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Gombrowiczidas

Witold Gombrowicz y los tres mosqueteros
Juan Carlos Gómez

“Sería difícil hablar de amistad con Bruno Schulz; en la época que éramos amigos todavía no habíamos nacido como escritores. Los años 1934, 1935. La avenida Ujazdowskie. Paseamos. Hablamos. Él y yo en la calle Sluzewska. Él, Witkacy y yo. Nalkowska, él y yo. En esta película proyectada sobre la pantalla de la memoria lo veo casi como un extraño, pero también me veo así a mí mismo (...)”

“No somos nosotros, es sólo un preámbulo de nosotros, una obertura, un prólogo. Apareció por primera vez en mi casa, en la calle Sluzewska, después de la publicación de ‘Las tiendas color canela’; yo ya había publicado ‘Memorias del tiempo de la inmadurez’. Menudo, estrafalario, quimérico, concentrado, tenso, casi ardiente; así comenzaron nuestras conversaciones, por lo general durante nuestros paseos (...)”

“Una cosa es segura: teníamos una gran necesidad el uno del otro. Nos encontrábamos en una suerte de vacío, nuestras situaciones literarias estaban suspendidas en el aire, nuestros admiradores eran algo fantasmagórico, ambos vagábamos por la literatura polaca como puro adorno, arabesco, quimera”. Polonia se había convertido en un país que soñaba ponerse a la altura de París.

Gombrowicz entonces rompió las relaciones con la gente de su país y con lo que creaban, se dispuso a vivir su propia vida, fuera la que fuese, y a ver con sus propios ojos. Después de la batalla de Varsovia que los polacos libraron con los bolcheviques en el año 1920 a Gombrowicz le quedaron claras dos cosas: que era un desertor nato y que no tenía sentimientos de pertenencia. 

Witold Gombrowicz

“Ivona” y “Ferdydurke” son obras que Gombrowicz escribe antes de la segunda guerra mundial, por lo tanto no puede haber en ellas referencias a este conflicto, pero sí aparece oculta entre las sombras la batalla de Varsovia, y aparece porque una de las formas que utilizaba para ajustar las cuentas con su debilidad era burlarse de ella y de las causas que se la provocaban.

“A Nalkowska le debo el haber retirado a tiempo de ‘Ferdydurke’ un pequeño verso que parodiaba ‘La primera Brigada’ de las Legiones. Puso el grito en el cielo. Pero, aunque todo lo que se refería al mito de Pilsudski y las Legiones estaba lejos de poder ser comentado libremente en la prensa o los libros, cada uno podía hablar de lo que se le venía en gana”. Nalkowska había convertido su casa en el centro cultural de la vida literaria.

“La señora Zofia, el único miembro femenino de la Academia de Literatura, se sentaba en el sofá y guiaba la conversación a la manera de las distinguidas matronas de antes de la guerra; todo ello me recordaba los five o’clock de mi madre o las recepciones organizadas por las canonesas. Sin embargo, no cabe duda de que la inteligencia y la cultura de esa mujer eminente marcaba el nivel de la conversación (...)”

“Dominaba perfectamente a diversos elementos que participaban en esas charlas. Su talante mundano fracasaba únicamente en presencia de Witkiewicz; cuando aparecía ese gigante pesado con la cara de un astuto esquizofrénico, la señora Zofia lanzaba a sus confidentes una miradas desesperadas, porque desde ese mismo momento se terminaba la conversación y Witkacy tomaba la palabra”

El círculo de las relaciones de la señora Nalkowska era muy vasto, abarcaba también al mundo político, hasta el mariscal Pilsudski había pasado algunos días en su casa. Con las mujeres mantenía relaciones bastante complejas y hasta perversas, no les tenía afecto y prefería la compañía masculina. En el fondo Gombrowicz no soportaba a los polacos como la Nalkowska.

