Alan Pauls y la “literatura expandida” ensayo de Alberto Giordano
Universidad Nacional de Rosario, Argentina
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Resumen: La idea de que la literatura ya habría franqueado los límites de su constitución moderna, por haber excedido su estatuto autonómico, y se habría abierto a modos inéditos de existencia cultural, a semejanza del arte contemporáneo, se ha convertido en una de las afirmaciones críticas más vigorosas y sugerentes dentro de los actuales estudios literarios. La continua aparición del sintagma “la literatura en el campo expandido del arte” como tema de investigaciones o eventos académicos da testimonio de este nuevo estado de cosas. El propósito de este trabajo es ensayar una evaluación de los alcances y los límites de algunos usos del concepto de “literatura expandida” cuando se intenta realzar la supuesta novedad postautonómica de los experimentos literarios actuales. La argumentación se centra estratégicamente en un caso paradójico, el recurso a este concepto en un celebrado ensayo de Alan Pauls, “El arte de vivir en arte” (2012). Lo paradójico del caso reside en que esa imagen de cuño postautonomista aparece entre los pliegues de un pensamiento sobre la literatura que extrae todas sus fuerzas conceptuales de los principios que individualiza el “régimen estético de las artes” (Jacques Rancière), es decir, del horizonte que la supuesta “expansión” literaria vendría a desbordar o superar. Palabras clave: Alan Pauls, Literatura expandida, Literaturas postautónomas, Régimen estético, Arte contemporáneo. Alan Pauls and 'expanded literature' Abstract: The idea that literature has already crossed the limits of its modern constitution, having exceeded its autonomic status, and opened itself to new forms of cultural existence, like contemporary art has done, has become one of the most vigorous and suggestive critical statements within current literary studies. The continuous appearance of the term "literature in the expanded field of art" as a subject of research or describing scientific events bears witness to this new state of affairs. The purpose of this paper is to undertake an evaluation of the reach and limits of the concept of "expanded literature" when it is being used to highlight the supposed post-autonomous novelty of current literary experiments. Strategically, the argumentation focuses on a paradoxical case: the use of this concept in a celebrated essay by Alan Pauls, "El arte de vivir en arte" (2012). The paradox in this case lies in the fact that the post-autonomous image of literature appears among the layers of a thought that draws all its conceptual strength from the principles that individualize the "aesthetic regime of art" (Jacques Rancière), that is, within the horizon that the alleged literary "expansion" would come to overflow or overcome. Keywords: Alan Pauls, Expanded literature, Post-autonomous literatures, Aesthetic regime, Contemporary art.
Hace algo más de una década, parafraseando a Walter Pater, Reinaldo Laddaga sentenció: “toda la literatura [del presente] aspira a la condición del arte contemporáneo” (Laddaga, 2007, p. 14)[1]. Esta proposición se articulaba con otras de similar orientación y fuerza asertiva, en las que se desglosaban los atributos implicados en el exaltante concepto de “arte contemporáneo”: toda la literatura de las últimas décadas aspiraría a la condición “de la improvisación”, “de la instantánea”, “de lo mutante” y “a la inducción de un trance” (p. 15). Los escritores del presente, según la entusiasmada apreciación de Laddaga, ya no se interesarían estrictamente por la composición de libros, sino que ensayarían, en textos y prácticas circunstanciales, performances de autor que funcionarían como dispositivos ópticos para la observación de procesos culturales y políticos actualmente en curso. Los escritores-performers a los que Laddaga hacía referencia en sus especulaciones sobre la existencia del nuevo régimen literario que habría sustituido al de la modernidad eran César Aira, Mario Bellatin y Joao Gilberto Noll, “productores de espectáculos de realidad” (p. 10) más que de obras. Apropiándose del léxico de Jacques Rancière (2009), Laddaga llamó “régimen práctico” (2006, p. 261) al nuevo paradigma que habría entrado