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Gombrowiczidas

Witold Gombrowicz y el Ser Supremo
Juan Carlos Gómez

“Hoy me he despertado con el sentimiento de deleite por no saber qué es un premio literario, por desconocer los honores oficiales, los mimos del público y de la crítica, por no ser ‘de los nuestros’ y por haber entrado a la literatura a la fuerza, arrogante y burlón. ¡Yo soy el self made man de la literatura! Más de uno se queja de haber tenido unos comienzos difíciles (...)” 

“Pero yo he debutado tres veces, una vez antes de la guerra en Polonia, otra vez en la Argentina, y una tercera como polaco de la emigración, y ninguno de esos tres debuts me ha escatimado humillaciones. Doy gracias al Ser Supremo por haberme sacado de Polonia cuando mi situación literaria empezaba ha mejorar y por haberme lanzado al continente americano en medio de gente que habla en una lengua extraña para mí (...)” 

“En la soledad, en la frescura del anonimato, en un país más rico en vacas que en arte. ¡El hielo de la indiferencia conserva tan bien el orgullo! También te doy las gracias Ser Supremo, por el ‘Diario’! Uno de los momentos más dramáticos de mi historia literaria fue hace diez años, cuando nacían los primeros fragmentos del ‘Diario’. ¡Cómo temblaba entonces! (...)”

“Abandoné el lenguaje grotesco de mis obras anteriores como quien se quita una armadura. ¡Qué indefenso me sentía en ese diario, cómo temía aparecer pálido en ese lenguaje simple! ¿No era mi cuarto debut y el más peligroso de todos? ¡Pero después! ¡Qué seguridad cuando resultó que mejor o peor soy capaz de comentarme a mí mismo! Era eso lo que necesitaba (...)”

“Me convertí en mi propio crítico, glosador, juez, director de escena, quité a esos otros cerebros el poder de pronunciar veredictos... ¡fue entonces cuando conseguí mi independencia! Debo mucho a unos cuantos escritores que me apoyaron, comenzando por el hoy célebre Bruno Schulz. Pero sólo cuando me encontré a mis anchas con el ‘Diario’, sentí que yo también tenía una pluma en la mano (...)”

Witold Gombrowicz

 
“Fue un sentimiento maravilloso que no me había deparado ni ‘Ferdydurke’ ni otras obras artísticas, que se habían escrito solas... como fuera de mí... A partir de entonces, la pluma se puso a mi servicio... Fue como si yo acompañara a mi arte hasta ese lugar donde penetra en otras existencias y se vuelve hostil para mí”. El “Diario” es la obra más grande de Gombrowicz, este género resultó en sus manos una verdadera creación. 

En sus extremos asoman la nariz la grandeza y la falta de seriedad, unos extremos que se aprietan y se mezclan con situaciones de vida, fragmentos de carácter filosófico, polémicas, partes líricas, bromas grotescas y ficción literaria pura, con el contrapunto de los comentarios e interpretaciones que hace Gombrowicz sobre su propia obra. Una obra tan variada despierta la curiosidad por saber cómo empieza y cómo termina. 

Empieza y termina con asuntos referentes a Polonia, peripecias en su mayor parte escritas en la Argentina que concluyen en Francia. Inmediatamente después de los cuatro yo que mete al comienzo de esta obra nos cuenta la impresión que le produce la lectura de los periódicos de su país. Es como si le hablaran de unas aventuras que corriera alguien muy próximo a él en una tierra extraña. 

El alguien ya no es próximo pero le queda con la persona conocida una identidad diluida. La presencia del tiempo en las páginas de esos periódicos es tan fuerte que se le despierta el deseo de un contacto directo con ese alguien, aunque sea para vivir y relacionarse de una manera imperfecta. Después de dieciséis años de este comienzo se despide del “Diario” recordándole a los polacos su olvido de que Polonia era también un país ocupado. 

Ocupado como lo estaba siendo Checoslovaquia después de la entrada del ejército soviético. En la prensa de la emigración habían aparecido protestas valientes que Gombrowicz comparte mereciéndole todo su respeto. “Pero hay un detalle que me da que pensar, un detalle casi freudiano: su indignación casi infantil parece olvidarse que Polonia ha sufrido de la misma violencia (...)”

