es el uso de la verdad con
fines personales”
En la abadía de Royaumont se sentía amenazado por las etiquetas de noble
polaco y de emigrante. De estos marbetes y de su comportamiento altivo
un crítico literario, alemán judío, sacó la conclusión, y la puso en
conocimiento del jurado que iba a otorgar el premio Formentor, de que
Gombrowicz era antisemita y de que estaba escribiendo un libro plagado
de estas alusiones.
“Oh, dejemos que esta asociación de mi persona con una terminología ya
demasiado trillada engendre unos monstruos que acaben devorándose entre
ellos. Lo peor es que la prensa francesa, en ocasión de mi llegada a
París, se dedicó a subrayar mi aspecto de conde y mis maneras
aristocráticas, mientras la prensa italiana me calificaba de gentilhuomo
polacco. ¿Protestar? ¿Qué conseguiría protestando? (...)”
“Sé perfectamente que todo esto me desacredita a los ojos de la
vanguardia, de los estudiantes, de la izquierda, casi como si yo fuera
el autor de “Quo vadis”; y sin embargo, es la izquierda y no la derecha
la que constituye el terreno natural de mi expansión. Desgraciadamente
se repite la vieja historia de los tiempos en que la derecha veía en mí
a un bolchevique, mientras que para la izquierda yo era un anacronismo
insoportable (...)”
“Pero de alguna manera veo en ello mi misión histórica. Ah, entrar en
París con una desenvoltura ingenua, como un conservador iconoclasta, un
terrateniente vanguardista, un izquierdista de derechas, un derechista
de izquierdas, un sármata argentino, un plebeyo aristócrata, un artista
antiartístico, un maduro inmaduro, un anarquista disciplinado,
artificialmente sincero, sinceramente artificial. Eso os hará bien... ¡y
a mí también!”
Gombrowicz prefería la diversión a la seriedad, así que seguía
obteniendo material satírico de sus conversaciones con el señor d’Hormon:
–En su Renán está oculto Bergson; –Sí, es cierto, porque a la mónada hay
que abordarla desde esta perspectiva, créame, he pensado mucho en ello,
y además Demócrito...; –Desconfío de Teócrito; –¿Qué? ¿Heráclito? Sí,
sí, hasta cierto punto comparto sus sentimientos, pero los horizontes
heraclitianos...
“Nos escuchaban con devoción, en un silencio profundo, la mesa entera
estaba suspendida de nuestros labios, hasta que finalmente el anciano me
dio una palmadita en el hombro: –Somos del mismo piso”. En la vieja
abadía de Royaumont el destino golpea otra vez la puerta de Gombrowicz,
le da la última llave para que encuentre su camino. “En Royaumont, cerca
de París, pasé tres meses (...)”
“Después huí del otoño, primero a la Messuguier, en la proximidades de
Cannes. Alquilé la habitación donde antaño había vivido Gide. Mi senda
sigue por fin la huella de los hombres que conozco bien desde hace años,
como si los alcanzara físicamente post mortem, y siento en mí una voz
que dice: estabas desterrado”. Al bibliotecario de Royaumont le plantea
una cuestión extraña.
Le pregunta si el gobierno estaba tomando medidas para afrontar la
llegada inminente del desbordamiento total, cuando las bibliotecas hagan
estallar las ciudades, cuando haya que entregarle no sólo los edificios,
sino barrios enteros, cuando los libros y las obras de arte acumulados
inunden los campos y los bosques desbordándose de las ciudades llenas
hasta reventar.
No había que olvidar que, al mismo tiempo que la cantidad se convierte
en calidad, la calidad también se transforma en cantidad. Esta
preocupación que le manifiesta al bibliotecario de Royaumont, le venía
de tiempo atrás, antes de empezar a escribir los diarios, era una
verdadera obsesión de Gombrowicz. No es tan fácil saber a qué atenerse
sobre los hombres de letras y los libros leyendo a Gombrowicz.