en vigencia en las últimas décadas del siglo XX, porque ya no identificaría un universo centrado en la noción de obra, como hacía el “régimen estético” que dominó en la modernidad, sino otro, de signo constructivista, en el que se desplegarían prácticas artísticas interesadas, menos en el cumplimiento de una experiencia singular, que en investigar las condiciones de la vida social en el presente. Pasados algo más de diez años desde la enunciación de esta ambiciosa batería de certidumbres, el cambio al que Laddaga hacía referencia, un cambio “tan complejo como el que tenía lugar hace dos siglos, cuando cristalizaba la idea de la literatura moderna” (2007, p. 21), nos sigue pareciendo menos un acontecimiento constatable, que la ocurrencia de un crítico excitado por las reverberaciones de la actualidad cultural (¿hay algo más actual para nuestra cultura crítica de las últimas décadas que el interés admirado que despierta el proteico y equívoco “arte contemporáneo”?). Pasados algo más de diez años, los escritores continúan autofigurándose como tales, como autores de obras en las que se realizarían experiencias singulares, siguen publicando libros, casi siempre dentro de los marcos genéricos convencionales (novelas, crónicas, ensayos, memorias, diarios, poemarios), y las únicas performances que practican, nada experimentales por cierto, son las que obedecen a los requerimientos o las expectativas de la industria editorial y la sociedad del espectáculo. La existencia, en los últimos años, al menos dentro de la literatura argentina, de artistas plásticos contemporáneos que publican libros de distintos géneros con aspiraciones literarias podría ser tomada como una prueba complementaria, e irónica, de la supervivencia activa en nuestra actualidad de los valores propios del régimen moderno de las artes verbales[2]. En un trabajo reciente (Giordano, 2017) examinamos un conjunto de intervenciones críticas que identifican, en el presente de la cultura latinoamericana, la existencia de nuevas experiencias y prácticas de escritura que ya no se dejarían identificar y leer según los valores de la institución Literatura. Conceptos como el de “literaturas postautónomas” de Josefina Ludmer (2010), o el de “texto-instalación” de Florencia Garramuño (2015, p. 31), lo mismo que el de “espectáculos de realidad” de Laddaga, exaltan la novedad radical de ciertos experimentos verbales para afirmar el fin o la caducidad del régimen estético que habría condicionado la aparición y el desarrollo de lo literario como categoría moderna. Las debilidades heurísticas de estas intervenciones de tono apocalíptico, la manipulación a la que someten a algunas obras contemporáneas para convertirlas en documentos de una actualidad improbable, derivan en parte de una comprensión simplificadora de lo que Rancière (2009) llamó “régimen estético”. Fundado sobre las ruinas de los regímenes anteriores, en los que la eficacia artística era identificada con la representación de valores trascendentales o la intervención inmediata en los asuntos comunitarios, el régimen estético se caracterizaría por su composición heterogénea, incluso contradictoria, por su lógica inclusiva en cuanto a los contenidos (la idea de que todo puede convertirse en materia artística) y los desequilibrios inherentes a la indeterminación formal. Los que afirman o apuestan al fin del régimen estético en la actualidad literaria (¿por la resistencia a operar creativamente con las tensiones que implica su clausura?)[3] neutralizan los efectos de su composición contradictoria cuando olvidan que, desde el punto de vista de este régimen, la literatura ha sido desde sus comienzos autónoma y heterónoma al mismo tiempo. El interés por la preservación de un espacio ajeno a la lógica de la dominación respondería, en el régimen estético, al deseo de experimentar nuevas posibilidades de vida, de convertir al arte en “una forma autónoma de vida” (Rancière, 2009, p. 29). La ecuación régimen estético = autonomía es una simplificación que obedece a las políticas de cierta crítica: homogeneizar al antagonista sobre el que se ejercerá un poder de depreciación para legitimarse ideológicamente como crítica “actualizada” y “de ruptura”. El crítico “postautonomista” que le reclama a sus colegas que abandonen las