“Al fin y al cabo, Polonia es desde hace años un país ocupado, exactamente como lo es hoy Checoslovaquia. Si dijeran ‘Para mí la violencia es un acto cotidiano, sé lo que es, por eso condeno la invasión rusa’, todo estaría claro. Pero se les ha olvidado..., incluso a quienes viven en el extranjero. Consternados por Checoslovaquia han olvidado su propio destino”. Estas son las últimas palabras que pone en ese magnífico “Diario”.

Esta obra se constituyó en la sinfonía perfecta de una de las voces más singulares y complejas del siglo XX. Gombrowicz sentía a Polonia como un mundo fuera de foco, y a él mismo como un pasajero de un tren que la miraba desde lejos. “Si este diario que voy escribiendo desde hace ya algunos años no está a la altura –la mía, la de mi arte o la de mi época–, nadie debería reprochármelo (...)”

“Es un trabajo que me ha sido impuesto por las circunstancias de mi exilio y para el que posiblemente no sirva”. Uno de los propósitos que tenía Gombrowicz cuando escribía era alcanzar la grandeza, pero cuando empezó a hacer menciones a su gloria algo salió mal. El convencionalismo que le impide al autor este tipo de jactancias entró en funcionamiento, y los lectores dieron muestras de aburrimiento. 

Si no podía pasar por buena su propia grandeza, entonces se le destruía el sueño que había acariciado desde la juventud; un fracaso que Gombrowicz sentía dolorosamente. No era un problema intelectual sino de carácter religioso o amoroso. El convencionalismo resultó ser demasiado fuerte y la voluntad de dominio se le fue transmutando en broma, provocación y fanfarronería. 

Por esta puerta le fueron entrando poco a poco los medios de expresión habituales en la literatura. Las idas y vueltas de Gombrowicz para alcanzar la grandeza eran un obstáculo que le aparecía con frecuencia en su transición de la inferioridad a la superioridad. Los pasajes difíciles del Gombrowicz insignificante al Gombrowicz significante aparecen en algunos fragmentos dramáticos y en otros carentes de seriedad. 

Cuando todavía no había empezado a acariciar la gloria escribe en los diarios uno de los párrafos más amargos. “Me he sentado a escribir este diario, no quiero que la soledad vague en mí sin sentido, necesito gente, necesito lectores. No para comunicarme con ellos, sencillamente para dar señales de vida. Hoy acepto ya todas las mentiras, convencionalismos y estilizaciones de mi diario (...)” 

“Quiero pasar de contrabando, aunque sea un eco lejano, un pálido sabor de mi yo aprisionado”. Si bien algunos gombrowiczidas encuentran en este pasaje una muestra más de la soberbia sistemática de Gombrowicz, no por eso deja de ser bastante amargo. Sin embargo, hay que decirlo, Gombrowicz era más amigo de la falta de seriedad que del drama. 

En 1967, recibe el Premio Internacional de Literatura, por el que se le había despertado un apetito feroz al enterarse, leyendo una nota de “Le Monde”, que el galardón había pasado de diez mil a veinte mil dólares. Lo primero que atinó a hacer cuando supo que lo había ganado fue preparar una lista de sus enemigos literarios, regocijándose de antemano con la amargura desesperante que les iba a despertar. 

Ya con el premio en la mano escribe el diario del hijo ilegítimo para mortificar a sus enemigos polacos de Londres. Los dólares y la gloria coronaron su sien de laureles, se tensa la cuerda y aparece entonces su espléndida falta de seriedad. “El crítico francés Michel Mohrt, al defender mi candidatura en su magnífica intervención en la sesión del jurado, dijo cosas muy atinadas (...)”

“‘En la creación de este escritor hay un secreto que yo quisiera conocer, no sé, tal vez es homosexual, tal vez impotente, tal vez onanista, en todo caso tiene algo de bastardo y no me extrañaría nada que se entregara a escondidas a orgías al estilo del rey Ubú’. Esta perspicaz interpretación de mis obras y de mi persona, de acuerdo con el mejor estilo francés, fue pregonada con bombos y platillos por la radio y la prensa internacionales (...)” 

