Gombrowiczidas 

Witold Gombrowicz y Janusz Eichler
Juan Carlos Gómez

Roman Pawlowski, un joven periodista polaco muy conocido, puso al descubierto en la “Gazeta Wyborcza” el aspecto insubstancial y bufonesco de la película que filmaron en Buenos Aires el Larguirucho y el Pegajoso.

“En la película, de igual manera que en el ‘Diario’, la verdad se mezcla con la fantasía y la mentira con el drama. Pacek y Peña hacen retratos de las personas que pertenecieron al círculo de Gombrowicz con rasgos casi folletinescos; desde la conversación con el pintor Janusz Eichler que en vez de hablar sobre Gombrowicz repele los ataques de los mosquitos, hasta la escena en la que Juan Carlos Gómez con lágrimas en los ojos dirige la novena sinfonía de Beethoven, el compositor preferido de Gombrowicz. Sobre ‘Una carta de Argentina’ se levanta el espíritu travieso de Witold Gombrowicz y es por este espíritu que vale la pena verla”

Janusz Eichler y Zygmud Grocholski eran dos pintores polacos amigos de Gombrowicz  que alcanzaron prestigio internacional cada uno en su estilo, y que recibieron a su turno los comentarios especiales que Gombrowicz le dedicaba a la pintura.

Gombrowicz se había declarado enemigo mortal de toda la pintura y, en general, de todas las artes plásticas, pero tenía una cierta debilidad para con los pintores. Ejercitaba con ellos todas las variantes de provocador profesional e histriónico y no ocultaba su odio a los museos y a las vernissages.

Janusz Eichler

¡No creo en la pintura, descreo de toda la pintura!–, era una exclamación que, según decía él, le daba mucho prestigio entre los pintores, que recibían esas declaraciones con un sincero respeto y que despertaba entre ellos una amistad espontánea.

En un principio la pintura se había ocupado de reproducir la naturaleza, pero la naturaleza pintaba mejor porque era más precisa que la copia. Entonces los pintores buscaron la salvación en un espíritu humano que metían en el cuadro, pero la pintura trata casi exclusivamente con la materia, así que el intento resultó cómico.

Se hizo claro entonces que el pintor no debía expresar la naturaleza ni el espíritu, sino su propia visión de la naturaleza, expresarse a sí mismo con medios estrictamente pictóricos, con la forma, la línea y el color.

Empezaron entonces a deformar el objeto, pero aún así el objeto no se movía, ¿cómo podían los pintores expresarse a sí mismos utilizando algo inmóvil si la existencia es movimiento? La pintura puede transmitir la visión del pintor pero la de un solo instante.

La idea de que Van Gogh o Cézanne nos han transmitido su personalidad en sus telas es cierta solo parcialmente. Si a un escritor le dijeran que tiene que expresarse utilizando girasoles o manzanas se pondría a llorar como un bendito. Sin embargo Van Gogh y Cézanne han llegado a sernos tan familiares porque las palabras, es decir, sus biografías han completado la inmensa laguna dejada por los girasoles y las manzanas.

Los pintores, aunque ya se permitían deformar la naturaleza, seguían insatisfechos, así que sintieron la necesidad de liberarse del objeto al que estaban atados como el perro a su cadena. Se propusieron entonces descomponer el objeto en sus propios elementos y crear con ellos un lenguaje abstracto, pero la pintura abstracta tiene la extraña particularidad de que tampoco se mueve.

En la música la forma pura es posible porque está metida en el tiempo, la forma se renueva a cada momento y por eso es posible la melodía, pero un cuadro abstracto es como un acorde único. Además, la abstracción le quita al cuadro el carácter de reemplazo de la vida que tenía cuando imitaba a la naturaleza sin darle nada a cambio.

Vernissage-Mariano Betelú, Jorge Di Paola, Ada Lubomirska y Janusz Eichler

Retrato de Witold Gombrowicz 
por Janusz Eichler

Gombrowicz no creía en el lenguaje espontáneo y natural del hombre, toda forma es limitación y mentira, pero igualmente acusa a la pintura de ser artificial, demasiado artificial, y empieza por decirle a Dubuffet que la única arma que utilizará contra la pintura en su polémica será el cigarrillo. Para Gombrowicz el fundamento del valor es la necesidad, pero las necesidades pueden ser legítimas y también artificiales. La necesidad del pan es legítima y natural, en cambio la necesidad del cigarrillo es artificial.