categorías de “autor” y “obra”, si quieren sintonizar con lo más innovador de las búsquedas literarias contemporáneas, porque esas categorías pertenecerían a un pasado obsoleto, desconoce la heterogeneidad y la heterotemporalidad de ese supuesto pasado, necesita desconocerlas para autorizarse como portavoz de la actualidad. Es el carácter historicista y moralizador del vínculo que el crítico actualizado establece con el presente, la voluntad de dominarlo imaginariamente antes que de experimentar sus inestabilidades, lo que lo lleva a desconocer que “la literatura, si tal cosa existe como positividad, nunca ha sido puramente autónoma, sino fundamentalmente heterónoma, pero con una heteronomía sin sujeción o determinación absoluta por parte de otras instancias” (Nascimiento, 2016, p. 66). Hay un modo de pensar el devenir de la institución Literatura que la acompaña desde su aparición, a comienzos del siglo XIX, según el cual las búsquedas literarias se suceden en términos, no evolutivos, sino de insistencia y reformulación de un desdoblamiento originario: la diferencia, interiorizada en cada obra, entre experiencia e institución. Según este pensamiento de cuño romántico (nos referimos al primer romanticismo alemán, el del llamado “círculo de Jena”)[4], el devenir literario no traza una parábola evolutiva, sino una espiral de mutaciones, en las que la idea de lo “nuevo” remite al hallazgo de formas novedosas de recomenzar una experiencia soberana y de tensionar los límites de la clausura institucional dentro de la que esa experiencia se realiza. Cada vez que la literatura recomienza como búsqueda de sus condiciones y sus límites en un nuevo contexto cultural, recomenzaría el proceso de cuestionamiento e impugnación de los fundamentos institucionales que limitan los alcances de la búsqueda. Para poder ser ella misma (una experiencia de creación de nuevas formas de vida y nuevos valores), la literatura necesitaría ponerse en crisis e incluso tentar su desaparición, suspender tanto como le sea posible su efectuación institucional, su identificación con valoraciones legitimadas. En el trabajo mencionado más arriba (Giordano, 2017), intentamos mostrar cómo los discursos que celebran el fin de la literatura moderna tienden a desentenderse de las exigencias críticas que todavía plantea este proceso de autoimpugnación, cómo se resisten a localizar y evaluar sus efectuaciones en el presente, cuando buscan llevar el proceso más allá de sí mismo, por el camino del arte contemporáneo, en el sentido de una superación. En las páginas que siguen ensayaremos algunas insistencias a propósito de estos mismo motivos polémicos. La idea de que la literatura ya habría franqueado los límites de su constitución moderna, por haber excedido su estatuto autonómico, y se habría abierto a modos inéditos de existencia cultural, a semejanza del arte contemporáneo, se ha convertido en una de las doxas críticas más vigorosas y sugerentes dentro de los actuales estudios literarios. La continua aparición del sintagma “la literatura en el campo expandido del arte” como tema de investigaciones o eventos académicos da testimonio de este nuevo estado de cosas. Como se sabe, el concepto de “campo expandido” fue acuñado por Rosalind E. Krauss (2002), a fines de los años 70, para dar cuenta de lo que habría ocurrido en la escultura contemporánea a partir de las experiencias del minimalismo estadounidense en la década anterior. Lo que habría ocurrido, según Krauss, es una ruptura superadora respecto de la tradición moderna, en la que la escultura cumplía una función estética ligada a los valores de “autonomía” y “autorreferencialidad”. La escultura en su sentido expandido neutralizaría las diferencias entre arte, paisaje y arquitectura, mediante la producción de híbridos inespecíficos. No evaluaremos aquí, desde luego, los alcances del concepto de “expansión” en el campo de las investigaciones sobre arquitectura o sobre arte contemporáneo en general. Nuestro propósito, más modesto, es aproximarnos con cierto escepticismo a algunos de los usos de este concepto cuando se intenta realzar la supuesta novedad postautonómica de los experimentos literarios actuales. No nos referimos a lo que sucede en las investigaciones sobre prácticas como las de la “literatura digital”, en