La prehistoria de este epistolario está relacionada con el que fue para mí uno de los más entrañables gombrowiczidas, que recibió por un extraño designio de la voluntad de Dios, el mote de Corifeo, al haberse sometido a los propósitos siniestros de la Vaca Sagrada que se oponía a cualquier empresa que no pasara por sus manos.
“¡Tranquilidad! Encontré a Luis Soler quien me explicó lo que tú quieres. Luis te comunicará en español nuestra conversación. Hemos publicado algunas de las cartas que te escribió Gombrowicz en revistas, L'Infini de Francia y varias de Polonia, porque era demasiado pronto para hacer un libro. Vamos a preparar un libro con Luis. Es un trabajo que debe hacerse bien, con notas, etc.. Perdóname por haber escrito en L'Infini que tú no habías respondido la última carta de Gombrowicz. ¡Yo no tenía tu carta! (Gombrowicz las había tirado a todas menos a la primera cuando nos mandamos al demonio). ¡Incomunicación entre dos clones! Sólo un buen libro, preparado también contigo, podrá aportar una solución y no envíos de fotocopias de las cartas que te escribió por todos lados a todos los hijos ilegítimos de Witold”
Treinta años después de muerto Gombrowicz me puse en campaña para publicar las cartas que me había escrito desde Europa y me encontré enseguida con la oposición cerril de la Vaca Sagrada, así que le pedí ayuda a un catalán refugiado en Francia, amigo de ambos, a ver si podía vencer esa resistencia implacable, pero no se mostró muy entusiasmado que digamos.
El Corifeo, profesor de la Universidad de París, casado con Colette Soler, una connotada lacaniana, tradujo, presentó y publicó en Francia la primera nota que escribí sobre Witold: “Gombrowicz está en nosotros”.
“¿La queremos ayudar, o no? Si la respuesta es sí, será con seriedad y paciencia, no con ironía, tono conminatorio y un ultimátum cada tres o cuatro meses. ¿No te parece? (...)”
“Las cartas de Witold con detalles muy interesantes y otros que sólo lo son porque se trata de un gigante, y a los gigantes le toca comer, dormir y alojarse igual que a los enanos”
En junio del año 1998 le conté a Soler que “Emecé” me iba a publicar las cartas y le pedí que no se lo dijera a la Vaca Sagrada. Éste fue el principio del fin.
“A ella no le diré nada porque no soy soplón. Pero a ti te diré que Rita hace tiempo que está al tanto de tus negociaciones con ‘Emecé’ y con otras editoriales de otros países (lo único que no sabe es la fecha de publicación) (...) Tu argumento que en la Argentina y en otros países la ley es diferente que en Francia no vale. En cambio esto sí que es posible: que un editor decida no respetar las leyes si piensa ganar más dinero con una publicación que lo que le costará un juicio perdido (lo mismo pasa con los buques petroleros que echan porquerías al mar: les ponen unas multas, ¿y qué? Esto no es nada para ellos)”
Para conseguir que desistiera del que a su juicio era un propósito malsano me acercó un argumento personal y dramático.
“En 1996 quise publicar un poema de amor de Lacan que me había regalado la destinataria y propietaria del escrito, pero no pude, la familia de Lacan ya fallecido nos amenazó con un proceso. Cedí, mis medios no me permitían luchar con los que tenían la ley de su lado, que es lo que hará el agente literario de Rita contigo, si es que insistes con tu idea, para defender sus derechos”
Le pedí que si podía no le diera un carácter definitivo a lo que me estaba diciendo y que, si no podía, la forma nos iba a llevar a los dos a la mismísima mierda. Y nos llevó nomás, un año después, cuando apareció “Cartas a un amigo argentino”.
Mi amistad con ese catalán expatriado de la Guerra Civil de España está siempre ahí, aunque él ya no esté, no se mueve pero existe, como también existe el sol detrás de las nubes.
Estaba releyendo una carta del Corifeo, un párrafo y una fotografía de su madre me empezaron a dar vueltas por la cabeza flotando en mis pensamientos.
“(...) es mi madre, poniendo en autogestión el mercado de Barcelona, con la pistola en la mano (...)”
Esta mujer, una hermosa anarquista barcelonesa, me llevó de la mano a los sueños que yo tuve en mi juventud con el heroísmo y la grandeza de la mujer española en la guerra civil. Cuando ya me había abandonado a esas hermosas imágenes flotantes que me venían del pasado, el golpe seco de un mano me despertó del sueño.
La historia de las cartas que me escribió Gombrowicz desde Europa me recordó por su carácter obsesivo a una noche del café Rex.
Estábamos dialogando sobre un problema que tenía cierta importancia, pero de repente yo tomé la palabra y empecé a hablar apasionadamente de una cuestión que carecía por completo de interés: –Gómez, no veo por qué usted habla con tanto entusiasmo de un asunto insignificante; –Vea, Gombrowicz, si hablara sin entusiasmo nadie me escucharía.
Gombrowicz no era muy entusiasta que digamos pero se obsesionaba frecuentemente con temas laterales, como cuando se ponía a esperar, por ejemplo, la primera cosa que se le aparecería en la ventana de un café por la que estaba mirando.