“En consecuencia, los jóvenes que se reúnen en la plazoleta de Vence al verme pasar comentan por lo bajo: –Mirad, es ese viejo bastardo, impotente y homosexual que organiza orgías. Y puesto que la delegación sueca me apoyó en ese jurado por mi condición de escritor humanista, algunos informes de prensa llevaban un título rimado: ¿Humanista u onanista?”

Dos de los reproches más frecuentes que suelen hacerle a Gombrowicz son los de su falta de sinceridad y su histrionismo, cargos que son más bien aplicables a sus diarios que a su obra artística. Hay que decir que los diarios de Gombrowicz tienen una génesis particular, en efecto, los empieza a escribir porque, según lo sentía él, su empleo de bancario le impedía emprender proyectos literarios de mayores alcances. 

Gombrowicz comienza a publicar sus diarios cuando todavía no había alcanzado la celebridad pero, lamentablemente para su suerte, la gente sólo compra diarios de escritores famosos. Uno de los propósitos que tenía Gombrowicz cuando escribía los diarios era introducir a los lectores por una puerta lateral en los bastidores de sus novelas y de sus piezas de teatro.

Su época le estaba pidiendo a la palabra que fuera, además un recurso artístico, un instrumento del devenir del escritor en el mundo, algo íntimamente ligado a la vida y a la otra gente para definir y fijar su lugar en la sociedad. Gombrowicz le agradece al Ser Supremo por haberlo sacado de Polonia y lanzado a la Argentina. También le da las gracias al Ser Supremo Dios por haberle permitido escribir el “Diario”.

El quid de las obras de Gombrowicz, por lo menos en una gran parte, es su propia vida. Pero, ¿es su vida o una puesta en escena de su drama personal lo que relata en sus diarios? Amordazado en Polonia, aislado del gran mundo por el exotismo de la legua polaca, acorralado en el ambiente cerrado y estrecho de le emigración, en esta bruma nacían sus obras difíciles.

A tal punto eran difíciles sus obras que en el mismo corazón de París debieron luchar duramente para ser reconocidas. La superficialidad de las cabezas polacas con las que trataba en el emigración se podría medir por el hecho de que el mismo “Diario”, más fácil de comprender en apariencia que sus otras obras creativas, no conseguía penetrar en sus cerebros. 

Lo tildaron de egotista, no se les ocurrió pensar que uno puede hablar de sí mismo sin que su yo sea por eso egotista y trivial, sino alguien consciente, con un egotismo metódico y disciplinado, y un objetivismo desarrollado y distante. Cuando estaba llegando a los cincuenta años empieza a escribir sus diarios y emprende un camino sin regreso hacia la madurez. 

Gombrowicz es creado por su obra pero ahora es ese Gombrowicz el que a por fin le dicta su ley al “Diario”, ahora es él el que escribe, el que crea su propia obra. Es un sentimiento nuevo que se le contrapone al sentimiento de que su obra se había escrito sola, por fuera de él. La tensión entre la grandeza y la falta de seriedad, un registro profundo que aparece en el "Diario" de Gombrowicz, le sigue los pasos a la representación de los sentimientos. 

Un sentimiento que se representa y un sentimiento que se vive son dos cosas casi indiscernibles: decidir que amo a mi madre quedándome junto a ella o representar una comedia que hará que permanezca con mi madre, es casi la misma cosa. Dicho de otro modo, el sentimiento se construye con actos que se realizan; no puedo pues consultarlo para guiarme por él. 

Lo cual quiere decir que no puedo ni buscar en mí el estado auténtico que me empujará a actuar, ni pedir a una moral los conceptos que me permitirían actuar. La idea de la representación de los sentimientos es el centro de gravedad alrededor del cual giran las ideas de Gombrowicz. También éste es el origen de su inseguridad personal que se le puso de manifiesto en su juventud. 

Como no le aparece clara la diferencia que existe entre un sentimiento sentido y uno representado no está seguro de que pueda coger el toro por los cuernos. “Ya está listo para la impresión. Lo he revisado. He corregido algunas cosillas. Ya lo puedo enviar a Giedroyc para que aparezca el volumen de mi diario. Estoy lejos de sentirme satisfecho. Lo diré con sinceridad (...)” 

