Gombrowicz, y todo lo demás 
Juan Carlos Gómez

Índice

Presentación

Goma 3 de Henryk Bereza

Quiénes éramos nosotros

De la Gloria y de los Pecados Capitales

De Ferdydurke, de la Traducción de Ferdydurke y de Sabato

De Cosmos  

De la Despedida

De los Alemanes

De las Finanzas

De El casamiento

De los Escritores

De los Polacos

De las Mujeres

De Opereta

Del Diario

De la Fama

De Sartre

De la Separación Social

De las Cartas

De Ada Lubomirska, de la Pelea y de la Amistad

De Mariano Betelú y del Proyecto de Vida en Común

Del Regreso y del Fracaso del Regreso

De Rita y de la Interrupción de la Correspondencia

De la Separación Metafísica

De los Dolores Fundamentales

Del Asalto al Castillo

Del Botín

Presentación

En julio del año 1999 la revista literaria Twórczosc publicó en Polonia siete de las cartas que yo le escribí a Gombrowicz y fragmentos de cartas que él nos escribió a Mariano Betelú y a mí. En el segundo semestre del año 2004 la revista publicó una trilogía que escribí sobre la correspondencia que mantuvo con los argentinos y sobre las mil páginas del Diario. Y en agosto del año 2005 publicó Las Cartas, una narración acerca de mi relación con Gombrowicz y unas reflexiones alrededor de su personalidad.

Gombrowicz, y todo lo demás es un conjunto formado por una parte de los textos de la trilogía y por Las Cartas. Digo por una parte de la trilogía porque Gombrowicz, este hombre me causa problemas, uno de los libros del tríptico, ya fue publicado en la Argentina en agosto del año 2004. Sobre mis siete cartas Henryk Bereza escribió y publicó Goma, sobre la trilogía, Goma (2), y sobre Las Cartas, Goma (3) que viene a ser el prólogo de Gombrowicz, y todo lo demás.

Detrás de cada capítulo hay un tejido vivísimo de los temas que nos vincularon a Gombrowicz durante un período que va desde el año 1956 hasta el año 1969, el año de su muerte. Es una vista panorámica, a veces con algún detalle, de nuestra relación espiritual y del fenómeno social que rodeó la escuela de pensamiento que formó en la Argentina. La fuente de inspiración de Gombrowicz, y todo lo demás es el conocimiento personal y las cartas que nos escribió a Mariano Betelú y a mí, las ríoplatenses entre 1957 y 1963, y las europeas entre 1963 y 1969, lo que le asegura a este trabajo un rumbo clarísimo e inequívoco.

Es el viaje de un barco llamado Gombrowicz que lleva a bordo una barra de amigos argentinos que se divierten, que se entusiasman, que asisten a sus clases magistrales y que se van despidiendo de a poco. Sólo transcribimos algunos fragmentos de las cartas de Gombrowicz, muy pocos, cuando lo consideramos estrictamente necesario para darle fuerza y mayor claridad a algún pasaje o cuando se nos torna imprescindible escuchar su voz.

Gombrowicz, este hombre me causa problemas pone el acento en el nóumeno del pensamiento de Gombrowicz, y Gombrowicz, y todo lo demás lo pone en el fenómeno, si nos atenemos a las concepciones kantianas, y en el en-sí y en el para-sí si es que nos atenemos a las sartrianas. Sea en el nóumeno o en el en-sí,  en el fenómeno o en el para-sí empezamos a marchar por el camino de la obra y de la vida de Gombrowicz y nos ponemos en la mochila todo lo que existe, todo lo que es bello y todo lo que duele.

La trilogía polaca contiene muchos fragmentos de cartas de Gombrowicz y diecinueve cartas mías. Para la versión argentina decidí eliminar la mayoría de estos fragmentos porque le quitan continuidad al texto y dificultan la comprensión rápida de su contenido, también se la quitan y también dificultan a la versión polaca pero una cosa son los polacos y otra cosa son los argentinos cuando el tema es Gombrowicz.

Los polacos buscan denodadamente las huellas de Gombrowicz, es natural que sea así, las cartas que escribió Gombrowicz son a Gombrowicz lo mismo que los huesos del dinosaurio son al dinosaurio, son partes de su personalidad que permiten reconstruir su personalidad con la ayuda adicional de mis glosas sobre esos huesos, lo que, según Henryk Bereza, no es poca cosa. Pero a nosotros, los argentinos, nos gustan más los pensamientos sobre las cosas que las cosas mismas a tal punto que, hasta el día de hoy hemos desoído un consejo sabio que nos fue dado hace mucho tiempo: “Argentinos a las cosas”.

También eliminé mis cartas, y no por desprendimiento o generosidad, sino por la aplicación de la misma lógica que utilicé para eliminar los fragmentos de las cartas de Gombrowicz; contienen anécdotas, noticias y coloquios que conciernen mucho más a sus amigos íntimos que a un lector cualquiera, es decir, contiene muchas cosas.

Las cartas que Gombrowicz me escribió a mí fueron publicadas en la Argentina en Cartas a un amigo argentino pero no en Polonia porque la viuda no quiere. Diecinueve de las cartas que yo le escribí a él, las únicas que me quedan, fueron publicadas en Polonia pero no en la Argentina porque los editores no quieren. Es muy difícil, entonces, saber qué es Gombrowicz, y todo lo demás si lo comparamos con las publicaciones polacas, habría que construir una matriz endemoniada y no vale la pena.

Gombrowicz, este hombre me causa problemas tiene dos presentaciones, un prólogo y doce capítulos; Gombrowicz, y todo lo demás tiene dos presentaciones, un prólogo y veinticuatro capítulos, de menor a mayor como debe ser, pero lo curioso del caso es que mientras que para la cantidad de capítulos del primer libro encontré cinco modelos, a saber: los Apóstoles, los signos del Zodíaco, las categorías de Kant, los meses del año y los trabajos de Hércules,  para esta otra cantidad, a pesar de que duplica a la anterior porque este libro tiene veinticuatro capítulos, sólo encontré uno: las veinticuatro horas que tiene el día.

Prólogo

Mis dos textos sobre Juan Carlos Gómez –“Goma” y “Goma (2)”– han impresionado tanto a su destinatario principal que también para mí llegaron a tener un significado especial, aunque a veces caigo en la cuenta de que ya desde el principio fueron para mí más importantes de lo que creía, de lo que me atrevía a suponer.

No podía  pensar ni siquiera imaginar qué consecuencias iban a tener estos textos sobre Gómez, ellos se refieren a su obra literaria, a su excepcional trilogía sobre Gombrowicz que señala el renacimiento creador del más extraordinario de todos los amigos y corresponsales de Witold Gombrowicz.

Este tríptico corona en tres números de “Tworczosc” (2004) la obra de redactor  de Jerzy Lisowski en los últimos meses de su vida.

Esto ya basta para meterle a uno miedo de hacerse ilusiones sobre lo que podría ser tomado como la continuidad de mis declaraciones gomológicas anteriores las que quedarían  asociadas al texto de “Goma (3)”, o algo por el estilo.

Este título, si es que lo aceptamos, es casi obligatorio, sobre todo en una situación en la que uno debería intentar penetrar más hondamente en la naturaleza de las relaciones espirituales que mantuvieron estos dos hombres durante muchos años de su vida y de varios decenios después de su muerte.

El hecho de que el otro fuera un escritor conocido que llegó a ser considerado como un grande en nada facilita la comprensión de esta historia tan singular, son necesarias una gran perspicacia y una enorme sutileza que uno no tiene siempre a  mano y a disposición, hay muchas complicaciones que pueden paralizar nuestra propia intimidad.

Mis anteriores textos sobre Gómez se han convertido en el fundamento de una amistad transatlántica entre él y yo, en su esencia una amistad completamente metafísica. Fue despertada por mis reacciones escritas frente a las palabras de antes  y de ahora de un hombre que nunca vi, que en su juventud se carteaba con la persona más importante  de su vida  y que años después de su muerte ha escrito sobre ella y sobre sí  cosas de una gran importancia.

El fenómeno de la persona más importante de la vida aparece en la experiencia de la mayoría de la gente pero por lo general no llega a tener precisión existencial y espiritual, no se convierte en objeto de un análisis intelectual creador y ––como en el caso de Gómez– de autoanálisis, en un objeto en el cual se penetra tan profundamente como es posible, sin descuidar la naturaleza metafísica del fenómeno.

No era tan obvio que Gómez tuviera que aceptar mis palabras como algo esencial, que encontrara en ellas su propia verdad, pero él lo reconoce en su trilogía sobre Gombrowicz de manera singularmente explícita. Sin embargo, yo desconfiaba de mí, no sabía  –nos ocurre a todos– lo que había hecho o, en este caso, lo que había escrito.

Tras la lectura de la narración de “Las Cartas” (la tomo por una pieza artística autónoma) veo que Gómez  es más perspicaz que yo como lector de mis propios textos aunque yo sea el autor de ellos. Por la narración de Gómez en “Las Cartas” me veo obligado a aceptar sus frecuentes declaraciones de que soy su compañero recorriendo a su lado el laberinto de las vivencias y de las experiencias de su juventud cuando estaba en juego una cuestión decisiva con la persona más importante de su vida.

Hoy tal vez debería confesar que pude escribir sobre Goma lo que escribí tan sólo por el hecho de que escribiendo acerca de él escribía también acerca de mí; en los textos que pertenecen a la  naturaleza misma del arte de escribir no puede ser de otro modo. En los textos literarios de verdad las relaciones entre yo y el otro,  cualesquiera que sean esas relaciones, constituyen la esencia de todo, así ocurre en una obra literaria tan evidente como la de Gómez y es por eso que pude advertir un cambio muy marcado de esas relaciones en “Las Cartas” respecto a las de la trilogía, que tienen, si se las compara con las de ésta, el carácter de epílogo.

En general se podría decir que Gómez –por todo lo sabemos– escribe de sí en relación con Witold Gombrowicz como un escritor artista y no como un gombrowiczólogo común o aun sobresaliente, los que en Polonia existen en legión.

Si en la trilogía se conservan todavía algunos aspectos del filologismo y de los estudios literarios, en “Las Cartas” quedan nada más que restos de todo esto o tan sólo  algunas alusiones artísticas.

Nace la pregunta de qué es entonces la narración de “Las Cartas”; si uno quiere contestarla tiene a su disposición formas estrictamente literarias. Para mí podría ser la atribución dramática del texto, pero aquí no está en juego ninguna forma convencional del dramatismo. “Las Cartas” no es un drama, es la continuidad literaria de la descripción de una historia: el carteo de Gombrowicz con los argentinos que se convierte en la narración de un doble drama: el de conocer al otro hombre y el de conocer el propio pasado.

Pensándolo bien y sin muchos escrúpulos llamaría a “Las Cartas” un drama de recuerdos; son palabras, por decirlo así, estructuralmente contradictorias, sin embargo definen con acierto (lógica de la contradicción) el carácter artístico del texto de “Las Cartas”.

Los recuerdos tendrían que señalar a lo épico o, en este caso, a una forma de  cronología descriptiva, así es la esencia de los recuerdos, de los recuerdos reales ya que todo lo demás son elementos decorativos puramente literarios. Sin embargo los más destacados narradores de recuerdos tienen conciencia del específico drama cognoscitivo de aprehender el pasado, y a este dramatismo lo ponen por encima de lo épico, de la cronología descriptiva y de los elementos literarios decorativos de segundo orden correspondientes a  sus recuerdos.

La narración de “Las Cartas” no tiene adornos, y lo épico o la cronología descriptiva están totalmente puestos en las alusiones artísticas del texto o en las  alusiones de los títulos de los respectivos temas de la narración.

El texto, como me escribe en su carta Rajmund Kalicki, el traductor de “Las Cartas”,  es “cristalinamente puro, casi  diamantino”, mejor no se puede definirlo, esto quiere decir que tiene, entre otras cosas, una precisión de la palabra que sólo aparece a veces en la poesía de verdad.

Gómez está pesando cada palabra para presentarnos ecuaciones con muchas incógnitas que se esconden debajo de los títulos de los temas como en un abecedario: “De Ada Lubomirska, de la pelea, y de la amistad”, “De Mariano Betelú y del proyecto de vida en común”, “Del regreso y del fracaso del regreso”, “De Rita y de la interrupción de la correspondencia”, “De la separación metafísica”, “De los  dolores fundamentales”. Enumero los seis títulos de los temas del medio de “Las Cartas”, hay cuatro más: dos iniciales  y dos finales, los últimos resumen los resultados del conocimiento de Gómez sobre el alma  gombrowicziana y muestran lo contradictorio y lo dramático de todo lo que se puede decir sobre la humanidad de Gombrowicz. ( “Del asalto al castillo” y “ Del botín”).

Las  recapitulaciones (no creo que la cosa termine aquí) las hace alguien sumamente inteligente, filósofo y filólogo de afición y con una potencialidad espiritual multifacética, que durante medio siglo de su vida plenamente madura no sacó de su cabeza y no borró de su intimidad a un hombre bien conocido y nunca olvidado por los polacos, y no solamente por ellos, que se ha convertido en una grandeza literaria.

De algún modo hay que saber y entender estas cosas fundamentales para poder leer la narración de “Las Cartas” como yo la leía, sin olvidar las emociones que le debo a la lectura de lo que di en llamar la trilogía  de Gómez  sobre Gombrowicz.

La ha escrito un intelectual brillante, un filósofo y filólogo de afición, un  talentoso escritor desde  sus primeras cartas a Gombrowicz, aunque “Las Cartas”  ya las escribe otro, alguien que descubre en sí a un poeta (en el sentido puramente espiritual), es decir, a un soberano de su propia palabra.

Por eso en la narración de “Las Cartas” desaparecen todas las categorías intelectuales particulares  de la trilogía gombrowicziana, son reemplazadas por palabras generales  que no tienen un origen literario o intelectual, como en el “octeto mágico”, por ejemplo, que el autor mismo compone: el miedo, la homosexualidad, la deserción, el destierro, la traición, la culpa, la inmadurez, la forma.

En ese octeto  solamente las dos últimas palabras son un préstamo semántico tomado del mismo Gombrowicz.

En esas ocho palabras Gómez está buscando la llave del personaje más importante para él, la del Otro, sin embargo, en “Las Cartas” crece radicalmente el significado del drama de un único sujeto en este caso, es decir, el de él mismo, el drama de conocer al otro.

Gómez no evita las confesiones en su trilogía, en “Las Cartas” estas  confesiones  no son más intensas, no tenían por qué serlo puesto que el narrador  en ambos dramas  se ha convertido precisamente en el único sujeto que conoce y él mismo, con su propia palabra, presenta y comenta la relación espiritual que existió entre dos personas  hace muchos años.

Este pasado tan sólo en apariencia puede culminar en una cronología  biográfica, los hechos enciclopédicos pueden pasar por verdaderos, sin embargo, la acción  cognoscitiva desarrollada en “Las Cartas” pone en duda más de un hecho, quitándole a la mayoría de ellos cualquier sentido que admita una sola interpretación, así que al fin y al cabo casi no hay cosas seguras, su lugar es ocupado por  los signos de interrogación.

En una narración que no es ni puede ser solamente de carácter creativo esta ambigüedad de los hechos que podrían pasar por evidentes se convierte en algo artísticamente inaudito.

Personajes tales como la señora Ada  Lubomirska, la señora Rita Gombrowicz, Mariano Betelú, sin mencionarlo a Gombrowicz o al mismo Gómez, no pueden ser creaciones literarias como en la obra de Proust, sino el resultado de la presencia de los enigmas, de las ambigüedades indistinguibles  y de la pluralidad de los significados de las palabras en las descripciones artísticas de “Las Cartas”.

El drama de conocer al otro en “Las Cartas” viene a ser algo así como el descubrimiento de lo desconocido dentro de lo conocido, conocido tan sólo aparentemente porque, qué puede saber uno sin un esfuerzo de la imaginación y de la mente. Es lo que Gómez calladamente pide o tal vez exige  a su modo.

Gómez se ve obligado a estas reticencias por el mismo objeto de la narración, por las cuestiones más personales y por lo tanto más sensibles para él y para el Otro.

La maestría de narrador que tiene Gómez –utilizando una fórmula para escribir tan distinta de la anterior– es imponente, se la advierte en todo lo que Gómez sabe decir callándose o recurriendo a reticencias como si esperara de nosotros un continuo esfuerzo de la imaginación y de la mente.

Al leer “Las Cartas” uno pierde mucho de lo aparentemente obvio (por ejemplo, ¿quién rompió las relaciones, Gombrowicz o Gómez?), en vez de un conocimiento aparente   uno se puede imaginar cuán vastas  han sido las esferas  de lo humano para los dos socios  de esta unión espiritual, tan extraordinaria y artísticamente creadora durante decenas de años en el narrador de “Las Cartas”.

Cuando leía la trilogía de Gómez sobre Gombrowicz me topé con un intríngulis frente a la idea de que vivieran los tres juntos, no podía imaginarlo en absoluto; cuando terminé la lectura de “Las Cartas” puedo imaginarme todo, es decir, las tensiones emocionales que ha originado esta idea, lo que es muy importante porque arroja más luz sobre las relaciones entre Gombrowicz, Betelú y Gómez.

En este pacto me interesa su importancia para Gómez, la idea en sí era más  inusitada precisamente para él, en “Las Cartas” se habla de esto de la manera más sutil que se pueda hablar diciendo todo lo que hay que decir para que le baste al buen entendedor.

Por eso no hay que lamentar que prácticamente no quede nada de la recta interpretación de la historia de la amistad y de su ruptura porque al fin y al cabo no se sabe bien si se produjo tal ruptura ya que en muchos aspectos todo quedó como estaba.

Da prueba de esto el dramatismo de todo lo que está pasando con las cartas  después de tantos años y el hecho de que no se hayan convertido en un noble documento histórico y literario.

Gracias a ”Las Cartas” se sabe todo lo que es necesario sobre cuáles son las  causas recurrentes de  este dramatismo de modo tal que uno  puede presumir qué es lo que sabe  y piensa de la persona más importante de su vida  el que sobrevivió y es fiel a sus emociones y  a su  memoria confirmándolo con su testimonio creador.

No tengo la menor duda de que lo que preocupa a Gómez es tan sólo y exclusivamente la verdad pura porque ésta no lo amenaza a él ni a la memoria de aquél que nunca dejó de ser para Gómez el más importante en esta verdad que él expresó en “Las Cartas”.

Agosto de 2005                                     Henryk Bereza

Quiénes éramos nosotros

Nosotros éramos un grupo de jóvenes veintiañeros que fuimos fascinados por Gombrowicz de la misma manera que aquellos otros jóvenes que se acercaron a él cuando llegó a la Argentina en la que empezó a construir esa especie de Homero grotesco para cautivarnos con sus mitos y con sus leyendas. Fuimos sus verdaderos hermanos, los que lo protegimos de las garras de Polonia y le preservamos el genio, los que sostuvimos su mundo inmaduro y nos convertimos en su único lujo, en la única aristocracia que le resultaba accesible.

¿Y quiénes éramos nosotros?, ¿qué nosotros éramos nosotros, aquel nosotros en el que yo estoy incluido? ¿Y quiénes era los otros? Siento la necesidad de mencionar algunos nombres, algunos nada más, fuimos personas que estuvimos más o menos cerca de Gombrowicz, personas con las que tuvo que restañar el tejido de la existencia que se le había roto en Polonia. Son personas, ya casi todas ausentes, que dieron testimonio de su relación con Gombrowicz en muchos pasajes de sus vidas.

Una mirada panorámica muy amplia nos pone en contacto con dos generaciones, una división más o menos arbitraria, de sus amigos argentinos:

Los Otros –1939-1954– La guerra, el exilio, la traducción de Ferdydurke, el Banco Polaco: Arturo Capdevilla, Manuel Gálvez, Roger Pla, Paulino Frydman, Antonio Berni, Cecilia de Debenedetti, Carlos Mastronardi, Eduardo González Lanuza, Ernesto Sabato, Virgilio Piñera, Humberto Rodríguez Tomeu, Alejandro Russovich, Adolfo de Obieta, Carlos Coldaroli, Jorge Calvetti.

Nosotros –1955-1963– La liberación del Banco Polaco, el comienzo de la gloria, su segundo exilio.

Nosotros éramos la barra del Rex, la de Tandil, y en mucho menor medida, la de Santiago del Estero. Los representantes más conspicuos de Tandil: Mariano Betelú (Flor de Quilombo) y Jorge Di Paola (el Asno); los de Santiago del Estero: Roberto Santucho (el Indiecito) y Allub Mansur (el beduino); los de Buenos Aires: Enrique Wendt (el Alemán) y yo (Goma). Ninguno se salvó, todos fuimos rebautizados por Gombrowicz. Formábamos sistemas de planetas alrededor de un sol que de vez en cuando se alejaba del Rex para organizar el movimiento de cuerpos celestes en otras provincias.

La liberación de Gombrowicz se produce el 1º de junio de 1955, unos días antes del estallido de la Revolución Libertadora, cuando renuncia a su empleo del Banco Polaco al que había ingresado en diciembre de 1947. Fueron siete años y medio de tortura, horas perdidas en un trabajo que nunca comprendió y en ocio que le quitaban el tiempo para escribir:

“Y como coincidió con el derrocamiento de Perón ¡el viento de la libertad soplaba de todas partes en torno a mí”

Sí, eso dice él, lo que no dice es que unos meses antes había escrito unos párrafos en el diario elogiando a Perón y a su régimen, un texto que jamás se publicó, naturalmente. Una pequeña debilidad humana que no entra en el campo de la fascinación que le producían algunas contradicciones sino más bien en el de una manifestación parcial de su naturaleza de gusano.

Esto es lo que éramos nosotros cuando jóvenes, ahora somos los viejos gombrowiczianos argentinos que seguimos detrás de cuatro palabras que abrieron surcos en nuestra imaginación: Ferdydurke, la forma, la inmadurez y la Argentina. Estas palabras se nos fueron entrelazando cada vez con más fuerza al punto que cada una de ellas era la representante de las otras.

Para algunos la Argentina era el problema principal porque antes que ninguna otra cosa nosotros estábamos obligados a saber quiénes éramos. Tiempo perdido nos decía Gombrowicz, él estaba seguro de que aquí nacía una ruina argentina pues la pregunta sobre las características de nuestra identidad era a su juicio una sofisticación del pensamiento con el que queríamos fabricar nuestra historia. Si queremos saber quienes somos tenemos que actuar, sólo lo podremos saber por nuestras acciones y no por nuestros pensamientos nos proponía Gombrowicz, haciéndonos una reflexión que parecía sacada del materialismo dialéctico.

En orden de importancia después de la Argentina venía Ferdydurke, un libro cuya primera lectura se sostiene en un humor muy difícil de clasificar. Al  correr de las páginas los personajes se mueven en situaciones cómico dramáticas, situaciones que oscilan entre la madurez y la inmadurez de la misma manera que los personajes. Mientras tanto el mundo de la cultura y de las ideas juega un papel extraño en este baile de máscaras pues pone a todo el mundo en camino de la inmadurez en vez de hacerlo crecer.

No son las ideas las que mueven a las personas sino las funciones, un pensamiento fundamental del estructuralismo que apareció bastante después de Ferdydurke. Gombrowicz echa mano a varios recursos para malograr el desempeño social y psicológico de sus personajes cuyas acciones desembocan generalmente en comportamientos hilarantes. No es un libro en el que nuestro amigo se proponga destruir los valores existentes, es más bien un intento de ponerlos entre paréntesis, no está proponiendo una moral nueva, le está dando una buena paliza a la que ya tenemos para que se eche a andar, para divertirse con él mismo y para que nosotros nos divirtamos con él.

El fracaso de los ideales y del amor con el que uno se queda después de la lectura de este libro proviene de una visión escéptica del mundo. Como el hombre de Gombrowicz no puede aprehender su yo se vuelve artificial y convierte la vida en un teatro. En Ferdydurke se empiezan a  perfilar con claridad las ideas de la forma y de la inmadurez que emprenden la marcha por dos camino distintos: el de la conciencia y del pensamiento, y es esta doble naturaleza de dos universos opuestos la que hace de este libro su obra fundamental.

La forma y la inmadurez son complementarias, una no puede vivir sin la otra, sin embargo, igual que los amores que matan, se devoran entre sí. Cada hombre está definido por otros hombres en su naturaleza y en sus funciones aunque no según un plan determinado, si ese plan existe lo conoce Dios, no los hombres. Esta forma que va adquiriendo el hombre camino de la madurez, de una manera casual pero no caótica se aleja, no podía ser de otra manera, de los estadios en los que está menos definido, es decir, se aleja de la juventud y de la inmadurez.

No solamente se aleja sino que también las destruye, destruye a la inmadurez propia de la juventud. Esta contradicción está puesta en el corazón del hombre y las contradicciones no dejan dormir al corazón. La inmadurez no necesita de mediadores pero la cultura y las ideas son mediadoras por excelencia y la forma su vector más conspicuo. Estas transacciones no son abstractas sino dolorosas y el principal aspecto de este dolor es la deformación.

Estamos hablando de la deformación humana que se refiere al comportamiento psíquico, social e histórico, y del conjunto de hombres deformados: el hombre, la familia, el pueblo, la nación, el mundo. Estas dos alimañas de la forma y la inmadurez no sólo se devoran entre sí sino que, como ocurre a menudo en las parejas, también se aman, y esto debido a que la inmadurez quiere ser madura y la forma quiere ser joven. Lo inferior y lo superior, el joven y el viejo, el cuerpo y el alma se ensucian y se embellecen con las pulsiones sexuales y, antagónicamente, con la sublimación del espíritu.

Así como Einstein no pudo unificar el campo de las partículas pequeñas y de las partículas grandes Gombrowicz no pudo elaborar un pensamiento compatible para que las dos alimañas pudieran convivir juntas en una teoría que no se devore a sí misma. Una teoría puede comprender elementos contradictorios, como la teoría corpuscular ondulatoria de la luz, por ejemplo, pero ella misma no puede ser contradictoria.

La vida es contradictoria, es un hueso muy duro de roer para los sistemas abstractos justamente porque la abstracción se vuelve contradictoria cuando se aproxima a la vida y la quiere comer, y la abstracción no puede ser contradictoria. ¿Y qué hizo Gombrowicz entonces? Hizo una cosa que no tenía que hacer, siguió intentando dar explicaciones analíticas y simples en el diario y en los prólogos para divulgar un  pensamiento del que sacaba conejos de la galera como si fuera un mago. Gombrowicz sabía muy bien que las teorías no podían dar cuenta de los mundos contradictorios so pena de volverse contradictorias ellas mismas, pero él pensaba que su teoría sí podía y, como en el caso de la homosexualidad a la que dedicó muchas páginas del diario para convalidarla, perdió el tiempo tratando de juntarles las cabezas y las colas a las alimañas de la inmadurez y de la forma y esto no lo pudo hacer por la vía del pensamiento.

Pero Gombrowicz siempre caminaba por dos veredas, por la suya y por la de enfrente, la suya era la de la conciencia y la de enfrente la del pensamiento. Y por la suya hizo lo que tenía que hacer y lo que sabía hacer: escribió cuatro novelas, tres piezas de teatro y un diario que no es un diario sino un género en el que Gombrowicxz se crea a sí mismo. Y el arte sí que puede aproximarse a la vida sin perder nada de su fuerza como le ocurre a la abstracción que se vuelve loca al ponerse en contacto con ella, al contrario, cuanto más se aproxima a la vida más fuerza tiene porque el arte, igual que la vida, es contradictorio. Gombrowicz nos dio una clase magistral fuera de la cátedra, porque la cátedra está mejor preparada para recibir a los sistemas abstractos que para recibir a la vida. La dictó en las charlas de los cafés y en las tres mil páginas que escribió, la mayor parte de estas páginas las escribió en la Argentina pero siempre imaginando un mundo polaco.