“Yo miro esta mesa y me fijo en el cenicero. Si me fijo sólo una vez no pasa nada. Pero si vuelvo al cenicero y lo miro otra vez, entonces me voy a preguntar por qué el cenicero se ha convertido en un objeto más interesante que los demás. Y si vuelvo a mirarlo una tercera y una cuarta vez, el cenicero se convierte en un objeto decisivo. Por la repetición de un acto de conciencia se llega a dar una importancia terrible a una cosa que no tiene aspecto de ser tan importante. Esta emboscada de la conciencia tiene una gran importancia en mis obras”
En el segundo intento que hizo con un tipo de historias a las que podríamos considerar al margen de la literatura, valiéndose de un tema de tan poco interés como el de mi charla apasionada en el Rex, utilizó una mano.
Pero mientras yo trataba de despertar la atención de los demás con el entusiasmo, Gombrowicz lo despierta con la maestría que tiene para sacarle jugo a las piedras.
A las diez de la mañana estaba tomando un café en el Querandí. El mozo se le acerca y Gombrowicz empieza a ponerle atención a su mano que cuelga silenciosa, secreta y desocupada pero, de pronto, sin saber por qué, sus pensamientos vuelan hacia un árbol que había visto una vez desde la ventanilla del tren.
Los árboles y los arbustos le despertaban un especial interés, también es por un arbusto que me pregunta a mí en Piriápolis cuando andaba buscando inspiraciones para “Cosmos”.
Pero volvamos al Querandí.
La mano del mozo lo había asaltado de repente en medio del silencio. Al volver a su casa la mano ya no estaba con él, pero una lectura que estaba haciendo de la conferencia de Heidegger sobre Zarathustra le inyectó a la mano una nueva dosis de existencia. La idea que lo llevó nuevamente al Querandí fue la del eterno retorno. Mientras se preguntaba si debía preparar la ropa para lavar, en el mismo momento, ese ser de Nietzsche que venía desde los primeros orígenes hasta las últimas realizaciones, estaba con él. Un ser representante de la amargura, la furia y el silencio de la humanidad. Silencioso como la mano del mozo. ¿Qué estaría haciendo la mano en el Querandí mientras Gombrowicz estaba en casa? Si dejara de pensar en la mano del mozo la mano se disiparía en la facilidad de la nada, pero la mano volvía a él porque él había vuelto a ella con Nietzsche y ahora con la mano del Embajador de Polonia con quien estaba conversando.
Miraba esa mano diplomática apoyada en el brazo del sillón, pero no era ésa la mano, sino aquella otra abandonada allá, como un punto de referencia. Gombrowicz empieza a tener miedo del diablo, un sentimiento extraño para un incrédulo, pero la presencia del mal convertía su ser en una existencia azarosa, inquietante y susceptible del diabolismo. Le resultaba difícil aceptar cualquier tipo de certeza en un asunto en el que la falta de datos tenía el mismo significado que su abundancia.
Su propia mano descansaba tranquila en el bolsillo, también descansaban tranquilas las manos sobre las rodillas de los automovilistas que corrían en sus coches. ¿Y la mano del Querandí qué estaría haciendo?
Estaba vagabundeando en la periferia de sus límites en busca de no se sabe qué.
¿Y si Gombrowicz de repente se arrodillara ante la mano? Sería un intento fallido, como siempre, de construir un altar cualquiera. Una desesperación por agarrase de algo, de la mano del mozo del café Querandí.
Más tarde, en el restaurante Sorrento, se le acercó el mozo, también con una mano desocupada igual que en el Querandí, una mano que sólo era importante porque no era aquélla. Está adorando un objeto que él mismo enaltece. Se arrodilla frente a un objeto que no tiene derecho a exigir que se postren ante él, de modo que el ponerse de rodillas sólo depende de Gombrowicz. Escogió esa mano del Querandí para agarrarse de algo, para tener un punto de referencia. Pero no quiere que la mano haga algo con él, o de él.
Ya es de noche, llega a un café de Lavalle y San Martín.
Discute sobre el tema de Raskólnikov. Su punto de vista es que en “Crimen y Castigo” no existe un drama de conciencia en el sentido clásico de la palabra. El juicio de Raskólnikov no es de su conciencia, es un juicio surgido de un reflejo, un juicio de espejo.
Este tipo de reflejo se convierte también en un mecanismo que nos lleva a decir lo que nos pasa por la cabeza. Esta conciencia de espejo es como fijar la mano en alguna parte, fuera de nosotros, por la fuerza de un reflejo. Así como se iba construyendo la conciencia de Raskólnikov, así es como se le estaba construyendo esa mano a Gombrowicz. Esa mano se ha convertido en un parásito, ahora se está alimentando de Dostoievski, no parará hasta chupar de Gombrowicz todas las palabras que necesite.
Llegó la medianoche, habían pasado catorce horas desde el comienzo de la aventura.
¿Dónde estará la mano en ese momento? ¿Todavía en el Querandí? ¿Descansará en alguna almohada y se habrá puesto a dormir?
“Me pareció tranquila al verla por primera vez en el Querandí... , pero se ha vuelto cada vez más posesiva... , y yo mismo ya no sé qué es la que podría frenarla allá, en la periferia... , donde está mi límite” |