“Uno de los objetivos más importantes que palpitaba en mí en esos años, cuando me ponía a trabajar en el diario, no ha sido cumplido. Ahora lo veo claramente... y me deprime... No he sabido expresar debidamente mi transición de la inferioridad a la superioridad, ese paso del Gombrowicz insignificante al Gombrowicz significante. El sentido espiritual de esta cuestión no ha sido debidamente tratado (...)”

“Tampoco lo han sido el sentido vergonzosamente íntimo, ni el sentido social. Las conveniencias resultaron más fuertes. Cada vez que tocaba este tema, siempre se me desmenuzaba, se me volatilizaba, se me transmutaba en broma fácil, en polémica, en aparente fanfarronería, en provocación..., en simple crónica. Los medios de expresión trillados de la literatura han conseguido imponérseme (...)” 

“A los fragmentos de mi diario que tocan esta cuerda les falta energía, coraje, seriedad e ingenio. Es un fracaso personal -estilístico- considerable. Y dudo que en el futuro pueda coger ya a este toro por los cuernos. Es demasiado tarde. El presente volumen contiene los textos de mi diario que se han venido publicando en "Kultura", completados con fragmentos hasta ahora inéditos (...)”

“Aún me queda algo en reserva, pero ese material, más íntimo, prefiero no incluirlo. No quisiera exponerme a tener problemas. Quizás algún día... Más adelante. Es una escritura bastante desordenada, hecha de un mes para otro; seguramente me repito o me contradigo más de una vez. ¿Qué hacer? ¿Ordenarlo? ¿Pulirlo? Prefiero que no quede demasiado relamido”

Gombrowicz siente a sus tres debuts, el de Polonia, el de la Argentina y el de polaco emigrado, como se podría sentir la presencia de un archienemigo, y a su cuarto debut con el “Diario”, como una espada flamígera. “Aventuras” es un cuento en el que también se siente la presencia de un archienemigo y la posibilidad de una salvación. Gombrowicz escribió “Aventuras” en el año 1930.

Esta novela corta termina en un pasaje que nos contaba reiteradamente en el café Rex. En aquel tiempo comenzaba a frecuentar los cafés literarios y seguía escribiendo novelas cortas. Decide permanecer en Radom pero choca con la hostilidad de los abogados locales que en su gran mayoría pertenecían al Partido Nacional, una agrupación política de derecha. 

Sus partidarios se escandalizaban por sus relaciones con centros de izquierda y, particularmente, por las que tenía con Wiadomosci Literackie. Desde ese momento renunció a la continuación de su carrera jurídica. “Era una época en la que estaba en mala disposición con el arte. Me saturaba de Schopenhaher y de su antinomia entre la vida y la contemplación, y de Mann en cuya obra ese contraste tiene un aspecto más doloroso (...)” 

“El arte era para mí el fruto de la enfermedad, la debilidad, la decadencia; los artistas, por así decirlo, no me gustaban, personalmente yo prefería al mundo y a la gente de acción. Estas fobias, a mi edad, eran apasionadas, yo tenía entonces veinticinco años, que es cuando todavía no se ha renunciado a la belleza. El mundo artístico me atraía por su libertad y su resplandor, pero me repudiaba física y moralmente”

En este cuento hay dos personajes: el protagonista y el Negro. Es un relato fantástico sobre la naturaleza del encierro y del miedo, pero lo es más bien como un acontecimiento exterior, como unas aventuras cuyas variaciones son mecánicas y automáticas, y ajenas a los fenómenos psíquicos y a las concepciones morales. En el mes de septiembre de 1930 el protagonista navegaba rumbo a El Cairo y cayó en las aguas del Mediterráneo. 

Advirtieron su caída pero el barco ya se había alejado un kilómetro, el capitán se puso muy nervioso y ordenó un regreso a toda marcha, tanta que cuando el gigante llegó donde estaba el protagonista no se pudo detener. El navío volvió a dar la vuelta pero otra vez lo volvió a pasar como un tren a toda velocidad, esta maniobra se repitió diez veces hasta que un yate privado se acercó y lo recogió, mientras el otro barco retomaba tranquilamente su ruta.

Por casualidad descubrió que el capitán del yate tenía el rostro y los pies blancos pero era negro. El capitán se puso furioso, lo hizo atar, lo encerró en un camarote y empezó a alimentar un odio ilimitado. Era la única persona en el mundo que había descubierto su secreto: era un negro blanco. Durante los ocho meses siguientes navegó sin parar y se deleitó con el poder que le proporcionaba el tenerlo encerrado en un camarote oscuro.