Estos polacos asimilaban el savoir vivre europeo eludiendo al mismo tiempo una confrontación esencial con Occidente. Zofia Nalkowska descubrió y apoyó con entusiasmo a muchos escritores que fueron importantes, a Gombrowicz tampoco le escatimó la ayuda y los consejos. Nalkowska no rechazó a Witkiewicz, a pesar de que era un pesado inaguantable, un loco de remate, porque tenía talento.

“Witkiewicz, desenfrenado y perspicaz, cuya inspiración provenía del cinismo, era suficientemente degenerado y loco como para salir de la normalidad polaca hacia unos espacios ilimitados, y al mismo tiempo lo bastante sensato y consciente como para devolver la locura a la normalidad y unirla a la realidad. Sin embargo, desaprovechó su talento, seducido por su propio demonismo (...)” 

“No supo unir lo anormal a lo normal, fue víctima, por lo tanto, de su propia excentricidad. Todo amaneramiento es resultado de la incapacidad de oponerse a la forma; cierta manera de ser se nos contagia, se convierte en vicio, se hace, como suele decirse, más fuerte que nosotros. Estos escritores estaban muy poco asentados en la realidad, o más bien estaban asentados en la irrealidad polaca o en la realidad incompleta (...)”

“No es de extrañar pues que no supieran defenderse ante la hipertrofia de la forma. Para Witkiewicz el amaneramiento se convirtió en facilidad y absolución del esfuerzo, por eso su forma es tan apresurada como negligente”. Gombrowicz veía a Witkiewicz a menudo en su juventud, pero tenía que utilizar alta diplomacia para mantener una cierta armonía con una naturaleza tan diferente de la suya. 

Hay que decir que Witkiewicz también le tenía paciencia a él. Gombrowicz, que conocía el egocentrismo agresivo de ese gigante pesado y esquizofrénico, estaba dispuesto a romper las relaciones con él en cualquier momento, así que no le importaba que para diferenciarse de Witkiewicz tuviera que insistir en la representación del papel de un terrateniente snob y amanerado. 

Witkacy se daba cuenta que le respondía con su propia pose a su pose, pero el séquito de tontos que lo rodeaba, en cambio, lo consideraba a Gombrowicz como a un verdadero idiota. Hay que decir, no obstante, que este hombre endemoniado luchaba contra el fanatismo nacionalista, contra los delirios de grandeza polacos, contra la misión de Polonia “Semper fidelis” en los confines de Europa. 

Despreciaba a los intelectuales polacos mediocres. El elemento que lo hace a Witkacy tan familiar a nuestro presente es el demonismo, un demonismo al que Gombrowicz califica de monstruosidad. Su objetivismo inhumano se transformó en algo escandalosamente humano, se transformó en un brutal cinismo, y el cinismo terminó por metamorfosearse en brutalidad sexual. 

A las monstruosidades del cinismo del intelecto y de la brutalidad del sexo Witkiewicz le agregó otra monstruosidad más: el absurdo. Impotente y desesperado frente la insensatez del mundo lleva el absurdo al punto de convertirse él mismo en un absurdo, un sin sentido que utiliza para vengarse de los hombres en todos los planos de la existencia. “Finalmente llega a la monstruosidad metafísica (...)” 

“Quiere alcanzar el escalofrío metafísico que nos arranca de lo cotidiano, colocando a la naturaleza humana en contacto inmediato con su insondable misterio. Por otra parte, esta metafísica no eleva al hombre, al contrario, lo desfigura. Witkiewicz tiene algo de un ser fantástico por su deforme y convulsa capacidad de excitarse frente al abismo de su propia persona (...)”

“El frío sadismo con el que este autor trata los productos de su imaginación no se apaga jamás, ni siquiera un segundo. La metafísica es para él una orgía, en la que se abandona con el enfurecimiento de un loco”. Gombrowicz era el benjamín de un grupo que recibió el nombre de los tres mosqueteros: Stanislaw Ignacy Witkiewicz, Bruno Schulz y Witold Gombrowicz. 

