Gombrowiczidas

Witold Gombrowicz y Ada Lubomirska
Juan Carlos Gómez

Desde muy temprano se manifestó en Gombrowicz una tendencia personal que le causaría daño en el transcurso de su vida, la imposibilidad de tratar normalmente a personas de rango social superior. Era la consecuencia de su forma de comportamiento que lo hacía sentir a gusto solamente con aquellos a quienes conseguía imponer esa forma suya un tanto extravagante. La aristocracia tenía su propio estilo, definido, banal e impersonal, y nada podía hacer en su contra, tenía que someterse.

Ada Lubomirska

Ada Lubomirska

Esta separación, sin embargo, no era tan drástica como podría suponerse al punto que la primera obra literaria de su vida fue la monografía “illustrissimae familiae Gombrovici”. La conservó en estado de manuscrito, y aunque no contenía nada de especial pues los Gombrowicz eran tan solo miembros de una pequeña nobleza, se pavoneaba con cada detalle referente a los bienes, funciones y vínculos familiares, y disfrutaba de esta manía.

Cuando murió su padre en el año 1933 ya había empezado a sentir la decadencia de su apellido, decadencia a la que le encontraba un cierto parecido con “Los Buddenbrooks”, la novela de Thomas Mann.. Era una familia que se extinguía, las perturbaciones mentales de algunos parientes de la parte de su madre pesaban sobre su cabeza como una amenaza de trastornos psíquicos futuros, y el padre fue el último Gombrowicz en gozar del respeto general e infundir confianza. Él y sus hermanos, la siguiente generación, eran unos excéntricos de quienes la gente decía que era una lástima que no hubieran salido al viejo Gombrowicz.

Su pertenencia a dos mundos, tan fuertemente marcada desde su juventud, fue muy clara hasta la muerte del padre, después las cosas fueron cambiando poco a poco.

En vida del padre entraba a la oscuridad  y volvía a la luz con alguna facilidad, cruzaba la línea de sombra en las dos direcciones lo que le permitía comportarse como un verdadero camaleón. Esa doble personalidad se prestaba a la mistificación, su apariencia de terrateniente más que de asiduo de cafés y de escritor vanguardista le producía todo tipo de malentendidos, especialmente con el género femenino.

Después de la muerte de su padre se le fue haciendo cada vez más claro que tenía que justificar su vida con una obra de orden superior pues el tiempo pasaba y su situación en Polonia se hacía cada vez más penosa. A partir de los treinta años su pertenencia a una clase social superior empezó a debilitarse y el desastre de la guerra que arruinó a su familia pusieron a esta pertenencia en el camino de la extinción.

Pero Gombrowicz nunca dejó de pertenecer a esos dos mundos, en la Argentina se las ingenió para darle una nueva vida al mundo de la aristocracia.

“Entonces llegó el momento en el que los oyentes, fascinados por mi lúgubre resplandor, empezaron a insistir en que les dijera qué es el arte, en qué consiste el arte, cómo es el arte; y estas preguntas se me echaron encima igual que unos perros que años atrás me habían asaltado al llegar frente a la mansión de Wsola. Respondí: –¡No, eso no os lo voy a decir! Eso sólo puedo decirlo a una persona de un rango igual al mío. De entre todos vosotros, sólo a una persona; –¿A quién?; –Sólo a ella –contesté, indicando a una de las damas–, sólo a ella. ¡Porque ella es una princesa!”
Este pasaje de uno de sus diarios se refiere a Ada Lubomirska, la Encantadora Princesita.

Su amistad con la familia Lubomirski la utilizó más de una vez para darse tono y humillarnos a nosotros.

La Encantadora Princesita fue para mí, desde que Gombrowicz se fue de la Argentina, mi alter ego. Mi traductora de sus textos polacos, mi partenaire en las discusiones que mantenía con el Pterodáctilo, una lectora infatigable de nuestra correspondencia, con ella, una segunda naturaleza de Gombrowicz estaba siempre conmigo, ella me lo mantuvo vivo. La Encantadora Princesita fue mi amiga, irradiaba belleza y dolor como el mundo de Gombrowicz. Siempre estuvo de parte de los dos, pero no le alcanzaron las fuerzas para detener al diablo que se había apoderado de nosotros e impidió que la amistad nos protegiera.

Yo creo que la atracción fatal que tenía para Gombrowicz la inmadurez tiene origen en este doble mundo que nunca perdió ni quiso perder. La inmadurez fue el salvoconducto que le permitía entrar en el campo del enemigo cuando iba de la clase social a la intelligentsia, y viceversa. Quien conozca bien sus obras podrá descubrir también como una inmadurez premeditada es la llave que utiliza para componer literariamente los pasajes de situaciones contradictorias, de lo que se sigue que su inmadurez no era tan verde que digamos.

Hace muchos años ya, durante algún tiempo, cuatro nombres ocupaban casi todas las horas de mi día: Gombrowicz, la Encantadora Princesita, el Pterodáctilo y el Hasídico, en ese orden de importancia.

