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Descalzo
por Adriel Gómez
adriel@casa.co.cu

 
 
 

Estaban sentados en el césped, en la esquina del parque más cercana a la peletería, escondidos detrás de un arbusto. “Estamos malditos”—pensó Marcela y olvidándose de la angustia se repuso— “pero saldremos de esta” “Por suerte no hay guarda parques” -observó Pepe Damián. Sus ojos se dirigieron directamente a los  calcetines.

— ¿Crees que pasarán?

—Ya deben estar al abrir —respondió ella mirando la peletería por entre las ramas.

—Quiero irme.

—No, descalzo. Te quedas hasta que lo logremos.

Y a ella se le dilataron las aletas de la nariz.

Pepe se había adaptado a la forma de ser de Marcela. Conocía casi perfectamente los secretos de su ser físico, tanto, que cuando estaban cerca, él no podía dejar de percibir cualquier remoción anatómica,  aún las más ínfimas e inconscientes. Al notar el movimiento de la nariz, evocó la peste, el sudor prendido a sus pies, y cómo Dora había tenido que ocuparse de su calzado todos los días, lavándolos o rociándolos con aromatizantes. Pero este no era exactamente un problema. El problema era estar en el césped, obligados a la espera iniciada con la humedad del rocío y ahora prolongada por la picazón de la hierba; el problema era no tener calzado, y cuando lo tuviera, retenerlo y hacer lo posible  por no volver a los tiempos de Dora.

—Para que lo sepas —añadió de pronto Marcela—. Tal vez haya que esperar hasta la tarde, hasta las seis...

— ¡Tarro en almíbar! —casi gritó él e intentó levantarse. Marcela lo detuvo con un suave movimiento y fue como si le penetrara el sedante que necesitó durante su primer matrimonio.

Marcela no era tan bonita como Dora. Dora había sido su sueño durante años Y sueño y dueño eran, según él, palabras únicamente diferenciadas por la  primera letra; sólo que en este caso, no supo cuál iniciativa podría introducirlo en el atractivo de Dora. Su mudez le impidió tomar la delantera; tuvo que caminar muchísimo, demasiado, sin que le faltaran ganas. Dora se ocultaba con la rapidez,  la agilidad de alguien consciente de su evasión y persistía en su huida ante las declaraciones y propuestas de Damián obligándolo a dar rodeos después de cada negativa. Dos años gastados en pesquisas sobre su paradero, en ubicaciones entre calles y en esquinas a...dos años de recorridos por pueblos y ciudades, caminatas, trotes y carreras.

—Y ahora estoy aquí...

— ¿De qué hablas‚ descalzo?

—Me lamento por lo que hice.

—Tú no hiciste nada...Es algo que está pasando. Tienes que hacer un esfuerzo.

Él recordó la primera vez que quiso controlarse, el afán doloroso, diríase inútil, por dominar el movimiento de sus piernas habituadas a recorrer kilómetros, obedientes al deseo de vencer distancias.

—Lo raro es que nunca me salieron ampollas ni se me hincharon los pies -volvió a decir Pepe Damián‚ mirándose las medias.

— ¿Por qué piensas en lo más malo? —Marcela lo miró fijamente— Considéralo una enfermedad benévola.

— ¿Benévola? ¡Si no pude controlar las piernas hasta que te conocí! No sabes lo que es caminar sin un sentido.

—Nunca te preocupaste por buscarlo.

—Pero sí. Yo tenía un objetivo. Quería encontrar a Dora.

—Digo buscar un sentido a la caminata después de casarte, pedazo de necio... ¿Alguna vez te sentiste cansado?

—No.

—Entonces‚ ¿por qué no te hiciste corredor maratónico, o cartero, o simple caminante? A cada rato convocan a competencias de corredores y caminantes.

—No sería honesto sacarles ventaja a otros con un mal.

— ¡Bah! Nadie anda preguntándose que cosa está bien o mal cuando se tienen los zapatos rotos.