las que la idea de “expansión” alude a “una apertura y [un] desplazamiento hacia otros lenguajes –más allá del verbal– y otros medios y soportes –más allá del libro–” (Kozak, 2017, p. 221). Nos interesa el concepto de “expansión” cuando se lo usa para señalar el acontecimiento por el que la literatura insiste en ponerse fuera de sí misma, desde la inmanencia de sus búsquedas, antes que para describir el desplazamiento de ciertas prácticas de escritura hacia el exterior de la institución literaria. En este sentido, abordaremos estratégicamente un caso paradójico: el recurso a la imagen de la “literatura expandida” en un celebrado ensayo de Alan Pauls, “El arte de vivir en arte” (2012). Lo paradójico del caso reside en que esa imagen de cuño postautonomista aparece entre los pliegues de un pensamiento sobre la literatura que extrae todas sus fuerzas conceptuales de los principios que individualiza el “régimen estético de las artes” (Rancière, 2009), es decir, del horizonte que la supuesta “expansión” literaria vendría a desbordar. Tal vez lo paradójico resulte un punto de vista conveniente para apreciar, al mismo tiempo, las potencias y las debilidades de la doxa teórica según la cual la superación literaria de la Literatura ya habría ocurrido, bajo el influjo del arte contemporáneo. Con argumentos y perspectivas tomados fundamentalmente de Roland Barthes y Gilles Deleuze, Alan Pauls formalizó en el conjunto de su producción ensayística un pensamiento sobre la eficacia de la literatura, sobre la ética del acontecimiento literario, de una coherencia y una sutileza conceptual notables (la elegancia sintáctica y el talento para propiciar encuentros imprevistos, dos virtudes que singularizan la prosa reflexiva de Pauls, acrecientan la fuerza persuasiva de este pensamiento). La idea de que la literatura es inmediatamente política por lo que la experimentación formal le hace a los discursos y a la cultura (inquietarlos, fracturarlos, descomponerlos), la afirmación de que las políticas literarias son inmanentes y pueden sortear la captura de las identificaciones ideológicas, es un modo de pensar la autonomía en términos éticos, atendiendo a las potencias, no al estatuto cultural, de una experiencia que se quiere soberana. Para Pauls, el carácter político del arte depende de “una ética del procedimiento y de la forma” (2012, p. 28), de un ejercicio de la distancia que opera como un “antídoto contra la adherencia” y una “crítica contra la adhesión” (p. 31). Según este pensamiento, el poder de la literatura se aprecia en la efectuación indirecta de un deseo de desprendimiento o sustracción que interrumpe los procesos culturales de totalización y homogeneización. Es la lección de Maurice Blanchot, otra referencia significativa en la composición de los ensayos paulsianos: el arte es esencialmente, no única ni manifiestamente, resistencia al poder de los “grandes reductores”, resistencia al silencioso “trabajo de unificación y de identificación” (Blanchot, 1976, p. 59) que cumplen los agentes y las instituciones culturales. “En el cuarto de la herramientas”, una aproximación a la obra de César Aira, a la rareza del intervalo que esta obra abrió dentro de la literatura argentina, es un ensayo en el que se puede apreciar bien cómo Pauls implica la afirmación del principio de la autonomía con el de la heteronomía estética para poder señalar, y hacer sensible, el nervio ético de una experiencia literaria de demarcación radical. Si hay una política por la que la literatura aireana excede el horizonte institucional que delimitó su emergencia, ninguna figura de la familia de la oposición o la confrontación directa serviría para representarla. “A la enemistad, a la negación, políticas frontales, demasiado deudoras, todavía, del imperativo de sostener, Aira [opone] una táctica más sutil, que parecería aprendida en un remoto manual de beligerancia oriental: la declinación” (Pauls, 2012, p. 48). La negación es un gesto que se extenúa en el acto de realizarse; la declinación, en cambio, tiene acción indirecta y residual, continúa actuando, produciendo efectos de desprendimiento, después del acto de su enunciación[5]. Lo curioso de esta interpretación micropolítica es que no se deriva del comentario de un fragmento de la obra, sino del recuerdo de