Gombrowicz escribió “Transatlántico” en el Banco Polaco, protegido por la mirada bondadosa de Juliusz Nowinski, el presidente del Banco Polaco. A más de las cosas que le debieron pasar por la cabeza mientras lo escribía, la más de las veces cómicas, es seguro que cuando lo terminó y lo mandó a “Kultura” sabía que por algo así los polacos podían romperle los huesos.
Los escritores a quienes les había mandado el texto mecanografiado le advirtieron que había escrito algo peligroso, que a los exiliados polacos les resultaría insoportable, que era mejor dejar la publicación para más adelante cuando cambiaran las cosas, y que si a pesar de todo quería publicarlo ahora debía encomendarse a Dios. Se publicaron unos fragmentos de “Transatlántico” en “Kultura” acompañados con un prefacio.
“Supongo que el libro que tenéis en las manos os parecerá bastante chocante, porque un espíritu laico y hasta herético ha irrumpido en vuestros sentimientos religiosos. No pretendo ganarme la gracia de nadie, quiero responder con desprecio al desprecio con el que me han tratado mis compatriotas y que sigue amenazándome”. El caldo se estaba poniendo espeso.
Entonces recurre al ya ilustre Josef Wittlin a ver si le puede escribir un prólogo que atempere un tanto la tempestad, pues el prefacio que había escrito para presentar los fragmentos era una nueva provocación. Fueron los lectores los que colocaron a Gombrowicz en el campo de la seriedad y del conflicto, sin embargo, “Transatlántico”, tiene también una buena dosis de infantilismo y de humor.
El prólogo de Wittlin era elocuente, valiente y sosegado, no obstante, también resaltaba, más que ninguna otra cosa, el problema polaco de modo que los demás aspectos de la obra fueron empalideciendo con el tiempo. “Aparece ‘Transatlántico’ en forma de libro con el prefacio de Wittlin y el mío. Indignación. Cartas. Reacciones en pro y en contra. Ahora mi papel ya está claramente definido (...)”
“Mi segunda entrada en la literatura patria, tras doce años de silencio, se desarrolla bajo el signo de la rebelión contra la patria”. En las reflexiones que hace Gombrowicz sobre sus colegas siempre encuentra un pelo en la leche, nunca deja de mirarles el lado flaco, ni el divino Schulz se salva de este despioje. A Wittlin, en cambio, no sólo no lo ataca sino que en los diarios va preparando poco a poco un panegírico sin fisuras.
Describe algunas características de su carácter excepcional: un poeta prosista, un santo rebelde, un clásico vanguardista, un patriota cosmopolita, un activista social solitario. Es difícil de creer que este dinamitero profesional no le hubiera encontrado ningún lado flaco al bueno de Wittlin. “Y la fuerza de toda la rebelión de Wittlin consiste en que él por nada del mundo quiere rebelarse y, si se rebela, es porque debe hacerlo (...)”
“Ésta es la razón de que ninguno de nosotros sea tan consciente como él, y de que las palabras de nadie sean tan capaces, como lo son las suyas, de conquistar a la gente endurecida por los prejuicios. Experimenté en mí mismo esa fuerza, ya que el prólogo de Wittlin a mi libro es una obra maestra llena de una fuerza transparente que persuade, y de una bondad cargada con el más moderno de los dinamismos (...)”
“Pero precisamente a causa de ese prólogo me lanzaría a un ataque contra Wittlin, lo atacaría para que no dijeran que lo perdono porque me defiende y apoya. ¡Qué mezquinos son mis sentimientos!”. A pesar de que Gombrowicz tenía prevenciones contra la gratitud a la que consideraba un sentimiento peligroso, es probable que en este caso haya representado un exceso teatral de gratitud.
Wittlin le había escrito el prólogo de “Transatlántico” en un momento dramático, pero a mí me parece que aquí hay algo más. Ya en sus primeros cuentos Gombrowicz había sacado consecuencias tempranas de la idea de intencionalidad, una noción que se hizo famosa con Husserl. Gombrowicz sabía que el mundo sólo revela al hombre su significado a través de las intenciones que el hombre tenga para con él.