Tal como presenta las cosas, pareciera de que tienen valor y de que no
tienen valor al mismo tiempo. Por más que Gombrowicz se rompa la cabeza,
la escritura, también la suya, es una forma, y la forma, por más que el
artista se disfrace de murciélago, de rata, de topo o de mimosa, no
puede abarcar los intríngulis que nos presenta la existencia,
impenetrable para la forma como un grano de maíz.
La relación que tenía Gombrowicz con los libros, con los bibliotecarios
y con las bibliotecas no era del todo clara. Mientras Sastre termina
tratando a los libros como si fueran productos, Gombrowicz comienza a
relacionarse con ellos en forma despectiva. Sartre, que durante gran
parte de su vida aspiraba al reconocimiento de la posteridad, llegando a
los sesenta años nos dice que se había engañado hasta los huesos.
Que había dudado de todo, pero no había dudado de haber sido el elegido
de la duda, por lo que se había convertido en un dogmático, y que se
había transformado en una máquina de hacer libros. Gombrowicz tenía la
sospecha que la gente en realidad leía mucho menos de lo que decía que
leía. En algunas ocasiones Gombrowicz nos manifestaba que el contacto
directo con los libros le producía eczema.
Por esta razón le resultaba más placentero dedicarlos que acarrearlos o
leerlos. “Se acercaba el bachillerato. Mi situación era un tanto
embarazosa porque desde hacía unos cuantos años casi no había abierto
mis manuales, y me dedicaba en las clases durante horas enteras a
practicar mi firma, cada vez más sofisticada, con rúbrica o sin ella,
aprobando los cursos de pura chiripa (...)”
“En el cuarto curso el director me había retado porque yo no llevaba
libros a la escuela, simplemente una pequeña agenda para tomar apuntes.
En respuesta contraté a un mensajero –se encontraban entonces en las
esquinas de las calles– que entró detrás de mí en el edificio de la
escuela cargando con mi mochila llena de libros”. La relación entre los
libros y la erudición cae bajo la lupa de Gombrowicz.
“¿Por qué nadie se atreve a poner de manifiesto la falsa erudición
científica y filosófica de los literatos que, depravados por la ciencia,
trabajan con enciclopedias? Porque se descubriría que fingen ser más
cultos de lo que son”. Gombrowicz, tanto como Sócrates, le tenía una
cierta desconfianza a la palabra escrita. Esta desconfianza, sin
embargo, no era tan drástica como podría suponerse.
La primera obra literaria de su vida fue la monografía “illustrissimae
familiae Gombrovici”. Gombrowicz conservó esta obra en estado de
manuscrito, y aunque no contenía nada de especial pues los Gombrowicz
eran tan solo miembros de una pequeña nobleza, se pavoneaba con cada
detalle referente a los bienes, funciones y vínculos familiares, y
disfrutaba de esta manía.
“Yo era, como ya he dicho, de origen noble, terrateniente, y ésa es una
herencia poderosa y trágica. La primera obra que escribí, a los
dieciocho años, era la historia de mi familia elaborada a partir de
nuestros documentos, que abarcaban cuatro siglos de bienestar en
Zemaitija. Un terrateniente, da igual que sea un noble polaco o un
granjero americano, siempre tendrá una actitud de desconfianza hacia la
cultura (...)”
“Su alejamiento de las grandes aglomeraciones lo vuelve impermeable a
los conflictos y a los productos interhumanos. Y tendrá una naturaleza
de señor. Exigirá que la cultura sea para él y no él para la cultura;
todo aquello que sea humilde servicio, entrega y sacrificio le resultará
sospechoso. ¿Quién, de aquellos señores polacos que se hacían traer
antaño los cuadros de Italia, habría tenido la idea de postrarse ante
una obra maestra?”
“Ninguno. Trataban de una manera señorial tanto a las obras como a los
maestros. Yo, aunque traidor y escarnecedor de mi esfera, pertenecía a
ella a pesar de todo, muchas de mis raíces deben buscarse en la época de
mayor depravación de la nobleza, el siglo XVIII. Yo, que tenía un pie en
el bondadoso mundo de la nobleza terrateniente y otro en el intelecto y
en la literatura de vanguardia, estaba entre dos mundos (...)”