“(...) el martes próximo salimos para New York. Hoy vi a Lavelli en París, un chico talentoso y cansado. Gombrowicz se fue en avión el domingo pasado (hoy es miércoles) a las montañas pero, apenas llegó allá puso el grito en el cielo y llamó a Kot para que lo saque de ese lugar solitario. Kot hizo lo imposible y lo instaló en una especie de castillo-abadía, donde se alojan escritores y artistas. Veremos cómo se sentirá allá. El viejo se volvió completamente histérico (...)”

“(...) En París vi a Ada y Enrique, Ada conquistó a Kot, todo va un poco mejor, aunque todavía no fumo en pipa (...) Kot dijo que ella es muy pero muy inteligente –¡qué cosa la coquetería femenina! (...)”

Son fragmentos de cartas que me escribieron la Encantadora Princesita y Gombrowicz en una época en la que el corazón me salía por la boca.

El Pterodáctilo había empezado a escribir el prólogo para “Ferdydurke” y Gombrowicz me pidió que le echara un vistazo.

“El sábado 4 de julio me cité con Ada y Arnesto en la confitería de Hipólito Irigoyen y Entre Ríos. El Pterodáctilo trae consigo el prólogo para 'Ferdydurke'. Alrededor de Sabato flota un desvarío alocado, inclusive en su manera de vestir. Tiene un saco verde acordonado con una remera verde obscuro, casi negra, y zapatones de goma. Un pecho lúgubre y metafísico envuelto en una elegancia rural, veraniega y deportiva, sostenida por unas extremidades juveniles y estudiantiles (...) el murciélago introduce un tempo alegro scherzando que estimula a la princesita. Empezó a comer un sandwich tostado y dio un espectáculo impresionante (...)”

“Inclinó la cabeza y la boca hacia un costado como si quisiera morder a un mozo, y mientras descolgaba el sandwich desde arriba lo empezó a destrozar a dentelladas con desesperación. Se quitó los anteojos y nos leyó el prólogo (...)”

La carta es larga, yo estaba atacado por la envidia y critiqué en forma feroz al prólogo. Para demostrarle a Gombrowicz que yo podía escribir mejor que Sabato, y aunque mi firma no valiera como la de él, empecé a trabajar en lo que con el tiempo llegaría a ser “Gombrowicz está en nosotros”.

La casi totalidad de este texto forma parte de una carta que le escribí a Gombrowicz, aunque los párrafos iniciales y finales los agregué muchos años después para adornar una conferencia que di en el Centro Cultural San Martín.

“Goma: ¡muy bien, Goma, muy bien! Hondamente ha profundizado en las cumbres (se refiere a 'Gombrowicz está en nosotros') (...) Me encanta el prefacio de Arnesto aunque diría, no me veo tan dionisíaco. No sea, Goma, pavo y no haga lío en estos momentos supremos. El prefacio me resulta una joya. Es atractivo (...)”

Eran tiempos en los que me sentía como tocando las nubes, de todos lados me caían halagos.

“¿Cuándo aparece 'Ferdydurke'? Gombrowicz me ha dicho que usted le había escrito apreciaciones muy justas criticando el prefacio de Sabato. Escríbale a menudo, yo creo que él necesita de una atmósfera argentina, aun desde lejos (...)”

“Recibí su carta y el artículo sobre Gombrowicz que es uno de los mejores textos sobre nuestro amigo que yo haya leído. Me gustaría mucho proponérselo a 'Cuadernos' si es que a usted le interesa (...)”

“Creo que de todos modos valdría la pena hacerlo traducir. Pronto le escribiré más sobre este asunto. Espero sus noticias (...) Seguramente, es mil veces mejor que el prefacio de Sabato, porque usted, realmente, comprende a Gombrowicz. Lo que más me gustó es lo que usted dice sobre el papel que juegan las partes del cuerpo en la obra de Gombrowicz. ¡Su texto es verdaderamente excelente! En cuanto a Sabato, considero que no está mal del todo como presentación por el lado Argentina-Polonia pero, desde luego, es muy superficial”

Son fragmentos de cartas que me escribieron Gombrowicz y el Hasídico relacionados con el prólogo del Pterodáctilo y con “Gombrowicz está en nosotros”, un texto que incorporé como epílogo en “Cartas a un amigo argentino”.

No hay escrito de Gombrowicz donde no aparezca un sentimiento de extrañamiento. En “El festín de la condesa Kotlubaj”, un joven que bien podría haber sido yo, ve como se transforman las circunstancia hasta quedar completamente fuera de lugar.

“Recibí carta de Ada (Lubomirska) donde se queja amargamente de que usted le arrancó por fuerza la traducción (significa que la obligó a hacerla), que ella no quería etc., cosas de mujeres. Después gime que sí, que no, que lo hizo pero que no lo hizo, que sufría que gozaba etc. etc. Goma comprenda bien de una vez por todas que el asunto de la traducción es muy delicado. Y yo no pienso perder tiempo en correcciones, sácaselo de la cabeza”

En un pasaje del testimonio que le da a la Poetisa Piquetera Impenitente el Pterodáctilo se refiere a la Encantadora Princesita.