La montaña sólo es empinada porque quiero subirla, el azúcar tarda mucho en disolverse si tengo apuro en tomar el té, los objetos son pesados sólo cuando quiero levantarlos, y livianos cuando quiero mantenerlos firmes en medio del viento. En otras palabras, las cosas sólo tiene relación y significado cuando el hombre se los da. El elogio que le hace a Wittlin tiene que ver con eso de que la montaña sólo es empinada porque queremos subirla.
Este asunto lo pone en claro cuando manifiesta que debiera atacar a Wittlin para que no digan que lo perdonaba porque lo defendía y apoyaba. Después de hablar de sus sentimientos mezquinos deja pasar diez años y vuelve a Wittlin, pero ahora nos está diciendo que Wittlin fue el escritor que se acercó más al infierno, es decir, empieza a retirarse del panegírico absoluto que había pergeñado.
Ese ángel con gorro de dormir bueno como el pan, es como es para no ser su contrario, su doble perverso, es santo para no ser diabólico, y su fe es de las que persiguen a Dios como los caballos de una calesita se persiguen en una carrera sin fin. Una carrera brillante que nace de un espíritu burgués, el tiempo no lo ha cambiado pero quedó suspendido en el vacío porque la tierra se hundió bajo sus pies.
Un burgués al que se le desmoronó su burguesía, de ahí su demonismo. Es un enfermo que tiene una capacidad especial para vivir con su enfermedad. A través de su propia enfermedad, a través de su neurastenia, a través de Hitler, a través de su herencia judía, alcanzó el corazón de la noche. “Y quedó suspendido sobre el abismo, ese hombre bueno y modesto, ¡qué espectáculo! (...)”
“Que quedaran suspendidos sobre el abismo Malraux, Camus, Schulz, Milosz, Witkacy, Faulkner forma parte del orden natural de las cosas porque nacieron colgados. Pero cuando sobre el abismo queda suspendido un hombre bondadoso como Wittlin, el espectáculo puede producir vértigo, e incluso náuseas”. El hombre aniquilado por la historia puede convertirse con el tiempo en el creador de su propia historia.
Creador de su propia historia como ese Jozef Wittlin devenido en infernal por el derrumbe de la burguesía, un hombre que sigue extrayendo de sí la misma bondad y el mismo buen juicio, como esas minúsculas arañas que confiadamente cuelgan de su propio hilo. El conflicto y las contradicciones no abandonan nunca a Gombrowicz, tampoco cuando juzga a Wttlin.
Puede ser que en la naturaleza de los combates que libraba Gombrowicz esté presente el conflicto sartreano de la lucha de las trascendencias en la que cada hombre trata de exceder al otro con la suya... puede ser. Al ser vistos por otra persona, somos esclavos, mirando a la otra persona, somos amos, este imprevisible reverso de la realidad es la verdadera parte del diablo.
Sería vano el esfuerzo del hombre para escapar a este dilema, la esencia de las relaciones humanas no es la de ser-con, sino el conflicto, y es por esto que el respeto por la libertad de los otros es una palabra hueca. ¿Pero por qué Gombrowicz habrá querido sobrepasar a un hombre tan benévolo cómo Wittlin que no mentía ni disimulaba, un hombre que había sido tan bondadoso con él?
Gombrowicz había escrito que a Wittlin, nacido y criado en medio de las comodidades burguesas de una ciudad, se le había desmoronado el mundo y había quedado colgado del infierno. A Wittlin, nacido y criado en el campo, y soldado en la guerra, no le gustaron para nada estas páginas del diario de Gombrowicz. “Cómo soy realmente no lo sabemos ni usted ni yo. Por mi parte, le confieso que no tengo tiempo de ocuparme de ello”
Digamos algo también sobre las condiciones históricas bajo las cuales Gombrowicz escribió “Transatlántico” y que lo obligaron en un momento determinado, a pesar de que no le gustaba que otros escribieran sus prefacios, a pedirle auxilio a Wittlin. El fin de la guerra no supuso una liberación para los polacos, fue tan sólo la sustitución de los verdugos de Hitler por los verdugos de Stalin.