“Pero estar entre es también un buen método para enaltecerse, puesto que
aplicando el principio de divide et impera puedes conseguir que ambos
mundos empiecen a devorarse mutuamente, y entonces tú puedes zafarte y
elevarte por encima de ellos”. El camino que siguen los grandes
escritores después de muertos está compuesto de una mezcla de asuntos
cuyas proporciones varían a medida que pasa el tiempo.
Los ingredientes de esa mezcla son la propia obra del hombre de letras,
los testimonios de los que lo conocieron, una gran variedad de
documentos, los escritos de los que escriben sobre el muerto y las
biografías. A medida que pasan los años estos compuestos van perdiendo
actividad, como víctimas de una entropía, esa función termodinámica que
en el lenguaje de la ciencia es la parte no utilizable de la energía en
un sistema cerrado.
Esa entropía los degrada, excepción hecha de los documentos que vendrían
a ser a la literatura lo que al mundo físico es el calor. La física
predice la muerte térmica del universo, pues el calor no puede
devolverle a las otras formas de energía en la misma cantidad lo que
recibe de ellas, y la literatura predice la muerte literaria de un autor
cuando no quedan de él más que los documentos y las enciclopedias.
El héroe de la primera novela de Sartre, “La Náusea”, es un intelectual
francés desilusionado. No tiene familia, ni amigos, ni trabajo a no ser
la tarea que él mismo se ha impuesto de escribir una biografía de un
aventurero del siglo XVIII, Monsieur de Robellon. Al promediar el libro,
Roquentín, después de reunir una gran cantidad de documentos, abandona
su intento de escribir la vida de Monsieur de Robellon.
Puesto que no puede recobrar su propio pasado, que sólo se le presenta
en forma de imágenes desconectadas, se da cuenta que es claramente fútil
tratar de revivir el pasado de otra persona. Esta imposibilidad
manifiesta de recuperar el tiempo perdido abre un signo de interrogación
sobre los libros, un agujero por el que se mete Gombrowicz en la
búsqueda de sus cometidos.
La curiosidad que tienen las personas cultas por saber cuáles han sido
las lecturas de los hombres de letras eminentes es análoga al deseo de
conocer sus antecedentes familiares, es una necesidad que se manifiesta
en todos los campos del conocimiento humano, la necesidad de clasificar
y de darle una estructura lo más simple posible al caos, al desorden y a
la falta de nombre.
Pero ni de sus antecedentes familiares ni de sus lecturas podemos
deducir la naturaleza de Gombrowicz. A los hombres, tanto se desempeñen
en la actividad de escribir como en la de leer, se le van desarrollando
unos meandros intrincados parecidos a los que tienen las orejas.
Schopenhauer decía que hay hombres que piensan observado el mundo, y
otros que necesitan leer un libro para pensar.
Los griegos leían bastante poco, había mucho menos gente de la que hay
ahora, y a muy pocos de la poca gente que había se le ocurría escribir.
Escribían sólo cuando le venían cosas importantes a la cabeza, no como
ocurre ahora, además Gutenberg aún no había aparecido. En un principio
los griegos tenían tan solo el problema de pensar, poco a poco se le
fueron agregando los de escribir y los de leer.
Por esta razón el mundo de ellos fue al comienzo más simple y
originario, el nuestro en cambio se ha vuelto más complejo y mediado. Se
puede escribir sin pensar, se puede leer sin pensar, pero no se puede
pensar sin pensar, algo así observa el protagonista de una de las
novelas de Gombrowicz cuando entra a una biblioteca llena de libros y de
manuscritos amontonados en el suelo.
Una montaña que llegaba hasta el techo sobre la que estaban sentados
ocho lectores flaquísimos dedicados a leer todo. Obras preciosas
escritas por los máximos genios de la literatura, se mordían y
devaluaban porque había demasiadas y nadie podía leerlas debido a su
excesiva cantidad. Lo peor es que los libros se mordían como si fuesen
perros hasta darse muerte. |