La Argentina fue para Gombrowicz un campo de maniobras en el que descubrió muy pronto que la tensión entre la inmadurez y la forma no era tan drástica como lo era la que existía en Europa y que estalló cuando pisó Buenos Aires, era una tensión apacible que no necesitaba ocultarse sino que más bien se revelaba. La Argentina le tendió una mano amistosa con la que pudo poner a punto su concepción de que el hombre se defiende de las deformaciones y lucha con las contradicciones que resultan de la aproximación de la forma a la inmadurez:

“¿Qué es la Argentina? ¿Es una masa que todavía no ha llegado a ser pastel, es sencillamente algo que no tiene forma definitiva, o bien es una protesta contra la mecanización del espíritu, un gesto de desgano e indiferencia frente a un hombre que se aleja de sí mismo, o frente una acumulación demasiado automática, o frente una inteligencia demasiado inteligente, o a una belleza demasiado bella, o a una moralidad demasiado moral?"

Volvamos al tiempo de cuando éramos jóvenes. En el final de este tramo de la historia se produce el segundo destierro de Gombrowicz, en 1939 se desterró de Polonia y en 1963, veinticuatro años después, se está desterrando de la Argentina. Como en nuestros juegos de prenda infantiles Gombrowicz se nos fue a Berlín. Se fue invitado por la Ford Fundation a pasar un año en esa ciudad endemoniada donde se pergeñó buena parte de su ruina. ¿En qué pensó cuando le ofrecieron la beca?, es difícil responder esta pregunta pero más que pensamientos debieron ser impulsos obscuros los que lo pusieron en movimiento. Estos impulsos obscuros, lo volvemos a decir, le impedían conocer lo que quería, lo ponían en contacto con lo que él rechazaba, con lo que no quería.

En primer lugar, ¿se iba para siempre o por un año solamente? No lo sabía, y una prueba de que no lo sabía es que cambió de opinión varias veces después de haberse ido. Gombrowicz era manejado a menudo por los miedos y la Argentina no le estaba ofreciendo ninguna garantía de una vejez protegida, al contrario, era un país que no podía proteger a un extranjero cuya única fuente de ingresos era la literatura. Al parecer, Europa, sí le ofrecía esa garantía, pues entonces, Europa. Yo atribuí su alejamiento de la Argentina al aburrimiento y a la búsqueda de una nueva libertad, pero, ¿era un llamado que le hacía Europa o era una patada que le daba la Argentina, ¿o era un llamado y una patada?, ¿o era...

Sí, pero en Europa se iba a encontrar con la muerte, él describe muy bien este sentimiento en el diario, la muerte de Polonia a la que no quería volver porque el régimen comunista lo había despojado de sus bienes y hacía interminable el desastre familiar y social que habían desencadenado los alemanes. La muerte de sus amigos, de sus colegas, de sus vecinos, de su terruño, de Varsovia, y también de París, pues entonces, la Argentina.

Sí, pero la Argentina era un pozo de indiferencia, aquí no era reconocido ni se tomaba noticia del deslumbramiento europeo, la diversión era cada vez más pequeña, su acceso a la juventud le empezó a resultar difícil después del cierre del Rex, y la angustia que le producía la incertidumbre de cómo iba a vivir en el futuro era cada vez más grande, pues entonces, Europa.

Sí, ¿pero que iban a pensar los polacos, los de Polonia y los de la inmigración, los comunistas y los no comunistas? Estaba aceptando una invitación política, los norteamericanos querían convertir a Berlín occidental en una Atenas para oponerlo al mundo pobre y sombrío de la Alemania oriental, pero Alemania, la occidental y la oriental, había sido el verdugo de Polonia, pues entonces, la Argentina.

Sí, pero la Argentina ya no era la fuente de Juvencia en la que lo habíamos conocido nosotros, se había puesto aburrida y vieja, pues entonces... Son muchos los pro y los contra, no creo que Gombrowicz se los haya representado a todos, fueron impulsos obscuros los que lo movieron para regresar a Europa. La cuestión es que en Europa no pudo disfrutar de un sueño por el que bien valía la pena cambiar de aire, y no pudo porque a comienzos del año 1964 las enfermedades lo empezaron a postrar y de a poco lo fueron aniquilando.

“Si vos vieras el esplendor de los Alpes Marítimos, de la vegetación, bosques, prados, sol, brillo, aire, mar, rutas magníficas, castillos, burgadas medievales, torres, palacios, Nice, Cannes, Antibes, lujo, hoteles, salones, comida, vino, cultura y civilización... viejo, no hay nada qué decir, ¡es el salón del mundo!”  

En Europa cumplió los últimos seis años de su vida. Fue, justamente, un cumpleaños suyo el que rompió un paréntesis de cuarenta años que se había abierto entre nosotros: el centenario de su nacimiento, pero miren cómo protesta:

“Te prohíbo hacerlo como regalo de cumpleaños, sacate de la cabeza los cumpleaños y otros ritos tandilenses, cuando se trata de mí, yo no tengo edad ni cumpleaños, yo soy POETA”

Nosotros podemos ahora soñar con nuestra juventud, somos unos viejos maduros, más o menos recorrimos el camino de nuestra maduración, a veces ganando otras veces perdiendo nos convertimos en más que adultos. ¿Y Gombrowicz? Gombrowicz no logró salir de la juventud, quizás sea más adecuado decir que no logró salir de su inmadurez, a pesar de las arrugas y de los achaques, a pesar de la decadencia biológica, a pesar de ese fruto maduro que era su obra. El no podía añorar la juventud porque era inmaduro, fue un hombre al que el transcurso del tiempo lo llevó de la mano desde la inmadurez de un joven a la vejez de un inmaduro. Por eso nosotros cuando soñamos con nuestra juventud también soñamos con él.

De la Gloria y de los Pecados Capitales

Uno de los anzuelos con los que Gombrowicz intentaba seducirnos era con su gloria, una gloria medio oculta, en sordina, que operaba en un plano de fondo. Esto era así porque su gloria, si bien intervenía en nuestras conversaciones, la presentaba sin pruebas aunque ya tenía a su disposición la prensa de Francia, hablaba de ella en forma estrafalaria, él temía mostrarnos evidencias del reconocimiento internacional de su importancia, no fuera cosa que se le malograran las relaciones joviales e inmaduras que mantenía con nosotros como se le habían malogrado las que una vez tuvo con los mozos y los contertulios de una pizzería de Morón donde jugaba al ajedrez cuando apareció publicada una nota suya en La Nación.

Sin embargo, en algunas ocasiones nos llegaban relámpagos de que empezábamos a compartirlo con personas que llegaban desde el exterior, desde allá, lejos... Yo miraba con amargura y envidia a Roland Martin, un periodista que trabajaba con Gombrowicz en la versión francesa de Ferdydurke sentados a una mesa del Rex que no era la nuestra, presentía que llegaría el día en que nos lo iban a robar. Es difícil, por no decir imposible, pensar en cómo hubiera sido nuestra relación  sin esa gloria. Yo estaría tentado a decir, sin meditarlo demasiado, que igual, pero... Nosotros habíamos leído Ferdydurke y El casamiento y reconocíamos su mérito artístico sin que nos resultaran necesarias las voces de Europa pero no estábamos muy seguros que digamos.

“Llevaba un pijama claro y el impermeable encima. La habitación era húmeda y fría. Había una cama, una mesa, una silla, un armario. En un cajón había metido recortes de prensa sobre su gloria”

Este es un pasaje del famoso relato sobre la compota cuando Mariano Betelú salva la vida de Gombrowicz. Tenía encerrada en un pequeño cajón su gloria, ¿para qué? Quizás, para escribir alguna reseña, o para darse ánimo en una época en la que ya tenía crisis de asma, o para sentirse importante en una casita de Tandil tan distante de aquel lugar donde se estaba hinchando, inflando, o para estar vestido como cuando metemos un pantalón y una camisa dentro de la valija al irnos de viaje.

“(...) pero ante todo hinchado, inflado, pero como quien diría desde el exterior, allá, lejos (...) el mundo entero anunciando glorias (...) ah, ya no sé cómo es eso que soy amigo del pobre Acevedo, del insignificante Gómez y del changador Alemán oficinista sin hablar de otros amigos y compinches, allá, afuera, a distancia, del exterior, me inflo, me hincho, a ver si no reviento”

La envidia, la ira, la avaricia y la lujuria eran cuatro de los pecados capitales con los que Gombrowicz regulaba las relaciones que teníamos con él y entre nosotros. La envidia trataba de despertárnosla al Asno y a mí, la ira al Asno pues entraba en crisis con mucha facilidad, la avaricia a mí, y la lujuria era un pecado del que intentaba protegerlo a Flor ya que él mismo no había podido defenderse de ella.

La circulación de los pecados era rapidísima y casi siempre tenía el mismo efecto sobre nosotros, tratar de saber a quién quería más, es decir, qué planeta era el más importante para él. Al principio, y en abstracto, el que tenía la ventaja era el Alemán. En primer lugar, la constelación de Buenos Aires era la más importante de todas porque tenía una mayor dotación de riquezas materiales y espirituales. En segundo lugar, Wendt era el planeta más antiguo, lo había conocido primero, una ventaja militar.

Mientras Gombrowicz vivió en la Argentina yo nunca tuve en cuenta como rivales de consideración ni a Flor ni al Asno pues pertenecían a una geografía ignota para mí. El problema que yo tenía que resolver para convertirme en el planeta mayor, en el Júpiter, era el del Alemán, asunto que me resultaba bastante difícil porque era mi mejor amigo. Pero la mano que regía mi destino demostró ser benévola conmigo: el Alemán se casó y fue desapareciendo de a poco.

Las desgracias siempre vienen de la mano. Con Gombrowicz en Europa me fui dando cuenta que los planetas de Tandil no eran tan pequeños como yo me lo había imaginado hasta ese entonces. Por un lado, hay que reconocerlo, las relaciones que había establecido con Flor y con el Asno eran tan intensas como las que tenía con nosotros, y por otro, Quilombo había adquirido un tamaño que a mí me había pasado desapercibido, y que me resultaba difícil de medir, un misterio que me aboqué a descifrar de inmediato.

El rostro franco de Flor y su tartamudeo nervioso se le acercaron a Gombrowicz de improviso y debilitaron sus defensas. Quilombo se convirtió en un representante conspicuo de la inmadurez, hasta podría decirse que lo inmadurizó: cuando estaban juntos sufrían un proceso de infantilización  saludable para ambos. Esta facilidad débil creó entre ellos un misterio muy difícil de penetrar. Estuvo muy cerca de su corazón, de una manera sencilla y confiada disputó conmigo los derechos de la primogenitura.

El viaje al pasado que estoy obligado a hacer para presentar un mundo que ya no existe me recuerda que sólo podríamos mirar hacia atrás sin angustias si no lleváramos puesto el tiempo que se nos fue cargando sobre las espaldas, si lo llevamos puesto tiene razón Gombrowicz, vamos al encuentro de la muerte. ¿Qué no daría yo por estar otra vez con ese Nosotros del Rex y con Gombrowicz? Y digo qué no daría porque ellos ya no están conmigo ni pueden estar, pero este sueño solamente lo puede tener el doctor Fausto, no es un sueño que me esté permitido soñar.

No se puede viajar al pasado sin llevarnos a nosotros mismos a cuestas tal como somos ahora, pero una vez que estamos allá, en el pasado, podemos traer a aquel fantasma del Nosotros al presente para que los demás sepan cómo fuimos realmente. Yo soy el que en este caso tengo que hacer el viaje de ida y de vuelta, soy el único que tengo que ir al encuentro de la muerte. Y esto fue lo que le pasó a Gombrowicz, él volvió a Europa y se encontró con sus fantasmas jóvenes y no con su Nosotros envejecido, al Nosotros envejecido se lo había tragado la guerra. Cuando se embarcó en el Federico Costa el sabía que estaba iniciando un viaje en el que se iba a tener que enfrentar con los fantasmas de su muerte espiritual, pero el temor que le producía la perspectiva de ese encuentro era menor al que le producía la perspectiva del encuentro con los fantasmas de su muerte física que a la larga o a la corta se le iban a aparecer en una Argentina incierta que no le ofrecía ninguna seguridad para su vejez. 

¡Cuántos problemas se le presentaban a Gombrowicz que le impedían madurar!, si hasta los fantasmas que iba encontrando en el viaje de regreso a Europa eran jóvenes. Al primer fantasma lo encontró en el Atlántico, era el joven Chrobry con rumbo a la Argentina. A los segundos los encontró en París, eran las jóvenes institutrices francesas de los tiempos de su niñez.

De Ferdydurke, de la Traducción de Ferdydurke y de Sabato

A decir verdad, durante mucho tiempo, Gombrowicz y Ferdydurke fueron para mí una y la misma cosa. Recuerdo la tarde del Rex en la que me regaló un ejemplar del libro que había publicado la editorial Argos en el año 1947, fue para mí un acontecimiento casi religioso pues además de la perspectiva de su lectura me golpeaba el miedo a defraudarlo, de no estar a la altura.

Sin embargo, como todos sabemos las iniciativas sagradas con Gombrowicz no podían durar mucho tiempo. Esa misma noche en el transcurso de una conversación en la que discutíamos sobre la idea de culpabilidad en la obra de Dostoyevski tomó con fuerza el ejemplar que recién me había regalado e, interrumpiéndonos, nos lanzó un desafío: –apuesto diez nacionales a que yo adivino cuál es el capítulo de Ferdydurke al que pertenecen tres palabras consecutivas cualesquiera que ustedes elijan al azar. Para facilitarle las cosas yo me pongo de espaldas a la mesa.

Y adivinaba, la frecuencia de sus aciertos sólo podía tener un origen: la seriedad, la responsabilidad y el enorme esfuerzo con los que hizo la traducción de  Ferdydurke asistido por el comité legendario del Rex. Vale la pena recordar aquí que el dinero que ganaba en estas apuestas le sirvió en los tiempos de miseria para pagarse alguna comida. El otro recurso, el más habitual, consistía en jugar partidas de ajedrez ping-pong con algún chambón que elegía con mucho cuidado de antemano para desplumarlo.

Cuando llegué al final del El Desenfrenamiento Pedal y el Nuevo Atrapamiento se apoderó de mí una risa profunda que me acompañaba a todas partes. Yo se lo conté al Alemán, él ya había leído Ferdydurke, pero no me atrevía a decirle a Gombrowicz que la risa era el provecho principal que yo le estaba sacando a esa lectura a la que me acercaba con tanta seriedad. Cuando Gombrowicz se enteró, alguien se lo dijo, armó una ceremonia breve y me consagró miembro de la logia ferdydurkysta.

¡Es tan cierto lo de que Gombrowicz era Ferdydurke! Una tarde estaba en Galatea, una librería de Viamonte y Florida. Cuando despedía a su dueño, un francés simpatiquísimo, haciéndole algunas recomendaciones sobre el Journal, me dijo: –mucho gusto, joven, dígale a Ferdydurke que me voy a ocupar de sus cosas. La forma le va levantando un cerco asfixiante a partir de Ferdydurke del que quiere salir:

“¿Renacerá mi rebelión de antaño en la imaginación de algún otro, de nuevo joven y cautivadora? No lo sé. Pero, ¿y yo?, ¿lograré siquiera una vez rebelarme contra él, contra ese Gombrowicz? No estoy muy seguro. Desembarazarme de Gombrowicz, comprometerle, destruirle, eso sí sería vivificante... pero no hay nada más arduo que luchar contra el propio caparazón”

Mi amistad con Sabato empezó en el año 1964 y tuvo algunos altibajos. En aquel tiempo discutíamos largamente sobre la traducción de Ferdydurke, él consideraba que había que rehacerla desde el principio para la reedición del libro que se hizo en 1964, y yo que no había que rehacerla. Sus argumentos eran los clásicos, la gramática y la sintaxis del libro ofrecían algunos flancos débiles a un espíritu purista. Si bien es cierto que la literatura de Sabato es espiritual, ésta es la razón por la que Gombrowicz reconocía su valor, no era ningún revolucionario en asuntos artísticos y mucho menos con el idioma. Después de algunas idas y vueltas yo lo convencí a Gombrowicz de que, salvo en algún detalle, la versión original no debía tocarse y, Gombrowicz, lo convenció a Sabato. Esta discrepancia de opiniones me produjo un cierto disgusto con Arnesto (así lo llamaba Gombrowicz plegándose a la pronunciación porteña) y empezó a considerarme una persona poco confiable.

Para que se comprenda mejor el menudo lío en el que me metí yo defendiendo la traducción legendaria de Ferdydurke voy a transcribir algunos párrafos de un testimonio de Virgilio Piñera:

“En el momento que soy presentado a Gombrowicz estos intrépidos traductores trabajaban a toda máquina. Ya tenían traducidos tres capítulos de la novela. Me sumo al grupo, y como dispongo de todo el tiempo para Ferdydurke, Gombrowicz me nombra Presidente del Comité de Traducción”

“De la misma se han dicho muchas cosas. Tengo a la vista una carta de Gombrowicz en la que me hace saber ciertos reparos de Sabato: ‘Acabo de recibir una carta de Ernesto. Entre otras cosas me dice: La traducción es a juicio de Lida, absolutamente mala y habría que rehacerla toda. Por otra parte, el amigo Ernesto, cuando en mi presencia leía un fragmento objetaba algunas frases y, a pesar de mis aclaraciones, decía que de ningún modo esas frases eran aceptables (criticaba, por ejemplo, la palabra tal en vez de cómo, la palabra carro en vez de coche, etc.). Confieso no poder comprender, Piñera, cómo entre dos buenos estilistas como usted y Ernesto, pueden existir tales divergencias. Usted es el Presidente del Comité de Traducción y juez supremo, pero, ¿no sería conveniente que se reuniera con Ernesto para saber qué seriedad tiene sus objeciones? ¿O que esas páginas se discutan, por ejemplo, con Martínez Estrada, Borges o Gómez de la Serna, o algún otro buen estilista? Considero que esto le permitiría a usted entrar en relación con ellos, lo que ya es importante. Así sabremos al menos qué es lo que critican Lida y Ernesto, y, a lo mejor, habría que dar más fuerza a sus aclaraciones o tomar alguna otra medida. Le sugiero eso, Piñera, para bien suyo. Yo, por Dios, no me achico, ni le aconsejo achicarse a usted, y si la traducción suena bien no me importan los tristes puristas, pero ya sabe que la batalla será dura, así que hay que conocer la actitud del enemigo, y, además, puede ser que en tal o cual detalle tengan razón porque tienen el oído más fresco?’”

“Cuando el libro apareció, llovió sobre él el fuego graneado de los gramáticos. En general, tenían razón. Las objeciones de Sabato, de Capdevilla, y tantos otros, se fundamentaban en argumentos contundentes. No creo, sin embargo, que por haber empleado mal algunas palabras, o de haber tomado otras en una acepción bastante discutible, la traducción fuese absolutamente mala. Sin que pretenda justificar esas faltas lo cierto es que tales errores se debieron a que fue imposible, en vista a la inminente aparición del libro, hacer una revisión al microscopio. Yo no creo, sinceramente, que a pesar de que uno que otro adverbio haya sido mal empleado, o de que un sustantivo haya sido usado impropiamente, la versión española de Ferdydurke resultara ilegible”

Desde el año 46’ al 64’ habían pasado dieciocho años y Sabato seguía pensando lo mismo, la traducción de Ferdydurke había sido mala. Yo no conocía esta historia que cuenta Piñera, de haberla conocido quién sabe si me hubiera atrevido a defenderla con tanto entusiasmo, en todo caso queda claro que el único que estuvo de acuerdo con la traducción sin ponerle casi ningún reparo, fui yo. Hasta el mismo Gombrowicz tenía dudas, pero yo lo convencí a él, y él lo convenció a Sabato. Ahora bien, a mí me parece que Sabato quería dejar su impronta en la reedición de Ferdydurke y, a pesar de mi oposición, le metió la mano a la traducción legendaria que se había realizado en el café Rex aprovechándose de que Gombrowicz estaba lejos y no lo podía controlar.

Aunque Sabato era su jefe de propaganda y una persona mucho más importante que yo, situación que el tiempo, lamentablemente para mí, no ha podido modificar, Gombrowicz me tenía más confianza y esta preferencia se puso a prueba otra vez cuando Sabato escribió el prólogo de Ferdydurke. Si bien Gombrowicz me escribe una y otra vez que el prólogo era una joya se pone de parte de la crítica que yo hice sobre ese texto como lo prueba muy bien una carta que me escribió Kot Jelenski, el primer gombrowiczólogo que había aparecido en el mundo. En este prólogo se ocupa más de sí mismo que de Ferdydurke porque Arnesto es muy ególatra, ¿qué es escritor no lo es?, pero en esta ocasión no elaboró artísticamente esa egolatría, y el resultado no fue bueno. 

La relación que Gombrowicz mantuvo con Sabato fue, durante veintiún años de los veintitrés que se conocieron,  ríspida aunque cada uno reconocía en el otro el valor y el mérito. Sin embargo, Gombrowicz le escribió en una carta que le mandó desde Berlín, carta que Sabato menciona en sus testimonios:

“Qué extrañas son nuestras relaciones, Ernesto, tan perfectas en el dominio del pensamiento y tan insoportables en el plano personal”

Es decir, por las características de sus temperamentos el trato personal era árido y rebosante de conflictos. No se podían acercar demasiado porque se incendiaban. No obstante había algo en cada uno de ellos que reconocía en el otro la jerarquía espiritual y es cierto que cuando Gombrowicz se va de la Argentina se hacen amigos. Las cartas que Gombrowicz le escribe a Sabato son muy emotivas. La forma cómo lo recibe en Vence, en noviembre del 67’, cuando lo ve por última vez, es realmente conmovedora. De cualquier manera hasta el último día que pasaron juntos Gombrowicz lo provocaba, le decía que tenía que abandonar sus actitudes populacheras, que el artista es por principio aristócrata, que la Coca-Cola era un gran producto y Norteamérica un gran país. Lo provocaba, pero terminaron siendo buenos amigos.

Sí, esto es cierto, pero yo en mis cartas destaco especialmente la relación utilitaria que los unía y la falsedad del tono elogioso con el que Gombrowicz se dirigía a Arnesto. No hay nada más que poner atención a la tercera lectura que le hace a Sobre héroes y tumbas en Berlín, un libro que me dejó a mí cuando se fue a Europa. En fin, no se le pueden pedir peras al olmo.

Para festejar la muerte del “Che” Guevara Gombrowicz destapa una botella de champaña, es uno de los relatos que Sabato tiene que escuchar en Vence. El tono provocante con el que polemizaba adoptando el estilo de un retrógrado recalcitrante, especialmente con la gente de izquierda y con los jóvenes que, en general, también son de izquierda, lo ponía a menudo en situaciones difíciles. Santucho le quiso pegar por una de esas discusiones disparatadas, y Arrillaga, el comunista que me lo había presentado, le quiso desparramar mierda en la cara.

Fue el tiempo más lindo, la aparición de Ferdydurke, las discusiones con Sabato y, un poco más allá, la alegría que me producía la perspectiva de su regreso. A los cinco meses de su partida nos hacía saber que había decidido volver a la patria, acontecimiento al que se refiere con enorme entusiasmo. Eran tiempos de oro en los que yo me sentía como un titán gigantesco pues era mi mano gloriosa la que agarraba al monstruo por la garganta y lo traía otra vez a la Argentina.

Gombrowicz ya no está con nosotros, ¿y Sabato? Don Arnesto ya no mira, digamos, con una mirada terrenal, mira a la posteridad. Este hombre célebre, doctorado en ciencias físico-matemáticas, becario del instituto de altísimos estudios Mme Curie, secretario del partido comunista durante  veinte años, escritor premiadísimo e ilustrísimo, ranqueado entre los cien mejores del siglo XX y, más recientemente, eximio y torturado pintor, con una actitud más de allá que de acá, nos atiende bondadosamente. Sí, Don Arnesto está más allá pero, últimamente, anda diciendo que a él le parece que el alma no muere nunca, que se muere el cuerpo pero el alma, no. Este viejo ateo está despavorido por la próxima llamada que le vendrá desde el más allá y cree que se protege invocando al Altísimo.

Ferdydurke se convirtió en un himno, un canto para honrar al humor y al espíritu de libertad que los polacos nunca perdieron a pesar de los dramas con los que los golpeó la historia. Ferdydurke, una palabra que no tiene género ni significado, llegó a la Argentina y cruzó el mundo como un estandarte que guía a los hombres cuando se cierne la obscuridad.

Del Cosmos

“Cuando subí a bordo del Federico, en la rada de Buenos Aires, tenía a mis espaldas 23 años y 226 días de Argentina (hice la cuenta), y llevaba conmigo, en la maleta, el texto de una novela inacabada: Cosmos, la cuarta después de Ferdydurke, Transatlántico, y Pornografía

Borges decía que el autor conoce antes de escribirlos el principio y el final del cuento, lo que no conoce es lo que va en el medio. Aunque Cosmos no es un cuento podemos decir que este apotegma no fue válido para Gombrowicz cuando decidió terminarlo, anduvo penando durante casi un año con el final de la novela. El sentimiento que más lo paralizó fue el aburrimiento, Gombrowicz tenía una relación muy vívida con el arte de la creación, si se aburría la obra se le embotaba. Otro asunto que lo confundía es que no le aparecía con claridad contra qué estaba luchando, a veces le parecía que estaba luchando con la realidad, y otras, con la forma, por eso tenía dudas con el título: ¿Cosmos?, ¿Figura?, ¿Constelación? El infierno en Cosmos es la realidad y no la forma, la forma aparece como un elemento artificial que atenta contra la realidad, que la atenúa, que la fragmenta, que la debilita, pero que sucumbe ante ella. Así y todo cosmos no es la palabra para ponerle un nombre a esta lucha pues nos remite a algo ya hecho –universo, mundo–, y, aunque en estado de cambio, en líneas generales casi terminado, mientras que Gombrowicz está combatiendo como un cíclope medio ciego con las antesalas de la realidad. Si utilizáramos un símil astronómico, el cosmos de los planetas y de las estrellas es algo que ocurre después del Big-Bang, y el Cosmos de Gombrowicz ocurre antes.

Más que con ninguna otra obra aquí se manifiesta la enorme desconfianza que Gombrowicz le tiene a la crítica literaria. En algunas ocasiones cuando los críticos, o los escritores puestos en actitud de críticos, discutían sobre el significado de una obra les recomendaba que le preguntaran al autor, quién mejor que el autor podía conocerlo, y si el autor no estaba presente les ofrecía el número de teléfono para que lo consultaran. Menudo problema hubiera tenido Gombrowicz si lo hubieran consultado sobre el significado de Cosmos, una obra obscura, negra, inclusive para él.

Para la época de nuestro viaje a Piriápolis Gombrowicz había empezado a escribir el Cosmos y aunque no me participaba del plan general de la obra –quizás en ese momento él tampoco lo tenía– empezó a ejercitar conmigo las ideas sobre las cuales la ciencia y la filosofía forman la noción de realidad. Antes de puntualizar un poco más en qué consistían esas maniobras vale la pena que me detenga un momento en la sensación que teníamos nosotros sobre los conocimientos de Gombrowicz en estas disciplinas tan austeras. Para entonces, nosotros, los de la barra del Rex, creíamos realmente que Gombrowicz dominaba con amplitud las teorías de la física moderna y la filosofía, especialmente las ideas referidas al marxismo y al existencialismo. Quizás, los que teníamos algunas dudas, no muchas, éramos el Alemán y yo. Si bien todos podíamos pasar por cultos, mejor dicho, por semicultos y sabíamos un  poco de todo hay que decir que el Alemán se manejaba muy bien con la filosofía y yo con la física pues en aquel tiempo cursaba materias en la carrera del doctorado de ciencias físico-matemáticas, así que entre los dos formábamos un contrincante formidable para Gombrowicz.