Si por su situación geográfica y por su historia Polonia se veía condenada a estar eternamente desgarrada entonces había que cambiar algo en los polacos para salvar su humanidad. En la relación de los polacos con el mundo había algo malo y alterado, como artista Gombrowicz se sentía un poco responsable de esa fatídica leyenda polaca con la que había que terminar de una manera u otra.
A pesar de que estaban encerrados en una maraña de quimeras y de una fraseología hueca los polacos se hallaban al mismo tiempo muy cerca de la mismísima realidad cruda, esa realidad que rompe los huesos. Gombrowicz creía en el poder purificador de la realidad, pero no de una realidad polaca, sino de una realidad más fundamental, la realidad humana sencillamente.
El romanticismo, el idealismo, la guerra y la leyenda polacos le asomaban la nariz debajo de cada página de ese “Transatlántico”, así que tuvo que cortarles la cabeza a esos demonios con la risa. El demonismo de Jozef Wittlin era sin embargo bastante más pacífico que otros demonismos con los que se las tuvo que ver Gombrowicz a lo largo de toda su vida.
Todos los hombres, según sea el lugar donde hayan nacido, empiezan a tener desde muy jóvenes algún sentimiento negativo hacia alguna nación, pueblo o religión. La geografía y la historia pusieron a los polacos en el trance de temer y de odiar a los alemanes y a los rusos. Gombrowicz tenía la sensación de que Berlín, igual que lady Macbeth, se lavaba las manos sin cesar.
El diablo y el mal son socios desde que Dios creó el mundo, una sociedad que preocupaba mucho a Gombrowicz. Durante sus paseos por el Tiergarten de Berlín se le presentaba el diablo en forma de pájaro, la muerte en directo, como un pájaro que venía a posarse sobre su hombro. “Medite ahora mi situación. Heme aquí, en Berlín, todo Berlín a mis pies, el centro, del otro lado el castillo de Bellevue y Wedding y Tempelhof (...)”
“Una ciudad endemoniada, el bunker de Hitler a cinco cuadras detrás del Tiergarten. Yo, por mi ventana mas grande veo a la distancia de unas diez cuadras el Berlín oscuro del proletariado, de Ulbrich, y poco falta para que viese la frontera polaca que dista como de Buenos Aires a La Plata. Ya comprenderá mis sentimientos de cierta intranquilidad”. Hay un aspecto siempre presente en las apariciones que hace Gombrowicz.
En su vida privada y en su obra Gombrowicz representa el papel del niño diabólico, un niño diabólico que atiende tanto los asuntos concernientes al mal como los concernientes a la diversión. El diabolismo de Gombrowicz, como el de los niños, más que perverso es divertido. Se pone voluntariamente en una posición inmadura para que su profundidad dramática no se vuelva indigerible.
Las tesis y los problemas serios no le importaban demasiado, si bien se ocupaba de ellos lo hacía como quien no quiere la cosa, porque en el fondo de su alma era irresponsable. La única reverencia que hizo Gombrowicz en su vida, se la hizo al dolor, con el dolor no jugaba. Los otros diablos que aparecen en Gombrowicz son domésticos, aunque burlones y sarcásticos, tienen buenos modales y se los puede invitar a tomar el té en casa.
Los pensamientos de Gombrowicz, como el vuelo de algunos pájaros, se dejan caer desde la altura para atrapar algo parecido a la verdad, pero él siempre conserva intacto un talento que había utilizado en su juventud para enredar a los profesores y más tarde, ya mayor, a los hombres de letras. Las aventuras del Maligno en la época de Gombrowicz eran tenebrosas.