Dora era una mujer de su casa‚ asentada‚ estática‚ amante de “las cosas en su lugar”‚ del orden hogareño‚ exactamente las mismas condiciones que le hizo  saber a Pepe Damián antes de aceptar casarse son él‚ viéndolo tan insistente. El día de la boda fue terrible. Pepe Damián se la llevó cargada hasta el hotel porque no pudo evitar lanzarse a la caminata; y ella tenía los tacones altos, un lujo que le impidió seguirlo con la misma velocidad, y lo que pareció una forma original de comenzar la luna de miel,  se convirtió en la proverbial incomprensión de pareja. “Todo irá bien si consigues estar siempre a mi lado” -advirtió Dora‚ viendo cómo su esposo se le iba de entre las manos. Damián fluía de la estabilidad soñada, se le desplazaba por entre los cálculos domésticos por culpa del descontrol de sus pies que se lo llevaban todos los días vaya usted a saber dónde. Un poco hiriente esta última palabra para la tranquilidad de Dora. A ella no le importaba tanto que fuera a los tugurios de un barrio sombrío para acostarse con putas, como a las residencias (o por lo menos casas decentes), en las que estarían esperándolo posibles competidoras.

Pepe Damián sonrió por primera vez desde que llegaran al parque. Tocó a Marcela con delicadeza‚ casi con miedo.

—Te quiero —le dijo.

Ella no le contestó; le agradeció el cumplido con un abrazo.

Si no hubiera sido por el lío de los zapatos jamás hubiera conocido a Marcela‚ porque Dora‚ la verdad, siempre se ocupaba de su calzado; los limpiaba‚ los mandaba a arreglar‚ los sometía a su organización rigurosa‚ aunque muchas veces se sintiera angustiada‚ hastiada‚ burlada por el vagabundeo enigmático de su marido.

El colmo se dio la mañana cuando un par de zapatos salió caminando solo. Eran charolados. Se los había comprado barato a unos niños. Ellos los habían encontrado en lo que fue el jardín de una residencia abandonada y ella pensó que podían sustituir todos los zapatos rotos amontonados en el fondo del closet. “Además‚ con estos no tengo gastos en betún”, se dijo. Pero cuando Damián fue a estrenarlos después de un descanso incómodo agitado por una violenta sacudida de sus piernas, el calzado se le safó de las manos y comenzó a recorrer la casa con un taconeo que hubiera enorgullecido a cualquier persona elegante.

—No me van a estropear la velada, se dijo Pepe Damián. Ese día tenía programada una actividad en el club de Bailadores‚ quizás el único lugar donde su hiperkinesis era estimada como un don contagioso‚ insustituible por lo divertida. Pero los charolados tenían oídos‚ a lo que parece‚ porque salieron por la puerta y no regresaron hasta bien entrada la noche‚ como si fueran un perro, un gato o cualquier otra mascota ansiosa de un plato de comida.

Pasaron toda la mañana siguiente tratando de atraparlos. Infructuoso. Y empezaron a sentirse confundidos por aquel raro comportamiento. Pepe Damián‚ porque estaba obsesionándose con la idea de convertirse en un caminante con records espectaculares‚ y lo humillaba la posibilidad de que un par de zapatos se estuviera burlando de su aspiración; Dora, porque no podía creer en la violación de su orden por parte de un artículo inesperadamente móvil. Aquella autonomía en algo que se suponía pasivo e inorgánico se le antojaba probable rebelión‚ o conjura contra las normas de su vida sedentaria. No podía culpar a Damián‚ mucho menos a los zapatos (ella misma los había comprado con sus ahorros); así que cayó en un malestar profundo. Los charolados derrochaban energía. Se encaramaban en el techo; flotaban en el agua de la bañera‚ de donde salían a  dejar máculas por el piso recién baldeado; caminaban por encima de los muebles de la casa‚ y por la noche‚ cuando soplaba la brisa fresca‚ se refugiaban cerca del fogón‚ o se calentaban dentro de la olla‚ interrumpiéndoles la comida. Dora acabó por perder la paciencia. Pidió el divorcio. Damián se quedó con los zapatos rotos.

— ¿Sabes de qué me acuerdo? —le dijo Marcela—. Del día que llegué a tu casa.

Pepe Damián se puso tenso.

—Cuando llegué a tu casa me pregunté cómo yo no había echado a perder mis plataformas: ni los tacones se le desprendieron...Pero no pongas esa cara mi amor. No te recrimino por nada...Es que...Los charolados fueron como una guía: me llevaron a donde tú estabas.

Ese día tocaron a la puerta de Pepe Damián sin claves de contraseña. Él dudó en abrir. Estaba acomplejado. Ya le  gritaban descalzo ‚ en el trabajo, en la calle‚ los vecinos y los conocidos; y eso que al salir se servía de sus chancletas y sandalias, cosidas y remendadas‚ cierto‚ pero todavía dignas en medio de su involuntaria crisis. Estaba irascible porque tenía que caminar cada ángulo de la casa. Irascible. Violento. Pero abrió la puerta. Una mujer le enseñaba un par.

— ¿Esto es suyo?