una anécdota en la que se puso en juego la conducta del autor. En su juventud, Pauls entrevistó a Aira para un programa radial sobre cine. En el curso de la conversación, Aira aventuró una fórmula enigmática: “El cine es la resta de todas las artes”. Cuando el joven entrevistador le pidió que desarrollase la idea, ya que parecía envolver algo interesante, Aira, sin negarse explícitamente, entre balbuceos y distracciones, declinó responder. La potencia deceptiva de este gesto –no desarrollar, no explicarse– sería la misma que ejercen las “novelitas” de Aira, suspendiéndose entre la genialidad y la tontería, frente a las demandas culturales de valor e inteligibilidad. No se trata, en este ensayo de Pauls, de restituirle a la vida del autor la función de una clave que explicaría lo que ocurre en sus libros, sino de mostrar el continuo de trasmutaciones entre formas de escritura y formas de vida que implica el devenir de una obra. La invención de un procedimiento literario, de una micropolítica de sustracción o desprendimiento, siempre respondería, desde esta perspectiva, a las necesidades que tiene una vida –el proceso impersonal que llamamos “vida”– de transformarse, de afirmarse como potencia de variación. En cualquier arte, un hallazgo técnico sería “solo una de las formas que adopta la vida para seguir adelante, para insistir, para cambiar de forma” (Pauls, 2012, p. 15). La vida como proceso afectivo, como el devenir de un cuerpo o una sensibilidad según su poder de afectar y ser afectado, es el horizonte sobre el que se proyectan todas las especulaciones de Pauls sobre la eficacia de la escritura literaria, desde sus ensayos sobre diarios íntimos de fines de los 90 (Pauls, 1996) hasta el reciente Trance. Un glosario (Pauls, 2018), su autorretratocomo lector[6]. La autonomía estética (la inmanencia de las políticas de la literatura) sería la condición de la eficacia heterónoma: la experimentación en la escritura de nuevas formas de vida. Las anécdotas tomadas de la vida del autor pueden iluminar el devenir de la obra porque desde que hay obra –invención de formas autónomas de vida– el autor se convierte en uno de sus personajes. Barthes describió este movimiento paradójico en los términos de una “reversión” por la que el autor aparece en la obra a título de “invitado”: “su vida ya no está en el origen de sus fábulas, sino que es una fábula concurrente con su obra” (Barthes, 1987, p. 79). En “Retrato del artista como agente doble”, Pauls sostuvo una lectura de conjunto de la literatura de Manuel Puig, atenta a su condición extraterritorial, en uno de estos gestos barthesianos de reversión. Manuel Puig escribía en la cocina, mirando televisión y charlando con su madre. Por improbable que sea, la versión, aventurada por un escritor tras la muerte de Puig, en 1990, suena más que verosímil. Y si brilla por su ausencia en Manuel Puig y la mujer araña, la biografía de Susan Jill Levine, es por una muy buena razón: porque no es un dato biográfico. No es algo que preceda, como condición o como causa, a la literatura de Puig, sino tal vez uno de sus efectos específicos. Esta sosegada puesta en escena doméstica no es el ritual que da lugar a una ficción: es la forma de vida singular que inventa una literatura (Pauls, 2012, p. 54). Los tres factores que la anécdota pone en juego, la cocina como espacio de prácticas laboriosas, las intensidades de la conversación familiar y la intimidad con la cultura masiva, la coexistencia de esos factores, propicia la enunciación de una respuesta conveniente a la interrogación por el poder de la obra de Puig. Explorando en la narración las posibilidades que se abren a partir del encuentro entre determinaciones heterogéneas (oralidad y escritura, reproducción masiva y experimentación formal, fascinación por los estereotipos y distancia crítica), lo que Puig podía era exponer la literatura a su afuera. Ni llevar la literatura a un más allá de sí misma, ni sólo expandir los límites de lo literario por la incorporación de cuerpos impropios. Lo que la obra de Puig podía era poner a la literatura fuera de sí, neutralizar o desorientar las fuerzas reductoras de los criterios de valoración consensuados, afirmándose en tanto literatura como una experiencia anómala. El escándalo de la literatura de Puig