Witold
Gombrowicz y Gustavo Leguizamón |
"Los ajedrecistas consideran el ajedrez como la cumbre de la creación humana, tienen sus jerarquías, hablan de Capablanca como los poetas hablan de Mallarmé y, mutuamente, se rinden todos los honores" A pesar de que el ajedrez fue una compañía constante de Gombrowicz durante toda su vida, habla poco de este juego en sus diarios. Desde muy joven era conocido por su afición al ajedrez, al punto que cuando hizo su pasantía de abogado en los tribunales de Varsovia el juez lo distinguía con los asuntos más interesantes porque sabía jugar al ajedrez. El café Rex fue un salón mundano y aristocrático para ese noble polaco en bancarrota que era Gombrowicz, allí jugaba al ajedrez mientras fumaba con avidez sosteniendo los cigarrillos al modo de los fumadores de pipa. Los cigarrillos que fumaba eran horribles y muy fuertes, dejaba el paquete sobre la mesa, y si alguien le ofrecía cigarrillos importados, los rechazaba con dignidad: –No, gracias, yo fumo Tecla. |
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Gustavo Leguizamón |
El
alguien que le ofrecía frecuentemente cigarrillos norteamericanos era
un personaje del Rex, un suizo alemán al que todo el mundo llamaba
Philip Morris. Elegante, serio, puntual, sólo fumaba esa marca de
cigarrillos. Gombrowicz le despreciaba sistemáticamente esas
invitaciones, pero en cambio lo desplumaba jugando al ajedrez ping pong
por muy poca plata, apenas le alcanzaba para pagarse una comida. Entre los recuerdos de sus miserias argentinas, incluidos los de sus días entre rejas, el que permanecía en Gombrowicz como un símbolo misterioso era el de Morón. "Me dirijo a la plaza de Morón. Cada vez que vuelvo aquí, voy en peregrinación a la plaza para echar una mirada a mi pasado del año mil novecientos cuarenta y tres. Pero
ya no existe la pizzería donde solía tener conversaciones con los
contertulios, ni el café donde jugué una memorable partida de ajedrez
bailando boogie-woogie con el campeón de Morón; los dos bailábamos y
bailando nos acercábamos al tablero de ajedrez para cada nuevo
movimiento (...)" Y, en eso, he aquí que en el suplemento literario de ‘La Nación’, un periódico muy popular, aparece en primera plana un artículo mío. Desde ese momento mi posición social en Morón quedó liquidada. La gente empezó a darme muestras de consideración" El
ajedrez, la historia y los zapatos pusieron en contacto a Gombrowicz con
Gustavo Leguizamón, nos falta decir algo entonces sobre la historia y
sobre los zapatos. El mundo hegeliano es una verdad en marcha, es el lugar donde la humanidad forma sus leyes y el hombre se convierte en un peldaño de la historia. La importancia que Hegel le dio a la historia contribuyó en forma excepcional a la difusión de sus ideas. A este filósofo que era capaz de deducir la racionalidad del mundo a partir de un lápiz no le costó mucho trabajo demostrar que lo inmoral de la guerra deviene en moral y que el estado se va transformando en la encarnación de lo divino. Mientras
Hegel se desvivió por encontrarle un sentido a la historia, Gombrowicz
se colocó en una posición ahistórica y más bien era partidario de
liquidar el pasado. Gombrowicz acostumbraba a recurrir a la desnudez del cuerpo para debilitar el exceso de estructura de la forma humana. Empieza con el cuculeilo en "Ferdydurke" y termina justamente con en los pies, mejor dicho, con los zapatos en el final de su obra. Los
pies en Polonia formaban una línea cruel que separaba la miseria
extrema del resto de los hombres, pues los pies de la miseria iban sin
zapatos tanto en el campo como en la ciudad. En el primer proyecto intentó liberarlos descalzándolos, pero este bosquejo le pareció de alcances reducidos y no llegó a convertirlo en obra, le sirvió sin embargo de base para un segundo intento de alcances más amplios en el que la desnudez abarca al cuerpo entero de Albertina. Al proyecto le llamó "Historia" y a la obra le llamó "Opereta". En "Historia" intervienen como personajes el mismísimo Gombrowicz y el resto de la parentela, el padre, la madre y sus tres hermanos, con sus verdaderos nombres. A
medida que se desarrolla la acción estos fantasmas se van transformando
en personajes históricos de las cortes europeas de principios del siglo
XX, entre los que Gombrowicz se mueve como un enviado especial que se
pasea descalzo invitando a los reyes a que hagan lo mismo, es decir, a
que se quiten los zapatos.
En
el libreto de "Historia" Gombrowicz entra descalzo a su casa
junto con el hijo del portero. A partir de ese momento la familia se
convierte en un jurado que examina esta confraternización entre clases
y se pregunta si Gombrowicz será capaz de graduarse de bachiller debido
a esta circunstancia. Desde
la Argentina Gombrowicz observa cómo Polonia es destruida y empieza a
desaparecer. Pero no sólo Polonia desaparece, desaparece también la
Europa de la alta cultura, de la alta costura, de la alta cocina, de la
aristocracia, de las ideas, del romanticismo; desde nuestras pampas ve
caerse el inmenso y majestuoso edificio europeo. Gombrowicz se convierte
finalmente, a través de su obra, en un arquetipo al que terminan
reverenciando los ricos y los pobres, la izquierda y la derecha, la
saciedad y el hambre. Un músico y abogado salteño, uno de los más grandes folkloristas argentinos, a poco de llegado al mundo, como era muy flaco, recibe un mote que parece sacado de la casa de los gombrowiczidas. La madre quiere comprar unos chanchos: –¡Pero si están tan flacos como este cuchi! Desde entonces Gustavo Leguizamón fue para siempre "El Cuchi", un vocablo quechua que significa justamente chancho. Este
brillante compositor y pianista, irrespetuoso de toda formalidad y también
de sí mismo, admiraba a Beethoven tanto como lo admiraba Gombrowicz. Hizo fundir una quena, se la agregó a la máquina y le daba conciertos a los ferroviarios que lo miraban como a un bicho raro. La vida de estudiante trajo a Gustavo Leguizamón de su Salta natal a Buenos Aires. En El Olimpo, un café del bajo cercano a Retiro donde se jugaba al ajedrez, conoció a un Gombrowicz de zapatos rotosos pero inmensos: –El único que puede tener patas de este tamaño es Ariel Ramírez. Y, efectivamente, eran zapatos que le había regalado Ariel Ramírez a un pobre Gombrowicz que en esos años mendigaba en los cafés de Buenos Aires el alojamiento, la comida y la vestimenta. |
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Juan Carlos Gómez
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