Claro, yo me daba cuenta de que Gombrowicz no sabía nada del cálculo diferencial, ni de tensores, ni de conceptos aún más elementales como, por ejemplo, los logaritmos, pero una cosa son los logaritmos y otra muy distinta las concepciones generales de la mecánica cuántica y de la relatividad sobre las que yo tenía en esos años tan solo una noción de diletante mientras que el polaco se manejaba a un nivel más alto después de la lectura provechosa que había hecho de Panorama de las ideas contemporáneas de Gäetan Picon. También era cierto que Gombrowicz le daba clases de filosofía a las damas polacas y, en verdad, se paseaba con comodidad por todo el conjunto de la filosofía.

Por supuesto que este conocimiento sistemático de la filosofía no le venía de una ciencia infusa, le venía de una lectura muy provechosa: Lecciones preliminares de filosofía, un libro que se había hecho muy famoso en la Argentina de aquellos tiempos escrito sobre la base de unos cursos que había dictado un español, Manuel García Morente, en la universidad de Tucumán. Eran tan claras las exposiciones de Morente que Gombrowicz, en una época en la que yo todavía no lo conocía, le comentaba a sus amigos que la filosofía se había acabado, que en el libro de Morente se entendía todo, y que ya no había ningún misterio desde Platon a Husserl, de lo que se puede inferir que para Gombrowicz la jerarquía de la filosofía era directamente proporcional a la dificultad para comprenderla.

Respecto a la física a él le gustaba referirse especialmente a la teoría corpuscular ondulatoria de Louis de Broglie, quizás porque pertenecía a una familia de la nobleza francesa. Recuerdo que a nuestro regreso de Piriápolis se armaban verdaderas batallas campales donde yo me las arreglaba con de Broglie, Sir Arthur Eddington, Heisenberg y Einstein, y Wendt se las arreglaba con Kant, Husserl y Heidegger para hacerle frente al sabelotodo.

A Gombrowicz no le iba nada mal y cuando la discusión se ponía un poco escabrosa nos escapábamos con una broma. Una noche, después de una polémica acalorada, me dice: –pero, Goma, si todo no es relativo, entonces, ¿qué es la relatividad?; –vea, Gombrowicz, como usted sabe Einstein era judío, pues bien, concentró todo el poder de su inteligencia en el desarrollo de una teoría de las medidas (la relatividad es, en efecto, una teoría sobre las medidas), pues no quería que le metieran el perro con las experiencias como hacen los tenderos judíos cuando achican el metro y luego miden la tela para poder venderla por una cantidad mayor a la que entregan realmente. Nos reímos todos a carcajadas.

Pero volvamos a Cosmos. Mientras paseábamos por los bosques de Piriápolis Gombrowicz trataba de desentrañar cuáles eran los límites de la naturaleza, ¿por qué este árbol terminaba aquí y no allá?, ¿y por qué luego empezaba la tierra?, ¿por qué no era todo un continuo?, ¿cómo es que se establecen los límites de la realidad?, a él le parecía que se formaban artificialmente o, mejor dicho, por una intervención violenta de la voluntad. La asociación entre la boca de Katasia y la boca de Lena, por ejemplo, tiene mucho que ver con esto.

En una de esas tardes caminábamos con María Swieczewska por los bosques de Piriápolis, de repente, Gombrowicz se detiene bruscamente delante de un arbusto, y pregunta: –¿qué es esto?; –un arbusto, dice María; –no, no María; y nos quedamos abstraídos mirando el arbusto. Cuando el silencio nos empezó a incomodar, dije: –es el presentimiento de la forma. Gombrowicz se puso de rodillas, juntó las manos como si fuera a rezar y empezó a adorarme como si yo fuera el Dios mismo. Claro, el arbusto es una planta indefinida, una planta que no llega a ser un árbol, y la forma es una línea, es como el límite de la realidad. El arbusto tenía pues, para los propósitos de Gombrowicz, una naturaleza esfumada, tenía límites pero no tanto, pertenecía también a ese continuo donde las cosas están indiferenciadas. ¿Un arbusto no venía a ser entonces algo así como un presentimiento de la forma? Como yo conocía lo que andaba buscando Gombrowicz no me fue tan difícil hacerlo arrodillar.

En las vísperas de nuestra ruptura yo le escribía respecto a Cosmos:  

“El poder de hacer de cada cosa el signo de otras sobre una presencia a las cosas que es virtualmente una presencia a todo, es una evidentísima idea de Heidegger. Es notable cómo el arte se acerca a las ideas más abstractas de la filosofía sin que el artista llegue a saber nada de esta aproximación, porque si su cabeza no le sirve para comprender las fórmulas más sencillas de El Ser y la Nada, ¿cómo le va a servir para comprender El Ser y el Tiempo?”

Habíamos empezado ya una guerra epistolar que desembocó en nuestra ruptura así que, donde las dan las toman, Gombrowicz me respondió:

“Mi pobre Goma, bien conoce mis gustos. Me interesan las noticias y no las fórmulas; a las fórmulas les tengo alergia, sobre todo si son de Sartre o de Heidegger, me producen eczema ¿sabe? ¡Qué edad feliz, Goma, la suya! ¡Uno se embriaga con fórmulas!”

La cosa es que Cosmos resultó difícil, también para Gombrowicz, siendo su obra cumbre no la pudo transformar en una historia sencilla como le gustaba decir de sus otras novelas para las que había escrito prefacios, mientras que para Cosmos se tuvo que conformar con la transcripción de fragmentos del Diario donde se habla de Cosmos.

Sin embargo, Gombrowicz no podía consagrar por mucho tiempo ninguna situación dramática, así que tampoco podía presentarse ante los lectores como un hombre trágico. ¿Qué hizo entonces?, tomado por sus impulsos inmaduros decidió terminar su Cosmos con una frase poco seria, insubstancial, trivial:

“Hoy en el almuerzo comimos pollo relleno”

De la despedida

Vamos a ir despidiendo de a poco a este Gombrowicz argentino que está por partir para Europa. Mis últimos recuerdos, los más intensos, no los más profundos, están en La Fragata y en el puerto de Buenos Aires, dos palabras sobre ellos.

En el diario de Piriápolis, una pequeña joya literaria, Gombrowicz escribe que estuvimos en ese balneario uruguayo a caballo de los años 61’ y 62’. Al año siguiente me propuso otra vez unas vacaciones en Piriápolis. No acepté, y para sacarme el problema de encima, Gombrowicz no se daba por vencido así nomás, inventé un compromiso anterior con Roberto Cebrelli (Beto), según le dije íbamos a pasar las vacaciones en Mar del Plata. Si le hubiera advertido a Beto de esta mentira no hubiera pasado nada, pero no le advertí. La cosa es que una noche en La Fragata le preguntó a mi amigo cómo nos había ido en Mar del Plata, como yo no estaba presente Beto le dijo que nosotros no habíamos estado en Mar del Plata, le dijo más todavía, le dijo que no habíamos veraneado juntos. Al día siguiente, y a solas, se armó un lío tremendo, yo me retiré completamente ofendido y Gombrowicz también. Y aquí hubiera terminado todo, ninguno de los dos iba a dar el brazo a torcer, y adiós para siempre a Gombrowicz... pero, el destino no estaba todavía preparado para que nuestra relación terminara ahí, y postergó dos años más una ruptura que, de un modo o de otro, parece que tenía que ocurrir. Matías Straub, el Galimatías, hizo de mediador y recompuso la relación un par de semanas antes de su partida a Europa.

Gombrowicz era un verdadero maestro dando clases de aristocracia, Antonio Berni observaba en La Fragata cómo Gombrowicz hacía muecas delante de un espejo y tomaba actitudes de emperador, de obispo o de militar: –¿Qué, está dialogando con sus dobles?; –miro mis rasgos de aristócrata, parece que mis facciones, día a día, registran mejor todo mi linaje. ¿Qué cosas diferenciaban a un verdadero aristócrata de una persona sin nobleza?: el sombrero, las pipas, unos zapatos lustrados, un impermeable sucio, pero, muy especialmente, los tobillos. Era terrible la manía que tenía con los tobillos, nos hacía exhibiciones de tobillo, en este punto se decidía la verdadera raza del aristócrata. En esta cuestión el único rival que reconocía era el tobillo de Wladyslaw Jankowski. Una noche, a días de su partida, estaba con Gombrowicz en La Fragata. De pronto, aparece en la puerta una figura radiante, es Jankowski, pide permiso para acercarse, Gombrowicz le hace un gesto con la mano. Durante dos horas estuve maniobrando para colocarme en una posición favorable y verle el tobillo a Wladyslaw.

Su despedida se transformó en un problema puramente técnico: –es preciso poner en orden mis papeles, organizar el legado, encargarle a alguien que me mande la correspondencia a Berlín. El único momento de emoción intensa fue el de aquella foto ficticia que Gombrowicz nos tomó en el barco. Se alejó un poco y nos dijo:            

“Con permiso, los voy a mirar como si fueran una fotografía” 

Gombrowicz, de a poco, se había vuelto un tanto absorbente, y yo trataba de mantenerlo a raya. El Rex había sido hasta el año 1961 un lugar ideal, se podía conversar y jugar al ajedrez. Cuando en marzo de ese año ese café cerró se nos partió en dos un medio mágico: la conversación se nos fue para La Fragata y el juego para un club de ajedrez. El polaco Paulino Frydman, el maestro de ajedrez que dirigía la sala del Rex, dice:

“Algunos días después, lo vi entrar al Rex, era un apasionado de ese juego. El ambiente le gustó mucho. Jugaba y, entre las partidas, solía charlar, lo que no agradaba a sus adversarios. Gombrowicz no era un jugador profesional pero tenía un buen nivel para ser aficionado. Su juego era muy personal, un poco fantaseoso. No conocía bien la teoría y practicaba principalmente el ataque. Además jugaba siempre con el estado psicológico de su adversario. Tenía manías que ponían a los otros jugadores fuera de sí, por ejemplo, la de tomar un peón entre el dedo índice y el mayor y dar pequeños golpes secos contra el tablero. Gombrowicz jugaba indistintamente con buenos y malos jugadores y le daba igual perder que ganar (fingía que le daba igual pero, como a todos, le gustaba ganar). El ajedrez lo ayudaba más que ninguna otra cosa a calmar los nervios en la difícil situación en la que se encontraba. Al concentrarse en las partidas, se olvidaba de todo. Esta disciplina le fue muy útil durante la guerra y en los momentos de mayor pobreza y soledad. El Rex era como un segundo hogar para él”

En la época del cierre del Rex los amigos de Gombrowicz pertenecíamos a dos categorías bien diferentes: una, la de los que le interesaba más, mucho más, jugar al ajedrez que la conversación; otra, la de los que le interesaba mitad y mitad, yo pertenecía a esta última categoría. Gombrowicz, al que le interesaba más la conversación que jugar al ajedrez, maniobró estratégicamente para trasladar la barra del Rex a La Fragata, pero los frutos fueron incompletos y se fueron secando con el tiempo:

“Goma, no me haga líos, usted está reduciendo nuestros encuentros a dos por semana”;

La cuestión es que yo quise mantener mis partidas de ajedrez y le propuse a Gombrowicz dos tertulias por semana en La Fragata: los martes y los jueves y, para los otros días, cuando él se aparecía en el club de ajedrez, conversaciones, sí, pero sólo después de las diez de la noche, hasta esa hora mi tiempo estaba reservado para el juego. Recuerdo que una noche Gombrowicz me pidió una excepción para esta limitación: quería anunciarme antes de las diez que la Ford Fundation lo estaba invitando a Berlín.

Yo no sé si una persona a la que no le interesa este juego puede entender lo que significa el ajedrez, es más de lo que dice Frydman, es un refugio para protegerse de los infortunios de la vida, es una manera de matar las amenazas del tiempo, pero también es un campo en el que se cruzan las existencias de una manera intensa, el color de fondo que da un medio ajedrecístico es inolvidable y no puede ser reemplazado con nada.

La caída del telón sobre este enorme salón del Rex en el que se jugaba al ajedrez y al billar nos complicó la vida, especialmente a Gombrowicz que sólo pudo retener en La Fragata al Alemán, al Galimatías, al Beduino, a mí. El Alemán se casó, el Beduino se fue a México, y ese venero de jóvenes del viejo salón con el que Gombrowicz reemplazaba a los que se iban, cerró con el Rex. La cosa es que cuando Gombrowicz se fue de la Argentina había una tensión afectiva latente en nuestra relación que casi explota con el segundo Piriápolis frustrado. Los últimos días fueron confusos, en medio de una gran tristeza también me iba apareciendo un alivio.

De los alemanes

Los sentimientos de Gombrowicz para con los alemanes eran ambivalentes: una mezcla de temor y de odio con una fascinación verdadera. Del temor y del odio es fácil darse cuenta: cuando los alemanes entran en Varsovia Gombrowicz lloraba desconsoladamente con Miguel Najdorf en una mesa de café. Y la fascinación era un poco la que también teníamos nosotros: la maquinaria alemana, la música, la filosofía, la ciencia alemana, y esos rubios blancos de ojos celestes.

Enrique Wendt era nuestro alemán, un representante típico del valor y de la estupidez de los alemanes que tan bien describe Gombrowicz. De una cierta humildad que apenas podía ocultar la soberbia propia de la raza, y de una gran timidez. Gombrowicz, durante algún tiempo, tuvo planes especiales para él, lo quería presentar en el círculo de la nobleza polaca como un príncipe, un Hohenzollern recién llegado de Alemania, y desarrollar para él una nueva situación social que podía terminar en matrimonio. Al pobre Alemán le daban verdaderos ataques de vergüenza cuando Gombrowicz lo presionaba, y el miedo y su carencia absoluta de mundanidad malograron este proyecto.

La inocencia y el satanismo, la dulzura y la crueldad, el valor y la estupidez, otra vez la naturaleza doble y opuesta, la onda y el corpúsculo, la contradicción; la mirada ambivalente de Gombrowicz se explaya aquí a sus anchas.

“Qué cosa extraordinaria los Alemanes, difícil decirlo, me da una especie de risa crónica. En esta ciudad que ha sido un infierno no se ve otra cosa sino salud, sonrisa, tranquilidad, inocencia, perritos, amabilidad, cordialidad, bondad, aquí donde todo estaba arruinado el nivel de vida es increíblemente elevado, si los mozos de café no tienen coche como en Francia es porque el espacio es reducido. TODOS tienen plata y bastante, ni se sabe lo que es el proletariado, todos andan vestidos como usted o mejor. Estuve en la ciudad estudiantil, más coches que estudiantes, ahora todos los alemanes padecen de una estupidez extraordinaria, de veras que son estupidísimos. Además, Goma, no comen pan, el café es horrendo, no hay casi sandwiches y cuando le sirven ponen delante de la persona el plato con tostadas (hay) y el café con leche (crema) más allá. Cada alemán sabe lo que tiene que hacer y lo hace así toda la vida sin el más mínimo cambio. Ya sabe qué son los mozos en B.A.: envidiosos, amargados, peronistas, bien, aquí son atentos, sonrientes, amabilísimos, corriendo, con vocación verdadera de mozo, con profundo y sincero respeto! Cuando uno se da cuenta de que todos casi eran ASESINOS, TORTURADORES (arriba de 40 años)... esto es genial, no hay caso. Bolches no hay. Aman tiernamente a los yanquis. Son 100% europeos, antinacionalistas, pacifistas. Goma, son geniales no cabe duda”

Su estada en Berlín fue trágica, estuvo internado más de dos meses en un hospital, tuvo que soportar una campaña periodística polaca violentísima en su contra durante cuatro meses, estaba viviendo en el país que había arruinado a Polonia y también a él. Sentía a Berlín como una ciudad endemoniada en la que casi todos los días escuchaba los cañonazos que disparaban los ejércitos aliados cuando hacían ejercicios militares.

Ecce Hitler

“Las masas no pudieron sentir el carácter teatral de la actuación de su líder, y una nación de millones de habitantes retrocedió aterrorizada ante la aplastante voluntad de su jefe. El jefe se vuelve grande con una grandeza extraña cuyo rasgo característico es que se crea desde el exterior. Hitler se había partido en dos: un Hitler privado con pensamientos y sentimientos simples estaba en manos del Gran Hitler, que se le imponía desde afuera. Una vez que estas transformaciones entraron en la esfera interhumana, la idea ya no funcionó, porque no era necesaria, era una apariencia detrás de la cual el hombre se posesionó del hombre. Una mano blanda que no hacía tanto tiempo tomaba un pincel para hacer trazos sobre una tela se convirtió en una maza con la que se golpeó la historia”. Gombrowicz, este hombre me causa problemas

De las finanzas

En los temas de Ferdydurke y del Diario se mencionan tres procedimientos a los que recurría Gombrowicz para hacerse de un poco de plata, a saber: 1) el de las tres palabras consecutivas; 2) el del ping-pong; 3) el de la inclusión en el Diario. Pues bien, en la época en la que lo conocí (1956) ya no usaba estas triquiñuelas, por entonces se comportaba como un verdadero señor: pagaba sus cuentas, dejaba propinas, daba becas y hasta hacía regalos.

Gombrowicz acostumbraba a dividir su estada en la Argentina en tres períodos: el primero, de miseria, bohemia y soledad, sin más recursos económicos que la piedad de algunos amigos que nunca lo escucharon quejarse; en el segundo se considera, antes que ninguna otra cosa, un empleado de oficina pues, finalmente, a este hijo de una familia noble que no había trabajado en los últimos cuatrocientos años, las carencias, la pobreza y, muchas veces, hasta el hambre lo habían arrastrado hasta las costas del trabajo en el Banco Polaco; y en el tercero, época en la cual lo conocí, había renunciado al banco, tenía una beca de la Free Europe y algunos ahorros invertidos en la empresa de María Swieczewska, había empezado a cobrar derechos de autor, su vida era más tranquila, aunque siguió viviendo modestamente hasta que se fue de la Argentina.

Para el primer período, el de la miseria, nos contaba que había inventado una estratagema para hacerse de algo de dinero, aunque no sé si tuvo la oportunidad de ponerla en práctica. Consistía en lo siguiente: –¿Puede usted prestarme veinte pesos? Se los devolveré, digamos, el jueves. El martes pediré treinta pesos a otra persona y se los devolveré el viernes. Entonces, de esos treinta pesos que pido prestados el martes, meto diez en el bolsillo y los otros veinte serán para usted. El miércoles pido otros cuarenta pesos prestados, devuelvo los que me habían prestado el martes y los diez restantes son para mí. Es una cadena. De este modo todo el mundo tiene confianza en mí; –Sí, ¿pero qué pasará con el último préstamo?; –¡Ah, eso sólo Dios lo sabe!

Una digresión: Gombrowicz era una persona muy ocurrente, tenía tantas horas en blanco que se le dio por la Cábala: se imaginaba que el “2” era su número:

“Arribamos a Buenos Aires el 22 de agosto (el 2 en mi número) de 1939 (cuyas cifras suman también 22)... “

Esto dice él, pero la verdad es que había acomodado la llegada para la Cábala pues arribó el 21 de agosto. Otro invento: se había imaginado un procedimiento para terminar con la primera guerra mundial, consistía en prolongar los extremos de las trincheras hasta el mar, en poco tiempo sobrevendría una gran inundación y no se podría seguir peleando.

¿Qué relación tenía con el dinero? No es tan fácil responder esta pregunta porque durante mucho tiempo no lo tuvo y cuando empezó a tenerlo debía regularlo con cuidado y administrar muy bien sus gastos:

“De salud ando bastante bien, me tomo un litro de leche por día para ahorrar medios de pago (...)” le escribe a Quiloflor desde Piriápolis a cincuenta días de su partida.

Sin embargo, su actitud era la de un señor administrando los gastos de su estancia:

“Después de unos meses flacos ando algo mejor, pero siempre cerca de la miseria” escribía desde Vence. Esta forma de expresarse me hizo recordar a la respuesta que le dio Victoria Ocampo a Sabato cuando le pidió ayuda para publicar El Túnel: “no tengo un cobre partido por la mitad”

La aristocracia tiene mucha clase para referirse a las cosas del dinero.

Siempre que Gombrowicz habla de plata retoma el viejo aire de terrateniente que se le debió pegar desde chico y le aparece una vocación extraña de contador que, de vez en cuando, le sale a la superficie. No por nada, en el año 1923, a los diecinueve años, comienza a escribir la historia de un contable, su primera novela, que rompe antes de terminar.

Respecto al dinero y a sus consecuencias naturales: la clase social y el snobismo, Gombrowicz bailaba en la cuerda floja. Sin embargo, por aquello de ser simplemente la negación de lo que afirma mi interlocutor o porque de verdad yo pensaba que su clase social no lo había afectado tanto, mantuve una fuerte polémica con Sabato y lo dejé dudando.

La relación financiera que lo unía a Mariano es una historia aparte que decidí no contar para no hacer demasiado extenso este capítulo, baste decir aquí que le dio una beca mensual durante diez años, que muchas veces fui el intermediario entre Quilombo y la Swieczewska para pagarle las mensualidades, que sus gemidos se volvían archipenetrantes cuando se acercaba su cumpleaños y pedía refuerzos de partida.

De El casamiento

Gombrowicz le dice a Dominique de Roux cuando lo entrevista en el año 1968:

“Es el paso de un mundo fundado en la autoridad divina y paternal, a otro, en el que el hijo debe convertirse en la voluntad creadora (...) las angustias y los terrores del hombre frente al mundo que viene, en el que será su Dios y su rey”

Mientras la aproximación a Ferdydurke fue para nosotros, la barra del Rex, una empresa más o menos normal, El casamiento, aun después de los procesos de simplificación al que lo sometía Gombrowicz para facilitar su comprensión, se constituyó en una especie de elemento rítmico que colaboraba con nuestra relación. El TEMPLO POCO CLARO alcanzó alturas inconmensurables y servía para cualquier cosa, tanto para delimitar algún principio filosófico como para dar cuenta de alguna ambigüedad erótica. Y los versos: ¡Qué agradable en el five o’clock del rey/ Llevar un flirt liviano en forma discrecional!/ Embriaga y fascina de las mujeres el dorso/ ¡Y de los hombres el torso!, fueron usados como una coda brillante que nos servía para pasar de un tema a otro, no de El casamiento por supuesto.

El Fedydurke del 47’ había tenido una acogida más bien modesta, pero El casamiento del 48’ tuvo una acogida nula, ni una sola nota en ninguna parte. Este acontecimiento realmente triste parece que lo estimulaba a Gombrowicz, cada vez que le hablábamos de esa obra le brillaban los ojos y empezaba a menearse en la silla como si estuviera bailando. Cuando Gombrowicz nos comentaba que había polemizado con Martín Buber sobre el significado de El casamiento una sospecha generalizada se apoderaba de todos nosotros: –Miente. Pero no mentía, nos estaba diciendo la verdad. Tal como me lo parece a mí hoy en día la objeción del filósofo no era seria. El asunto de si el drama en Gombrowicz es interno o externo, de uno o de varios, es una tontería que empezó con Buber pero que, según parece, ha formado escuela. Claro, todos los personajes de Gombrowicz son Gombrowicz, ¿qué otra cosa iban a ser? La cuestión que hay que resolver es si los personajes aparecen como diferentes o como una masa indiferenciada. Si aparecen como diferentes la obra puede ser buena, si no, no. La objeción de Buber de que El casamiento no es un drama porque no hay un Yo y un Tú, sino tan solo un Yo, es una verdadera pavada.

Gombrowicz nos da su opinión sobre el trabajo del régisseur y sobre los comentarios de los críticos:

“(...) asesinó el texto y su alto sentido espiritual-artístico” (...) “nadie comprende nada”

A pesar de las dudas que tenía el ascenso de El casamiento fue vertigino, tanto que no puede ocultar en las cartas que nos escribe la exaltación que le producía su estreno en París y la hazaña que resultó su puesta en escena.

Lucien Goldmann, un profesor de la Sorbona que Gombrowicz menciona en la correspondencia, había enloquecido y sacaba consecuencias drásticas sobre la pieza teatral a la que consideraba como un ataque contra el estalinismo. Con posterioridad escribió dos estudios sobre el teatro de Gombrowicz: Estructuras mentales y creación cultural, pero el pobre profesor, después de esta experiencia gombrowicziana, nunca recuperó del todo la cordura. El casamiento produjo una gran confusión a la que no poco contribuyó el mismo Gombrowicz; observemos, por ejemplo, la conversación que mantuvo con Diego Masson, el compositor de la música para el estreno de la pieza teatral en París, un diálogo que contiene algunas apreciaciones estéticas que no están hechas tan en broma como parece:

–He oído que el decorado estaba hecho con restos de coches viejos; –Sí, era excelente; –¡Oh, qué feliz me siento de no haberlo visto, esos restos de coches!, me hubiera gustado mucho más un lindo decorado gótico con muchos colores. Usted compuso además la música para la batería, ¿no es cierto?; –Sí, es verdad, la música fue escrita para dos bateristas, detrás de las cortinas había un gran número de instrumentos de percusión; –¡Oh, qué feliz estoy de no haberlo escuchado!, sabe usted, a mí me hubiera venido mucho mejor algo como Beethoven o Chopin.

A pesar del drama negro que se forma en ese Casamiento en el que el hombre cambia a Dios y al padre por el hijo, esta obra se convirtió para nosotros en un acontecimiento rítmico, en un teatro bailable.

De los Escritores

Algo extraño le pasaba a Gombrowicz con los escritores:

“Los medios literarios de todas las latitudes geográficas están integrados por seres ambiciosos, susceptibles, absortos en su propia grandeza, dispuestos a ofenderse por la cosa más mínima”

La saña y la crueldad con las que atacó al grupo de la revista Sur, a Victoria Ocampo, a Bioy Casares, a Borges, son memorables. A González Lanuza, un hombre muy cordial y equilibrado, lo abrumaba con denuestos contra Borges. Hablaba pestes de Borges, a diestra y siniestra, como un perro rabioso lo atacaba in totum, no distinguía lo que era malo de lo que era bueno, todo era malo, y el pobre lo aguantaba con paciencia de santo. En Piriápolis le arruinó unas vacaciones, lo iba a visitar todas las tardes a su casa y no paró hasta que armó un verdadero escándalo con los amigos de Lanuza que terminó con una de sus declaraciones funambulescas: –Miren, ya les aguanté bastante esta farsa, debo decirles a todos ustedes que son unos ignorantes.

Nadie se salva. Las maniobras que realiza en un primer momento con Marta Lynch parece que estuvieran destinadas a convertirla en una sacerdotiza de su culto, una vestal que se iba a ocupar de alimentar el fuego sagrado en la Argentina lejana. Pero, de pronto, le sale el alacrán de adentro, la pica y la mata. La Lynch, desairada, busca venganza y empieza a comentar que la mala acogida que había tenido Hernán, la novela del Asno, tenía mucho que ver con el prólogo que le había escrito Gombrowicz. Algún designio sabio  impidió que Marta y yo nos encontráramos y la relación idílica que Gombrowicz había imaginado para nosotros dos ni siquiera empezó. Son llamativos los comentarios que hace Gombrowicz sobre La Alfombra Roja: a Betelú le cuenta que no había leído la novela pero que, así y todo, había adivinado su contenido (un verdadero milagro), y a mí me explica por qué no la podía admirar a la Lynch y por qué no le importaba nada de la novela después de haberla leído.

Esta contradicción podría significar poca cosa en sí misma si no fuera porque Gombrowicz era muy propenso a pensar que el mundo tenía una naturaleza doble y contradictoria, de ahí, probablemente, su deslumbramiento con de Broglie, el mago del corpúsculo y la onda asociada. Las fórmulas del existencialismo como, por ejemplo, la existencia es lo que no es y no es lo que es, despepitaban a este epistemólogo empedernido. Sus reflexiones sobre La Alfombre Roja son demasiado caprichosas, Gombrowicz no se toma ningún trabajo para ocultar que está actuando sin seriedad, lo estábamos obligando a leer una novela que no le interesaba en absoluto y se defendía como gato panza arriba.