sería el de “una obra –una forma de vida– que corrompe las clasificaciones, los juicios, las tablas de valor, los mandamientos que rigen la institución literatura” (p. 57). El carácter intempestivo de la obra de Puig, la fuerza con la que abrió en el interior del concepto de literatura un intervalo de indeterminación, hacia fines de los 60, dependía en buena medida de su anacronismo: la fidelidad del narrador a un universo sentimental infantil, la supervivencia de la fascinación por las cursilerías melodramáticas, más acá de las apropiaciones que practicaba la sensibilidad camp, un signo de aquel tiempo. Como buen moderno, Pauls sabe del valor ético y la potencia estética del anacronismo, conoce la diferencia radical entre actuar como contemporáneo e identificarse con lo actual. Ha tomado buenos apuntes de la lección que Giorgio Agamben recibió de Nietzsche (1998): Pertenece realmente a su tiempo, es verdaderamente contemporáneo, aquel que no coincide perfectamente con éste ni se adecua a sus pretensiones y es por ende, en ese sentido, inactual; pero, justamente por eso, a partir de ese alejamiento y ese anacronismo, es más capaz que los otros de percibir y aprehender su tiempo (Agamben, 2010, p. 77). La contemporaneidad no sería un modo de ser, sino una tarea que compromete la toma de decisiones respecto del presente. Para volverse contemporáneo, hay que renunciar a lo obvio (la banalidad de las significaciones actuales, simples o sofisticadas) y aventurarse a través de sombras, siguiendo las señales que emite el oscurecimiento del presente, como si envolvieran mensajes cifrados. Contemporáneo llega a ser el que rubrica el hundimiento de lo convencional en lo ambiguo, el que atestigua la fuerza con la que lo indeterminado disgrega y enrarece los emblemas de la época. “El presente como herida”, el ensayo de Pauls sobre La mamá y la puta de Jean Eustache, es su apuesta más fuerte a la idea de que el extrañamiento del presente como condición para la contemporaneidad supondría la afirmación de lo anacrónico. Como se sabe, el film de Eustache sintonizó bien con las expectativas de su tiempo, el estado de melancolía o cinismo en el que se terminó resolviendo la euforia de mayo del 68 después de que se extinguió la revuelta. La vida sentimental del protagonista, un dandi entre impasible y antojadizo, y las extravagancias del trío amoroso en el que se implica, se ofrecen al espectador como documento o síntoma de los experimentos afectivos que tenían lugar dentro de la bohemia parisina de comienzos de los 70. Pauls se resiste a leer La mamá y la puta según esta clave testimonial para poder descubrir, por la vía del anacronismo, los puntos de resistencia que habrían desconcertado y resquebrajado la superficie homogénea de lo actual, a la que el film parecía adherirse sin restos. Hay dos rasgos sentimentales que extraerían su potencia disruptiva de “yacimientos arcaicos” (Pauls, 2012, p. 241): los amantes se tratan de “usted”, como ocurría en otro tiempo, y escuchan viejas canciones de amor con una entrega absoluta, como si estuviesen asistiendo a la revelación de una verdad. En la presencia de esos rasgos que afectan con insistencia la tonalidad afectiva del film, Pauls advierte el impulso que convertiría a Eustache en un auténtico cineasta contemporáneo, la voluntad de demarcarse de la actualidad para inventar, a partir del desprendimiento, un presente abierto a la experimentación con posibilidades afectivas inauditas, con nuevas simpatías y nuevas intimidades. El principio de actualidad (la reducción de lo contemporáneo a una presencia que se da por sentada) es una superstición crítica que lleva a establecer una relación moral, de dominación imaginaria, con las inestabilidades del presente. Acaso haya un único punto en la trama argumentativa que urden los ensayos de Pauls en el que la ética de lo anacrónico ceda a las comodidades de esta superstición: cuando la remisión a los valores del arte contemporáneo violenta la inmanencia de las búsquedas literarias y las interrumpe, en nombre de una lógica que ya no sería la del régimen estético. Es lo que ocurriría con el recurso al concepto de “literatura expandida” (Pauls, 2012, p. 178), propiciado por la lectura de una serie de gestos y actitudes más o menos excéntricos de Mario