“Me acuerdo que dialogábamos mucho sobre cómo debía desarrollarse una clase ante personas, bueno, en fin, lo que aquí llamamos ‘señoras gordas’. De esas señoras nos reíamos mucho con Witold aunque es cierto –no seamos injustos– que lo ayudaron mucho, lo llevaban a sus estancias y él iba a hacer el show del falso conde polaco. Gombrowicz no era conde sino simplemente hijo de una familia aristocrática polaca, pero le encantaba inventar estas farsas sobre sus títulos. En general, tenía una especie de fascinación por los títulos nobiliarios. Un día recuerdo que me dijo: –Mirá, a lo mejor me presentan una mujer y no me significa nada aunque sea atractiva, pero si me la presentan diciendo: ‘la principesa tal’ me corre algo frío por la piel, qué vamos a hacer, así soy yo (...)”

“Aquí vivía una princesa polaca –Ada Lubomirska– que era gran amiga de Gombrowicz y vivía muy pobremente. Un día me cuenta indignada que Witold en las cartas que le escribía encabezaba el nombre con un ‘princesa’, hecho que a ella le incomodaba mucho por la sorpresa que provocaba en la portería de su modesta vivienda. Witold, sin embargo, no quiso ceder en esta costumbre. Solía decir: ‘yo soy muy snob’. Así era este hombre, tan querido y desconcertante a la vez”

Gombrowicz era perfectamente consciente de una manía que alguna veces le jugaba a favor y otras veces le jugaba en contra, según de que lado se la mirase.

“¡Esa pasión, esa locura de darse aires y, además, de la manera más idiota posible! ¡Esa manía genealógica que me arruina y que pago con mi carrera social! (...)”

“El día que decidí proclamar públicamente mi debilidad, se rompió la cadena que me ataba a aquel tobillo”.

Estaba atado al tobillo del príncipe Gaetano. Las condiciones que hacían posible esa sujeción eran el hermetismo, la magnanimidad, la amabilidad y la consiguiente superioridad de la aristocracia.

Gombrowicz fue aprendiendo poco a poco, en medio de este forcejeo con el estilo, en primer lugar, a revelarse a sí mismo el sentimiento de inferioridad que le sobrevenía cuando tenía que enfrentar sus contactos con la aristocracia, y en segundo lugar, a revelárselo a los demás también.

“¿Podré algún día llegar a ser tan imponente y tan distinguido como usted, príncipe, y como usted, señora? ¡Ése es mi sueño!”

Es evidente que los asuntos concernientes al nobiliario no se habían apagado en Gombrowicz. A pesar de las guerras, de la muerte de millones de personas, se seguía encantando con la mitología de los blasones. El falso conde Gombrowicz tenía derecho al taburete porque su abuelita era grandeza de España.

Nacido de terratenientes y educado en un colegio aristocrático, era el producto del refinamiento y del tipo de belleza que produce la riqueza. La casualidad lo puso en la Argentina y el exilio lo fue dejando desnudo. La cosa es que aquel joven bien educado, de treinta y cinco años, tuvo que afrontar a su manera, como cada cual lo hace, los infortunios de la vida. Él no ocultó su debilidad, la reveló, y también se burló de ella construyendo una especie de payaso clonado de aquel otro Gombrowicz que se había quedado en Polonia.

Desde muy joven Gombrowicz meditaba sobre cuál podría ser la causa que lo obligaba a oscilar entre la inteligencia y la tontería en una forma tan pronunciada. Un snobismo bobalicón al lado de un espíritu crítico y un gran sentido del humor, un snobismo que lo ponía al borde de la demencia.
En el momento en que los combates contra los bolchevique del año 1920 llegaban a su fase decisiva muy cerca de Varsovia, un Gombrowicz de dieciséis años se entretenía mostrándole de refilón una foto a su jefe en la oficina donde trabajaba de voluntario enviando paquetes a los soldados. La foto era la de un edificio público de Lublin bastante conocido, sin embargo le dijo al jefe, que para su desgracia lo había visitado un par de veces: –Es el palacio de mi prima Tyszbiewicz.

Sus artificios se volvían indigeribles. Dejó la adolescencia, entró en la juventud, escribió “Ferdydurke”, pero seguía ocupándose de tonterías.
Pero había algo más: el sueño de la aristocracia de ser hasta tal punto agradable que le resultara posible ser inútil, andaba de acuerdo con el talante de Gombrowicz.

“Bien, por lo que a mi se refiere, afirmo y anoto como uno de los cánones de mi conocimiento que el que desee agradar a los hombres alcanzará con más facilidad la humanidad que el que sólo desee ser un siervo útil”.

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