Un día, finalmente, lo condujo al puente del yate y el protagonista se preparó para morir. Fue colocado en el interior de un recipiente de cristal en forma de huevo, podía mover los brazos y las piernas pero no cambiar de posición. El Negro le enseñó el mapa del océano Atlántico y señaló la ubicación del yate, estaban en el centro del mar, entre España y México. 

En esa zona marítima las corrientes era circulares, si algo caía al agua, al cabo de un tiempo, después de un viaje de circunvalación, volvería a pasar por el mismo lugar. Lo equiparon con tres mil comprimidos de caldo que le alcanzaban para vivir diez años, con un pequeño instrumento para destilar agua, y lo tiraron al océano. Como las paredes del huevo eran de cristal observaba todo lo que pasaba en el exterior. 

Bajo la superficie del mar había una calma verdosa, pero arriba el mar estaba muy agitado, finalmente estalló una tormenta y se levantaron olas gigantescas. El Negro lo siguió un par de semanas, después se aburrió y tomó otro rumbo. Tenía ganas de aullar pero se puso a cantar ya que el desencadenamiento de los elementos marítimos lo predisponía al canto. Un barco francés lo atropello, rompió el cristal del huevo y lo rescató. 

Habían pasado unos años desde que el Negro lo tirara al océano. Cuando desembarcó en Valparaíso se escondió, estaba convencido de que el Negro lo había seguido, había disfrutado mucho de él y no iba a renunciar a ese placer. El protagonista atravesó el mundo huyendo, finalmente le pareció que el lugar más seguro era Islandia, pero ya en el puerto apareció el Negro, lo atrapó y lo condujo al yate. 

Después de largos meses de prisión sofocante pudo respirar nuevamente el fresco del aire marítimo en el puente de popa. Vio una enorme bola de acero cuya forma recordaba a la de un obús, abrieron una portezuela lateral y lo arrojaron a su interior donde había un pequeño saloncito. Se encontraban en el Pacífico, en el punto del abismo oceánico más profundo del mundo. 

El Negro tenía curiosidad por saber qué existiría en el fondo del mar al que vería con su imaginación adivinando lo que estaría mirando el protagonista moribundo. El peso de la bola de acero fue mal calculado y cuando la tiraron al agua no se hundió, entonces el Negro ordenó que le engancharan un ancla pesada, el protagonista fue arrojado al mar y comenzó a descender. 

Al final de un viaje de dos horas sintió una ligera sacudida, había tocado fondo. Pasó el tiempo y no pudiendo resistir más, comenzó a dar golpes en todas las direcciones. Aquella locura estéril provocó seguramente algún movimiento en el exterior, y la cadena arruinada por la herrumbre se rompió, el hecho es que la bola empezó a ascender aumentando a cada minuto su velocidad.

Finalmente salió disparada como un proyectil a un kilómetro de altura sobre la superficie del mar. El obús fue abierto por la tripulación de un barco mercante, el Negro había desaparecido. Hicieron escala en el puerto de Pernambuco desde donde el protagonista partió para Polonia. En ese mismo período un gigantesco bólido había caído sobre el mar Caspio y las aguas se evaporaron en un instante. 

Las nubes cubrieron la tierra amenazando con producir un segundo diluvio universal. Finalmente alguien tuvo la idea de perforar una nube que se encontraba encima del lecho del mar Caspio en la parte más ventruda y la nube empezó a desaguar. Cuando se vació por completo otras nubes ocuparon su lugar y, mecánicamente, el forma automática entregaron el agua y reconstituyeron el mar.

En su casa de campo de Polonia, descansaba y se entretenía para pasar el tiempo. El Negro había desaparecido, el otoño se acercaba. Por mera diversión empezó a construir un globo aerostático tipo Montgolfier. Una mañana, después que lo tuvo terminado, encendió la llama de la lámpara y empezó a ascender. Voló sobre el bosque y sobre el río, desde abajo la población lanzaba gritos jubilosos. 