Bellatin, César Aira y Héctor Libertella. Una vez, a pedido de un suplemento cultural de Buenos Aires, Bellatin compuso un ensayo sobre Kawabata mediante el montaje de fragmentos críticos sobre su propia obra, escritos por distintos autores, y lo firmó con su nombre; otra vez, montó en Paris un congreso con dobles de escritores mexicanos. Aira practica una política editorial desconcertante, de saturación y depreciación simultáneas: publica mucho, pero libros cortos, “libritos”, y los publica en sellos de casi cualquier tipo, de una manera errática y caprichosa. Las escenas que protagoniza Libertella corresponden a su experiencia como editor amateur y profesional (en la adolescencia fabricó libros artesanales con sus propias novelas para distribuir entre amigos; en la editorial de la UNAM, cuando la dirigía, cometió algunos errores espectaculares). En lugar de tomarlos como episodios de vida, según una perspectiva biográfica, Pauls lee estos gestos, conductas e intervenciones como “prácticas artísticas que se despliegan por medios existenciales [no textuales], que se efectúan ‘en la vida’ misma” (p. 173). Esta vez no se trata de la reversión de la obra sobre la vida de los autores, sino de la identificación de algunos episodios biográficos como performances conceptualistas. Dado que las realizan escritores e inquietan usos y costumbres del dominio literario, al régimen artístico que identifica y valora esas prácticas se lo llama “literatura expandida”: sus apuestas “se juegan menos en el campo del lenguaje o del estilo que en el de las actuaciones existenciales, el diseño de formas de vida, las operaciones directas sobre el tiempo y el espacio sociales, las relaciones con el mundo” (p. 179). La “expansión” sería un efecto del encuentro de la literatura con las morales y los protocolos (“diseños”, “operaciones”, “dispositivos”) del arte contemporáneo, del que Pauls afirma, como si se tratase de una paradoja desconocida para la literatura moderna, que encuentra su especificidad en la voluntad de desepecificidad. (A mediados del siglo pasado, Maurice Blanchot [2005, P. 237] ya había propuesto una variación sutil de la misma idea: “la esencia de la literatura es sustraerse a toda determinación esencial”). Lo mismo que Laddaga, Pauls celebra la existencia de un nuevo régimen literario que sustituiría al de la especificidad, pero lo cierto es que la supuesta novedad, la impugnación de las ideas de especificidad y autonomía, es uno de los impulsos constitutivos de la literatura desde sus comienzos, desde mucho antes de la invención del ready-made y los experimentos conceptualistas. Lo literario es desde su emergencia un campo en expansión que vive del cuestionamiento de sus límites y el desdoblamiento de sus objetos. Pauls parece olvidarlo, en ese momento fugaz de “El arte de vivir en arte” en el que actúa como publicista de la actualidad antes que como crítico del presente, pero su memoria literaria lo recuerda, intempestivamente, en un pliegue de ese mismo texto. No es raro ni casual que sea una referencia blanchotiana, doblemente anacrónica, la que trastorne imperceptiblemente el discurrir del ensayo y lo distraiga del impulso publicitario. En los performers de la “literatura expandida” hay una crítica a la noción moderna de obra como consumación de un proceso irreversible que recuerda lo que Blanchot imaginó en la experiencia de Joubert, un moralista menor del siglo XVIII que nunca había publicado libros: “sacrificaba los resultados con tal de poder descubrir sus condiciones” (Pauls, 2012, p. 180)[7]. Lo mismo que la impugnación del valor de la especificidad, el interés por el proceso antes que por los resultados es constitutivo de eso que acostumbramos llamar literatura moderna, es una de las fuerzas que impulsa el devenir de la institución literaria, desde su aparición, en el sentido de un cuestionamiento radical de sus fundamentos. Cuando se lo interroga por el impacto que habrían tenido sobre su escritura las derivas del arte contemporáneo, César Aira reconoce que han sido, desde siempre, una fuente incomparable de temas, procedimientos y estímulos. En los juegos duchampianos con la inteligencia y la invención encontró, ya en la temprana juventud, incitaciones para la práctica de una literatura conceptualista. A veces se