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En aquel instante, la lata casi vacía de soda de cola dietética estuvo a
punto de resbalar de sus dedos estáticos. Andrew Sullivan estaba a punto
de cumplir los veinte años y nunca en su vida había asistido a disfrutar
el espectáculo de un circo. La infancia de Andrew fue muy dolorosa. Sus
padres murieron en un accidente automovilístico cuando él apenas era un
chiquillo de seis años, por lo que quedó al cuidado de su tío Dick
Sullivan hasta que Andrew tuvo edad y recursos económicos suficientes
para alquilar un departamento y librarse del insoportable hermano de su
padre. En aquel entonces residía en Hidden Key, un pequeño pueblo en el
estado de Maine en los Estados Unidos, donde nació y al que pocas veces
había abandonado. La lata de soda finalmente se desprendió de sus dedos
y produjo un estrépito que le pareció melancólico al estrellarse contra
el suelo. Aquel día, luego de haber visitado una sencilla cafetería se
sobresaltó al mirar un cartel pegado en uno de los varios postes.
Aquellas grandes y coloridas letras produjeron en Andrew un enorme
asombro, seguido de una gran alegría. EL CIRCO DE LA SOMBRA y más abajo:
única gran función en Hidden Key, esta noche, 20:00 hrs. ¡No olvides
asistir!
Casi de inmediato, Andrew recordó la primera vez que había visto
desfilar un circo por las calles del pueblo. Se sintió maravillado al
contemplar a la banda musical tocando sus instrumentos y repetir
constantemente una melodía pegajosa y divertida. Era seguida por los
payasos, que portaban sus ridículas vestimentas, zapatos grandes y rojas
narices en medio de un rostro completamente maquillado. Al final,
algunas fieras enjauladas y otros llamativos animales. Luego de deleitar
su vista con aquel desfile, Andrew salió corriendo hacia su casa. Al
entrar encontró a su tío Dick tumbado en el sofá de la sala con una
botella de whisky vacía en la mano.
—¡Tío Dick! —exclamó el chiquillo que en aquel entonces acababa de
cumplir los siete años—. ¿Me llevarías al circo?
El hombre estaba demasiado ebrio y Andrew recibió por respuesta una
bofetada. Rompió a llorar, se llevó las manos a la cara y corrió a
esconderse en su cuarto.
Dick nunca tenía dinero y jamás se preocupó de que su sobrino recibiera
educación, por lo que Andrew se vio en la necesidad de conseguir empleo
en un almacén, a la edad de doce años, para pagar sus estudios.
Andrew dejó sus recuerdos a un lado y volvió a concentrarse en el cartel
que tanto había llamado su atención. Estaba convencido de que el
cartel iba dirigido a él, si no entonces por qué los diseñadores se
habrían molestado en colocar aquella última frase de invitación que no
dejaba de resonar en su cabeza: “¡no olvides asistir!”. La única imagen
que mostraba el anuncio era la de una carpa multicolor herméticamente
cerrada, detrás de la cual se podían apreciar los haces de luz emitidos
por un par de reflectores. En la parte final del cartel estaba el sello
del circo. Andrew observó el dibujo y se estremeció ligeramente. El
sello mostraba un pergamino atravesado en el medio por la caricatura
sumamente detallada del rostro de un payaso, tenía la cara maquillada y
mostraba una enorme sonrisa, una sonrisa siniestra. Alrededor de la
cabeza le crecía un cabello bastante rebelde que terminaba en punta. De
sus ojos emanaba un brillo casi real. Andrew sintió la necesidad de
alejarse pero continuó mirando, le era inevitable observar aquella
diminuta imagen. A un costado del rostro del payaso estaba escrito el
nombre del circo con letras de aspecto agresivo. Cuando logró despegar
los ojos, levantó la vista y miró la dirección en donde se presentaría
el espectáculo. Se frotó la barbilla.
Andrew Sullivan acababa de pedir un adelanto en su trabajo y tenía el
dinero suficiente para asistir. Enfiló hacia el circo a pie. Apenas pisó
el arenoso suelo de la entrada sintió que una ligera tensión le trepaba
por las piernas. La entrada estaba vacía y de las cuatro taquillas sólo
una estaba abierta. Andrew fue hacia ella y la encontró desolada.
—Parece que vine a un maldito circo fantasma —exclamó. Bajó la vista y
encontró sobre el pequeño mostrador delante de la ventanilla un único
boleto de entrada.
—¿Qué carajo? —balbuceó. Alzó la vista y miró hacia ambos lados, estaba
completamente solo.
“¿De quién sería aquel boleto?”, pensó. Casi de inmediato le sobrevino
un sentimiento muy parecido a la desesperación, pero este se tornaba
mucho más inquietante. Andrew sintió la necesidad de dar media vuelta y
regresar a su departamento. Pero se contuvo. Se acercó a la entrada y
comenzó a caminar muy lentamente. Cuando por fin estuvo dentro se detuvo
en seco. Le resultaba imposible dar crédito a lo que sus ojos veían. El
circo estaba lleno por completo, apenas y se veía un asiento vacío.
Caminó rápidamente y se sentó en él. Parecía que lo esperaba.