Los zapatos que le estaban amargando la vida. ¡Los de charol! Allí, entre esos dedos finos, reluciendo con su negra brillantez contra el color rojo vivo de su pintura de uñas. El asombro le impidió cerrarle la puerta en la cara.

—Sí‚ son míos...Pasa...Pero‚ ¿dónde los encontraste?

Ella explicó. Los había visto caminando solos por el parque el día antes. Como siempre tuvo miedo de psicólogos y psiquiatras‚ desconfió de una alucinación‚ y prefirió imaginar que un hombre invisible y desnudo se paseaba con ellos. Se acercó, sin mirarlos.

La imantaba el silencio del hombre invisible‚ ¿cómo será?‚y construía delirantes imágenes: pectorales salientes y compactos‚ fibras duras en el abdomen‚ pantorrillas de corredor. Cerró los ojos y extendió las manos pero no tocó nada, absolutamente nada.

Entonces trató de recoger los zapatos‚ pero se le desprendieron de las manos.

Marcela miró asustada a su alrededor; temía hacer el ridículo. Cada quien seguía entretenido con los atractivos del parque, cada quien en su charla. Y ella enmudecida por la ausencia de su probable caminante.

Decidió regresar.

Durante el trayecto escuchó todo el tiempo, a sus espaldas, el monótono taconeo de unos pasos “¿Y los piropos?” -se preguntó ella, acongojada por el silencio de su acosador. Se acostó a las once, a la procura de un sueño que sabía condenado. En el apartamento contiguo había una fiesta que duró hasta las tres de la madrugada con abundante repertorio y variedad rítmica. Marcela intentó diluirse en los decibeles de las bocinas para olvidar la extraña crónica de la jornada‚ pero nada fue más propicio al taconeo que la tranquilidad de su cuarto. Ella oía claramente la evolución de los pasillos de baile interpretados por el movimiento inconcebible de los zapatos, y dio vueltas en la cama, enredándose con las sábanas. Pasadas las tres de la mañana‚ le pareció descubrir un nuevo compás en el taconeo. Se levantó convencido de que nadie protestaría por la insistente repetición de unas claves emitidas sólo para sus oídos. Detrás de la puerta se oían mejor: una sucesión de sonidos repetidos‚ una pausa regular‚ más larga‚ luego otra sucesión de sonidos, cortos. “Clave Morse” ‚ se dijo Marcela‚ sonriéndose. Había estudiado telegrafía. Aún podría descifrar el mensaje si se ayudaba con las notas de su vieja libreta.

—Así pude saberlo todo‚ o casi todo‚ de ti; quien eres‚ dónde vivías —terminó de contar Marcela. Le devolvió los charolados y él pudo cogerlos‚ suavemente‚ y ponérselos‚ también suavemente‚ y antes de que Marcela saliera a la calle le dijo: “Espera ¿por qué no salimos juntos?”. Y así fue como Marcela escuchó aquellos piropos que extrañara‚ porque cada paso era el descubrimiento de un afecto vivo desde mucho antes.

—Vivimos felices durante un año —dijo Marcela y añadió un poco entristecida—: hoy hace como un año. 

Palabras como esas desgarraban la espera. Pepe Damián tuvo deseos de levantarse y de huir. Se pudo controlar. Cambió de posición y se puso de rodillas. 

—Volveremos a ser felices —aseguró.

Lo dijo en serio. En todo aquel tiempo no se había molestado por las bromas de los charolados. Cuando se los ponía‚ después de una persecución que no sobrepasaba los límites del jardín‚ se animaba a decirle cosas bonitas a Marcela y se daba cuenta de que no se las había dicho a otra mujer. Tampoco había conocido de ese acople de pasos que en las caminatas violentas‚  inevitables por su compromiso con lo puntual‚ le hacían apreciar el deleite de un buen recorrido; y nunca fueron a mejores lugares que aquellos a donde los guiaban los zapatos.

Por eso todo se complicó una noche en la que vagó sonámbulo.

Fue un recorrido involuntario, casi un reflejo, o quizás un residuo anímico del anterior matrimonio, con sus inquietudes. Pero, ¿cómo hacérselo comprender a Marcela si la meta de su inesperado viaje había sido precisamente la casa de Dora? Sus pies lo habían conducido allí, de prisa, sin obstáculos y descalzos, lo que a Marcela le había resultado todavía más hiriente, porque dadas las circunstancias, le pareció que aquellos pies podían desenvolverse por sí mismos en búsquedas clandestinas, en rastreos de destinos supuestamente olvidados.

