El viaje

Cuento de Juan Carlos Ghiano

Es la segunda noche que paso en este tren y todavía no ha llegado mi compañero de camarote. Vuelvo del comedor aturdido por las luces, la tierra y el humo de los fumadores que le disputan al viento el derecho de cargar la atmósfera.

Me desnudo lentamente, con desgano, mientras espero a un compañero ocasional que no aparece. Más de veinticuatro horas aguardando a un hombre que no sé si existe, que no sé por qué debe viajar esta noche, ser mi compañero. La ausencia se llena de augurios y comienzo a odiar a ese desconocido que compartirá el olor de mi ropa sudada, mi desgano del viaje y mi prisa por llegar a destino.

Mientras me detengo frente al espejo y observo mi barba de dos días y mi cabello áspero de tierra, no quiero pensar; sólo me repito que será la segunda y última noche de este viaje.

Ya en la cucheta intento leer, acompañado sólo del ruido del ventilador; las sábanas gruesas, cubiertas ele tierra, me obligan a mirar hacia abajo, en donde espera abierta otra cucheta. Trato de asirme a la lectura de un libro que me lleva sin resistencias, pero me es imposible.

Me estoy olvidando de lo que leo, me inclino hacia un plano que no es sueño, sino fatiga desvelada; no quiero pensar y la lectura no me sostiene.

Tres golpes en la puerta, y entra un hombre que dice, bajo y firme;

—Permiso. Buenas noches.

¿De dónde sale? ¿En qué estación ha subido? Todo lo que sé es que no lo acompaña el camarero.

Me preguntan:

—¿Cama número seis?

Aunque conozco el número de metal que marca mi cucheta, me tuerzo a mirarlo, dos veces, antes de contestar afirmativo.

Mi compañero trae como único equipaje un pequeño paquete que deposita con cuidado en su armario, como si trajera cristales o espuma. Debo hablarlo y no quiero comenzar; él se olvida de mí, mientras enciende las luces. Yo necesito volver a escuchar su voz, necesito sentirlo frente a mí.

Un fuerte olor a mar comienza a llenar el camarote. Yodo, peces en lo profundo, aire con sal, más, como un olor de antiguos mares profundos en que la vida de hoy se estuviera ya rehaciendo. Me liberto de este olor para contemplar al hombre, que se quita el saco oscuro, acomoda sobre la repisa un peine rojo, coralino, y un hermoso cortaplumas de nácar, que reproducidos en la fría dureza del espejo aseguran la presencia del hombre silencioso junto a mí. Se quita, como si fuera una piel, su camisa verdosa, desteñida; por el pecho le sube un vello espeso, brusco, igual que el que le cubre los brazos fuertes. Por fin su cara llega a la luz y se detiene frente al espejo; los ojos son metálicos, la nariz amplia, los labios sin color, la piel tensa y más oscura que en los brazos, los cabellos oliváceos.

El espejo se aclara y profundiza, pierde su turbio reflejo de hace una hora, es como aquella ventana que se me abría en un país claro y distante.

Vuelvo al hombre, que abre el grifo; el agua cae azul y soleada, de caer sobre un campo moreno; el hombre moja sus cabellos y aumenta el olor de frescura yodada. Necesito consultar mi reloj: la una de la noche. Sé que vamos atravesando los llanos estériles, sólo abiertos en pitas y cardones; mientras la noche cálida se debe estar intensificando en un cielo tenso horadado de estrellas, los cardones alargarán sus sombras y el viento las llevará, iguales, hacia el Sur, hacia el camino que va al mar. Sé la hora y el lugar y me conforta este olor que debe estar lejano, en una costa de la infancia que sólo guardo en fotos desteñidas.

Aquí está un hombre cercano; hoy, sí; un hombre que se tiende sobre una gruesa sábana; un hombre que apaga una luz y dice, para mí:

—Hasta mañana.

Aumento las tinieblas dando vuelta la llave que está a mi izquierda, junto al timbre que llama al camarero. Es como en la infancia: el olor amigo del mar abierto y este timbre para comunicarme con alguien que vigila, que me vigila, con alguien que debe acudir.