Es muy peligrosa la tarea de glosar a Gombrowicz para explicar lo que piensa sobre un tema determinado sin tomar alguna precaución, pues no es tan difícil inferir de sus escritos que una y la misma cosa puede ser A y no A al mismo tiempo. El pensamiento de este genio polaco es un tanto camaleónico por la muy sencilla y elocuente razón de que no cree demasiado en las ideas, a pesar de que se ocupaba a menudo de ellas. No por nada pensaba que la contradicción es el principio vital del arte, la condición del artista, y el arma con la que se combate a la repetición, al acrecentamiento de la forma, es decir, a la muerte.

En fin, ni una sola palabra de aliento para estos pobres artistas. Los insulta, los escupe, los desprecia, los aplasta como si fueran gusanos:

“¿De qué sirve declararles la guerra? Al fin y al cabo, pertenecemos a la misma familia, ellos y yo, y entre ellos consigo mis mejores amigos y lectores... Además, eso podría perjudicarme, sobre todo en París, pues estos escritores tienen subyugada a la crítica parisina... Y por otra parte, sería tan agradable decirse: ¡bah!, qué más da, hay sitio para todos, en la variedad está el gusto, que cada cual escriba como le plazca, qué puede importarme... (...)”

“Mire, Dominique, el artista es un individuo que se engaña sistemáticamente desde la primera palabra que escribe (...) Sabemos que mentimos y sabemos que los demás también nos mienten, y que ese desdichado malogrará su vida alimentándose de embustes cotidianos, que con el tiempo le irán envolviendo cada vez más (...) Ni siquiera los mejores de entre nosotros se libran de ello. El engaño permanente nos corroe. El crítico, el amigo, el editor, el admirador, todo lector en fin... , todos mienten, mienten, mienten... Desmentir, aunque sea un poquito, he aquí la necesidad del arte actual”

Entonces, ¿qué hago?, ¿escribo o no escribo mi trilogía?, ¿y mi Gombrowicz, y todo lo demás que estoy escribiendo después de mi trilogía?, porque si tiene razón Gombrowicz me voy a engañar desde la primera palabra... un dilema, realmente. Ahora bien, Gombrowicz no se esmeraba demasiado en predicar con el ejemplo, estaba pensando así cuando ya llevaba a cuestas un conjunto de relatos, cuatro novelas, tres piezas de teatro y el diario. ¿Y, él?, ¿también mentía? Y, sí, mentía, pero también desmentía; mentir, desmentir y desmentirse fueron actividades permanentes de Gombrowicz, especialmente en el diario. Yo no debo ocultar esta actividad contradictoria de mi maestro, al contrario, tengo que ponerla en evidencia. Con este programa simple en la mochila seguí caminando, es decir, seguí escribiendo y me salió Gombrowicz, y todo lo demás.

¿Era también un poseur? Pareciera ser que cualquier hombre cuando se pone a escribir se vuelve mentiroso y poseur. Efectivamente, Gombrowicz era ambiguo en su vida y en su obra y, en ambas, despertaba sospechas. No puedo decir, lamentablemente, que no siempre, porque una persona que despierta sospechas las despierta siempre.

Sí, la ambigüedad es una maniobra defensiva de la que nos valemos para evitar que nos pesquen. Gombrowicz se debió preguntar desde muy joven si la vida era vida o una representación, y no cabe la menor duda que se respondió que era una representación; la toma de distancia, la artificiosidad de su yo y su relación con la contradicción son más que claras respecto de este asunto.

Sí, es cierto, Gombrowicz aplicaba un cierto tipo de locura para desdoblarse cuando escribía, y no pocas veces también aplicaba esta locura a la vida corriente. Mientras se ocupaba de escribir enfrentaba las contradicciones emergentes del desdoblamiento, en gran parte, con la inteligencia, en la vida corriente las enfrentaba con el dolor y con el humor.

No es tan cierto que Gombrowicz pensara que la realidad fuera literatura pero ocurre que lo expresaba en el diario, un género que en sus manos se convirtió en más que literario: insincero, inauténtico, desdoblado, pero objetivo. Hacía todo lo posible por aparecer como misterioso, sospechoso, como un poseur, para malograr la mirada del otro, no quería que lo convirtieran en objeto.

Es verdad que quería ser heterogéneo respecto a sus propias acciones y a las situaciones derivadas de estas acciones, no quería identificarse con nada, tampoco consigo mismo. Pero este poseur es más bien aplicable a la actividad de escribir: –yo no soy un escritor sino una persona a la que de vez en cuando se le ocurre escribir–, lo que me hace acordar a:

“¡Qué homosexualidad y qué inmundicia! Sépalo, yo no soy ni nunca he sido homosexual, sino que de vez en cuando suelo hacerlo cuando se me da la gana”

Un hombre puesto en la actividad de escribir puede transmutarlo todo: puede poner a un hombre, llegado a la treintena, como alumno en un colegio de adolescentes, o volverse puto en estado de ebullición, sin que el mundo se vaya a alterar demasiado por eso, porque cuando una persona escribe no tiene asignada ninguna función definida para alcanzar un objetivo entre los hombres, cualesquiera fuera la naturaleza de esa función: ética, estética, religiosa...

En cambio, un hombre puesto en la vida real, sí que tiene una función definida: como padre, como juez, como general, como sacerdote, como ingeniero, como mozo de café... El hombre, cuando escribe, se pone por encima de las funciones, su horizonte es más alto: la belleza, el amor, la verdad; las particularidades y las funciones de la vida corriente se convierten en instrumentos para alcanzar propósitos trascendentes. Es cierto, en la actividad de escribir, la pose, la locura y la inteligencia van de la mano, cada una necesita de las otras, pero Gombrowicz no era solamente un poseur, era algo más.

“El escritor no existe, todo el mundo es escritor, todo el mundo sabe escribir. Si se escribe una carta a la novia, se hace literatura; incluso diré más: cuando se habla o se cuenta una anécdota, se hace literatura, siempre es lo mismo. Por lo tanto, pensar que la literatura es una especialidad, una profesión, es una inexactitud. Todos somos escritores. Hay personas que no han escrito en toda su vida y, de golpe, hacen su obra maestra. Los otros son profesionales, que escriben cuatro libros al año y publican cosas horribles. (...) Pero no entiendo qué quiere decir artista o escritor de profesión. El hombre se expresa y lo hace por todos los medios, baila o canta, o pinta o hace literatura. Lo que importa es ser alguien, para expresar lo que uno es, ¿no creen? Pero la profesión de escritor, no, no existe... “

De los p olacos 

No hay paz ni para los escritores ni para los polacos, palos y palos, y en este caso no aparece la doble visión tan característica de Gombrowicz. Nada de eso, con los escritores a veces se da una tregua, con los polacos, no, el intercambio de injurias es permanente. Pero, ¿a qué polacos les había declarado la guerra?, ¿a los inmigrantes o a los que se habían quedado en Polonia?, ¿a la nobleza y a la aristocracia polacas o a los comunistas?, ¿a los inmigrantes de la Argentina o a los de Inglaterra? A unos, por una cosa, y a otros, por otra, se la había declarado a todos. ¿Y por qué contra los polacos y contra los escritores, porque si hay algo que era Gombrowicz es escritor y polaco?

Una manera elegante de resolver este enigma, al estilo gombrowicziano, es decir que se subleva violentamente contra las dos formas que más lo definían: la de escritor y la de polaco, pero lo curioso es, sin embargo, que no se niega a sí mismo sino que niega lo que los otros dicen que él es. Todo ocurre como si un interlocutor invisible le estuviera diciendo constantemente al oído, de día y de noche: –eres un escritor, eres un polaco; –no lo soy... no lo soy... ; –¿y qué eres entonces?; –soy la negación de lo que afirma mi interlocutor. Pero, ¿qué es la negación de ser escritor y de ser polaco?, parece que diera como resultado un universo demasiado amplio, entonces, este animal salvaje que es Gombrowicz, marca su territorio:

“lunes Yo; martes Yo; miércoles Yo; jueves Yo” y el camino más corto que encuentra para apoderarse de ese Yo es atacar y destruir a todo aquello que los otros dicen que es él.

Sí, muy bien, es una excelente explicación, una explicación en la que sólo aparece el apego de Gombrowicz consigo mismo, pero... Una noche, en La Fragata, nos hablaba de algunas tribulaciones históricas que habían agobiado al rey Estanislao y al mariscal Pilsudski, unos relatos divertidos con los que nos provocaba para discutir. Alguien dice: –el problema verdadero que tienen los polacos es que ni Alemania ni Rusia le piden permiso a Polonia para hacerse la guerra. Nosotros, hasta ese momento, nos estábamos riendo de buena gana pero cuando cae la frase sobre la mesa la atmósfera se pone pesada, Gombrowicz cambia su sonrisa por una mueca de enorme disgusto, y un silencio desagradable se nos impone a todos. El alguien le pide disculpas, Gombrowicz hace un gesto con la mano.

Los acontecimientos que ocurrieron mientras estuvo en Berlín quedaron algo confusos. Si es cierto que publicó su nota BASURA nada más que para grabar bien su presencia en Berlín, en las mentes un tanto obscuras de la Fundación Ford, entonces, como decía él mismo: ¡Tu l’as voulu, Georges Dandín!, este conflicto, como tantos otros, entraba dentro del campo del carácter instrumental de las composiciones de Gombrowicz. Pero había algo más permanente y profundo en el drama de Gombrowicz con Polonia: la historia le dio la razón a Gombrowicz.

“Medite ahora mi situación. Heme aquí, en Berlín (1963), todo Berlín a mis pies, el centro, del otro lado el castillo de Bellevue y Wedding y Tempelhof, ciudad endemoniada, el Bunker de Hitler a cinco cuadras (detrás del Tiergarten). Yo suspendido en el cielo. Ahora observe, Goma, que últimamente la prensa polaca dedicó alrededor de 20 notas bastante grandotas a insultos, calumnias, agravios contra mi persona, considerando mi presencia en Berlín como una provocación insoportable y como una colaboración con el espíritu revanchista alemán contra Polonia. Las notas son de diferentes tonalidades, unas, que soy un canalla, otras, “compadezco a Gombrowicz”, otras, “es débil, se dejó comprar”, “no lo vamos a tolerar”, etc. Yo, por mi ventana más grande veo a la distancia de unas diez cuadras el Berlín oscuro, del proletariado, de Ulbrich, y poco falta para que viese la frontera polaca que dista como de Buenos Aires a La Plata. Ya comprenderá mis sentimientos de cierta intranquilidad. Goma, el asunto con Polonia es bravo, ya se ve que no me dejarán en paz, trato de ver si la Fundación Ford no me dejaría volver ahora a la Patria pero es muy dudoso”

“Goma, el lío con la prensa polaca lo hice yo, pero quién sabe si no se me fue la mano, primero publiqué mi nota BASURA en Akzente, lo que enfureció a los bolches, y después di una interwiew en la Free Europe más provocante aún pues traté con desprecio a la nación. Todo esto para grabar bien mi presencia en Berlín en las mentes de la Fundación Ford. Dio, posiblemente, demasiado resultado”

“Parece que los ataques de la prensa polaca bolche disminuyeron, pero Ada me aconseja de postergar mi llegada a Buenos Aires haciendo una escala en Uruguay pues los polacos de la Argentina andan enfurecidos y quieren romperme los huesos. ¡Qué nación!”

De las mujeres

El raquitismo de las menciones a las mujeres y la escasa cantidad de los fragmentos seleccionados tiene mucho que ver, como lo dice él mismo, con su carácter pudibundo y con la exclusión voluntaria que hacemos de todos los párrafos referentes a la viuda.

Vamos a ver la relación que Gombrowicz tenía con las mujeres desde tres ángulos diferentes:

“Hasta que una mujer (significativa paradoja para aquel irónico enemigo del género femenino), Cecilia Debenedetti, decidió e hizo posible la edición castellana del libro que empezó a ser traducido por un grupo de creyentes” Ernesto Sabato –Prefacio de Ferdydurke –1964

“Gombrowicz tenía un estilo que atraía a las mujeres, yo lo sabía por los comentarios que algunas de ellas hacían sobre él, por cómo se introducía en su vida. De todos modos, poco se podía saber de su vida íntima pues no hablaba nunca de ella. Era un hombre que muy difícilmente se refería a sus sentimientos” Juan Carlos Gómez –Conversaciones con Tamara Kamenszain –1976

“Era demasiado femenino él mismo para ser verdaderamente misógino”; “Fue un marido moderno y tolerante”; “Viví con él una libertad irrespetuosa y le reconozco todo eso” Rita Labrosse –Conversaciones con Louis Soler –1989

El punto de vista de Arnesto era el que tenía más aceptación, como si Gombrowicz no le diera valor a las mujeres, o se lo diera poco. Yo comparto hasta cierto punto la idea de Sabato pero agrego algo que él no dice: que las seducía, sin proponérselo, así me lo parece a mí, pero las seducía. Gombrowicz, en alguna de esas clases magistrales que nos daba sobre el amor, nos explicaba que la mujer tiene una sensibilidad muy especial para tomar decisiones sobre la base del dominio, la mujer se pone de parte del que tiene más dominio, del que tiene más voluntad de poder, y la superioridad, el principio de jerarquía se erige sobre esta necesidad de dominio. La mujer, aunque no las comprenda, decide sobre qué idea o qué acción es la superior. El tercer punto de vista es matrimonial, vamos a esperar por el capítulo donde hablo de Rita para hacer algunos comentarios.

Aunque se podría decir que era un seductor pasivo porque no sacaba consecuencias eróticas, mejor dicho, sexuales de estas relaciones, Gombrowicz sabía tratar a las mujeres, lo recuerdo en situaciones sociales con Ada, con María, con nuestras novias, era todo un caballero. Hay que decir, sin embargo, que el erotismo de Gombrowicz, aparte de su bisexualidad, era un tanto complicado.

A menudo desvalorizaba la relación sexual con la mujer, nos decía que cuando lo hacía más de una vez, se aburría (otra vez el aburrimiento), y que en las veces siguientes, mientras lo hacía, tenía que leer para entretenerse. Nos explicaba también que en algunas ocasiones, después de las maniobras mediante las cuales la mujer se empezaba a desvestir, le venía un ataque de risa irresistible, por ejemplo, cuando ella levantaba la pierna para sacarse una media, se empezaba a imaginar que era una pierna suelta, lo que le impedía cualquier aproximación ulterior.

Solía darnos lecciones de cómo zafar de situaciones embarazosas. En una fiesta de campo dos primos de él estaban sentados en el pasto, al lado de una prima que también estaba sentada. Cada primo, sin saber nada de lo que estaba haciendo el otro, empezó a acariciar a la prima por debajo de la falda cuidándose muy bien de que su acción pasara inadvertida para la concurrencia. La prima, que estaba cambiando de color debido a la excitación, también disimulaba como podía. La cosa es, como no podía ser de otra manera, que los dedos de los primos se empezaron a tocar; por un momento dudaron sobre cuál era la actitud que debían tomar para zafar de una situación tan embarazosa: recordaron que ambos eran caballeros, se dieron la mano por debajo de la falda de la prima, saludaron a la prima, se levantaron y se fueron.

Estas cartas ponen bien en claro que la mujer se le va asociando con un estado matrimonial, con una familia, con su propia familia, con esa familia que había perdido en 1939 y que le regresaba ahora bajo una forma joven aunque de una clase diferente:

“¿No pareciera que las cosas ocurren como si el hombre, siempre seducido por el joven y sometido a él, tratara de refugiarse en los brazos de una mujer, porque ella representa para él, al fin de cuentas, una cierta juventud?”

Pero la lección magistral sobre el tema de las mujeres se la dio al Asno (Osiol en polaco) con motivo de su casamiento en una carta que le mandó desde Vence, y que por su carácter universal ha dado la vuelta al mundo:

“(...) Permíteme, sin embargo, darte un nuevo consejo en vista a tu nueva situación, consejo más valioso por cierto que el regalito humilde que te espera. Tanto más valioso pues te puedo hablar de casado a casado, ya que debido a un destino que me sorprende llevo casi un año de casado. La base del casamiento no es ni el amor, ni los placeres, hm, hm, ni la comprensión mutua de las almas, sino una CONVIVENCIA cotidiana que ante todo necesita de TRANQUILIDAD, AMABILIDAD, BUEN HUMOR. Sobre esta base las dos vidas de a poco se juntan, se penetran y llegan a convertirse en interesantes una para la otra. Espero pues, Osio, que con gritos histéricos, desesperaciones bruscas, temblores o iras repentinas no vayas a convertir tu hogar en una casa de locos. No seas tampoco demasiado genio para tu mujercita, esos bombones se sienten muy incómodos frente a tal indiscreción masculina que se proclama genio avant la lettre

¿Un Gombrowicz misógino o ginófobo? No podemos saberlo con seguridad, aunque la culpa que sentía por ser homosexual y la heterosexualidad de sus relaciones con Rita lo acercan más a la ginofobia que a la misoginia. Desde su madre hasta Rita siempre dispuso de mujeres que deseaban protegerlo, Cecilia de Debenedetti y Halina Nowinska en la Argentina, por ejemplo.

“¿Las despreciaba? No, pero no sabía muy bien lo que significaban para él. Se le aparecen con faldas, pelo largo y una voz un poco más aguda, y como un ser que aparenta cultivar la juventud (...) Pero la realidad de Polonia cambió, la guerra y el comunismo la hicieron añicos. La mujer cayó del cielo a la tierra y fue alcanzada por el proletariado: ‘No te exijo nada más, sólo esa chispa de rebelión liberadora de tu propia realidad. Sé una mujer de otro mundo, no del mundo de la burguesía occidental. ¿De qué mundo? ¿Del proletariado? ¡Qué va, ése tampoco es tu elemento! Intenta estar fuera de uno y del otro, o más bien, entre uno y otro, deja que la situación te dicte tu propio estilo. No se trata en absoluto de que sepas qué es lo que quieres. Basta con que sepas qué es lo que no quieres. Lo demás vendrá por sí solo?’”

“Yo quiero destacar estas dos últimas frases porque en ellas está encerrada buena parte de la sabiduría de Gombrowicz. Él escribe siguiendo estrictamente este principio: es la voz de su ángel de la guarda, es la forma de su sentido interior, es un amigo insobornable que lo lleva de la mano a su realidad” Gombrowicz, este hombre me causa problemas

De la Opereta

De todas las obras que Gombrowicz ya tenía escritas cuando lo conocí y de las que escribió después Opereta es la única que aparecía y desaparecía como una fuerza latente que no terminaba de manifestarse. Cuando se va de la Argentina se lleva consigo el texto de una novela inacabada: Cosmos, ¿y Opereta?

Pero hagamos un poco de historia: hace algún tiempo Kalicki me escribía:

“Acaba de salir Autobiografía Póstuma de Witold Gombrowicz (¡), un libro raro, tipo “el autor por sí mismo”, una compilación de textos sacados del Diario, de las cartas, etc., como si fueran memorias, no sé, no sé si la cosa le hubiera gustado a Gombrowicz. Tengo entendido que a Rita sí; ahora es un bestseller (en su clase) en Polonia. ¿Te gusta la idea en sí y como tal?”

Mi respuesta:

“¿Y qué te puedo decir de Autobiografía Póstuma?; ustedes, los polacos, tienen la costumbre de estirarlo todo lo que pueden, yo no sé si será porque era poco prolífico o porque la nación tiene pocos ejemplares como ése. Con Historia pasó lo mismo, otro Frankestein que se inventaron ustedes. Es un texto que Gombrowicz dejó acá, en la Argentina, en la casa de María Swieczewska, sin terminar, y al que siempre llamó Opereta. Como los ajedrecistas que juegan a ciegas Gombrowicz tenía en la memoria todos los casilleros de esa obra, así que, allá en Europa, la volvió a escribir y los papeles que estaban en lo de la Swieczewska se fueron muriendo con el tiempo. Sin embargo, como en Polonia y fuera de Polonia hay polacos que son aprendices del doctor Frankestein, Historia cobró una vida independiente”

“Ahora bien, la idea: AMOR-DINERO-DESNUDAR-VESTIR-REVISTA DE MODAS, con la que estaba rehaciendo toda la obra en Vence, ya la tenía acá, la discutía con nosotros, de modo que esa Opereta de la que Gombrowicz nos hablaba en Buenos Aires, y que ustedes resucitaron y llamaron Historia, siempre fue un fantasma para nosotros; El fantasma de la opereta. Como pudimos ver con Diego Masson, a Gombrowicz le hubiera gustado una música de Beethoven para El casamiento; aquí, en Opereta, también, está pensando en técnicas teatrales especialísimas y en la IX Sinfonía, claro, ¿de quién va a ser?, de Beethoven por supuesto”

Fantasma o no, Gombrowicz nos hablaba de una cabalgata desbocada de la historia y del drama patético de la humanidad, sin entrar en mayores detalles; de máscaras y de la glorificación de la desnudez, pero se detenía muy especialmente y se regodeaba en las menciones que nos hacía a la forma de la opereta: su divina idiotez y su esclerosis celestial. No era mucho pero se nos abrían unas perspectivas de nuevos ritmos y de un teatro bailado, como ya nos había ocurrido con El casamiento. Lástima que se nos fue antes de terminarla, aunque la terminó como Opereta y no como Historia.

En Opereta aparecen más evidentes que en Ivona y El casamiento, quizás porque es una obra más clara, los conatos de rebeldía de Gombrowicz que, en esta ocasión, no están destinados al fracaso: la desnudez triunfa sobre todas las formas y sobre todas las máscaras. Y es cierto, si echamos una mirada cuidadosa sobre la vida y la obra de Gombrowicz salta a la vista que era un rebelde. Se rebeló contra las normas y la familia en Ivona; contra lo perfecto y la cultura en Ferdydurke; contra Dios y el padre en El casamiento; contra la nación y la patria en Transatlántico; contra el viejo y la madurez en Pornografía; contra la realidad en Cosmos, contra la historia en Opereta, siempre acompañado por sus viejas aliadas: la forma y la inmadurez

Si hasta se quiso rebelar contra sí mismo, pero, ¿es posible rebelarse contra uno mismo?, pareciera que no porque lo que viene después de esa rebelión es uno mismo: como el perro que se muerde la cola, una petición de principio. Un eterno rebelde que no quiso, o no pudo rebelarse contra la desnudez, eternamente joven, contra una juventud desnuda para siempre.

En Opereta, Gombrowicz, al final de una carrera enloquecida de la historia, entroniza a la juventud, abandona su intento de transformarse en un ser maduro y se queda a solas con esa conciencia agudísima que lo acompañó toda su vida, una conciencia que toma el lugar de la madurez y se encarna en un ser inmaduro que no logra ponerse a su altura. El camino hacia la madurez le ha sido cortado, se vuelve viejo, un viejo inmaduro.

Del Diario

“En literatura, la sinceridad no conduce a nada. He aquí otra de las antinomias dinámicas del arte: cuanto más artificiales somos, más probabilidades tenemos de llegar a la franqueza”

¿Por qué en el diario de la travesía, cuando se va de la Argentina, y sin decir que lo hace, mete los relatos del ojo sobre la cubierta y el del marinero que se traga la cuerda pendiente del palo de mesana, unos pasajes de Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta Banbury? Parece como si Gombrowicz estuviera empeñado en construir catedrales sin respiro, en desarrollar composiciones arquitectónicas artificiales que le sirven como instrumentos para redondear algo bello, algo que duele, algo que existe. 

Esta irrupción de los relatos en el diario es desconcertante para el lector que tomado por un alejamiento conmovedor, lírico, dramático es apartado bruscamente y puesto en una situación circense. ¿Por qué hace esto? Porque el cuento había sido traducido al francés un poco antes de su llegada a París y había tenido una buena acogida. Y otra vez el carácter instrumental de las composiciones de Gombrowicz se pone de manifiesto.

El polaco deja rastros frecuentes en el diario de su imposibilidad de tener amores permanentes:

“Adopté por las dudas la actitud de amor frente a la Argentina, a ver cómo me sale”

Y otra vez el control y la distancia:

“En realidad no estaba enamorado de ella. Para ser más preciso, sólo quería estarlo”

La capacidad de Gombrowicz para poner en cuestión todos los sentimientos y todas las ideas humanas, sus propios sentimientos y sus propias ideas, nos pone frente a un horizonte que se aleja constantemente y que ahonda nuestra conciencia. No es falta de sinceridad, es una búsqueda deliberada de herramientas para no dejarse dominar por ninguna situación, una lucha permanente en la que la contradicción se le aparece como la reina de las armas.

Berlín se le había convertido en una tortura, contaba los días que le faltaban para regresar a la Argentina y empezó a escribir un diario de navegación privado para soportar el sufrimiento, un método parecido al que utilizaba en su trabajo de bancario. El transcurso de las horas en el Banco Polaco alcanzó en Gombrowicz una dimensión metafísica. Todas las horas eran terribles para este bancario ilustre, las más singulares, la de entrada y la de salida. Como no soportaba al banco ni a nada de lo que ocurriera dentro de él, el tiempo no le pasaba nunca. Para mitigar la angustia se imaginaba un viaje a Mar del Plata, a determinada hora calculaba que estaba promediando el viaje, más o menos había llegado a Maipú, ya más cerca del destino final y, en su caso, de la salida del banco. Claro que esta tortura la compartía con otros empleados de oficina, inútiles como él, que tenían poco para hacer, pero la tragedia de Gombrowicz era mucho mayor.

Los discípulos, los amigos, todos deseábamos secretamente aparecer en el diario. Nosotros conocíamos muy poco de esos textos así que a medida que se acercaba el momento de la aparición del Diario Argentino la expectativa iba en aumento. Cuando se publicó, unos por una cosa y otros por otra, quedamos un poco decepcionados, especialmente Betelú que le hacía reclamos por ciertos comentarios poco claros acerca de la inmaculada virginidad de la muchachada de Tandil. Gombrowicz le responde a sus temores:

“El ambiente algo, como quien diría, ligeramente dudoso de mi Diario Argentino es absolutamente necesario, esto afirma la seriedad de mi literatura y su autenticidad. No temas”

Mucho antes que nosotros algunos polacos tuvieron la suerte de ver su nombre escrito en letras de molde en ese famoso diario:

“De allí, alrededor de las doce, me fui al Rex a tomar un café. Se sentó a mi mesa Eisler, con quien mis conversaciones suelen ser más o menos como sigue: –¿Qué hay de nuevo señor Gombrowicz?; –Señor Eisler, se lo ruego, entre usted en razones”

Claro, Gombrowicz le cobró a Eisler por esta inclusión en el diario, y éste era otro de los recursos a los que echaba mano para pagarse alguna comida.

A pesar de que Gombrowicz tenía una gran confianza en la inmortalidad de su obra y de cómo iba a conseguir esa inmortalidad por aquí, en la Argentina:

“(...) mi fama quedará, para decirlo así, en suspenso muchos años todavía... pero a pesar de todo se va a consolidar de modo místico, diría, e imperceptible” sin embargo, promediando su estada en Europa escribe:

“Lo que es cierto, en todo caso, es que allí abajo, al otro lado del océano, hasta el recuerdo que he dejado está a punto de descomponerse, de morir”

Otra vez de Broglie, el corpúsculo y la onda asociada, otra vez el es lo que no es y no es lo que es, otra vez la naturaleza doble y opuesta, otra vez la contradicción.

Algunos fragmentos del diario se refieren a mí, quiero hacer mención a dos de ellos:

“Visita imprevista de Siegrist, que reside actualmente en Nueva York después de haber pasado los dos últimos años entre Yale y Cambridge. Ha venido con J. C. Gómez (ése soy yo). Me pareció como enfriado (...) Ambos afirman (pero es sobre todo la opinión de Siegrist) que la disminución del ritmo del desarrollo de la física (...), cuando puse como ejemplo a Einstein, advertí que Siegrist anotaba algo en el papel. Era, escrita con grandes letras, la palabrita: MACH. Y añadió: las acciones bajan”

La base de esta conversación está en las muchas que mantenía con nosotros, especialmente conmigo, referidas a las conexiones entre las ideas de la física actual y el pensamiento filosófico, pero, ¿quién era Siegrist? Es un hombre al que yo no conozco, nunca estuve con él. Pero Gombrowicz sí que lo conocía, era su agente en la bolsa de valores y, naturalmente, no sabía nada de física ni de filosofía, eran otros sus viajes y sus intereses, por ejemplo, el de las acciones que bajan.