La admiración por la pintura es la consecuencia de un largo proceso de adaptación que se ha llevado a cabo durante siglos. La pintura se ha fabricado laboriosamente un receptor adaptado en una relación convencional. La pintura no está basada en una necesidad verdadera de belleza.
Las joyas son pequeños guijarros cuyo efecto estético es casi nulo, sin embargo, se han gastado millones para tenerlas. La prueba de que esos cristales no representan la belleza es que un diamante artificial, absolutamente idéntico al diamante auténtico, sólo vale unos céntimos. Esto mismo pasa con las copias de los cuadros, el original puede valer una fortuna, en cambio la duplicación no vale nada.

Si las formas artísticas no expresan, aunque de una manera transpuesta, esas necesidades entonces se convierten en un vicio que se aprovecha de un estado de cosas artificial con un origen histórico.

A juicio de Gombrowicz la pintura es el ejemplo más señalado de un vicio que compara al del cigarrillo para caracterizar la polémica que mantuvo con Jean Dubuffet.

Este mecanismo de la convivencia humana hizo que el comprador de un Ticiano fuera un hombre muy respetable, pues mostraba su riqueza. El objeto bonito estimuló el instinto de posesión de los reyes, de los príncipes, de los obispos hasta llegar a la burguesía, y poco a poco se fue creando una escala de valores.

Un mecanismo complicado y gregario con un remoto origen histórico, estimula una sobre atención sobre el cuadro, y una vez arrancado el éxtasis que tiene origen en esta sobre atención el espectador y el crítico concluyen que si el éxtasis existe es porque la obra es digna de él.

Las paredes de una Vernissage en la que estaba Gombrowicz aparecían colmadas de composiciones abstractas saturadas de colores inmovilizados, mientras una multitud de bípedos caóticos desfilaba salvajemente ante ellas. En las paredes, astronomía, lógica y composición, en la sala, desbarajuste y una desorganización que va y viene a los empujones. Gombrowicz y un pintor holandés hacían comentarios sobre las masas, dominadas por tensiones lineales oblicuas, de unas litografías.

De pronto, alguien lo golpea en la cadera, es un fotógrafo doblado en dos que apunta con su cámara a los invitados más importantes. Mientras intenta reponerse junto a Alicia de Landes examinado con fuerza un conjunto de colores sometidos a sus propias leyes, el fotógrafo lo enviste nuevamente por detrás disparando dos veces, una de frente y otra de perfil.

Se compone por segunda vez y se dirige al encuentro de un grupo de franceses que analiza la lógica interior de una composición lineal, pero tropieza otra vez con el fotógrafo. Cuando está a punto de decirle algo desagradable aparece un desconocido con una cara que le parece conocida: –¡A quién veo! ¡El mundo es un pañuelo! ¡Hace siglos que no nos vemos!; –Es verdad. ¡Qué encuentro...!

En el mismo momento en que Gombrowicz hacía esfuerzos por recordar a ese desconocido, de un salto se le aparece el fotógrafo, hace clic, le pide veinte pesos y le da una recibo. Estaba furioso, lo había fotografiado justo con los ojos clavados en ese rostro olvidado, con una cara de bobo. Gombrowicz se había hartado de la Vernissage y se va furioso sin saludar a nadie.

“¿Qué es lo que sé de Eichler? Imagino un ser tan delicado que no pertenece a nuestro mundo grosero. Este príncipe devorado por la civilización y convencido de la imposibilidad de contentarse con lo que es decide escaparse a la simplicidad y al universo del cuento. Construyó entonces una pequeña casa coloreada, divertido como un niño. Al mismo tiempo dulce y amargo, tierno y cruel, débil y fuerte, sobrio y romántico, inerte  a lo asiático y activo a lo europeo, Eichler es hasta cierto punto una compensación permanente”

ver La identificación de los apodos y de la actividad

Juan Carlos Gómez

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