Un día, mientras un primo suyo participaba de una sesión de espiritismo, la copa transmitió un mensaje en ruso: –Te visitaré esta noche. Entendió que estaba dirigido a él pues nadie de los presentes sabía ruso ni había estado en contacto con ellos; el primo de Gombrowicz, en cambio, había pasado por las armas a más de uno en los combates contra los bolcheviques en el año 1920.
Volvió a casa y se acostó; en medio de la noche se despertó y sintió que alguien estaba acostado a su lado. Tocó el cuerpo que estaba frío como el hielo, como un cadáver. Saltó de la cama y huyó a la calle. Gombrowicz empieza a tener miedo del diablo, un sentimiento extraño para un incrédulo. Pero la presencia del mal convertía su ser en una existencia azarosa, inquietante y susceptible del diabolismo.
Le resultaba difícil aceptar cualquier tipo de certeza en asuntos en los que la falta de datos tenía el mismo significado que su exceso de abundancia. No hay obra de Gombrowicz ni corta ni larga, ni temprana ni tardía, en la que no se sienta la presencia del Maligno. Desde “El bailarín del abogado Kraykowski” hasta “Opereta” el diablo se pasea mostrándonos la cola.
El primer encuentro con la Bestia lo tuvo en la casa de campo de su hermano Janusz, a los diecinueve años. Lo había invadido un sentimiento de que algo no iba como debía, sintió la necesidad de justificarse de alguna manera, así que empezó a escribir una novela sobre el personaje de un contable. Una tarde se animó y les leyó un fragmento al hermano y a la cuñada que habían ido a visitarlo.
Janusz exclamó que era un horror, que tenía que tirarlo porque daba asco, que en el futuro se ocupara de otra cosa, mientras la cuñada suspiraba que era una pena que no se hubiera dedicado a la caza. Gombrowicz quemó la obra, esta primera prueba le indicaba que en la soledad de esa casa empezaban a manifestarse las ponzoñas que lo atormentaban desde hacía tiempo.
Poco tiempo después de esa visita familiar se produjo un acontecimiento extraño que tuvo una influencia considerable en su vida psíquica. Una noche se despertó y sintió un peso sobre los pies, movió las piernas, algo gruñó y se alejó, pero no pudo ver lo que era porque era de noche. Lo invadió una terrible sospecha, la casi certeza de que no había sido el perro de la casa sino un ser cien veces más horroroso el que se había acostado a sus pies.
Esa idea lo atormentó varias noches, finalmente recordó algo que le había sucedido cuando era niño. El obispo de Sandomierz había ido a visitar a los padres y les confesó que una noche, mientras estaba en la cama, se le había aparecido el Maligno. Cuando ya dormía sintió un peso sobre los pies, movió las piernas para sacárselo de encima y algo increíblemente pesado cayó emitiendo un ruido metálico.
No era un perro, era un pequeño hombrecito de cincuenta centímetros que parecía estar hecho de metal. Pronunció una oración para ahuyentarlo, la criatura emitió un alarido y se escondió debajo del armario. Cuando el obispo constató más tarde que el suelo había quedado completamente quemado huyó de la casa atravesando el campo y pasó toda la noche bajo las estrellas a pesar de que nevaba.
Estos episodios asociados produjeron en Gombrowicz consecuencias importantes que justifican la presencia del diablo en toda su obra, en la dramática y en la más risueña “Los días vividos a la sombra de aquellos terribles enigmas me introdujeron en regiones espirituales hasta entonces desconocidas para mí y que no hubiera alcanzado con facilidad por caminos normales (...)”