La otra mención es la del diario de Piriápolis. Cuando fuimos juntos a ese balneario uruguayo, en diciembre de 1961, Gombrowicz me dijo en el barco: –Bien, querido Goma, ahora vamos a contarnos nuestras vidas. Pero la cosa no funcionó, ni siquiera pudimos tutearnos. Yo no sé, ni puedo, ni quiero contarle mi vida a nadie y, tal vez, lo mismo le pasaba a él. Le habíamos dado una forma rígida a nuestra amistad y nos resultó imposible cambiarla.

En Piriápolis estuvimos juntos durante un mes en una casa pequeña. Me acostumbré rápidamente a convivir con Gombrowicz, lo más difícil era aguantarle los malos humores que le venían cuando perdía al ajedrez y esa costumbre que tenía de no mirar directamente a los ojos. Algunos jóvenes venían a presenciar nuestras discusiones a la hora del crepúsculo. Un día, después de haber mantenido una en la que no pudimos ponernos de acuerdo, y ya a solas, me dijo: –Vea, Goma, yo tengo la inteligencia certificada. No sea temerario, no ponga en cuestión mi inteligencia en presencia de otras personas. Usted tiene que realizar un esfuerzo mayor que el mío para ser reconocido como inteligente. Evite hacer esfuerzos innecesarios, trate de imaginar que la razón la tengo yo.

El diario de Piriápolis es una joya, una pequeña obra de arte, pero, ¿qué relación tiene con lo que en realidad ocurrió allá?; no es tan fácil la respuesta. Un relato realista no es pero, ¿quién le va a pedir un relato realista a este incansable buscador de la realidad? En cuanto a decir la verdad Gombrowicz dejaba mucho que desear, el diario lo empieza y lo termina diciendo mentiras.

Hicimos nuestro viaje en un barco confortable y elegante, pero:

“–Viernes. El avión. Azul. Altitud: 1500 (...) Pero lo realmente divertido (apenas puedo contener la risa) es que, aparte de mí, hay cuarenta y nueve personas más volando a un mismo tiempo en el espacio. Somos una lata de conservas planeando. Pienso que en el aire somos una cantidad diferente a la que seríamos en tierra, esto se me sube a la cabeza”

¿A qué viene tanta mentira? Yo regresé a Buenos Aires antes que Gombrowicz, se me habían terminado las vacaciones, tenía que volver a trabajar, pero:

“Miércoles. He aquí que todo se termina. Dejé Piriápolis el 31 de enero y, vía Colonia, llegué a Buenos Aires el mismo día, a las once y media de la noche. Gómez se había ido antes, llamado por un telegrama emanado de las esferas de la universidad. No sabré pues jamás qué es lo que realmente pasó en Piriápolis”

Otra vez una mentira. Y en otro lugar del diario de Piriápolis, no sea cosa que vaya a dejar de mentir:

“Gómez habla de Siegrist y de su teoría sobre el carácter maníaco de la física. En cuanto a mí, le hago recordar el suspiro de Siegrist: –¡Las acciones bajan! Silencio de estrellas”

La primera vez que leí este diario me pareció extraño, me sentí participando de una aventura fantástica pues al parecer los hechos no se correspondían con lo que Gombrowicz había escrito. Pero esos hechos, que al poco tiempo de ocurridos tenían la dureza de un diamante y el dibujo preciso de sus facetas, fueron perdiendo sus límites y hoy están mucho más cerca del diario de Piriápolis. La intervención violenta de la voluntad de Gombrowicz les ha dado a aquellos hechos unos límites nuevos, le arrancó al continuo indiferente de la realidad una forma más profunda y perdurable, una vida más verdadera.

De la fama

Después de treinta y siete años Gombrowicz regresaba a Francia y se encontraba con un joven de veintidós años que había descuidado sus estudios, que se había hecho amigo de unos tratantes de blancas, y casi va a parar a la cárcel.

A este joven se le está acercando un señor de cincuenta y nueve años cuya obra de escritor ya tenía un lugar en el mundo, y que nos estaba abandonando después de veinticuatro años de vida en la Argentina. ¿Podría finalmente derrotar a París?

Mientras que en aquel lejano 1926 ese joven un poco arrogante se sentía puesto en una situación inferior, este hombre maduro de hoy nos está diciendo desde Francia que todo terminó:

“Las damas más distinguidas gritaban: –ah, qué felicidad la suya– cuando Leonor Fini les anunciaba mi presencia en su casa (...) Comprobé ya que mis conocimientos de Sartre y de Heidegger sobran para poner en aprietos a los más agudos intelectos tanto de Francia como de Alemania”

El círculo estaba cerrado, la victoria era fulminante, Gombrowicz reinaba ya en los salones y en la literatura. Nosotros mismos crecimos con esta victoria pues se nos estaba confirmando que allá, en el ombligo del mundo, el héroe de Ferdydurke, como él nos escribe al poco tiempo de llegar, pertenecía ya a toda la humanidad.

Si hay algo que Gombrowicz no tuvo en la Argentina fue fama. Salvo algunas notas  ocasionales que aparecieron aquí y allá durante casi un cuarto de siglo sólo pudo publicar Ferdydurke y El casamiento, bastante poca cosa para un hombre que buscaba con perseverancia la notoriedad y, más todavía, la gloria.

A pesar de que para el año 63’, año en que se va de la Argentina, ya empezaba a ser conocido en Europa, razón por la que la Fundación Ford le da una beca, por acá, salvo sus amigos íntimos, nadie le creía nada. Un poco por la costumbre que tenemos los argentinos de no reconocer el mérito ajeno, y mucho menos la jerarquía, y otro poco porque Gombrowicz no daba la impresión de ser una persona muy seria que digamos, la cosa es que este genio polaco estuvo rodeado siempre de una atmósfera de irrealidad. Cuando ya había empezado a sentir que la Argentina se le estaba descomponiendo, escribió:

“Lo que me es más penoso, también, es saber que de esa época argentina quedará poco. ¿Dónde están los que podrían contarme, describirme, reconstruirme tal como fui? Los que frecuentaba no eran en general literatos, no se puede esperar de ellos anécdotas pintorescas, detalles característicos, un dibujo logrado... Tengo que confesar, además, que yo era diferente con cada uno de ellos, a punto tal que nadie sabe cómo era yo en realidad. Me siento incómodo cuando, de tanto en tanto, el correo me trae lo que se escribe sobre mí en la Argentina. Como era de prever, en esas pequeñas evocaciones y artículos, se hace de mí un buen tipo, amigo de los jóvenes, un personaje convencional de artista incomprendido y rechazado por el medio. ¿Qué hacer? ¡Tu l’as voulu, Georges Dandín! ¿Por qué elegí una manera tan difícil de describir, un sistema de máscaras tan complicado? La gente previsora actúa de modo que su vida se preste a las pequeñas evocaciones”

El viejo zorro nos quiere hacer pasar gato por liebre, quiere hacer pasar su irrealidad argentina como un error de cálculo y no como unas ventoleras que lo agarraban de la nariz y lo llevaban para cualquier parte, como a la pobre Periquita que hacía lo que podía. Una prueba más del valor que Gombrowicz le daba a la fama se me hizo evidente cuando terminé de juntar los fragmentos de las cartas en los que se refiere a ella. El tema de la fama duplica en espacio a cualquiera de los otros y aunque él nunca había sido un hombre modesto esta exhibición desfachatada de su ascenso irresistible aparece como un poco enfermiza. Gombrowicz se toma a sí mismo como un objeto digno de gloria, y no sólo para los demás, un Gombrowicz argentino que se empieza a arrodillar en la puerta de ese otro Gombrowicz europeo que le muestra sus riquezas.

Y no afloja, pierde el carácter privado que lo acompañó siempre durante toda su estada en la Argentina y se entrega a las orgías del éxito que hasta entonces le había sido esquivo. Mientras no lo tuvo, o lo tuvo poco, el éxito había sido para él una búsqueda de pequeños burgueses, de hombres mediocres y superficiales, pero en las cartas se nos muestra de una manera muy diferente.

Yo pienso que Gombrowicz se deshumanizó en Europa y que, también, fue deshumanizado. Le decayeron allá sus impulsos fraternales y se le acentuaron los de inferioridad, autoridad, esclavitud, dominio, y no solamente por la enfermedad. ¿No será un poco injusta esta manera de tratar a Gombrowicz? Una planta a la que le falta el agua durante tanto tiempo se puede morir, y si no se muere se marchita, pierde el color y la frescura, pero cuando le damos un poco de agua otra vez, ¡con qué avidez la toma, y qué pronto recupera la lozanía! ¿No será que la indiferencia argentina y la pobreza convirtieron a Gombrowicz en esa planta seca regada nuevamente por el agua de Francia? No es tan fácil la respuesta.

En primer lugar, en estas cartas Gombrowicz se divierte con nosotros, pero no se nota, por lo menos no se nota demasiado, que se divierta con sus nuevas compañías. La cuestión es, como ya sabemos, que la diversión y el aburrimiento eran dos categorías de la existencia para él. Aburrir parece que no se aburría:

“Me felicito porque tengo mucho que hacer, para un anciano es lo mejor”

Pero, ¿se divertía? Quizás, lo que ocurrió es que Gombrowicz, de a poco, se fue convirtiendo en una persona seria, en un inmaduro viejo. Mentir seguía mintiendo, miremos si no como en las últimas páginas de su diario se inventó la compra de una casa magnífica de fin de semana con los dólares del premio Formentor nada más que para darle rabia a sus enemigos de Wiadomosci, la revista polaca de Londres, y la describe tan bien, con tal lujo de detalles que aún  hoy en día algún despistado le pregunta a Rita si puede ir a pasar unas vacaciones a esa casa. Sí, mentía, no solamente con la historia de la casa, también cuenta que en esa casa esperaba a un hijo bastardo que le estaba llegando desde la Argentina... pero... ya no era una mentira joven, inmadura, era la mentira de un falso padre viejo e inmaduro. La mentira divertida se le había convertido en una mentira seria.

Gombrowicz, ¿se vuelve adulto en Francia?:

“(...) hoy, por ejemplo, me levanté a las 9 (me levanto temprano) desayuné (...) me puse a escribir una nota política (pues la grandeza me obliga a tomar la palabra en asuntos de excepcional importancia)”

De apuro, también, se tuvo que construir un pasado familiar, un árbol genealógico (dibujado ya lo tenía, lo había desarrollado en sus horas de ocio mientras que fingía que trabajaba en el Banco Polaco), pues la fama lo obligaba a esclarecer su pertenencia a una familia de linaje noble, según lo imaginaba él.

Aquí, en la Argentina, se nos aparecía como una persona sin pasado, un Deus ex machina, y tanto era así que los cubanos habían hecho correr el rumor de que era hijo de un relojero de Varsovia. Yo lo empecé a admirar cuando todavía era hijo de un relojero, luego, en tanto que conde, más tarde como un representante extravagante de la nobleza polaca... da lo mismo. Una tarde me estaba traduciendo el pasaje del diario donde confiesa que no era conde y como yo no le manifestaba ningún asombro, me dijo: –Usted no entiende lo que le estoy leyendo, no ve que le estoy diciendo que no soy conde; –Yo entiendo, Gombrowicz, pero, qué interés puede tener para mí esa revelación, para mí usted siempre será conde, que lo sea en realidad o que no lo sea es algo que no tiene importancia, usted tiene todas las características de un conde, según me lo imagino yo.

Un momento muy intenso de su fama nos aparece cuando intenta regresar a la Argentina:

“(...) el escritor número uno (...) algo así como un Ricardo Rojas y un Goethe (...) El escritor más grande del universo”

Se siente como un Cristóbal Colón y como un Cesar, aunque sin la seriedad  de esos prohombres pues piensa especialmente en las burlas y en la venganza:

“para joder debidamente se necesita un terreno más amplio que La Plata” le dice a Quilombo cuando cambia su idea de ir a vivir con él a esa ciudad.

En Europa se comporta como un mutante, como esos vegetales que adquieren el tamaño del lugar donde los transplantan. Aquí, en Buenos Aires, me dijo una vez que no entendía como Gide podía hacer tantas cosas en un día: tocar el piano, ver editores, escribir; –yo apenas tengo tiempo de escribir un par de renglones y comerme un sandwichito. Pero ni bien pisa Europa, ¡otra que Gide!

En la medida que crece su fama se empieza a alejar lentamente de nosotros construyendo de apuro la leyenda europea pero, ahora, con poetisas, profesores, editores, condesas, estrenos, princesas, escritores. Tiene que cambiar rápidamente su piecita de la calle Venezuela por lo que él mismo terminaría por llamar: la administración de su gloria.

A mí no me vino nada mal la fama de Gombrowicz, al contrario, me vino muy bien. No estoy tan seguro, en cambio, que valga lo mismo para Gombrowicz. Quizás, tanta gloria le hubiera venido mejor después de muerto. A decir verdad, en los últimos seis años que vivió en Europa, no escribió ninguna obra nueva; terminó Cosmos y Opereta, a los tumbos, con mucha agitación, sin paz.

Pero qué importa. Gombrowicz se puso más allá de su propia fama y de sus mentiras, a mis ojos se convirtió en un héroe mitológico que transformaba los hechos banales en leyenda. Un Homero estrafalario, y así lo sigue siendo para mí.

De Sartre

Lo de Sartre es una historia aparte. Resulta increíble la desfachatez con la que Gombrowicz manipula a Sartre para ajustar sus cuentas con los franceses. Otra vez se nos aparece el carácter instrumental de sus composiciones, en esta ocasión me hizo recordar a una de sus cartas ríoplatenses en la que explica por qué incluye a los jóvenes de Tandil en el diario:

“Lo hago porque me gusta operar con lo insignificante, llevar lo insignificante a la altura, desconcertar... Lo hice una vez con un par de zapatos y otra con seis camisas de verano (...)”

“(...) me pasa una cosa rara, ya sabes cómo lo insultaba a Sartre y lo despreciaba. Pues bien, en el diario lo elevo a alturas vertiginosas, declaro que Francia tiene que elegir entre Sartre y Proust, y dije que es el pensamiento más categórico y decisivo desde Descartes. ¿Qué cosa che? Además escribí mi peregrinaje a su casa (es decir, para contemplar las ventanas). Esto va a joder a todo el mundo porque odian a Sartre”

Este acercamiento a Sartre le duró muy poco tiempo, entonces empezó entre nosotros una polémica epistolar que no fue la causa pero sí el soporte de nuestra ruptura, así que vamos a ver algunas de las cosas que nos dijimos por aquel entonces:

“Ada me leyó el primer fragmento del diario de Berlín. Le propongo humildemente que examine con cuidado lo que dice sobre Sartre (...) es como si hubiera caído en un pozo de aire (...) La conciencia de Sartre no es ajena al dolor ni al placer, el dolor y el placer son parte de la conciencia (...) No se alarme tanto, el idioma filosófico sólo es asimilado por las personas que conocen la filosofía, las que no abundan (...) puede quedarse tranquilo desempeñando su papel de procurador general del sentido común (...) el palo que quiere darle a Sartre le viene bien a usted también (...) Sus ideas sobre la forma y sobre la inmadurez son absolutamente incomprensibles para las tiernas criaturas del sentido común (...) participan de la misma pretensión que tienen las reducciones existencialistas (...) la conciencia sartriana no es la de Cartesius para quien los sentimientos eran ideas obscuras e indistinguibles, ni tampoco es la de Kant en sus formas de la sensibilidad y del conocimiento (...) La princesa me sugería, si es que a usted se le presenta alguna dificultad para comprender los misterios del en-sí, del para-sí, y del en-sí-para-sí, que se guíe por un misterio equivalente, el de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo”    

Hasta aquí, yo, ahora, Gombrowicz:

“Como si fuera poco, usted, en vez de mandarme noticias, trata, según parece, de enseñarme la filosofía de Sartre en cinco carillas. ¡Jua, jua, jua! Lo de que el dolor o el placer cobran valor dentro de la perspectiva del existente, de su mundo, de su situación, de su finalidad, de su futuro, de su proyecto, esto lo sabe cualquier niño. Lo que no saben algunos adultos recién iniciados es que en Sartre (como en todo cartesianismo) el ser se funda en la conciencia, es decir, que si usted es consciente de este vaso, el vaso es (aunque no procurara placer ni dolor). Esto es lo que yo condeno, tarado, pues lo sé hondamente que la existencia no es una relación suelta, tranquila, sino una relación convulsa –y no una libertad (no importa en qué sentido) sino una tensión. Todas las estupideces de Sartre provienen del hecho que se relacionó con el dolor de una manera tranquila y doctoral típica de los cartesianos. No comprendió el cuerpo, ni el dolor. Por lo tanto le sugiero, Goma, amistosamente, que les diga a todos los amigos que lo considero a usted bastante tarado. Salú”

Se me partía el corazón, mi dios polaco era Gombrowicz y mi dios francés era Sartre, y estos dioses no se querían para nada. La juventud de los 60’ era sartriana, adorábamos a Sartre. Claro, eran dioses que tenían objetivos muy diferentes. Sartre quería cargarse el mundo sobre los hombros con su teoría de la responsabilidad, una moral adulta, y Gombrowicz quería sacarse el mundo de encima con su teoría de la inmadurez, una moral infantil.

El “deber ser” era algo que espantaba a Gombrowicz (¿sería abogado?), su propósito era contrario a las leyes del hombre, fue maestro en al creación de un mundo en el que las personas, mejor dicho, los personajes estaban tentados a hacer algo que no tenían que hacer y, viceversa, a no hacer lo que tenían que hacer. Sí, ya sé, es cierto que escribió:

“La moral del escritor se resume en una de las máximas más elementales, tan elemental que es casi molesto formularla: escribe de tal manera que quien te lea vea en ti un hombre de bien”

El imperativo categórico kantiano, no sólo por lo que dice sino también por cómo lo dice, pero... La batalla entre Sartre y Gombrowicz se decide finalmente en un terreno en el que, a pesar de nuestra polémica, tuve que ponerme de parte del dios polaco:

“La ventaja que tiene usted sobre Sartre, paradójicamente, es la libertad. El franchute analiza tan minuciosamente la conducta humana, con tanta fuerza  avasalladora, que debe recurrir a una precisión conceptual enorme porque está condenado a buscar lo que de antemano sabe que encontrará. Sus ideas, en cambio, siendo más reducidas en cantidad y menos estrictas en calidad, le dan más libertad para dejarse penetrar por aquello que es distinto de usted y de las ideas que tiene sobre el mundo. Esta mayor libertad, sin embargo, debe utilizarla para decir cosas inteligentes y no pavadas”

A pesar de que yo estaba de parte de Gombrowicz en su manera de ver el mundo respecto a la de Sartre, antes y después de la polémica, eran otros los sentimientos que me golpeaban el corazón; ese maldito demonólogo de la forma me había clavado un puñal por la espalda:

“¿acaso era posible prolongar indefinidamente ese jueguito nuestro en La Fragata”

Así que transformé a Sartre en un martillo con el que lo iba a golpear hasta el final:

“En el ambiente se comenta que usted agigantaba a Sartre para golpear Proust y, de paso, a toda la literatura francesa, diario de París. Pero el filósofo se le escapó de las manos y le creció demasiado. Cuando sintió que se ponía por encima de usted, lo ubica en el lugar en el que siempre había estado según su manera de ver las cosas, diario de Berlín”

Pero de esto vamos a hablar en la separación social.    

De la separación social

Aunque no con mucha frecuencia ni de una manera muy explícita, en algunas ocasiones, yo le manifestaba mi admiración. Dice Bereza:

“Es muy fácil decir que para Juan Carlos Gómez Gombrowicz se convirtió en el otro más importante de su vida”

No es tan difícil comprender entonces que la frasecita de Gombrowicz me haya provocado un dolor enorme y que a partir de ese momento lo haya querido herir, así que siguiendo sus mismas enseñanzas manipulé a Sartre para ajustar mis cuentas con él.

Lo describí como si fuera un monstruo, lo confronté con su naturaleza y lo asimilé a una especie de fantasma disfrazado de hombre que cuando era hombre quería ser fantasma y cuando era fantasma quería ser hombre, que quería ser todo; un personaje que no era aceptado en su propio libreto; un actor que soñaba con los estados puros de realización y de irrealización, con la inteligencia y la estupidez desnudas, con la devoción y la perversidad, con la belleza y la fealdad, con la seriedad y la irresponsabilidad, sin máscaras; un hombre que quería ser A y no A, y que quería ser todo al mismo tiempo.

En medio de todas estas vueltas de carnero, es como si le hubiera dicho: –Gombrowicz, usted no tiene salvación, usted se va a llevar consigo al Gombrowicz que terminó siendo en La Fragata cualquiera sea la parte del mundo donde vaya. La separación estaba lista, en la que resultó ser la carta final de nuestra correspondencia le escribí:

“En mi última carta le decía que usted cambia de personas como los antiguos mensajeros cambiaban a sus caballos, tanto si está enfermo como si está sano, ahora, antes y siempre”

Gombrowicz no me la contestó, algún tiempo después de muerto me enteré que había tirado todas mis cartas, salvo la primera. ¿Es posible que esta frasecita haya provocado nuestra ruptura? Las palabras tenían mucha importancia en el mundo de nosotros dos, uno se adaptaba a las palabras que pronunciaba y, después, era muy difícil echarse atrás. Esta interpretación resalta el valor que tenía la forma, tanto para Gombrowicz como para mí, y el hecho de cómo una frasecita puede disparar todo un mundo contenido en nuestra realidad interior a la que no conocemos más allá de la psicología y de la antropología.

Pero la frasecita que ponía dudas sobre la continuación de nuestro jueguito era por sí misma una forma muy clara de expresar una perspectiva de aburrimiento, y la perspectiva de aburrimiento era inaceptable para mí, se tratara de Gombrowicz o de cualquier otra persona, con razón o si ella, en aquellos tiempos yo pensaba que nadie se podía aburrir a mi lado. Había desarrollado una marcada habilidad para cubrir los silencios con el impulso que le daba a la conversación a la que yo consideraba como la armonía en el intercambio de ideas, un acuerdo espiritual al que Gombrowicz equiparaba al motus animi continuus de Cicerón. Tanto era así que en algunas ocasiones, fuera en La Fragata o en el Rex, yo mantenía diálogos más artificiales que los de costumbre hasta la madrugada con el único propósito de que nuestra mesa fuera la última en levantarse, es decir, competía con las otras mesas para mostrarle a la nuestra que éramos los mejores.

Gombrowicz conocía esta ligera alteración de mi conducta que a veces le venía bien y otras, no tanto:

“El ama esto. Se califica a sí mismo como un molino de palabras. Ayer contó que en la escuela sus compañeros le gritaban: –¡cierra la canilla!, y si esto no era suficiente le colocaban un recipiente bajo el mentón (...) Gómez lleva a su boca un vaso de curasao. Me confía con una sonrisa que no encontró hasta el momento en toda Piriápolis una sola persona que hable, nosotros somos los únicos... “

Una vez puesta al descubierto esta extravagancia mía podemos dar un paso más. Yo había llevado el clima de nuestra correspondencia a un nivel alto, quería que no decayera el mutus animi continuus, pero no le tenía una verdadera confianza a la palabra escrita y, en consecuencia, sentía una especie de amenaza latente:

“La princesita me ayuda a mantener viva la forma de esa mirada en medio de lo que van siendo pálidos reflejos y un brillo parecido a la muerte. El recuerdo que ha dejado acá, si no vuelve, terminará por deshacerse y por morir”

¿De dónde me venía entonces esta angustia?, porque la frasecita de Gombrowicz aún no había aparecido. Yo le tenía plena confianza a mi palabra hablada pero le tenía poca confianza a mi palabra escrita y de veras temía que nuestra mesa ya no iba a ser la última en levantarse, sentía la amenaza de que nuestras palabras escritas terminarían por aburrirnos.

Pero había algo más, cuando le escribí la que resultó ser la última carta de nuestra correspondencia, amarga y llena de reproches, estaba solo, bueno, recién me había alejado de la casa y del barrio de mis padres, estaba tironeado por las ideas desagradables que producen los sentimientos de abandono. ¿De qué abandono?, de ninguno, ni el de mis padres ni el de Gombrowicz, considerar a mi mudanza y a la decisión que había tomado Gombrowicz de quedarse en Europa como un abandono sólo podía tener origen en una confusión, pero... la confusión me tomó la mano y puse en la balanza unas palabras para que el platillo de la frase de Gombrowicz quedara equilibrado:

“El hombre es una pasión fracasada y no tiene derecho a contar eternamente con nada. Pagué $6000 a Flor correspondientes a las mensualidades de enero, febrero y marzo. Chau Gombrowicz”

Una despedida socrática. Pasó mucho tiempo, cuarenta años exactamente y, aunque no tanto como antes, le sigo teniendo más confianza a la palabra hablada, porque la palabra hablada es la palabra socrática, la razón, es la palabra del hombre, y la palabra escrita es la palabra del escritor, y los escritores mienten, es la palabra del hombre que miente.

Sea como fuere la estrella que me unía a Gombrowicz no se fue apagando de a poco, simplemente estalló, como estallan las novas, no siguió el camino de los cuerpos celestes  que se enfrían en el cosmos:

“Lo que es cierto, en todo caso, es que allá abajo, al otro lado del océano, hasta el recuerdo que he dejado está a punto de descomponerse, de morir”

Dos años después de que yo las hubiera escrito, Gombrowicz escribe mis mismas palabras en su diario de 1966, había sido alcanzado por mi profecía.

Las razones que nos llevaron a la separación fueron muy distintas. Yo temía en verdad que nuestra relación cayera en el aburrimiento, me sentía amenazado por la posibilidad de que el nivel y la frecuencia de nuestra correspondencia decayeran, no le tenía confianza al arma que me había quedado entre las manos para combatir estas amenazas: la palabra escrita. Mi última carta fue un tanto desagradable, pero muy fácilmente podía haberla salvado con una más cordial, no lo quise hacer, desde que decidió no volver me fui enredando cada vez más con el presentimiento de la decadencia, y me quedé quieto, ahí. La separación se fue convirtiendo para mí, poco a poco, en una espada con la que le pude cortar las cabezas a esa Hidra que me amenazaba desde el horizonte.

Gombrowicz, en aquellos tiempos, estaba muy ocupado con la administración de su gloria y con sus enfermedades, me hizo un verónica, como hacen los toreros cuando dejan pasar de largo al toro, y me respondió con el silencio. Mientras yo me debatía con mis dudas y con mis especulaciones metafísicas de segundo grado, Gombrowicz se colocó en un plano mundano y consideró mi actitud como la de una persona de modales descuidados.

De las cartas

“(...) y en el conjunto de las cartas remitidas a sus amigos argentinos de las que Juan Carlos Gómez es el verdadero destinatario e incomparable exégeta” Henryk Bereza

“La verdad de un autor (de una persona) debe buscarse en la correspondencia y no en su obra...” Emil Cioran

Si bien es cierto que Bereza siempre ha sido muy generoso conmigo y es posible que a Cioran se le haya ido un poco la mano vamos a ver qué pasa.