Marcela se sintió decepcionada. Como muchas otras, era una mujer romántica, más audaz en sus sueños. Se los habían arruinado muchos hombres insensibles a sus ansias de querer y de deseo. Por primera vez su vida le ofrecía un  sopor que era realidad: el encuentro con el descalzo, luego sustentado por las continuas promesas de su cariño. El descalzo acababa de violarlas. Cierto que Dora lo echó de la casa en cuanto despuntó la mañana; pero de todas maneras, Pepe Damián había dormido con ella después de caminar un par de kilómetros. Marcela no admitió explicaciones o súplicas. No la habían convencido las justificaciones, ni la fatiga, ni los peligros de la noche solitaria, ni el temor de Dora a despertar a un caminante con los ojos profundamente cerrados...

—Dime algo, Pepe. ¿Alguna vez fuiste feliz mientras te gritaron descalzo?

—No.

— ¿Y por qué dejas que yo te lo diga?

—No me molesta. En tus labios no tiene sabor a culpa.

Marcela decidió cambiar de opinión después de las reprimendas. Mientras preparaba un barrido, los zapatos se le escaparon, y detrás salieron cojeando los rotos, desde las botas hasta las chancletas y sandalias amarradas con alambre. "Estamos malditos", pensó Marcela al ver la desesperación de Pepe Damián; y había salido a la calle a buscar los charolados, preocupada por los pies descalzos, es decir, por la prolongación del encierro, de lo estático, del tedio. Caminó  con los bríos de su novio. Visitó el parque, y al fin los vio, expuestos en la vidriera de una peletería.

Cuando quiso comprarlos, el dependiente la miró sorprendido:

—Estos zapatos, señora, no están en venta. Son una exhibición.

—Pero, ¿qué es esto? ¿Peletería o museo?

—No están en venta. Son una reliquia. Pertenecieron al ex - teniente taquígrafo Gasparini, el seductor más famoso de esta ciudad.

—Yo los necesito. Quiero ser seducida.

  El dependiente volvió a mirarla, ahora con el ceño fruncido.

— ¿Cuánto pide por ellos? —insistió.

—Lo siento —contestó el empleado. Hablaba con tono concluyente—. No están en venta.

Toda la tarde estuvo Marcela sentada en un banco, frente a la peletería. En desorden afluían a su mente palabras y frases: seductor, caballero andante, peregrinaciones y reliquias, adoración, perennidad, amor, vida mía, desconcierto  ante la visión de Pepe Damián que a esa hora se tiraba de los pelos.

A las seis, cuando cerraron la peletería, Marcela se acercó a la vidriera. El sol comenzaba a ponerse. Y ella todavía estaba allí, esperanzada. Por fin, frente a lo sonrisa agradecida de Marcela, los charolados bajaron de su estrado y salieron por una claraboya sin cristal. No pudo recogerlos. Los zapatos dejaron sobre la acera, llena ya de sombras, un mensaje exclusivo para sus oídos: "Ven mañana, preciosa"; y desaparecieron con los pasos de una carrera.

Descalzo, ¿alguna ves oíste hablar de Gasparini?

—Me parece que sí. Alguien que fue irresistible para las mujeres; uno sin necesidad de limar los desentonos de su elegancia —Pepe Damián se miró los pies. Luego preguntó—: ¿A qué viene eso?

Marcela recapacitó unos segundos. Luego dijo:

—Un hombre mundano al que todos ustedes envidiarían hoy...Qué interesante.

— ¿Interesante? ¿Qué es interesante?

—Nada. Yo me entiendo.

Marcela se identificó con aquel rasgo de bondad que había caracterizado los últimos días del seductor rompecorazones, macho duro con harén de treinta hembras, experto en remedios para la sífilis y la gonorrea, y caminante empedernido. Lo vio sonriente, contemplándolos a ellos dos, enlazados por las manos, y sintió luego que se acercaba con sus pasos cuidadosos.

Antes de las  seis de la tarde, los zapatos de charol caminaban por la acera del parque, exactamente delante de ellos. Marcela no permitió a la expectación matar su regocijo. Veía a Gasparini acercarse, la flor de la  solapa en su mano derecha con la intención de regalársela.

—¡ Ahora! —gritó de pronto Marcela.

Y saltaron por encima del arbusto.

 
por Adriel Gómez
adriel@casa.co.cu

Publicado, originalmente, en edición bilingüe (francés y español), en la página www.hougevy.net , ya inexistente, en abril del 2007

Ingresado en Letras Uruguay el 6 de junio de 2013

 

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