“Me pusieron en contacto con el Misterio, con la máscara, me revelaron el poder de los significados ocultos, me arrancaron de la rutina de lo cotidiano para precipitarme en el pathos, en el drama de nuestra verdadera situación en el mundo. Esos descubrimientos casi oníricos me mostraron un lenguaje sibilino y poderoso, al que luego recurrí con gran frecuencia en mis obras literarias posteriores”
La relación que Gombrowicz tenía con los sentimientos lo predispuso desde joven a realizar experimentos, también con la naturaleza. En Mar del Plata estaba más solo que en Necochea y en consecuencia se le despertaba una propensión a realizar experimentos más endemoniados. Las lluvias, la agitación y el ruido de las hojas de los árboles lo obligaban a encerrarse en casa y también en sí mismo.
De esos experimentos nocturnos que hacía resultaba el miedo, tenía miedo que se le apareciera algo. “Algo anormal..., ya que mi monstruosidad va creciendo, mis relaciones con la naturaleza son malas, flojas, y este aflojamiento me hace vulnerable a todo. No me refiero al diablo, sino a cualquier cosa... No sé si me explico. Si la mesa dejara de ser una mesa transformándose en... No necesariamente en algo diabólico (...)”
“El diablo es sólo una de las posibilidades, fuera de la naturaleza está el infinito... La casa crujía, los postigos golpeaban. Quise encender la luz: imposible, los cables estaban cortados. Un aguacero. Me quedé sentado a oscuras en medio de los resplandores. Me levanté, di unos pasos por la habitación y de pronto extendí la mano, no sé por qué, quizás porque tenía miedo (...)”
“Entonces cesó el temporal. La lluvia, el viento, los truenos, el fulgor: todo acabó. Silencio. Entiéndase bien: la tempestad no se extinguió de un modo natural, sino que fue interrumpida. Yo, por supuesto, no estaba tan loco como para creer que fuera mi gesto lo que había detenido la tempestad. Pero –por curiosidad– volví a extender la mano en aquella habitación envuelta ahora en las tinieblas (...)”
“¿Y qué?: viento, lluvia, truenos, ¡todo empezó de nuevo! No me atreví a extender la mano por tercera vez, y mi mano ha quedado hasta hoy ‘sin extender’, manchada por esta vergüenza. Al fin y al cabo, lo que sé de mi naturaleza y de la naturaleza del mundo es incompleto, es como si no supiera nada”
Gombrowicz se había propuesto escribir un novela mala, inspirada en un proyecto que había concebido a contramano, un proyecto que a primera vista parecía fácil de realizar: entregarse a la masa, rebajarse, convertirse en un ser inferior, una idea que más tarde le sirvió para enunciar un postulado según el cual en la cultura no sólo el inferior debe ser creado por el superior, sino también a la inversa.
El proyecto no terminó bien, era una tarea gigantesca y peligrosa, diez años después se dio cuenta que había estado jugando con fuego, algo enfermizo que llegó a sus manos le hizo tomar conciencia. Un joven llegó a su casa con un manuscrito bajo el brazo pidiéndole que lo leyera, que la obra tenía un gran impulso erótico para excitar a los lectores. De verdad resultó un libro erótico y sucio que se complacía en la porquería, era malo y barato.
Leyendo ese manuscrito Gombrowicz recordó su propia novela en la que buscaba entregarse a la masa, olvidada hacía tiempo. Unos días después de que el autor del manuscrito llegara a la casa de Gombrowicz se pegó un tiro en la sien. La causa del suicidio no había sido la novela, pero esa obra era la expresión de un estado de ánimo que condujo al joven a la catástrofe.
Diez años atrás, a pesar de las apariencias y de una existencia de aspecto casi despreocupado, Gombrowicz no había estado lejos él mismo de tomar una decisión parecida, debía estar muy desesperado. La obra maestra a la que Gombrowicz le había puesto el punto final resultó ser una mezcla asquerosa del vivir plenamente la vida en la sensualidad y la brutalidad.
Una historia no menos sórdida y excitante que la del joven malogrado. Una señora amiga la leyó y le sugirió que la destruyera; Gombrowicz le hizo caso, arrojó el original y las copias en la nieve y les prendió fuego durante aquel otro encuentro que Gombrowicz había tenido con el diablo.
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