¿Cuánto de importante era yo para Gombrowicz. Bereza dice:

“Es muy fácil decir que para Juan Carlos Gómez Gombrowicz se convirtió en el otro más importante de su vida. Hay que decir, sin embargo, una cosa difícil, casi imposible de decir, que Juan Carlos Gómez tuvo que convertirse en la persona más importante para Gombrowicz”

Pruebas de que soy el más importante no hay, pero voy a citar tres párrafos de cartas que me escribió a mí y uno de las que le escribió a Miguel Grinberg, que si bien no llegan a ser una prueba, le andan raspando:

“(...) estoy de acuerdo con usted, no hay caso, a usted le tocará ese destino, usted será el Glosador y el Biógrafo, váyase preparando de a poco”

“Certificado: Juan Carlos Gómez, alias ‘Goma’, es el argentino más iniciado en mi mundo y conoce mucho mis secretos”

“Le voy a decir, Goma, que en cierto sentido usted es mucho más amigo mío que Flor, lo que me une con Flor no sé si se podría llamar amistad”

“Los dos relatos (de Jorge Vilela y de Jorge Di Paola) son hechos de pedazos, de los cuales unos son mejores, otros peores. Bien lo sé que ‘describirme’ es una tarea dificilísima porque mis chistes no son sólo verbales, hay que dar el ambiente, la mueca, el estilo y aún la magia de una perpetua transformación de la realidad cotidiana en algo artístico (lo que me caracteriza). Esto no lo lograron pero sería demasiado pedir, quién sabe si un día no lo logrará Goma...”

Y, otra vez, igual que en Nueva guía de Gombrowicz, estamos hablando de cartas, pero con un propósito distinto. Mientras que en aquel ensayo las cartas eran sólo de Gombrowicz y el objetivo el mundo, en este caso las cartas, que ahora brillan por su ausencia, son de los dos y el objetivo nuestra relación. Sólo transcribimos algunos fragmentos de las cartas de Gombrowicz, muy pocos, alcanzan para que no perdamos de vista un estilo que no pocas veces se pone al servicio de Gombrowicz para ayudarlo a escurrirse entre nuestras manos como si fuera una anguila.

En estas cartas hay de todo un poco: humor, filosofía, comentarios maliciosos, teatro, sentimientos, chismes, amor, y una tensión afectiva e ideológica  que va creciendo y al final explota. Los temas de la correspondencia siempre se imponen por sí mismos al seleccionar fragmentos de cartas, pero en este caso, en esta oportunidad, sé de antemano cuáles van a ser sus contenidos y su cantidad pues me las tengo que ver con nuestras relaciones personales, unas relaciones que se me han grabado a fuego en cuatro asuntos fundamentales, a saber: su decisión de regresar a la Argentina; su decisión de compartir la misma casa con Mariano Betelú y conmigo; su decisión de no regresar a la Argentina; la interrupción de la correspondencia.

Sin ningún abuso, y con todo el respeto que un amigo debe tener por otro, no quise ni pude soslayar alguna referencia a su homosexualidad, son caminos escabrosos que debemos recorrer para rondar la verdad, no para alcanzarla, siguiendo los procedimientos del Maestro. Son reflexiones que tienen que ver con su sexualidad, con su erotismo, y con un canto a la juventud que se convierte en un hermoso vuelo con el que le da muerte a su perversión.

Empezamos a marchar otra vez por el camino de la vida y de la obra de Gombrowicz, y nuevamente nos ponemos en la mochila todo lo que existe, todo lo que es bello, y todo lo que duele. Al paso primero, al galope después, y, finalmente, a la carrera asaltamos el castillo de Gombrowicz. 

De Ada Lubomirska, de la pelea, y de la amistad

Para poder retomar con más fuerza y con más claridad lo que dije en el capítulo de la separación social es necesario que me refiera a la que para mí fue, desde que Gombrowicz se fue de la Argentina, mi alter ego.

“Entonces llegó el momento en el que los oyentes, fascinados por mi lúgubre resplandor, empezaron a insistir en que les dijera qué es el arte, en qué consiste el arte, cómo es el arte; y estas preguntas se me echaron encima igual que unos perros que años atrás me habían asaltado al llegar frente a la mansión de Wsola.. Respondí. -¡No, eso no os lo voy a decir! Eso sólo puedo decirlo a una persona de un rango igual al mío. De entre todos vosotros, sólo a una persona; -¿A quién?; -Sólo a ella –contesté, indicando a una de las damas-, sólo a ella. ¡Porque ella es una princesa!”

“Hoy se recibe en casa, hay fiesta. El salón está iluminado, flirt, muchos espejos, baile... pero un cuarto viejo, desordenado, obscuro, está allí en medio del brillo y el lujo, incomprensiblemente. Nadie ve o, quizás, nadie mira ese rincón ilegítimo, amenazador, traicionero. Una dama camina hacia él, se introduce, no del todo, está dentro y fuera a la vez; desde la penumbra interior del cuarto algo la cautiva, con una mano toca sus paredes sucias, viejas, las cosas inservibles y olvidadas”

“Su otra mano, brillante, lujosa, como dispuesta a colaborar con su hermana pobre atrae hacia el rincón solitario, el salón iluminado. Entonces el cuarto se aleja ... la dama camina en su busca... Yo observo la escena, se repite con obstinación ciega, pero cambian los tonos, diferencias apenas perceptibles brillan intensamente, comienza un movimiento impreciso. Interrogo a la dama, ella me contesta”   

Estos dos pasajes, el primero de Gombrowicz y el segundo mío, tienen un gran parentesco, en ambos se nota que tanto Gombrowicz como yo éramos víctimas de un encantamiento, estábamos encantados por la encantadora princesita. En nuestros primeros encuentros yo le regalé tres discos que me había regalado Gombrowicz a mí cuando se fue a Europa, en nuestros últimos ella me regaló Las palabras de Sartre.

Fue mi traductora de los textos polacos de Gombrowicz, mi partenaire en las discusiones con Sabato, la lectora de mi correspondencia con Gombrowicz, con ella, una segunda naturaleza de Gombrowicz estaba conmigo, ella me lo mantuvo vivo. La encantadora princesita fue mi amiga, irradiaba belleza y dolor como el mundo de Gombrowicz, mi Gombrowicz pasaba por ella, por eso empecé a idealizar mi amistad con él, un error, por eso me peleé con él, otro error. Ni qué hablar, Ada no tuvo culpa de nada, la tuve yo, la princesita no tenía ni una pizca de maldad, era encantadora.

Una cosa es por qué me separé de Gombrowicz y otra muy distinta por qué me empecé a pelear con él, y qué tiene que ver Ada con todo esto. Lo curioso del caso es que cuando se me despertó el instinto agresivo empecé a sacar copias de las cartas, hasta entonces no había sacado copia de ninguna. Los temas de la primera carta que dupliqué eran: el dolor, el yo, la amistad, Ada, Flor.

La separación la voy a tratar aparte, no tiene nada que ver con Ada, pero la pelea sí tiene que ver con Ada. Quizás, no esté bien decir que se me despertaron las ganas de pelear, yo soy peleador, pero, ¿por qué se me acentuaron las ganas de pelear?, y, además, ¿qué tipo de pelea era éste? Esta pelea era una lucha, una confrontación entre dos contendientes, a ver quién gana, era una competencia como la del ajedrez, no existió durante toda la pelea ninguna razón moral, sólo al final la moral roza la lucha. Luchábamos para ver quién era el más inteligente, el más grande, no por nada yo había elegido a Sabato y a Sartre como excusas pues a mí, como a Gombrowicz con Goethe y Shakespeare, me gustaba estar en buena compañía.

Gombrowicz y yo empezamos a merodearnos en círculo, como dos leones, nos tirábamos zarpazos, y nos peleamos momás, pero, ¿por qué nos peleamos?: cherchez la femme. Yo quería pelearme con Gombrowicz para ser el más grande, ¿el más grande para quién?, para Ada, la encantadora princesita, de la que estaba profundamente enamorado, estábamos enamorados. ¿Y Gombrowicz?, ¿acaso quería ser el más grande para Rita?, no, no lo creo, no, Gombrowicz quería ser el más grande para el mundo, y se estaba peleando conmigo porque yo lo vencía, porque mis cartas eran mejores que las de él, esto es lo que al menos me parecía a mí, y no sólo a mí.  ¿Me abandonó?, no, esta idea no funciona, fue una pelea, una pelea de pavos reales que se precipitó en la separación, pero, ¿por qué en la separación?... Esta es harina de otro costal.

En el conjunto de las sesenta cartas que le mandé a Gombrowicz hay un hueco epistolar de casi un año pues yo en ese entonces no sacaba copia de mis cartas y Gombrowicz tiró los originales. Un espacio que no es sólo de tiempo, nuestra relación se había transformado, de mi primera carta, la única que conservó Gombrowicz, un poco triste, inmadura, afectuosa, mozartiana, pegamos un salto a otra en la que los temas son el dolor, el yo, la amistad, un clima en el que ya se empieza a notar el zarpazo beethoveniano.

Había, sin embargo, una hermandad entre la mozartiana y la beethoveniana, las emociones con las que recibía y contestaba las cartas de Gombrowicz eran igualmente intensas, en ambas aparece un deseo que sólo claudica al final: el deseo de traerlo otra vez a Buenos Aires.

“Le voy a decir, Goma, que en cierto sentido usted es mucho más amigo mío que Flor (...)”

“La amistad es el más grande de todos los sentimientos, es una relación que nace de la fuerza y no de la debilidad, es una relación entre iguales en la que ninguno de los amigos debe renunciar a nada”

Un diálogo serio y afectuoso que mantuve con Gombrowicz. ¿De qué otra forma me podía decir él que me quería si Quilombo y yo fuimos los que estuvimos más cerca de su corazón? ¿De qué otra manera me podía decir que yo era su mejor amigo un pudibundo que no podía expresar en forma abierta sus sentimientos?

¿Por qué la amistad no nos protegió después de esa pelea tan desagradable?, es una de las funciones de este sentimiento. Yo estaba embotado, no le hice lugar a los impulsos constructivos de la amistad y no hice lo que tenía que hacer. Lo que tenía que hacer y no hice es muy simple: le tenía que haber escrito una carta más afectuosa y cordial que la amarga y llena de reproches que terminó con nuestra correspondencia. Si lo hubiera hecho mis palabras sobre la amistad hubieran llegado hasta el día de hoy sin ningún paréntesis.

Esa carta no se la escribí, y entonces Gombrowicz tiraba mis cartas a la basura y yo me ponía entre paréntesis durante cuarenta años junto a mi amistad. Pero la amistad, cuando ha tejido con cuidado su trama en el corazón, es muchísimo más poderosa que la torpeza y el descuido y aunque deba esperar mucho tiempo siempre vuelve, vuelve a ocupar ese lugar vacío y doloroso en el alma de los amigos. La nuestra esperó mucho tiempo pero volvió. Cuarenta años después.

Ada siempre estuvo de parte de los dos, de Gombrowicz y de mí, pero no le alcanzaron las fuerzas para detener al diablo que se había apoderado de nosotros e impidió que la amistad nos protegiera. Era el diablo de la separación metafísica.

De Mariano Betelú, y del proyecto de vida en común 

La idea de compartir con Gombrowicz y con Quilombo una casa me trajo muchos dolores de cabeza. En principio, ni en mis sueños más atrevidos yo me imaginaba abandonando la comodidad de la casa de mis padres en la que, según la opinión inveterada de mi hermana, yo era el hijo preferido. No tenía nada de qué preocuparme, trabajaba, tenía un buen empleo, ganaba bastante plata y llevaba una vida de dandy metafísico.

Sin embargo, eso de vivir con Gombrowicz, un Gombrowicz que se estaba volviendo famoso, que tenía el reconocimiento de la Europa civilizada, que era extravagante, libre, payaso, genio, no era cosa que, como me decía él mismo, se me iba a presentar todos los días. Pero era homosexual y yo, en esta materia, como Gombrowicz en los asuntos del dinero, era mortalmente serio. Como si esto fuera poco no me resultaba para nada clara la naturaleza de la relación que tenía con Betelú.

Mariano, que no era ningún idiota, en presencia de Gombrowicz representaba el papel de un perfecto idiota, inmaduro, esclavo, a tal punto que la relación tan intensa que tenía con el polaco sólo era explicable, en apariencia, por un tipo de atracción non sancta. Con el tiempo fui encontrando la llave para entrar, hasta cierto punto, en ese misterio, se puede decir que cuando escribí los monjecitos medievales tenía la mitad del camino hecho.

Para mí, Flor, era un animal extraño al que no sabía cómo abordar en mis cartas, de ahí el lenguaje sofisticado y abstruso de dos pasajes en los que me refiero a él y que Gombrowicz cita, de ahí mi obsesión por borrarle los contornos. No sabía cómo abordarlo cuando le hablaba de él a Gombrowicz, sí sabía cuando le hablaba a los demás o a él mismo, lo trataba como a un chico.

No sé, quizás el Altísimo en su infinita sabiduría frustró el proyecto de vida en común entre nosotros para protegernos a los tres:

“Viejo, no te hagás el santo, no gimas por tu reputación en Tandilu y en otras partes, es verdad que tenés la conciencia limpia pero esto se debe a mi aguante extraordinario, porque vos en Tandilu, siendo jovencito en la colimba no estabas del todo contrario que digamos a ciertas hm... hm... experiencias y bien me recuerdo que una vez en la confitería del León de Francia cuando estábamos con amigotes tomando grapa (yo pagaba) vos movido por una curiosidad juvenil me tocabas la pierna con la tuya, así no más, por casualidad, aprovechando el ambiente báquico (grapa) pero yo lo aguanté heroicamente para salvar nuestra amistad porque mi larga experiencia me ha enseñado que no hay que mezclar amistad y amor. Si no fuera por mi aguante estoico y ascético hoy no tendrías conciencia tan limpia porque no te faltaban las ganas por lo menos para ver cómo es eso y qué pasará, así que no vengas ahora luciéndote con tu santidad inmaculada. Hoy te lo puedo decir porque nos separa el Atlántico y no hay peligro inmediato, y te lo escribo al final de la carta para que lo puedas cortar con la tijera. Viejo, me admiro a mí mismo sobre todo tomando en cuenta los gastos y la plata invertida y tanto más que vos, con tu amor y admiración que me tenés, te resultaría imposible negarme ciertos sacrificios, pero ya ves que lo aguanté todo”

¿Y si no los separara el Atlántico?, ¿y si Gombrowicz se cansara de aguantar? Menos mal, si por imaginármelo acostado con un marinero, por imaginármelo nada más, se armó la de Dios es Cristo, ni quiero pensar lo que podría haber pasado si hubiéramos vivido juntos. Para hacer honor a la verdad las relaciones entre Gombrowicz y Flor quedan mejor descriptas en el relato de los monjecitos medievales que en este comentario malicioso.

"Dos monjes medievales sonríen, enigmáticos; misterios crueles se hacen presentes, no tienen nombre ni los puedo contar, están ahí, burlones, amenazadores. Yo interrogo a los monjes, pero no hablan. Dos monjes medievales se miran, con ojos tristes, locos, ambiguos, triviales, trágicos, idiotas, fríos, intensos; perversidades y desviaciones enormes se hacen presentes, no tienen nombre ni las puedo contar, está ahí, furiosas, inescrutables. Yo interrogo a los monjes, pero no hablan. Dos monjes medievales van juntos con pasos desiguales, uno camina delante del otro; ritmos prohibidos, armonías informes se hacen presentes, no tienen nombre ni los puedo contar, están ahí, como si fuera a comenzar una danza, una melodía definitiva, nunca oída, los monjes no bailan ni hay música. Yo los interrogo, pero no hablan. Dos monjes medievales terminan de comer y están satisfechos; no ríen, no se miran, no caminan. Yo los interrogo y hablan. Chillidos inarticulados, agudos, incomprensibles salen de sus gargantas”

Confundido por este dilema hamletiano, un acontecimiento familiar imprevisto y penoso me ayudó a aclarar el panorama. Mi hermana se divorció y se vino a vivir a la casa paterna con una hija pequeña. Tengo que huir, pensé, me tengo que ir de la casa de papá y mamá y, de la misma manera que Gombrowicz  pensó que para irse a vivir a España era mejor volver a la Argentina, yo pensé que para irme a vivir solo era mejor vivir con Gombrowicz y con Flor de Quilombo. Este pensamiento, este salto al vacío, a lo desconocido, me empezó a agobiar porque, si bien es cierto que siempre me podía escapar de ellos para ir a vivir solo, el primer paso era muy importante. Otra cosa que me mareaba completamente era la elección del lugar que estaba haciendo Gombrowicz: extra muros, aquí, allá... no podía ser, yo trabajaba en el microcentro. El proyecto de vida en común fracasó porque Gombrowicz no regresó a la Argentina, y yo me fui a vivir al barrio norte.

Es toda la correspondencia con el polaco la que me sacó, después de cuarenta años, el Gombrowicz que yo tenía adentro. Las sesenta cartas que le escribió a Mariano desde Europa me traen a la memoria recuerdos muy dolorosos. El martes 10 de junio de 1997 nos íbamos a encontrar en mi casa para intercambiarnos las copias de todas las cartas que nos había escrito, al mediodía me pidió que postergáramos el encuentro para el jueves, y a la tarde tuvo un accidente cerebro vascular. Internado en terapia intensiva once días, murió el 20 de junio. Era el más bueno de nosotros, siempre se ocupó más de los otros que de sí mismo. Eximio dibujante, soñó y se obsesionó con Gombrowicz, lo penetró, lo vio por dentro, hoy sus dibujos ilustran libros y exposiciones en todo el mundo.

Del regreso y del fracaso del regreso

El primer tramo de la correspondencia es luminoso. La Argentina todavía aparece como un faro brillante que guía los pasos de Gombrowicz, y aunque no saqué copias de mis cartas en este período epistolar es fácil darse cuenta de que estoy desempeñando el papel de un discípulo fiel, jovial, aplicado, que está aprendiendo a escribir cartas y que, como no podía ser de otra manera, va revelando de a poco su verdadera naturaleza: la de hacer líos. ¿Pero qué líos era esos?, eran líos sobre los que Gombrowicz me advertía y me hacía reproches, a veces severos, a veces amargos, desde el principio de nuestra correspondencia.

El lío más caracterizado, el que permanece invariable a lo largo de los dos años de mandarnos cartas, es el de mi manía compulsiva de mandarle cartas certificadas y expreso. Ahora bien, ¿por qué yo le mandaba este tipo de cartas si Gombrowicz no se cansaba de pedirme que no se las mandara? ¿Para obligarlo a despertarse temprano?, no, ¿para obligarlo a ir al correo?, tampoco, ¿para gastarle bromas?, no, qué va, ¿por el gusto de contrariarlo?, menos que menos. Entonces, ¿por qué?

Yo, antes que ninguna otra cosa, quería estar con Gombrowicz  y la única manera que tenía al alcance de la mano para conseguirlo eran las cartas, luego, tenía que asegurarme de que le llegaran rápido y bien, para mí era mucho más importante alcanzar este objetivo que el valor de sus protestas las que, por otra parte, como tenían un carácter teatral y retórico, eran muy divertidas, me mataba de la risa.

Otro lío que, según parece, le ponía los pelos de punta a Gombrowicz era que yo no sabía tratar a las mujeres, no las diferenciaba bien de los hombres, confusión de la que derivaban muchos errores de apreciación míos, verbigracia, que les mostraba las cartas que él me escribía, que las excitaba con su genio, que las obligaba a traducir sus textos. Aunque estoy utilizando el plural debería usar solamente el singular: estos líos yo los hacía con Ada, y nada más que con Ada, la encantadora princesita.

Ahora bien, el lío que se lleva la medalla de oro y que, lamentablemente, no puedo rastrear porque no dupliqué la carta que lo originó, es el de la inmundicia y la homosexualidad. ¿Qué extraña inspiración me llevó a acusar a Gombrowicz de homosexual si yo sabía que era homosexual? Y no solamente lo sabía yo, nadie podía dejar de saberlo porque, aunque tenía vergüenza de ser homosexual, tanto en el diario, como en la vida corriente, como en todo lugar y forma en que pudiera dejar señales, no se cansaba de declarar que era homosexual.

Yo creo que en este caso me perdieron los detalles. Las encargadas de la casa de Venezuela 615, donde Gombrowicz vivió dieciocho años, desde l945 a l963, eran unas mujeres muy chismosas. Elsa Schultze y su hija Irmgard, al principio, cuando iba a retirar la correspondencia de Gombrowicz, me hablaban muy bien de él, yo siempre estaba con el oído muy atento a la espera de alguna noticia truculenta porque también soy medio chismoso, pero nada, me lo presentaban como a un caballero de modales muy cuidados.

Sea porque se acostumbraron a verme y me perdieron el miedo, sea porque se dieron cuenta de que yo estaba esperando de ellas otros relatos, o sea por lo que fuere, la cuestión es que de a poco me empezaron a hablar de los escándalos, de los marineros y de... los detalles. Una cosa era para mí pensar en un homosexual abstracto y otra muy distinta en casi verlo acostado con un marinero, tan crudas y vívidas era las imágenes que surgían de los relatos de las alemanas, las putas conventilleras y atorrantas, como las llama Gombrowicz. Y el cotejo de un homosexual abstracto y un Gombrowicz encamado con la marinería me llevó a la ruina, se apoderó de mí un estado de confusión moral increíble que me tomó la mano y me escribió la carta.

Es probable también que yo haya buscado echar leña al fuego azuzándolo a Flor para que me mostrara la carta en la que Gombrowicz habla de su sodomía, la cuestión es que caí en un pozo de aire y nada en el mundo pudo detener la caída, ni siquiera el tiempo que tenía para reflexionar mientras escribía la carta. ¡Mi Dios!, menos mal que Gombrowicz tenía mano para tratar estas estupideces con altura, es por eso que la cosa no pasó a mayores. En una carta que me manda dos semanas después, es como si me estuviera diciendo: –mire cómo respondo a su traición, Judas, lo nombro mi embajador plenipotenciario y mi delfín ante Marta Lynch.

Pero la gran fiesta, las flores, los valses vieneses, los espejos, las luces empezaron a aparecer recién hacia el final de este tramo de la correspondencia, y esta fiesta es la que le da el nombre al comienzo de este capítulo, es la fiesta del regreso. Pero no era sólo el regreso, era también la causa que originaba ese regreso, la mano poderosa que agarraba al monstruo por la garganta y lo traía otra vez a la Argentina. Era el poder de mi verbo evocando a Flor de Quilombo el que lo traía de regreso, era mi verbo el que lo hacía ver con claridad meridiana que debía volver a la Patria. No lo recuerdo, pero es seguro que una mezcla de orgullo y alegría inmensos me debieron convertir en un ser altivo, soberbio, insoportable, más insoportable aún que de costumbre, cuando se trataba de asuntos de Gombrowicz.

La historia de este regreso no tiene un final feliz. Al tramo de correspondencia que se corresponde con el fracaso del regreso lo podríamos llamar el principio del fin, pues a comienzos del año 1964 Gombrowicz se enferma en Berlín y nunca se restablece, se le agravan sus afecciones pulmonares y finalmente se muere. El asma que lleva de la Argentina y el hábito de fumar que no abandona hicieron fracasar los tratamientos que le hacían para restablecer sus vías respiratorias. Fue perdiendo el aire de a poco a pesar de la cortisona que le daban, no podía hablar en forma continua y por eso tuvo que escribir las entrevistas con Dominique de Roux, no pudo grabarlas.

A esta época pertenecen los combates que yo libraba con Sabato con el que discutía sobre la traducción de Ferdydurke que él quería cambiar, y sobre el prólogo que había escrito para el libro. Esta gimnasia intelectual es la que me permite adquirir rápidamente el dominio del idioma epistolar que finalmente utilizo para luchar contra Gombrowicz. La enfermedad le acrecienta su inestabilidad nerviosa, su neurastenia, busca un poco de tranquilidad y se establece en la vieja abadía de Royaumont donde conoce a Rita. No sé si por la misma simpatía con la que estallan algunos artefactos explosivos, pero la cosa es que yo también me enfermé y anduve dolorido y mareado durante varias semanas.

Aunque todavía no nos dice nada, es seguro que para julio de 1964 ya había decidido compartir la vida con Rita y que ella se negaba a acompañarlo en el viaje de regreso a la Argentina, una intención que a esta altura del partido ya no debía ser un proyecto en la cabeza de Gombrowicz, sino más bien un reflejo condicionado. Sin embargo, Gombrowicz no se rinde, sigue peleando por su gloria y empieza a realizar su última mudanza, se muda allí donde puede administrarla mejor, se muda a Francia.

La enfermedad lo destruye, se va quedando sin inspiración creativa, apenas le quedan energías para terminar el Cosmos y la Opereta, a los tumbos, sin paz, pero no puede empezar ninguna obra nueva. El tiempo se le fue asociando con la idea de la muerte, con ese pájaro negro que se le posaba en el hombro. Se empezó a quedar sin ideas, se ahogó.  En el año l969, un poco antes de morir, le grabaron una película en Vence, la ciudad en la que vivió los últimos cinco años, una larga entrevista para una emisión de televisión. Este film registra a Gombrowicz en el cine, los que lo conocimos volvemos a ver sus juegos con el utensilio de la pipa y su manera de cargarla, la forma rítmica de contabilizar los argumentos con los dedos y el balanceo corporal, el gesto amargo, sarcástico, distante y, muy especialmente, su asma, la enfermedad que se lo lleva de este mundo.

Con el curso de filosofía íntimo que dictó durante un mes, a dos meses de su muerte, y esta última entrevista, Gombrowicz enfrentó el fin. A este mosquetero impenitente no le alcanzó la vida para rebelarse contra el dolor, un proyecto teatral que lo tenía como tema y que tuvo que abandonar después del infarto del 68’, aunque el dolor siempre fue su copiloto. Para nosotros, sus amigos y discípulos, esta película tiene un significado muy especial; sobre el fondo de una conversación que mantiene con tres interlocutores franceses aparecen como relámpagos lejanos de una tormenta argentina unos asuntos de Gombrowicz a los que siempre volvía y que actúan como registros de su personalidad profunda. 

De Rita y de la interrupción de la correspondencia

Entre el momento en que Gombrowicz toma la decisión de no regresar y el momento en que nos lo comunica pasan varias semanas. No se atreve a decirnos que no regresa, se siente culpable, se comporta como si estuviera haciendo algo que no debe hacer, entonces, emprende una huida a lo parto:

“¿acaso era posible prolongar indefinidamente este jueguito nuestro en La Fragata?”

¿Por qué me agrede?, ¿y qué es lo que está haciendo mal?

A partir de ese “jueguito” se desencadena una serie ininterrumpida de agresiones que terminan quebrando nuestra relación epistolar. No puede ser que la culpa la sienta solamente porque no vuelve, la enfermedad lo podía excusar de todo, la enfermedad es un justificativo universal. ¿Qué había entonces detrás de ese TEMPLO POCO CLARO? Gombrowicz nos está diciendo algo en clave, ahora bien, ¿qué es lo que nos está diciendo? Tenía que ser algo referente al “jueguito” y a Rita, algo humillante, algo triste, ¿y por qué referente a Rita? Vamos a ver qué pasa con la canadiense.

Sin vueltas, avancemos rápidamente, vamos a cortar por lo sano, ¿y cuál es la cuestión que nos había quedado pendiente con Rita?, el TEMPLO POCO CLARO, ¿no es cierto? Yo estudié esta cuestión desde varios ángulos diferentes analizando materiales que no forman parte de las cartas, no vale la pena entrar en detalles, y llegué a la conclusión de que Gombrowicz se sintió humillado cuando Rita le pidió, o le exigió, la libertad sexual. Eso ocurría en la década del 60’, en Europa. ¿La conducta de Rita era tan anormal, tan indecente para esa época? No, me parece que no, más teniendo en cuenta la enfermedad de Gombrowicz y el poco entusiasmo que siempre le había despertado el sexo con la mujer.

Las cuestiones amatorias y sexuales que aparecen en las cartas, para mí, carecen de importancia. Si el amor era tierno o un poco más duro, o cuántas veces lo hacían por día, o cuánto les duró el entusiasmo, o cuándo dejaron de hacerlo por completo –relatos que Gombrowicz le hace a Flor en las cartas con cierta desvergüenza-, son problemas que pueden llegar a interesarle a un sexólogo o a un psicólogo, pero no a mí.