El tren me llega en sus traqueteos, sus golpes, pero la paz que me ha dado el camino hacia mi infancia me está venciendo.

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Me despierto y consulto, en la semipenumbra, el reloj: las dos y cuarto. Me parecía haber dormido muchas horas; la atmósfera del camarote se ha adensado hasta hacerse carnal, irrespirable. Es inútil vencer esta opresión, no puedo levantar mis brazos endurecidos.

Mis ojos se dirigen hacia la repisa: el cortaplumas es una singular ostra cerrada, el peine ha florecido un coral. Necesito afirmarme en las percepciones de antes: cortaplumas y peine, tengo miedo de pensar sólo ostra y coral, lo que veo.

Mi compañero se queja suavemente; el quejido se acerca, golpea en los rincones, retrocede confuso, se multiplica en mareas. Voy a hablarlo y me detengo. Recuerdo hechos de antes: una niña que fue muerta por un grito que cortó el tejido de su sueño, dejándola desasida, sin apoyos en el vivir. Sabíamos, en la niñez, que en los sueños se refugia toda la sangre y el cuerpo se queda frío, con las raíces al aire; aprendimos a velar las inquietudes del sueño de nuestros compañeros y no los despertábamos hasta que vencían esos momentos en huida.

¿Por qué recuerdo esto? ¿Por qué esa niña muerta, sin sangre, sin piel, desnuda frente a un grito?

Vuelvo a mi presente: los minutos pasan; para vencer el gemido del hombre cercano crece mi reloj en un tumulto que cuenta los segundos y los refleja en cruz sobre las paredes de madera.

Comienzo a temblar por el alba que se demora y enturbia, un alba que quiero ver y vivir. Me he olvidado del suelo que atravesamos; creo que este viaje es distante y que mi compañero es de siempre, callado, firme, venido con el tiempo.

Puede pasar algo espantoso y me venzo para evitarlo, por eso aprieto con violencia el timbre del camarero; pasan los minutos y no se acude a mi llamado. Me he quedado solo, se han detenido el ventilador y el reloj, mientras crece el gemido del hombre, indefenso, pero capaz de crear la muerte. No puedo librarme del miedo húmedo que me cerca, que viene del techo que va a hundirme como una inmensa ola de hace mucho. Recuerdo en la soledad de hoy los primeros días de huérfano, cuando la madre no respondía a los gritos juntados por los horrores nocturnos, cuando necesitaba dormirme para sentir un regazo, la suavidad de una mano con olor a sal. Recuerdo todas mis soledades, mis lejanías, y en la garganta comienza a crecerme un empuje salvaje, agotador; no puedo llorar y grito, olvidado de todo, solo.

Grito corto que me ha de liberar.

El silencio ha crecido; los ruidos vienen de afuera, de un mundo cercano. La vida se reanuda; el reloj marca casi la hora del alba y el ventilador comienza a despejar esta atmósfera amarga.

Puedo dormirme.

Filtrarse de las primeras claridades por la persiana de madera. Estoy cerca de mi actual destino, una estación en donde alguien me debe esperar. Me levanto, me visto, olvidado de toda la noche. El viento mañanero trae espeso olor de llano.

Sobre la repisa hay un feo peine rojo, cubierto de tierra, y un vulgar cortaplumas de nácar. Recuerdo el extraño paquete del viajero, y, sin mirar la cucheta inferior, abro el ropero que no me corresponde y nada encuentro. Quiero olvidarme de todo y me lavo ansiosamente con el poco de agua casi tibia que sale por el grifo.

Seguro ya de esta mañana llanera, miro al hombre acostado. La luz ha cargado triunfante sobre todos los rincones en sombra; el rostro pálido se azula en las ojeras y en la boca; el cuerpo está recto, los brazos paralelos a cada lado acentúan la rigidez. Me acerco más; una mosca pasea pegajosa sobre el párpado izquierdo. Salgo sin hacer ruido, aunque nada podrá despertarlo.

 

Cuento de Juan Carlos Ghiano

 

Publicado, originalmente, en: Los Anales de Buenos Aires Año II. Nº 20, 21. 22. Noviembre y Diciembre de 1947

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/los-anales-de-buenos-aires-no-20-21-22/

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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