Sin embargo, ninguno de los tres tenía un sentimiento marcado de pertenencia a ese clan de escritores cuyo horizonte era bastante diferente al del nivel medio de la literatura polaca. Bruno Schulz llevó a Gombrowicz a la casa del más loco de los mosqueteros: Stanislaw Ignacy Witkiewicz. Esos tres hombres trataron de orientar la literatura polaca hacia nuevos caminos.

Tuvieron una gran influencia en el arte polaco y fueron apreciados en el mundo entero. Witkiewicz, Schulz y Gombrowicz se encontraban por fin juntos. Si dejamos un poco de lado el entusiasmo de Schulz por Gombrowicz se podría decir que el escepticismo y la frialdad reinó siempre entre ellos. Gombrowicz no creía en el arte de Witkacy, y Witkacy pensaba que Gombrowicz era demasiado hijo de mamá.

No esperaba de él nada extraordinario. Desde el primer encuentro Witkiewicz lo cansó y lo aburrió, se atormentaba a sí mismo y a los demás con una actuación teatral incesante para sorprender y centrar la atención de los demás en él. Sus defectos eran también los de Gombrowicz que los observaba en Witkacy como en un espejo deformante, monstruoso y de proporciones apocalípticas. 

Cuando le mostró su “museo de los horrores” en el que lucía la lengua seca de un recién nacido Gombrowicz lo detuvo con una actitud de hidalgo polaco: –¡Pero no nos enseñe cosas semejantes! ¡Eso es incorrecto! Fue el instinto de conservación, Gombrowicz sabía que si no se le oponía de inmediato de una manera evidente Witkacy lo iba a dominar e incluir en su séquito. 

A pesar de los antagonismos y animosidades de los tres mosqueteros tenían en común el deseo de sobrepasar los límites del provincianismo polaco y salir a aguas más abiertas respirando el aire de Europa y del mundo, al contrario de los ases locales que eran cien veces más polacos. Los tres mosqueteros conocían el valor de la originalidad en una medida universal más que local. 

Abordaban el arte formados en técnicas y conceptos extranjeros de vanguardia decididos a tomar a la literatura polaca por los cuernos. Renunciaron a muchos amores que podían atarlos y fueron más libres e incisivos, más severos y dramáticos. La inteligencia y la intransigencia de Witkiewicz eran espléndidas pero exageraba su actitud de teórico endemoniado. 

No se daba cuenta de que aburría, su incapacidad de tratar con un hombre vivo sin considerarlo una abstracción era irritante y lo convirtió en un hombre seco y farsante. Stanislaw Ignacy Mitkiewicz quiso tener más de un nombre, como también los tiene el diablo, y adoptó el seudónimo de Witkacy para distinguirse de su padre, Stanislaw Witkiewicz, pintor y escritor como él. “La derrota que sufrió Witkacy era inteligente (...)” 

“El demonismo se convirtió para él en un juguete, y ese payaso trágico estuvo muriéndose durante su vida, como Jarry, con un palillo entre los dientes, con sus teorías, con la forma pura, sus dramas, sus retratos, sus 'tripas', su 'panza' y sus colecciones porno-macabras. Lo que se destaca en él es la impotencia frente a la realidad y la suciedad de su imaginación, que no era sólo el resultado de la irrupción de lo asqueroso en el arte europeo (...)”

“Era también la expresión de nuestra impotencia ante la suciedad que nos devoraba en una casa de campesinos, en el camastro judío, en las casas sin retrete. Los polacos de esta generación ya percibían con toda claridad la suciedad como algo extraño y horrible, pero no sabían qué hacer con ello, era un forúnculo que llevaban encima y cuyas ponzoñas los envenenaban”

Gombrowicz conoció a Bruno Schulz en la casa de Zofia, después de la publicación de “Las tiendas de color canela”. Ese modesto maestro, un ser indefenso al que todo el mundo le daba palmaditas en la espalda para animarlo, fue consagrado en la casa de Nalkowska. Schulz estaba deslumbrado. “Me pidió que le leyera las primeras páginas, después se detuvo y me rogó que le dejara el manuscrito para terminar de leerlo ella sola (...)”