Lo que para mí tiene importancia es tratar de determinar cuánto de persona había llegado a ser Rita para Gombrowicz; hasta aquí, por lo que él dice al menos, no se sabe bien cuánto, pero a lo mejor se podría saber algo más por lo que él hizo. Lo que él hizo fue abandonar el proyecto de regresar a la Argentina, y en esto tiene mucho que ver Rita. ¿Pero cuánto de fuerte era ese proyecto de regreso?, es otra de las cosas que no se sabe. Si el proyecto de regreso tenía algo que ver con el hecho de que Europa lo aburría y era demasiado cara, como él mismo nos dice, entonces no podía ser un proyecto muy fuerte que digamos. Gombrowicz nunca tuvo proyectos fuertes, ésta era una de las claves de su vida y de su obra, el sabía bastante bien lo que no quería, pero no sabía lo que quería. En este epistolario Rita aparece como una sombra, es una sombra que proyecta Gombrowicz, no aparece individuada, no tiene voz, no se sabe bien qué es para Gombrowicz, si es una persona o más bien una cosa. Tenemos que dejarla en paz a Rita, vamos a ver con el tiempo.

El tiempo: pasó el tiempo, pasaron cinco años y Gombrowicz la convirtió en su familia, en esa familia de Polonia que él había perdido en 1939. En la penúltima carta que le escribe a Betelú hay un paréntesis terrible, un paréntesis ortográfico. Es una carta escrita en un tiempo en el que Gombrowicz le había empezado pedir a un par amigos algún veneno o, en su defecto, una pistola para pegarse un tiro. A pesar de una convivencia con Rita que tenía ya cuatro años y medio, cuando se siente obligado a casarse con ella después del infarto del míocardio del año 68’, nos informa que había contraído matrimonio, pero nos lo informa entre paréntesis (con Rita), se siente obligado a aclararnos con quién. Claro, nos lo tenía que aclarar, si por un error de cálculo imperdonable en vez de casarse con una princesa o, en el último de los casos, con una condesa se había casado con una cenicienta que seguía buscando materiales para escribir una tesina sobre Colette, mientras la barra argentina seguía esperando, según lo imaginaba él, unas nupcias reales. En vida de Gombrowicz nunca dejó de ser una sombra para nosotros, una sombra que lo cuidó y que lo ayudó a morir.

“Recibí la foto de Rita, es una joven hermosa (Rita me había mandado la foto de una hermana y no la suya, no sé por qué, ella me dijo que por confusión). Creí que se trataba de una aventura exótica y pasajera pero ahora caigo en la cuenta de que encontró en Rita algo más importante. Yo sé que usted oculta sus sentimientos, por pudor, debilidad y orgullo porque son ellos los que nos entregan y atan a los demás. Sin embargo, ese drama personal suyo que usted oculta con un montón de payasadas y contradicciones es el camino que recorremos y el punto al que llegamos quienes somos sus amigos. El origen de su nobleza es la pasión así que, Gombrowicz, cambiemos de tono. La decisión que tomó de no regresar a la Argentina coincide, sugestivamente, con la aparición de la canadiense en su vida, por lo tanto enséñenos a querer a quien, seguramente, es para usted un punto de apoyo y un aspecto de su propia dignidad”

El reproche que hago aquí es justo porque Gombrowicz había adoptado un estilo epistolar de vejete reblandecido para hablarnos de Rita. Le di un carácter noble a mi carta para llamarle la atención pues yo sabía que él no podía establecer relaciones cínicas con nadie.

Yo me encontré con Rita en Buenos Aires en el año 1973 cuando el inefable Gustaw Kotkowski nos hizo de partenaire, y a caballo de los años 1978 y 1979 cuando volvió para completar los testimonios que después publicó en Gombrowicz en Argentine.

A decir verdad el estado de confusión en el que había caído mi relación con Gombrowicz también la arrastró a ella, y cuando después de cuarenta años llegó el momento de la reparación que debió ocurrir junto a la que para mí fue la resurrección de mi amigo, no pude hacerlo, y no pude hacerlo por la oposición cerril que me interpuso y me sigue interponiendo para impedir que publique las cartas  que me escribió Gombrowicz.

Yo no supe entonces ni sé ahora cómo es Rita, lo que sí sé es que no correspondió las gentilezas que tuve con ella cuando anduvo por acá, por ejemplo, entregándole las copias de todas las cartas de Gombrowicz y también de las mías. Hay que tener un poco de paciencia  pero el momento llegará. Yo no puedo permitir que una mujer que da muestras inequívocas de padecer el síndrome de las viudas de los escritores famosos  impida que los polacos conozcan esas cartas. En la actualidad estoy intentando donárselas a la Biblioteka Narodowa para el caso de que ella se digne darles la autorización correspondiente. Y si no es la Narodowa será el Museo de Literatura, y si no es el Museo alguien será, pero será.

De la separación metafísica

Yo empecé a provocarlo a Gombrowicz con Sabato  y terminé provocándolo con Sartre en medio de una lucha a brazo partido, los resultados fueron letales para los dos, para Gombrowicz y para mí. Mi divisa: Amicus Plato, sed magis amica veritas, pero también quería ser mejor que Sabato para Gombrowicz, y mejor que Gombrowicz para Sartre, ésta vendría a ser la forma de la pelea.

Ahora bien, ¿por qué la tensión afectiva e ideológica devino en ruptura? La cuestión podría ser liquidada con los primeros reproches que nos hicimos: Gombrowicz me acusó a mí de egoísta patético porque no comprendí su enfermedad, y yo de desleal porque no volvió. Esta sería una explicación psicológica en la que ambos nos manejamos con valores éticos.

En el capítulo de la separación social aparece como disparador de la ruptura la “frasecita”:

“¿acaso era posible prolongar indefinidamente este jueguito nuestro en La Fragata?”

La “frasecita” me produce un dolor enorme, yo le daba mucho valor a la forma, a la forma gombrowicziana, asunto que no le debió pasar inadvertido a Gombrowicz cuando me la escribió. Se colocó en una esfera estética, es como si me estuviera diciendo; –para aburrirme en La Fragata mejor me quedo acá–, y yo, por falta de madurez reaccioné sufriendo.

En este capítulo yo utilizo la separación como un arma para combatir la perspectiva de la decadencia, del empobrecimiento de nuestra relación epistolar, es como un intento de detener el tiempo, más aún, de regresarlo al pasado, de ponerlo en aquel lugar donde nos resultábamos interesantes el uno al otro, es un pasaje de un mundo ético a un mundo estético.

Son tortuosos algunos de los caminos que sigue el alma para mantenerse en las cimas que ha alcanzado. Gombrowicz no regresó a la Argentina porque no quería que el jueguito de La Fragata malograra los juegos que había jugado alguna vez, y yo dejé de escribirle para evitar que nuestra relación se hundiera en la decadencia.

Es un movimiento paradójico de la conducta del que resulta, según nos lo parecía a nosotros, que sólo era posible mantener nuestra relación bajo la condición de que la suspendiéramos indefinidamente. Quizás, esta manera de ver las cosas, le dé una respuesta parcial al interrogante que formula Henryk Bereza en Goma 2 cuando se pregunta si el aletargamiento de nuestra relación no habrá tenido consecuencias protectoras sobre su existencia a la que él considera única en su tipo.

Gombrowicz le daba mucha importancia a los modales, cuando recibía una carta vulgar, impertinente, desconsiderada la devolvía sin responder. Mi última carta tiene un tono de ruptura, fue desconsiderada pero Gombrowicz no me la devolvió, no quiso provocarme con esa ofensa, intentó proteger nuestra amistad, se quedó esperando que yo le escribiera una más cordial, pero no se la escribí. Por más doloroso que le resultara, Gombrowicz, en estos casos actuaba siempre como un hombre de mundo, fuera con quien fuere, no hacía indagaciones más allá de los modales, y esto es lo que hizo conmigo. Los valores que se pusieron  en juego aquí fueron los sociales.

Lo cierto es que esta separación la sentimos como un fracaso, dolorosamente, no era un fracaso intelectual sino un fracaso de carácter religioso y amoroso.

“(...) al correr de los años todo el complejo de problemas: juventud-inmadurez-forma se volvió para mí cada vez más esencial y quizás más doloroso, no fue ya solamente la diversión, sino también las disputas y el doloroso esfuerzo espiritual oculto tras esa problemática”

¿Acaso no está metida acá nuestra separación?, claro que sí, claro que está metida, Gombrowicz era un realista nato, por más fantástico, metafísico, extravagante que pareciera no se manejaba nunca con ninguna idea, con ningún pensamiento que no estuviera anclado en su realidad.

Y yo, ¿es posible que yo, recurriendo tan sólo a mi voluntad, me haya ocupado de Gombrowicz en forma tan obsesiva y fundamental durante medio siglo? No, no es posible, tiene que haber algo en común entre nosotros dos, algo preexistente a la época de nuestro encuentro, un acuerdo psíquico y social muy intenso que, sin embargo, no nos protegió de la separación.

¿Y esta trilogía que estoy escribiendo recién ahora no estará expiando alguna culpa?, pero, ¿qué culpa? Gombrowicz es una fuerza que me ha desviado de mí y que me empuja siempre hacia lo alto. ¿Por qué se ha vuelto tan importante este hombre para mí? ¿Por su obra? No, no puede ser por su obra. Gombrowicz me quiso mucho y yo no me di cuenta de eso, no me di cuenta porque él no podía expresar en forma abierta sus sentimientos. Gombrowicz se volvió tan grande para mí porque yo no lo supe querer a él como él me quiso a mí. Es una deuda que no puedo pagar.

¿Si todo estaba tan bien preparado para que nuestra amistad fuera eterna por qué metió la cola la separación metafísica? Gombrowicz se había desterrado de su familia, de Polonia, y de esa patria de adopción que fue la Argentina para él, ¿no se habrá querido desterrar también de mí?, ¿y yo de él?

Desterrarse es quedarse sin tierra, sin la primera y más intensa sujeción del hombre al mundo. ¿Y para qué uno puede querer desterrarse?, ¿para ser libre? Gombrowicz quería mucho a las anguilas, adoraba a las anguilas porque, igual que ellas, no quería sentirse apresado ni sujeto a nada. Pero, ¿no estar sujeto es ser libre?, ¿yo me separé de Gombrowicz para ser libre siendo que él representaba para mí la más grande libertad de pensamiento? Fue un paso en falso, el paso fatal, de los dos, de Gombrowicz y mío. Uno puede ser libre de cualquier cosa pero no puede ser libre de lo que ama, es esa famosa libertad aherrojada de la que habla Sartre. Quisimos ser libres el uno del otro y nos hundimos en una sujeción dolorosa, Gombrowicz tiraba mis cartas a la basura y yo me ponía entre paréntesis durante cuarenta años. Es muy difícil amar a una persona, a la familia, a la patria cuando no se acepta ninguna sujeción, cuando se sueña intensamente con la libertad, pero Gombrowicz amó a su manera, tuvo que dar un rodeo pero amó, amó a todos los hombres, amó a la humanidad como Beethoven. Y yo también me di un rodeo y terminé amándolo él. Así es la vida.

De los dolores fundamentales

Hasta aquí estuve dando vueltas alrededor de Gombrowicz como los comandantes que dispusieron las fuerzas para sitiar a Troya, pero ahora tengo que entrar a esa Troya y necesito un caballo, el “jueguito” va a ser mi caballo de Troya. El “jueguito” fue una bofetada que me dio Gombrowicz para ofenderme y retarme a duelo, así lo sentí yo. ¿Y por qué el “jueguito” va a ser ese caballo? Porque dentro de ese caballo, dentro de ese “jueguito”, hace cuarenta años yo entré en Gombrowicz.

El “jueguito” es el dolor, el de Gombrowicz y el mío, el “jueguito” es el fracaso, el “jueguito” es una pasión fracasada. Gombrowicz sabe muy bien que el dolor es la puerta por la que se entra a la fortaleza del hombre, el Prefacio al Filimor forrado de niño contiene una lista enorme de los dolores que informan a Ferdydurke. Este pasaje está escrito en forma sarcástica, teatral, exagerada pero, aunque uno de sus propósitos debe haber sido burlarse de la crítica literaria, ni uno solo de esos dolores deja de ser humano.

Durch Leiden Freude”, por el dolor la alegría pensaba Beethoven, algo parecido piensa Gombrowicz, quizás el polaco cambia la alegría del alemán por la belleza, o el encanto, o la juventud, o la diversión, o todo eso, da lo mismo. Yo no junto a Beethoven con Gombrowicz porque sean grandes, los junto porque son hermanos, porque en ellos se siente más que en ningún  otro que el dolor es el origen de la existencia.

La lista de dolores de Ferdydurke es muy grande, me voy a guiar entonces por un canon de Gombrowicz:

“Metafísica, de acuerdo, pero hay que empezar por la física”

Me guío por este canon sobrecogido por un santo temor, el contenido de otro canon de Gombrowicz:

“Me río de la metafísica... que me devora” en qué quedamos, lo devora o la deja de lado, pero tengo que seguir adelante.

Bien, quito de la mesa todos los dolores metafísicos y dejo tan solo los dolores psíquicos y los sociales. ¿Todos?, no, que va, los que sean fundamentales en Gombrowicz. ¿Y cuáles son esos dolores fundamentales? Para responder a esta pregunta también me guié por un canon, pero mío, yo también tengo cánones. La lectura de la Crítica de la razón dialéctica de Sartre me estaba dando dolores de cabeza: –sabe, Gombrowicz, la comprensión de un texto es casi la misma cosa que acostumbrarse a algunas de sus palabras fundamentales; –tiene razón, Gómez.

No es tan fácil encontrar en la obra de Gombrowicz esas palabras fundamentales que representan sus dolores psíquicos y sociales, a veces las dice, a veces las calla,  pero están ahí, tienen que estar. Sobre estos dolores me habló con más elocuencia el Gombrowicz que yo conocí que el diario. ¿Y cuáles son entonces esos dolores de cuya mano voy a entrar a Troya?: el miedo, la homosexualidad, la deserción, el destierro, la traición, la culpa, la inmadurez, la forma.

El sentimiento del que derivan la deserción y el destierro es el miedo, como muy bien lo voy a demostrar en el capítulo siguiente, pero, ¿y la homosexualidad?, no es tan evidente que el origen de la homosexualidad de Gombrowicz sea el miedo. Gombrowicz no le tenía odio a las mujeres, no era misógino, pero, ¿y miedo?, ¿no será que era ginófobo? La cuestión de que la homosexualidad le produjera tanta vergüenza y la heterosexualidad de sus relaciones con Rita dan para pensar que le tenía miedo a las mujeres y que el miedo era el origen de su homosexualidad. Dejemos este dilema para otra oportunidad, pero si fuera cierto que era ginófobo, el miedo se convertiría en el archiorigen de los dolores de Gombrowicz.

Estamos en las puertas del castillo de Gombrowicz, primero lo vamos a sitiar y luego, al paso, después al galope y finalmente a la carrera vamos a asaltar sus laberintos para conocer algunos de sus misterios. No voy a entrar solo, voy a entrar con Henryk Bereza, mi amigo polaco y un buen piloto de tormentas, quiero que entremos juntos. Le voy a pedir que se ponga en la mochila su Goma y su Goma 2, son los mapas que nos van a guiar para no perder el rumbo.

Del asalto al castillo

¿De cuántas cosas se sentía culpable Gombrowicz? Quizás, culpable sea demasiado decir, a lo mejor dando un rodeo podríamos aproximarnos con más claridad a estas regiones prohibidas. Cuando Gombrowicz llega a la Argentina uno de los primeros contrastes que nota respecto a Europa, esa parte del mundo que había estallado en llamas, es el de que estaba en un país en el que se respiraba la tranquilidad propia de los seres que no tienen nada de qué avergonzarse.

Estamos atenuando el sentimiento, de la culpa pasamos a la vergüenza, la culpa es para las faltas graves, para los pecados mortales, la vergüenza es para las faltas leves, para los pecados veniales. Pero esta manera de acercarnos puede resultar un poco chocante, hay detrás de estas palabras un tufillo moral y religioso que huele a arcaísmo Debemos ponernos rápidamente en la modernidad utilizando expresiones apropiadas y la puerta del pensamiento por la que se entra a la modernidad es el existencialismo en cualquiera de sus variantes. Entonces, ni culpa ni vergüenza, nos las estamos viendo ahora con la “conciencia intranquila”.

Pero una cosa son los arcaísmos y la modernidad, y otra cosa soy yo, y yo voy a utilizar indistintamente la culpa, la vergüenza y la conciencia intranquila para mirar dentro de Gombrowicz y analizar lo que hay ahí. Vamos a ver entonces cómo suena eso de la conciencia intranquila, ¿cuántas cosas le intranquilizaban la conciencia a Gombrowicz?, al menos dos, la homosexualidad y la deserción en el puerto de Buenos Aires. Antes de seguir adelante voy a hacer una confesión: yo no quiero ser antiguo ni moderno, más bien quiero ser yo pero, la verdad, me gustan más las palabras antiguas que las palabras modernas así que me las voy a seguir arreglando con la culpa y la vergüenza. 

No cabe duda de que Gombrowicz le hizo lugar a su homosexualidad en su obra artística de una manera profunda, consciente y velada, y de que el resultado fue bueno, muy bueno. Pero él quería encontrarle un lugar más amplio a su homosexualidad, menos oculto y más directo, este segundo propósito no lo alcanzó. En Gombrowicz, este hombre me causa problemas me extiendo bastante sobre este asunto, basta decir acá que su impotencia para darle apariencia de bellas y espirituales a las relaciones sexuales que mantenía con los jóvenes le producía vergüenza y lo hacía sentir culpable. Este sentimiento de culpa lo acompañó toda la vida, era una culpa que tenía dos orígenes: el de la vergüenza que le causaba su homosexualidad y el de la impotencia para transformar su homosexualidad en belleza.

Los temas de la homosexualidad y de la vergüenza ocupan muchas páginas del diario pero, ¿y el de la deserción? Muy pocas. En Testamento contrapone con cierta ligereza la deserción formal a la deserción moral y concluye que él era un desertor moral porque siempre había tenido en orden sus papeles. Digo con cierta ligereza porque hubiera sido preferible que tuviese en orden sus papeles morales y no sus papeles legales.  Por supuesto, me estoy refiriendo al momento, a ese último momento, en el que salta del barco y no regresa a Europa con sus compatriotas porque había estallado la guerra. Una de las razones por las que Gombrowicz le da poco lugar a la deserción en el diario es porque tiene la conciencia intranquila (me traicioné, lo dije nomás), se siente culpable. La deserción es una huida con traición y la traición es un quebrantamiento de la fidelidad.

Ya hemos juntado algunas palabras fundamentales: homosexualidad, deserción, culpa, traición, vamos a ver ahora qué podemos hacer con ellas. La homosexualidad, digámoslo así, es un delito de tracto continuo, las pulsiones homosexuales no duermen nunca, están siempre ahí. En cambio, la deserción no es un delito de tracto continuo, es puntual, no hay un estímulo permanente, tiene que existir una ocasión externa que llame a desertar y ésta es la otra razón por la que Gombrowicz se ocupó tan poco de la deserción en su diario. Pero la deserción es un dolor que aparece en todas sus novelas, no tan sólo en Transatlántico, y en sus piezas de teatro porque no se deserta solamente por faltar a los compromisos que se tienen con la patria sino también por traicionar las obligaciones que se tienen con los demás.

Antes de seguir adelante con estas indagaciones es necesario que quede claro que yo no lo estoy juzgando a Gombrowicz, y esto por dos razones de suma importancia: una, porque el mundo cambió, la relación actual de la homosexualidad y la deserción con la culpa es distinta a la que había en la época de Gombrowicz, la cuerda se aflojó; la otra, porque yo quiero presentarlo a Gombrowicz, no juzgarlo, presentarlo eso sí de una manera un poco distinta a cómo se presentaba él.

Ahora bien, ¿el hecho de que la culpa por la deserción le hubiera aparecido con menos frecuencia que la de la homosexualidad hace de esta culpa un sentimiento más débil? No, al contrario, lo hace más intenso. La culpa por la homosexualidad la tenía más o menos domesticada, aunque con tropiezos y alguna torpeza había aprendido a hablar de ella en el diario, no lo atormentaba, pero, ¿y la deserción? Tomar la palabra por Gombrowicz en un tema que él gambeteó sistemáticamente es un asunto bastante peliagudo porque me va a faltar un elemento de control muy importante, es decir, me va a faltar Gombrowicz, pero no me queda más remedio que tirarme a la pileta.

Gombrowicz se había preparado para amputar en sí mismo todo lo que los polacos tienen de exagerado: la virilidad, la violencia psíquica, el amor a la patria, la fe, la honradez, el honor. Trató con sangre fría y sin reparos sus sentimientos más queridos a la espera de que otros valores le salieran al encuentro. Sí, esto es verdad, pero los rasgos más profundos de nuestra formación más temprana siempre vuelven sobre nosotros y la actividad de amputar, la amputación, debe ser permanente.

¿Qué cosas le pasaron por la cabeza a Gombrowicz cuando se bajó del Chrobry? Cuatro días antes de la declaración de la guerra, el 28 de agosto del año 1939, el barco recibió la orden de partir. Gombrowicz estaba muy nervioso. Dudaba entre regresar a Inglaterra o quedarse en la Argentina y esperar que terminara el conflicto. Hizo que le subieran el equipaje, se despidió de Jeremi Stempowski y se embarcó. Cuando la sirena del barco empezó a anunciar la partida Gombrowicz estaba bajando por la pasarela con sus dos maletas y saltaba rápidamente al muelle.

Gombrowicz no era un dios ni un diablo, era un hombre, se debió sentir culpable porque los desertores son traidores, y la traición es infidelidad, ¿y a quién le era infiel Gombrowicz?: a la familia, a los amigos, a los vecinos, a los colegas, al lugar de nacimiento, a la patria. Cualquier sentimiento de culpa se puede eliminar o mitigar eliminando el crimen que le da origen, en este caso la deserción. Tenía que poner rumbo a Inglaterra y alistarse para pelear contra los nazis, pero no eligió este camino.

Otra forma de atenuar o aliviar la intensidad de la culpa es eliminado no al crimen que le da origen sino al alguien o al algo que nos lo hace recordar o, eliminándonos a nosotros mismos. Pero estas soluciones son demasiado drásticas, hay que prepararse para el suicidio o para cometer nuevos crímenes más graves aún que los originales. Por suerte, tanto el suicidio como los nuevos crímenes tienen unos representantes más diplomáticos y más pacíficos, creo que podríamos llamarlos así: el castigo que podemos infringirnos a nosotros mismos y a los demás.

Y hasta aquí llegamos. Debo responder ahora al porqué Gombrowicz se sentía culpable, al porqué se comportaba como si estuviera haciendo algo que no debía hacer, allá, en Royaumont, en la vieja abadía. Debo responder porque yo prometí que iba a responder a estas preguntas, lo prometí en otro capítulo, y yo debo cumplir con exactitud mis compromisos, ésta es la definición de la fidelidad, ¿y por qué debo cumplir?, porque yo soy fiel, porque yo soy “el fiel Goma”. ¿Es retórica esta digresión?, de ninguna manera, más adelante vamos a ver por qué.

Hagamos un paréntesis, pongamos en la mochila algunas ideas más para llegar a un gran final a toda orquesta, vamos a hacer algunas reflexiones sobre el dolor y sobre la muerte. En el capítulo del dolor de Gombrowicz, este hombre me causa problemas seguimos algunas peripecias del pensamiento de Gombrowicz que nos mostraban cómo el dolor se había vuelto más importante que la muerte y cómo la vida para la muerte del existencialismo era un anacronismo que no reconocía la mengua del valor de la muerte y la irrupción del dolor, corrimiento que Gombrowicz constataba en sí mismo y en la historia humana. El trabajo que se toma para hacer aparecer un dolor triunfante sobre la muerte y una muerte en retirada lo único que demuestra es que el dolor y la muerte son socios, más aún, son miembros de una misma familia.

Dice Bereza en Goma 2:

“(...) del drama interno de la vida y la obra del más valiente, tanto en el pensamiento como en la creatividad, escritor polaco, que quiso crear su patria de adopción en el  cosmos”

Sí, esto es verdad, pero Gombrowicz también era miedoso, no en el pensamiento y la creatividad, ¿en qué, entonces? Fue el miedo a la guerra y no la conclusión de un análisis ponderado de la realidad el que lo impulsó a saltar del Chrobry en el puerto de Buenos Aires. El miedo es un sentimiento de inquietud causado por la posibilidad de un daño inminente, real o imaginario. Cuando el riesgo no es inminente el miedo no aparece o, si aparece, es muy débil; lo que ocurre con los miedosos es que tienen una tendencia a convertir en inminente la posibilidad de los daños remotos y esto es lo que le pasaba a Gombrowicz.

Cuando en el año 1955 los conflictos civiles entre los peronistas y los antiperonistas se transforman en conflictos bélicos, aunque restringidos y muy localizados, se producen enfrentamiento entre las fuerzas armadas y la marina de guerra amenaza con bombardear el puerto de Buenos Aires, con más exactitud, las refinerías de petróleo, las refinerías no la ciudad. Pero Gombrowicz se siente cerca de las refinerías por su tendencia a convertir en inminente lo remoto y se escapa, aproxima su casa de Venezuela 615 a las refinerías y el miedo que le sobreviene lo obliga a hacer una mudanza preventiva, se muda  a San Isidro, a la casa de los Swieczewski, a muchos kilómetros del puerto.

Y más todavía, Gombrowicz no sabía responder las agresiones físicas, si alguien le pegaba, le pegaba y listo, él no se defendía, se quedaba paralizado cuando los encargados de las pensiones lo insultaban y lo zamarreaban porque se escapaba sin pagar, por ejemplo. El panorama de sus miedos es amplio y muy variado así que estamos en condiciones de agregar una palabra más al conjunto de palabras fundamentales que ya habíamos formado: el miedo. Ya van: el miedo, la homosexualidad, la deserción, la traición, y la culpa. Con esta mochila tan bien cargada ya podemos marchar, y si llegara a ser cierto que la comprensión de un texto, como una vez le dije a Gombrowicz, es casi la misma cosa que el acostumbramiento a sus palabras fundamentales, entonces, ya está, debo explicar por qué Gombrowicz se empezó a sentir culpable en la abadía de Royaumont.

Ya hemos visto que su proyecto de regresar a la Argentina no podía ser muy firme que digamos, Gombrowicz nunca había tenido proyectos firmes, era una característica de su personalidad. La energía de sentido contrario que podía malograr este regreso no tenía por qué ser, entonces, tan intensa más que en este caso Gombrowicz ni siquiera tuvo que saltar del barco pues no se había subido a él, pero fue también el miedo el que lo retuvo en Europa.

Si uno pudiera medir a un hombre por la cantidad de enfermedad que tiene encima podríamos decir que en los primeros dos tercios de su vida en la Argentina Gombrowicz fue un hombre más o menos sano; en el tercio restante, mitad sano y mitad enfermo; en Europa fue un hombre enfermo, terriblemente enfermo. Gombrowicz estaba aterrorizado con sus enfermedades, los ahogos que le producían sus afecciones pulmonares y el consiguiente deterioro físico le resultaban desmoralizadores. Neurasténico y sin proyectos verdaderos se puso a pensar en que esa Argentina sin madre, sin padre y sin perro que le ladre, no se iba a ocupar de él, en que el proyecto de vida en común con Quilombo y conmigo era impracticable, en que la ciencia médica y los remedios franceses eran superiores a los argentinos.