malinterpreta la importancia de este encuentro y se le toma como una de las pruebas de que es gracias a la ruptura estética que habría producido el arte contemporáneo que en nuestra actualidad ya existirían modos de existencia literaria radicalmente nuevos, tan nuevos que convendría dejar de identificarlos como literarios. En las primeras páginas de Sobre el arte contemporáneo, la conferencia que dictó en 2010, Aira enuncia un principio paradójico (¿hace falta aclarar que tiene la edad de la institución literaria?) en el que tal vez se podría emplazar una perspectiva conveniente para apreciar las condiciones y los efectos de ese encuentro que, si no la proyectó más allá de sí misma, tal vez sí volvió a poner a la literatura fuera de sí: “en nuestro oficio el final, o la finalidad, consiste en llegar al origen” (Aira, 2016, p. 14). Para poder ser una experiencia con nuevas formas de vida, la literatura tiene que desandar el camino de su institucionalización y recuperarse como deseo de un encuentro auténtico, inaudito, entre escritura y vida. Antes que la oportunidad de una superación o una sustitución, el encuentro de la literatura con el arte contemporáneo tal vez haya sido, en casos como el de Aira, una posibilidad para que la literatura se apropiara de temas, procedimientos y estímulos que la impulsasen a recomenzar. Referencias Agamben, G. (2010). “¿Qué es lo contemporáneo?”. Traducción de Cristina Sardoy. Otra parte 20; pp. 77-80. Aira, C. (2016). Sobre el arte contemporáneo. Barcelona, España: Random House. Barthes, R. (1987). “De la obra al texto”. En El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura (pp. 73-82). Traducción de C. Fernández Medrano. Barcelona, España: Paidós. Blanchot, M. (1976). “Los grandes reductores”. En La risa de los dioses (pp. 59-68). Traducción de J. A. Doval Liz. 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[2] Nos referimos, entre varios otros, a Prior (2006), Kasero (2013 y 2017), Iuso (2014 y 2017) y Del Río (2016).
[3] La diferencia entre clausura y fin, la identificación de una matriz onto–teleológica en los discursos sobre el fin de las instituciones o los géneros culturales, remiten al primer Derrida (2008, pp.19 y ss.).
[4] Para una lectura teórica de los postulados del romanticismo de Jena, ver Lacoue-Labarthe y Nancy 2012.
[5] Las resonancias deleuzianas de esta argumentación son muy perceptible. Pauls ensaya una variación de la lectura que hace Deleuze de la fórmula suspensiva de Bartleby, “preferiría no hacerlo”. Ver Deleuze 1996.
[6] Ver, por ejemplo, las conjeturas sobre el diario de escritor como una especie de “historia clínica” (Pauls 1996: 78), como el registro de un proceso patógeno en el que se experimentan mutaciones anómalas y “una suerte de vitalidad nueva” (p. 79), asociada a las potencias que libera la enfermedad. Y en Trance, las figuraciones de la lectura como ejercicio ético, antes que como práctica cultural: “Se lee para vivir tanto como para evitar vivir; se lee para saber qué es vivir y cómo vivir; se lee para escapar de la vida e imaginar una vida posible” (Pauls, 2018, p. 89).
[7] El ensayo de Blanchot que Pauls cita sin mencionar es “Joubert y el espacio” (Blanchot, 2005, pp. 73-90). Otra referencia inactual a la que podría haber recurrido para iluminar la supuesta novedad expansionista de la crítica a la idea de obra, son los escritos íntimos de Baudelaire, que él mismo tradujo y prologó recientemente. La escritura fragmentaria de Baudelaire ya prescindía del valor de lo acabado y lo orgánico para apostar al encuentro de escritura y vida por la vía de la falta de unidad, la inconclusión y la mezcla de tonos y de estilos (ver Pauls, 2015, p. 13). |
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ensayo de Alberto Giordano
Universidad Nacional de
Rosario, Argentina
albertogiordano59@gmail.com
Universidad Nacional de Rosario, Argentina
Ver, además:
Tres aproximaciones al concepto de parodia, ensayo de Alan Pauls
Publicado, originalmente, en: Orbis Tertius -
www.orbistertius.unlp.edu.ar
Vol. 24 Núm. 29
(2019)
Correo-e ctcl@fahce.unlp.edu.ar
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria IdIHCS - CONICET
Link del texto: https://www.orbistertius.unlp.edu.ar/article/view/OTe110
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