Llegó a una altura de cincuenta metros, apagó la mecha y empezó a descender. Aterrizó en un patio en el que lo recibieron con risas y bravos. Interrumpieron la merienda y lo invitaron a tomar café, queso y pastelillos. El protagonista les propuso que uno de ellos podía subir a la cesta y volvió a encender la llama. La pasajera que subió le proporcionaba una alegría íntima mucho mayor que el globo mismo. 

Por primera vez en la vida sentía que estaba perdiendo el juicio mientras ella lo escuchaba con atención. A pesar de que es bien sabido que las mujeres aman lo novelesco, no se atrevió a contarle nada de sus aventuras con el Negro. Llegó el día del cambio de anillos. Luego empezó a acercarse también el día de la boda. Una semana antes de la fecha de casamiento, se sentía penetrado por el secreto y el escalofrío jubiloso prenupcial.

En ese momento se le ocurrió hacer un paseo en globo durante un día de tormenta. La tormenta fue tan grande que lo arrastró con fuerza diabólica, y después de varias horas, al levantarse el telón del alba, vio que debajo de él se agitaban las olas del Mar Amarillo. Se despidió por dentro de los abedules y de los ojos de su amada y se abrió dócilmente a las pagodas contrahechas, a los bonzos y a las divinidades extrañas. 

Cuando descendió de la cesta se le acercó gritando un chino leproso. Tocó con sus manos la piel pustulosa y lo condujo hacia unas cabañas miserables que se veían a lo lejos. Todos los habitantes de la aldea eran leprosos, pero a pesar de su condición aquellas personas no tenían nada que ver ni con la modestia ni con la humildad. El protagonista se alejó al instante de aquel pueblo pero la chusma lo seguía a cierta distancia. 

Los amenazó con los puños en alto y los leprosos desaparecieron, pero un momento después lo volvieron a seguir. La isla donde había caído ocupaba poco más de unos quince kilómetros cuadrados, estaba desierta y buena parte de ella era boscosa. El protagonista caminaba acelerando el paso pues sentía detrás de él la presencia de aquellos monstruos lascivos y anhelantes. 

No sabiendo bien que hacer se internó en la espesura de la selva pero ellos le pisaban los talones. No podía comprender qué es lo que quería esa chusma roñosa, tenía la misma sensación que se apodera de las mujeres cuando los vagabundos maleducados las importunan en la calle, primero persiguiéndolas y después permitiéndose bromas de mal gusto y palabras soeces, hasta que las pobres se veían obligadas a huir con la cabeza baja.

Si bien ignoraba la causa de la excitación de esos leprosos, eran evidentes sus demostraciones de obscenidad, de impudicia y de lascivia, tanto en los monstruos machos con su dura brutalidad, como en las monstruosas hembras con su diversión maliciosa que no podía significar otra cosa que inocencia o inmadurez. El protagonista hubiese aceptado la lepra, pero la lepra y el erotismo a la vez, no. 

Estaba enloquecido y empezó a huir, se escondió en la fronda de un árbol con un garrote en la mano dispuesto a romperle la cabeza al primero que se acercara. Durante dos meses llevó en la isla una vida de mono escondiéndose en la cima de los árboles. Finalmente, por azar, descubrió unas cuantas botellas de petróleo provenientes, posiblemente, de algún naufragio. Logró inflar nuevamente el globo y levantar vuelo. 

Se preguntaba qué podía hacer cuando volviera a ver los abedules y los ojos de la mujer amada. No, no le era posible volver, tenía que abandonar todo aquello que ya lo había abandonado a él. “Por otra parte nuevas aventuras reclamaron muy pronto mi atención. Recuerdo que en 1918 fui yo, yo solo, quien rompió el frente alemán. Como es de todos sabido, las trincheras llegaban hasta el mar (...)”

“Se trataba de un verdadero sistema de canales profundos que tenían una longitud que alcanzaba los quinientos kilómetros. Sólo a mí se me ocurrió la sencilla idea de inundar los canales. Una noche trabajé a escondidas, cavé un foso que comunicó los canales con el mar. Al penetrar ininterrumpidamente, el agua inundó las trincheras y corrió por toda la línea del frente (...)” 

“Con gran estupor los aliados vieron a los alemanes, empapados hasta los huesos, saltar fuera de las fosas enloquecidos de pánico, cuando despuntaban las primeras luces de un amanecer brumoso"

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Juan Carlos Gómez

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