La soledad, el sufrimiento y la muerte se la aparecieron como la única perspectiva argentina y el pánico que se apoderó de él lo hizo desertar. Se podría decir que los caminos de todos los miedos desembocan finalmente en el miedo a la muerte, pero el miedo a la guerra no es el mismo que el miedo a la muerte. Gombrowicz, en el puerto de Buenos Aires, deserta de Polonia por miedo a la guerra y, en la abadía de Royaumont, deserta de la Argentina por miedo a la muerte, dos de los jinetes del Apocalipsis. En el puerto de Buenos Aires deja de serle fiel a su familia, a sus amigos, a sus vecinos, a sus colegas, al lugar donde nació, a su patria, así lo siente él mismo, no otra cosa es su reconocimiento de la deserción moral.

¿Y en Rayaumont, a quién deja de serle fiel?, ¿a la Argentina? Gombrowicz declaró en la última entrevista que dio en Buenos Aires:

“Me resulta curioso lo siguiente: después de veintitrés años soy tan polaco, tan europeo, tan extranjero como el primer día de mi llegada, no cedí en lo más mínimo, no me adapté. Y, sin embargo, tengo la impresión de que es esto, justamente, mi inadaptación, lo que me vincula íntimamente a la Argentina. El hombre es como un clavo. El que cede no penetra”

Pareciera ser entonces que este vínculo con la Argentina no tiene nada que ver con la fidelidad. Pero sigamos adelante, hay que llegar a ese final a toda orquesta y para eso tenemos que empezar a hilar los pensamientos. El miedo a la guerra y el miedo a la muerte lo hacen desertar, la deserción es una traición, una falta grave a la fidelidad, la traición le genera culpa, la culpa le pide a gritos un alivio, el alivio lo puede conseguir siguiendo dos caminos: reparando el crimen, cosa que Gombrowicz no hizo pues no regresó a Polonia ni a la Argentina, o agrediendo, y éste es el camino que eligió, se agredió a sí mismo y agredió a los demás. La agresión contra sí mismo lo convirtió en un enfermo crónico total. El castigo que uno se inflige expía los crímenes y amengua los sentimientos de culpa, se busca en forma inconsciente el alivio mortificando el cuerpo. ¿Y además de a sí mismo, a quién más agredió? Un poco a todos, a los de acá y a los de allá, pero tenía que buscar un representante simbólico que comprendiera a todos los demás.

Recordemos por un lado que la deserción es una huida que lleva consigo la traición y que la traición es el crimen del que quebranta la fidelidad, y por otro lado recordemos también que me agrede de una manera funesta:

“¿acaso era posible prolongar indefinidamente este jueguito nuestro en La Fragata”

Yo conozco toda la correspondencia que Gombrowicz mantuvo con sus amigos argentinos, ¿y a quién agredió cuando decidió no volver?, me agredió a mí y tan sólo a mí, ¿y por qué tan solo a mí? Porque yo soy el representante simbólico de la fidelidad, yo soy “el fiel Goma”, un arquetipo de la fidelidad, y la fidelidad es la exactitud en el cumplimiento de un compromiso. Gombrowicz no cumplió con su compromiso, entonces se sintió culpable y se empezó a comportar como si estuviera haciendo algo que no debía hacer.

Y estamos llegando al final, ese final a toda orquesta que vengo anunciando y que me trae a la memoria unas reflexiones que hice sobre el destierro. Gombrowicz no quería estar sujeto a nada y por eso se desterraba, se desterraba porque quería ser libre. Pero, volvemos a hacer la misma pregunta, ¿no estar sujeto a nada es ser libre? o, mejor, ¿se puede no estar sujeto a nada? Se desembarazó rápidamente de los obstáculos de su vida corriente y los puso en sus libros para liberarse: a la familia en Ivona, a la cultura en Ferdydurke, a Dios y al padre en El casamiento, a la patria en Transatlántico. Se fugó de una cárcel en la tropezaba todos los días con esos obstáculos y creó un mundo superior soñando con la libertad. Pero las cimas del espíritu que alcanzó con su conciencia terriblemente perfilada se le convirtieron otra vez en una cárcel:

“¿Renacerá mi rebelión de antaño en la imaginación de algún otro, de nuevo joven y cautivadora? No lo sé. Pero, ¿y yo?, ¿lograré siquiera una vez rebelarme contra él, contra ese Gombrowicz? No estoy muy seguro. Desembarazarme de Gombrowicz, comprometerle, destruirle, eso sí sería vivificante... pero no hay nada más arduo que luchar contra el propio caparazón”

Destierro es, entonces, la última palabra que agrego al conjunto de las palabras fundamentales que forman un sexteto mágico: el miedo, la homosexualidad, la deserción, el destierro, la traición, la culpa.

Pero, ¿será cierto que no cabe ni una sola palabra fundamental más en este sexteto mágico? Las actividades de mentir, de desmentir y de desmentirse se fueron convirtiendo en un hábito permanente de Gombrowicz. Sus mentiras están asociadas frecuentemente a maniobras defensivas: cuando se defiende de su homosexualidad, miente, cuando se defiende de sus deserciones, miente, cuando se defiende de sus destierros, miente. Utiliza la mentira para defenderse de la vergüenza que le producen el miedo y la culpa, la utiliza como un instrumento a veces doloroso, otras humorístico, otras más sarcástico, pero siempre deja alguna rastro para que los demás sepan que está mintiendo y, si no es suficiente, él mismo se desmiente; es un mentiroso que dice la verdad.

Aunque este es un rasgo complejo de la personalidad de Gombrowicz  podríamos decir como primera aproximación que se somete  al castigo de la confesión para aliviarse de le culpa que siente cuando miente. Ni por un momento nos debemos olvidar que Gombrowicz había perdido a Dios pero seguía siendo un hombre religioso aunque se ponía muy lejos de las actitudes sagradas. No, las mentiras de Gombrowicz no tienen la categoría de los dolores que se corresponden con las palabras fundamentales, no pueden entrar al sexteto mágico. La diferencia más señalada entre esos dolores fundamentales y las mentiras es la de que, mientras los dolores lo mueven a él, él mueve a sus mentiras.

Ahora sí, ya está, no pueden existir más dolores fundamentales, el sexteto mágico está completo, se acabó, pero, ¿está completo? ¿Y qué pasa con la inmadurez de Gombrowicz? Si hay algo nuevo después de él es la irrupción consciente que realiza con su inmadurez en el mundo de la cultura. ¿La inmadurez de Gombrowicz era un dolor fundamental? Sí, claro que era un dolor fundamental. ¿La inmadurez de Gombrowicz era fáustica? Esta pregunta es más difícil de contestar. Los pasajes de su inmadurez a su madurez son obscuros e incompletos, es evidente que no tuvo esa transformación interna estándar que nos va volviendo maduros: del erotismo a la sexualidad, del estudio a la profesión, de la profesión al trabajo, del trabajo al dinero, de la sexualidad a la pareja, de la pareja a los hijos, y, en general, de una cosa a la otra, en este camino nos vamos transformando y nos volvemos maduros. Sin embargo, siempre nos queda como en un sueño actual el recuerdo de la juventud, el deseo de volver a ser jóvenes, es el sueño del doctor Fausto, es el sueño fáustico. Pero, este sueño, ¿es el sueño de Gombrowicz?, ¿podía tener este sueño?

El personaje más poderoso de Fausto es Mefistófeles, es el único que está por encima de Fausto, y Fausto es un hombre que pasa dos veces por la juventud: la que le resulta de su crecimiento natural y la de su pacto con el diablo. El sueño de Fausto es volver a ser joven, puede ver a su juventud desde afuera, por eso su sueño es una añoranza. En cambio, es difícil saber cuál es el personaje más poderoso de esa obra titulada: Witold Gombrowicz. Por encima de él no está ni siquiera Dios porque no cree en él, y no tiene sentido decir que Gombrowicz está por encima de Gombrowicz. ¿Será su obra, entonces? No, con toda seguridad, no, él mismo dice que el hombre está por encima de su obra.

Digamos que Gombrowicz atraviesa toda su vida, desde la niñez hasta la vejez, con una inteligencia y una conciencia agudísimas, y esa inteligencia y esa conciencia tan perfiladas fueron formando un personaje que se puso por encima de todo lo demás, es el personaje más poderoso de esa obra llamada Witold Gombrowicz. Gombrowicz no es un hombre que haya pasado por su juventud, se quedó en ella, se quedó en su inmadurez a pesar de su degradación biológica. La inteligencia y la conciencia profundas son su madurez encarnadas en un ser inmaduro que no logra ponerse a su altura, nunca se volvió maduro, se volvió viejo, un viejo inmaduro.

Fausto le vende el alma al diablo para volverse joven; Gombrowicz le vende el alma a esa conciencia agudísima para volverse maduro. Fausto es un hombre que pasa dos veces por la juventud y por eso puede añorarla; Gombrowicz no logra salir de su juventud, hace el simulacro de que se convierte en maduro en su obra pero es sólo una ilusión que utiliza para ponerse fuera de su inmadurez. Todo esto resulta ser una quimera, él no puede añorar su juventud pues permanece dentro de ella. Los sueños de Fausto y de Gombrowicz son muy distintos aunque ambos sueñan con la juventud, uno para añorarla y otro por temor a perderla.

Si fuera necesario agregar algo más sobre la presencia permanente de la inmadurez en la vida y en la obra de Gombrowicz recordemos como termina dos de sus novelas, la primera y la última. Siendo la seriedad un atributo de la madurez y la falta de seriedad de la inmadurez hay que decir que las termina de una manera poco seria, insubstancial, trivial. Ferdydurke es una obra en la que Gombrowicz se rebela contra lo perfecto y contra la cultura entablando una lucha consciente para dominar sus impulsos inmaduros. Pugna como la crisálida,  quiere convertirse en una mariposa para buscar una forma que lo ponga en el camino de la madurez pues las manifestaciones de la cultura y de las ideas, paradójicamente, lo ponen en el camino de la inmadurez. Es una comedia dramática caracterizada por el fracaso de los ideales y del amor. Y Cosmos es su obra más grande, trágica,  y tan negra que la muerte le empieza a golpear la puerta. Como un cíclope medio ciego está combatiendo con las antesalas de la realidad, una realidad que es atacada por una forma que la fragmenta y la debilita, pero que finalmente sucumbe ante ella.

Ahora bien, Gombrowicz no podía consagrar por mucho tiempo ninguna situación dramática, así que tampoco podía presentarse ante los lectores como un hombre trágico. ¿Qué hizo entonces? Tomado por sus impulsos inferiores termina estas dos novelas de la siguiente manera:

“Punto y coma el que lo leyó se embroma” y “Hoy en el almuerzo comimos pollo relleno”

Sí, la inmadurez de Gombrowicz tiene la categoría de los dolores que se corresponden con las palabras fundamentales, debe entrar en el sexteto mágico que por el ingreso de la inmadurez se convierte en septeto, en un septeto mágico. Pero hemos abierto la caja de Pandora, detrás de la inmadurez viene corriendo su alter ego: la forma, una compañera inseparable con la que Gombrowicz cierra el círculo de su comprensión del mundo. Y la forma, ¿es un dolor fundamental? Por supuesto que es un dolor fundamental, es más que eso, es el primero de todos los dolores, es el protodolor. ¿Y por qué esa forma poderosa atraviesa toda la vida de Gombrowicz? ¿Por qué no pudo cortarle las cabezas a esa Hidra que lo abrazaba con un dolor omnímodo y no lo dejaba crecer? ¿Por qué no ha nacido el Hércules que se las pueda cortar?

Gombrowicz peleó contra el monstruo, puso su conciencia agudísma al servicio de su inmadurez y con esta pareja extraña en la que van de la mano lo superior y lo inferior enfrentó a las normas, a la familia, a la cultura, a la perfección, a Dios, al padre, a la nación, a la patria, a la madurez, al viejo, a la realidad, a la historia, al dolor, ¿al dolor?, sí, al dolor también. Este elenco es de formas, con ellas se mide nuestro desempeño en la vida y son éstas las cabezas de la Hidra que deformaban a Gombrowicz. Él las enfrentó a una por una en cada una de sus obras pero las cabezas renacían a medida que las cortaba, para liquidar al monstruo tenía que derribarlas a todas de un solo tajo, pero eso no lo pudo hacer.

A Gombrowicz le gustaban las fórmulas, aunque no tenía ningún talento matemático le gustaban, bueno, la fórmula es ésta: su conciencia se puso a disposición de su inmadurez y entre ambas entablaron un combate a muerte con las formas, y las formas son las máscaras con las que nos aparecemos ante los demás y ante nosotros mismos, una deformación interhumana del ese “yo mismo”. Gombrowicz explica muy claramente cómo asomaban la cabeza los dolores emergentes de esa lucha:

“ignoro cuál es mi forma, lo que soy, pero sufro cuando se me deforma. Así, pues, al menos sé lo que no soy. Mi “yo” no es sino la voluntad de ser yo mismo”

Se le perfilaban como una deformación. Y eso es todo. La forma es el archidolor de Gombrowicz, es la línea que hace posible la existencia de sus dolores fundamentales, y tanto es así que el dolor mismo se le aparece como una forma contra la que tiene que luchar porque el dolor deforma y degrada su yo. Y, ahora, sí, alcanzamos finalmente al octeto mágico del aquel “jueguito” con el que habíamos empezado: el miedo, la homosexualidad, la deserción, el destierro, la traición , la culpa, la inmadurez, la forma.

Dos de los dolores intermedios de Gombrowicz son el destierro y la deserción, y son intermedios porque no tienen la generalidad de los de la forma y la inmadurez ni la particularidad del de la homosexualidad, y porque son los más representativos de su vida y de su obra cuando a su vida y a su obra se las mira como si fueran una y la misma cosa. Son sus mensajeros entre el cielo y la tierra, como Mercurio. Gombrowicz intentó liberarse de todas las sujeciones, para ser libre eligió ser extranjero, un extranjero que por querer liberarse  de las sujeciones no podía adaptarse al otro país, no otra cosa es lo que declara él mismo cuando describe su relación con la Argentina en la última entrevista que da en Buenos Aires.

A mí me parece que cuando Gombrowicz recibe la invitación de la Fundación Ford ya sentía la necesidad de volverse extranjero otra vez. ¿Se había adaptado a la Argentina?, él dice que no pero también dice que esa inadaptación lo vinculaba íntimamente a esta patria. ¿Se va entonces para romper ese vínculo íntimo buscando otra vez la libertad en Europa?

“Pero, ¿qué tengo que hacer yo aquí, donde ni se me lee, ni se me edita, ni se me conoce? Evidentemente, una existencia tan anónima y tranquila es muy propicia para el trabajo artístico e intelectual, pero ya todos los mecanismos de la situación me proyectan hacia a fuera”

Los mecanismos de la situación y el taedium vitae tienen un tufillo a esclavitud que mata, y la falta de libertad es la que lo expulsa de la Argentina, pero Europa, sin embargo, no se le aparece como una tierra de promisión.

“Comprenda usted que para mí volver a Europa es un asunto casi dramático, nada parecido a un viaje de turismo. Tendré que enfrentar amigos envejecidos, amigos muertos, ciudades transformadas, gente desconocida, surgirá ante mí una Europa disfrazada y me temo que el tiempo se dejará sentir demasiado (...) Por cierto, viajaré temblando, como si temiera verme con un fantasma”

No obstante, es el sentimiento de libertad el que lo mueve a Gombrowicz a emprender la retirada, a alejarse de un país íntimo y extraño que lo recibió con los brazos abiertos pero que nunca terminó de cerrarlos. Él siente su libertad más como una ruptura con los vínculos que lo están aprisionando que como el sueño en un esplendor futuro. Ese pájaro huyó por la puerta de la Fundación Ford pero ya existían otras puertas que se le estaban abriendo en el mundo, y por una u otra puerta el águila polaca se nos iba escapar de la jaula. 

A mí me resulta claro que Gombrowicz se rebeló contra el mundo  en su obra y en su vida y no le fue tan mal. Fue nimbado con la aureola del genio y se convirtió en un héroe que peleó contra un mundo muy pesado que le habían puesto sobre los hombros desde el nacimiento. Empezó a rebelarse contra la familia en Ivona y terminó rebelándose contra la historia en Opereta, convirtió a su vida en un Campo de Marte y declaró una guerra muy vasta con muchas batallas, y las primeras batallas siempre las perdió.

El destierro expulsa a una persona de su propia patria y deserta el que deja desamparado a alguien con el que tiene un compromiso. El destierro y la deserción son unas sombras negras que se apoderan de Gombrowicz y que esconden en su obscuridad al  aherrojamiento y al miedo. Sí, esas sombras volvían una y otra vez sobre Gombrowicz con los disfraces de la familia, de la cultura, del padre, de Dios, de la patria, de la madurez, de la realidad, de la historia, es decir, de todo. Pero Gombrowicz no se paralizó frente a este extrañamiento, por su naturaleza inmadura estaba condenado a caer en las primeras batallas, no sabía enfrentar a sus enemigos cuando se le presentaban, de ahí la deserción y el destierro, los enfrentaba después, de ahí el poder de su obra. El extrañamiento no le achicó el corazón, todo lo contrario, se lo agrandó, por eso tiene razón Bereza  cuando dice que es el más valiente de las escritores polacos.

Era libre porque estaba aherrojado y era valiente porque tenía miedo, todo lo que tenía valor en Gombrowicz nacía de una negación originaria. Es seguro que existen personas más o menos libres que no están tan amenazadas por las cadenas, y que existen personas valientes que no tienen tanto miedo, pero todos estamos circundados por la naturaleza de este polaco, por eso “Gombrowicz está en nosotros”.

¿Y cómo podía crear Gombrowicz si una y otra vez el miedo y la falta de libertad le amenazaban el corazón? Peleando, la valentía y el espíritu de libertad son armas muy poderosas que tienen como horizonte esa palabra noble llamada creación. Creando recuperaba lo que había perdido: la familia, los amigos, la patria, el arte. Y lo volvía a perder porque el mundo de Gombrowicz era inestable, porque sabía lo que no quería pero no sabía lo que quería, porque no tenía proyectos firmes, por su amor a la contradicción.

Y creando lo recuperaba otra vez, una creación inspirada en el mundo encantador y doloroso de la juventud, una forma que se sostiene en la inferioridad para destruir las ideas viejas mientras espera que las otras, las que se aproximan desde el futuro, le salgan al encuentro. Perder y ganar, un movimiento continuo, hay en esto un fracaso pero, aunque parezca un contrasentido, es por esto que nos es tan próximo, porque la existencia es una pasión fracasada, para los que sufren y para los que aman, para los que ganan y para los que pierden. Gombrowicz se quedó con la peor parte, la que está más cerca del dolor, puso el amor más allá, lo puso en el horizonte, y el horizonte se aleja cuando nos acercamos a él.

Después de todas las idas y vueltas que dimos alrededor de sus dolores fundamentales llegamos a saber algo más, y ese algo más que llegamos a saber nos puso en camino de su grandeza. Gombrowicz fue un escritor polaco que escribió toda su obra en polaco y que volvió a escribir, no a traducir, su primera novela en argentino. En el tráfico de influencias que caracteriza al mundo de los escritores Gombrowicz reconoció cinco fuentes de inspiración: Dostoievski, Nietzsche, Thomas Mann, Alfred Jarry y André Gide. Ellos le enseñaron el camino que lleva al máximo las potencialidades del hombre, y a lo más alto la agudeza de visión y el orgullo irresistible. Ellos se plegaron profundamente a sus sinuosidades más secretas, a sus gustos y a sus caprichos, lo iniciaron en los misterios de la estupidez y le abrieron el camino a su diario, un género para el que Gombrowicz auguró el predominio sobre el relato contemporáneo debido a la amplitud de su forma y a su carácter existencial.

Un escritor polaco, pero quizás se podría decir un escritor polaco y argentino, un hombre polaco y argentino, polaco por los excesos y argentino por esa lasitud que le permitía descansar. Y finalmente se podría decir también que estos hombres grandes allí donde nazcan le entregan el corazón a todos los hombres, no son polacos ni argentinos, son hombres que inspirados en el amor, en la verdad y en la belleza alumbran los caminos del mundo como las estrellas lejanas que nos miran desde arriba. El dolor fue su motor, la belleza su brújula, con este programa simple atrajo a otros hombres que se pusieron a su lado, con estos encantamientos se sostiene la humanidad.

Del botín

¿Y qué nos quedó del botín después del asalto al castillo? No sé qué nos quedó, Gombrowicz se nos hizo humo, con su penacho blanco y la lanza en ristre se nos fue a pelear con los molinos detrás de la gloria, ese Gombrowicz ya no está con nosotros, tenemos que encontrar otro Gombrowicz menos pretensioso y más accesible que haya compartido con sus amigos argentinos la vida de todos los días.

A veces tengo la impresión de que aquel Gombrowicz metido en ese caldero lleno de dolores y de grandeza no conoce al burgués estrafalario que también era cuando yo lo conocí. ¿Y por qué un burgués?: se despertaba, desayunaba, escribía, escuchaba música, cenaba y terminaba su día en el Rex o en La Fragata, siempre a las mismas horas. Este contraste me hace recordar a algo que escribí en Gombrowicz, este hombre me causa problemas:

“Gombrowicz dibuja una representación mental para probar que la vida auténtica del existencialismo es una gigantesca falsedad. Confronta las responsabilidades derivadas del Dasein (Heidegger) y de la conciencia (Sartre) con las banalidades de la vida corriente y concluye que en la base de esta confrontación existe un ridiculez elemental que resulta insoportable como, por ejemplo, una conciencia en pantalones que habla por teléfono (...) Gombrowicz abre un gran interrogante acerca de la facultad de pensar: ¿cómo es posible que los pensadores más intensos caigan en semejantes tonterías? El Dasein como único ente que se pregunta por el sentido del ser, tomando café con facturas”

Sin que yo me haya perdido en las peripecias del Dasein y de la conciencia de Heidegger y de Sartre cuando hablo de nuestra separación metafísica y de sus dolores fundamentales, sin embargo, mientras hilaba estos pensamientos sentía como si me estuvieran golpeando la puerta. Y no estoy seguro de poder identificar al que golpeaba, si era Gombrowicz, si eran los lectores, o si era yo mismo que salía del caldero y entraba al caldero a toda velocidad, o si éramos un poco todos nosotros golpeando juntos para que nos tuvieran en cuenta.

De una cosa me aseguré bien, de que este botín no tuviera origen en la misma falta de seriedad con la que Gombrowicz termina Cosmos y Ferdydurke por su impotencia manifiesta para consagrar durante un tiempo prologado situaciones dramáticas, y por su incapacidad de presentarse ante los lectores como un hombre trágico. No, no estoy tomado ahora por  ningún impulso inferior ni antes lo estuve por las exageraciones del Dasein y de la conciencia, siento una necesidad auténtica de referirme a ese hombre que pagaba sus cuentas, que daba propinas y una beca mensual a Betelú durante diez años, que nos enseñaba los modales de la mesa y del comportamiento en general, que nos mostraba los mejores movimientos del tenis y nos contaba una y otra vez sus cuentos extraños: los del chip chip de sus últimos versos, los del cura que nunca había estado en Morón, los de las noches en las que no se podía sacar a pasear al perro, los de la vida que es un precipicio azul y los del amor que es un puente verde.

Nuestras cenas en el Sorrento donde almorzaba Borges, nuestras visitas a la quinta de Hurlingham en la que me presentaba las esculturas metálicas de Silvio Giangrande como si fueran pluviómetros para confundirme, y nuestras caminatas de la noche volviendo a casa. Éramos dos burgueses con la conciencia tranquila a los que Schopenhauer les hubiera tenido que entregar esa moneda de oro que le había prometido al primer comensal que hablara de alguna otra cosa que no fueran mujeres, caballos o negocios en el restaurante donde almorzaba. Nosotros hablábamos de filosofía, de música y de literatura, también algo de mujeres, de caballos sí hablábamos, especialmente de los jinetes a los que Gombrowicz encontraba ridículos y antiestéticos pues le parecía una enormidad que un animal montara a otro. ¿De negocios?, no, de negocios no hablábamos, no teníamos negocios.

Un noble polaco que había caído al nivel de un burgués en bancarrota, siempre en pose: digno, distante, altivo, despreciativo, infantil, afectuoso y humorista. Digo en pose porque él no estaba identificado, por lo menos no completamente, con ninguna de estas actitudes. Un humor increíble y muy difícil de explicar o de clasificar, a veces lo dominaba y otras era dominado por su propio humor, una fuente en la que siempre nos podíamos bañar para divertirnos, y cuando el humor no aparecía en forma espontánea utilizaba las muletillas legendarias: de sus inscripciones en los baños de los cafés, de las infantas que le cagaban las plantas, del por qué se había quedado en Buenos Aires para estudiar el alma sudamericana, del derecho que tenía al taburete porque su abuelita era grandeza de España,  de la cuestión que siendo todos los hombres homosexuales la mayoría lo ocultaba porque era cobarde, mientras una minoría selecta, a la cual él pertenecía, no lo ocultaba porque era valiente y declaraba su sodomía.

De las primeras épocas de humor pasamos a otras épocas en las que Gombrowicz empezó a perder su sintonía con la Argentina, con una Argentina que se le fue cayendo poco a poco en el pozo del taedium vitae y él, como ya lo dijimos en el capítulo del aburrimiento de Gombrowicz, este hombre me causa problemas, deambulaba siempre como si estuviera alcoholizado entre el aburrimiento y la diversión porque no buscaba o no encontraba los sentimientos intermedios. Y, entonces, se marchó. Otra vez a caminar por esos caminos de Dios, le había llegado nuevamente el tiempo al destierro y a la deserción.

Gombrowicz es para mí –y otra vez la contradicción, la doble naturaleza, el es lo que no es y no es lo que es– el de la separación metafísica y el de los dolores fundamentales, pero también es el noble polaco devenido en burgués en bancarrota del que vamos a hablar alguna vez en otras Cartas, porque en las cartas que nos escribió a los argentinos está todo el mundo de Gombrowicz, el de arriba y el de abajo, el del cielo y el de la tierra. Y esto va para los polacos. Ustedes aman a Gombrowicz más que nadie lo ama en el mundo pero no lo conocieron. Lean y vuelvan a leer las cartas que les escribió a sus amigos argentinos, es el otro camino que pueden seguir para armar ese dinosaurio que vivió tan lejos de Polonia.

Hasta donde yo sé, el dinosaurio que les resulta a ustedes armando al reptil terrible a partir de esos huesos que son sus libros no les sale del todo bien. Les sale con una boca demasiado grande y con unos ojos excesivamente llameantes, o les sale rengo, en fin, no digo que no se le parezca pero no se le parece demasiado. Prueben con las cartas que nos escribió a Mariano Betelú y a mí, son ustedes los que seguirán probando cuando todos los que lo conocimos estemos muertos, y son ustedes los que seguirán escribiendo una biografía que no se debe cerrar. No sé que suerte correrá el intento que estoy haciendo para donar los originales de las cartas que me escribió, y digo intento pues aunque parezca increíble es necesaria la autorización de la viuda para que la donación tenga efecto. Mientras llega el momento en el que la Biblioteka Narodowa o el Museo de la Literatura las puedan exhibir en su versión polaca, porque ese momento llegará, tomen por asalto la casa de Rajmund Kalicki, él tiene copia de todas estas cartas y también de las que le escribió a Flor de Quilombo, échensele encima y arránquele esa bendita  versión  para que no sólo piensen en ellas los que hablamos el español.

Yo también me veo a menudo armando un dinosaurio cuando hablo de sus dolores y de su grandeza pero, en cambio, me siento conversando con un amigo inolvidable cuando lo recuerdo como ese noble polaco venido a menos caído al nivel de un burgués sin medios. Ni tan grave ni tan ligero, ni tan sabio ni tan burro, ni tan profundo ni tan superficial, ni tan metafísico ni tan realista, ni tan afectuoso ni tan frío. Él tenía una tendencia natural a desviarse hacia los extremos pero con su conciencia agudísima se ponía en el medio. Un burgués inteligente, perezoso y bromista, ni más ni menos.

Juan Carlos Gómez
Gombrowicz, y todo lo demás

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