“Es una mujer maravillosa”. A la tarde de ese mismo día Nalkowska lanzó una exclamación. “Es la revelación más sensacional de nuestra producción novelística. Mañana mismo iré a la editorial para que publique el libro”. Bruno Schulz descubre en Gombrowicz a un hombre que está desmontando la posición aislada y privilegiada atribuida a los fenómenos psíquicos para destruir el mito de su divinidad. 

Al mismo tiempo está poniendo al descubierto una genealogía escabrosa y poco reluciente que repudia la vanidad. “Mientras bajo la capa de las formas oficiales rendimos homenaje a unos valores elevados y sublimes, nuestra verdadera vida transcurre a hurtadillas y sin sanciones venidas de arriba en esta esfera sórdida, y la energía emocional puesta en ella es cien veces más poderosa de la que dispone la endeble capa de la oficialidad”

El día que Bruno Schulz le reprochó amargamente que no estaba a la altura de lo que había escrito en “Ferdydurke” Gombrowicz empezó a ver con claridad que la obra vivía su propia vida. Existía en otra parte y poco podía hacer por él. Se dio cuenta que entre “Ferdydurke” y él ocurría exactamente lo mismo que les había acontecido en las páginas del libro a sus personajes. 

La obra, metamorfoseada en cultura volaba libremente a plena luz del día mientras él se hallaba en un pozo. Schulz fue el artista más eximio de todos los que Gombrowicz conoció en Varsovia y digno de contarse en el círculo de la más alta aristocracia intelectual y artística de Europa, pero su talante de maestro amilanado y provinciano malogró hasta cierto punto su aceptación universal.

Se quedó en lo que siempre fue: un príncipe de incógnito. Nadie le demostró a Gombrowicz una amistad tan generosa como la de Bruno ni lo apoyó con tanto fervor desde el mismo comienzo de la relación en el que empezó a prodigarle alabanzas extraordinarias, un poco porque prefería admirar a ser admirado, y otro poco porque en su alma provinciana vivía el deseo del lujo y de la gloria. 

Esa actitud de segundo violín no podía ocultar, sin embargo, una concentración apasionada, trágica y ardorosa que lo identificaba con su destino, de modo que sus afirmaciones modestas adquirían grandes dimensiones, y esto se veía con mucha claridad en las frases majestuosas y espléndidas de su escritura poética desbordante de metáforas y de una forma irónicamente barroca. 

Pero en la medida que Gombrowicz lo conoció fue descubriendo que su prosa era demasiado metafórica y que no podía hacerse cargo del mundo pues no era capaz de asimilarlo. Elaboró una forma profunda pero estrecha y no pudo salir de esa problemática limitada porque su estilo y sus concepciones no eran originales, seguía las huellas del genial Kafka. 

Si bien se mostraba creativo en más de un punto, la visión del mundo del checo fecundó su universo, y esto le puso límites a su alcance en el mundo a pesar de que era admirado en Francia e Inglaterra. La cuestión central para Gombrowicz era la forma, pero él trataba de destruirla y de ensanchar el campo de acción de su literatura para poder abarcar cada vez más fenómenos. 

Schulz en cambio se cerraba en su forma como si fuera una fortaleza o una prisión. El maravilloso altruismo de Bruno se mostró en todo su esplendor cuando apareció “Ferdydurke” y llegó a Varsovia. El amilanado y taciturno Schulz pronunció una conferencia en la Unión de Escritores en la que comunicó a todos los artistas reunidos allí que acababa de levantarse un sol que hacía palidecer a todas las estrellas. 

Y, sin embargo, Schulz estaba debutando junto a Gombrowicz, y el carácter de sus creaciones los hacía rivales, y era diez años mayor que él. Tanto altruismo no se encuentra con frecuencia entre los escritores. Schulz se encerraba en sus perversiones y en su arte como en una torre de marfil porque sentía demasiado respeto por el arte y no se animaba a tratarlo desde arriba.

