Cuando estuvo seguro, con mucho disimulo, encendió un petardo y lo puso debajo del banco, el petardo estalló: –Perdón, Gombrowicz, ¿se asustó?; –No utilice, jovencito, esas armas infernales. Gombrowicz se puso blanco como un papel y durante un largo rato no pronunció palabra.
Una cosa que les ocurre a los hombres eminentes cuando pasan los cincuenta es que suelen ir poniéndose chochos. Sartre, que durante gran parte de su vida aspiraba al reconocimiento de la posteridad, llegando a los sesenta años nos dice que se había engañado hasta los huesos, que había dudado de todo, pero no había dudado de haber sido el elegido de la duda, por lo que se había convertido en un dogmático y en una máquina de hacer libros.
En la edad de la chochera pareciera que Sartre hubiese renegado de su ego y de su inmadurez. La chochera de Gombrowicz, como no podía ser de otra manera, tiene un aspecto muy diferente. En “Yo y mi doble”, relata unos sueños de vejete que había tenido con su bienamada de la juventud. Cuando miraba al presente, en cambio, contabilizaba unas mejillas sin frescura, un vejete antipoético y rígido que no podía inspirar poemas y al que ya nadie admiraría. La nostalgia de su propia belleza desvanecida lo agitaba cada vez más.
Pareciera que los tipos de chochera nos dieran una idea más o menos aproximada de cuán diferentes eran Sartre y Gombrowicz, pero todos estos análisis no son más que literatura.
Para averiguar cuáles son los rasgos sobresalientes que distinguen a estos dos hombres ilustres los sometí a otra clase de prueba, hice experimentos “mente concipio”. Por un lado imaginé qué hubiera hecho Sartre si el Beduino le hubiese puesto un petardo y por otro imaginé que hubiera hecho Gombrowicz si le hubieran dado el Premio Nobel de Literatura, en cambio de rehusarlo como Sartre en el año 1964, en ese mismo año en que andaba paseando por Berlín medio perdido y enfermo, y sin ningún premio que le sirviera de consuelo.
El resultado de estos dos experimentos que, lamentablemente, no pude hacer en el ámbito del mundo real, los tuve que hacer en la esfera de la “mente concipio”, me mostraron con una claridad meridiana la verdadera diferencia entre Sartre y Gombrowicz, dos de los hombres más importantes del siglo XX.
Es difícil resumir en pocas palabras el proceso de infantilización que se manifiesta en Gombrowicz. Desde muy joven Gombrowicz se dedicó sistemáticamente a hacerle un lugar a la inmadurez y a tocarle la cola al diablo, siendo la característica común de estas dos inclinaciones la de ser movimientos descendentes. Es un caso singular en el que se cruzan con igual intensidad la seriedad y la falta de seriedad.
Por su nacimiento estaba preparado para ser absorbido por la clase de los terratenientes como sus hermanos, por las organizaciones políticas, o militares, o eclesiásticas, o por la mundología, pero por razones misteriosas se mantuvo al margen. Hizo todo lo posible por estar apartado también del trabajo y del matrimonio, pero ocho años después de haberlo perdido todo se empleó durante casi ocho años en el Banco Polaco, y algún tiempo después de haber regresado a Europa se casó con Rita.
“El hombre es un ser social, y quien se integra rápida y fácilmente en su ambiente, se forma e incluso llega a un grado considerable de eficacia... pero no se manifestará nunca en él la fuente de sus energías más profundas, será un hombre técnicamente útil, pero superficial y limitado”
En la maraña indígeno erotizada que Gombrowicz había armado en Santiago del Estero se fueron perfilando poco a poco dos personajes míticos: Leopoldo Allub Manzur y Mario Roberto Santucho a los que Gombrowicz apodó el Beduino y el Indiecito respectivamente. El Beduino era un personaje desconcertante, de un aspecto intimidatorio por la fiereza de su rostro, sin embargo, era el más tierno de todos nosotros.
Para defenderse de su timidez recurría a burlas inocentes en forma permanente de modo que a su alrededor flotaba un aire de irrealidad manifiesto como el del geniecillo de la filosofía de Descartes. En ningún pensamiento, por claro y distinto que sea, hay la más mínima garantía de la existencia de su objeto. Para decir esto Descartes hace un rodeo muy extraño, se imagina que un geniecillo maligno y todopoderoso se puede empeñar en engañarnos.
Nos puede poner en la mente pensamientos de una claridad y sencillez que tengan una evidencia indubitable, y, sin embargo, esos pensamientos, a pesar de su evidencia, quizás no sean verdaderos porque ese geniecillo todopoderoso, maligno y burlón se dé el gusto de poner en nuestra mente pensamientos evidentes y, no obstante, falsos. Claro que ésta es una manera metafórica de hablar.
Lo que quiere decir aquí Descartes es que un pensamiento no contiene nunca, en su estructura como pensamiento, ninguna garantía de que el objeto pensado corresponda a una realidad fuera del pensamiento mismo. El Beduino visitaba la casa de Gombrowicz para escuchar los cuartetos de Beethoven llevando consigo el tono maligno y burlón del geniecillo de Descartes.
“Maneras de escuchar los cuartetos de Beethoven. A veces trato de relacionarlos con una edad diferente e incluso con el otro sexo. Intento imaginarme que el do sostenido menor fue compuesto por un niño de diez años o por una mujer. También trato de escuchar el cuarto como si estuviera compuesto después del décimo tercero. Para adquirir una relación personal con cada uno de los instrumentos, me imagino que soy el primer violín, que Quilomboflor toca la viola, que Gomozo sostiene el violoncelo y Beduino el segundo violín”
Ese tono burlón le daba oportunidad a Gombrowicz para armar numeritos teatrales de un gran impacto tanto existencial como literario.
“Beduino y yo en la parada del autobús, esperamos el 208: –¡Oye, viejo! Para no aburrirnos, ¡montaremos un numerito! ¡Los dejaremos boquiabiertos! Habla conmigo como si yo fuera director de orquesta y tú músico, pregúntame por Toscanini... Beduino se muestra encantado. Subimos. Se sitúa a una distancia conveniente y comienza, en voz alta: –En tu lugar, reforzaría los contrabajos, prestaría atención también al fugato, maestro... La gente aguza los oídos: –Hum, hum...; –Y cuidado con los cobres en ese pasaje del Fa al Re... ¿Cuándo tienes ese concierto? Yo toco el próximo catorce (...)”
“A propósito, ¿cuándo me mostrarás esa carta de Toscanini?; –Me dejas asombrado, chico... No conozco a Toscanini, no soy director de orquesta y francamente no entiendo por qué has de presumir delante de la gente haciéndote pasar por músico. ¿Qué es eso de engalanarte con plumas ajenas? ¡Es muy feo! Todos miraban severamente a Beduino que, rojo como un tomate, me dirige una mirada asesina”
En el dibujo excelso de Flor de Quilombo que aparece en este gombrowiczidas se lo ve al Beduino desde arriba observando con asombro una polémica que Gombrowicz mantiene con uno de los contertulios del café Rex. |