La forma que había elaborado lo limitó al punto de que no se atrevió a asomar la nariz fuera de ella. De los defectos de Gombrowicz venimos hablando frecuentemente, baste decir aquí que todo su trabajo interior consistía en esquivar esos defectos y escribía luchando contra su indolencia. “De entrada quiero soltar una indecencia irritante y de mal gusto: Bruno me adoraba a mí y yo no lo adoraba a él (...)” 

“Sería mucho más delicado de mi parte si en este recuerdo sobre mi amigo difunto no me colocara delante de él. Me apresuro a preveniros que conozco esta regla tanto en su aspecto mundano como en el moral. Pero ¿no ha dicho el príncipe Ypsilanti que quienes saben que no se debe comer pescado con cuchillo pueden comer pescado con cuchillo?”. Eran dos conspiradores.

Schulz hablaba del código ilegal y de la vía secundaria de la realidad, Gombrowicz de hacer estallar la situación y de desacreditar la forma. Ambos hablaban de la subcultura, de la belleza incompleta y de la pacotilla. “Mi naturaleza jamás me permitió acercarme a Schulz más que con recelo; desconfiaba de él y de su arte. ¿Acaso leí alguna vez, honestamente, desde el principio hasta el final alguno de sus relatos? (...)” 

“No, me aburrían. Así pues, todo lo que tenía que decirle tenía que decírselo con prudencia para que no se percatara del vacío que lo acechaba, incluso en mi propio caso”. Schulz se daba cuenta de todo esto. Una tarde estaban conversando frente al monumento a Chopin. “Witold, nuestros géneros estén emparentados por la ironía, el escapismo sarcástico y el gusto por jugar a la gallina ciega (...)” 

“A pesar de eso, mi lugar en el mapa se encuentra a cien millas del tuyo y, es más, tu voz para llegar a mí tiene que rebotar en un tercer elemento, no hay entre nosotros una línea telefónica directa”. Schulz se daba cuenta de que Gombrowicz no se había tomado la molestia de leer a fondo lo que escribía, pero era discreto y no lo interrogaba demasiado a sabiendas de que no aprobaría el examen.

“Pero Bruno quizás sabía, igual que yo, que las obras de arte de altos vuelos apenas se leen, que funcionan de manera distinta en la cultura, tal vez por su sola presencia Y en cuanto a la admiración, ¿qué nos podía importar todo esto a nosotros si los dos éramos totalmente quiméricos?” Witkacy, el demonio, acabó consigo de una manera demoníaca. Huyendo de los bolcheviques en la última guerra se mató en un bosque. 

Witkiewicz no creía en la casualidad. Se creyó un profeta. Cuando comenzó la guerra intentó entrar como oficial de la reserva, pero a causa de su edad no recibió la orden de movilización. En diciembre de 1939, al conocer que el Ejército Rojo había invadido Varsovia, salió de su casa en busca de un buen árbol a cuyo pie matarse. Una hora después encontró una encina. 

Comenzó a inyectarse una droga para que la sangre le circulara más rápido y la perdiera de prisa, y luego ingirió luminal. Se hizo un tajo en el brazo con una hoja de afeitar. Al día siguiente lo encontraron muerto, las bellotas de la encina seguían cayendo sobre su cuerpo. Bruno Schulz fue llevado a un campo de concentración donde un oficial alemán encantado con sus dibujos espléndidos lo tomó bajo su protección. 

Desgraciadamente, otro oficial alemán resolvió un conflicto que tenía con el protector pegándole a Schulz dos tiros en la nuca. Mientras Witkiewicz y Schulz morían en Polonia, Gombrowicz vagaba por Buenos Aires e intentaba olvidar la pobreza, la soledad y el desastre jugando al ajedrez en el café Rex.

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Juan Carlos Gómez

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