Alzó la vista y miró la carpa del circo, era negra y en el punto más
alto pudo apreciar unos brochazos irregulares de color rojo. No tenía
semejanza alguna con el exterior multicolor de la carpa. El centro del
escenario estaba tapizado por un aserrín muy extraño de color gris. Miró
a su alrededor y se inquietó al darse cuenta de que todos los
espectadores miraban hacia el escenario y tenían la misma expresión en
el rostro, marcada por una sonrisa y un par de ojos muy abiertos que no
parpadeaban jamás.
El espectáculo comenzó casi de inmediato. Al fondo del escenario había
una pequeña puerta tapada con lonas negras, de ella salió un hombre
vestido de traje y con un sombrero de copa. Era el maestro de
ceremonias. Extrajo un micrófono de uno de sus bolsillos y lo llevó a
sus labios.
—¡Sean bienvenidos al Circo de la Sombra! —exclamó. Al escucharlo,
Andrew se percató de algo. El rostro del maestro de ceremonias estaba
tallado en madera como el de una marioneta. Su mandíbula inferior se
movía de arriba abajo mientras la superior se mantenía fija. Sus ojos
como canicas voltearon a ver a Andrew, quién sintió un escalofrío
corriéndole por la espalda.
—¡Reciban al fantástico lanzador de cuchillos!— anunció el presentador y
se encaminó hacia la puerta, desapareció tras ella. Inmediatamente de
ésta salió un hombre vestido con un pantalón blanco, una camisa roja y
un saco negro. Detrás suyo apareció una mujer joven portando un vestido
blanco y una máscara de carnaval.
La chica se colocó en una rueda giratoria que había sido acomodada
anteriormente. El lanzador de cuchillos le ató manos y tobillos al
instrumento y comenzó a hacerlo girar, se alejó hasta el otro extremo de
la pista y posteriormente extrajo cuatro dagas de su bolsillo. Fijó con
la vista el cuerpo de la chica que giraba y giraba con la rueda, tomó
uno de estos instrumentos por la punta con los dedos pulgar e índice y
lo lanzó. La hoja se clavó en el brazo derecho de la joven. Había dado
en el blanco.
Los siguientes dos cuchillos se clavaron en el pecho y vientre de la
chica, mientras la rueda giratoria continuaba su marcha eterna. El
aserrín gris se hallaba manchado con abundantes salpicaduras de sangre
de la joven.
—Esto no puede ser posible— dijo Andrew mientras contemplaba el
espectáculo horrorizado.
Miró hacia los demás espectadores con la vaga esperanza de que alguno de
ellos hiciera parar aquella carnicería, pero nada sucedió. Todos miraban
con la misma expresión: unos ojos muy abiertos y una gran sonrisa.
Parecían estatuas. La respiración de Andrew comenzó a acelerarse, no
paraba de voltear hacia el hombre que tenía a un lado. Posó su mano en
el hombro de este y lo sacudió violentamente.
—¡Joder! —gritó Andrew furioso y desesperado —¡Dios mío! ¿Me escucha?—.
El espectador siguió inmóvil. Andrew regresó la vista al escenario.
Finalmente, el lanza cuchillos tiró la última daga, que se clavó en la
frente de la joven y en aquel mismo instante la rueda se detuvo. El
hombre hizo una reverencia y los reflectores que dirigían la luz hacia
la pista se apagaron. Cuando la luz volvió todo había desaparecido.
—¡Ahora, con ustedes, los fantásticos animales del circo de la sombra!—
anunció el maestro de ceremonias. Andrew sintió que el terror trepaba
por sus piernas hasta anidarse en su garganta y comenzaba a
estrangularlo.
Las lonas se abrieron de par en par y lo primero que salió de ellas fue
un grupo de pequeños monos desprovistos de carne, se podían distinguir
claramente sus huesos saltando y moviéndose frenéticamente. Detrás de
ellos se acercó un hombre vestido con un deslumbrante saco rojo y unas
botas negras de piel, con un látigo en la mano. Tras de él aparecieron
tres perros con el hocico abierto, la cabeza alzada y moviéndola de un
lado a otro. Sus ojos estaban desorbitados y de ellos escurría una
extraña sustancia amarilla. A ambos costados tenían una enorme herida
que les dejaba al descubierto las costillas y el tejido interno.
Continuaron desfilando por el escenario animales deformes, mutilados o
muertos.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —Andrew temblaba de terror—. Debo estar
alucinando. Esto no puede ser real —repetía aquellas frases una y otra
vez. Hasta que escuchó un rechinido junto a él. Giró la cabeza
lentamente hacia su izquierda y se congeló al ver el rostro del
espectador que tenía al lado. El hombre, que más bien parecía una
estatua viviente, se llevó el dedo índice a los labios:
—Sshhh—. Luego volvió a su posición original.
En aquel momento comenzó a sonar una melodía cirquera, pegajosa y al
mismo tiempo siniestra. De la puerta salió una caravana de payasos,
ridículamente vestidos y con el rostro maquillado. Desfilaron por el
escenario hasta que los reflectores se apagaron. Cuando volvieron a
encender había cuatro ataúdes erguidos y abiertos. Dentro de cada uno de
ellos había un payaso que sonreía y sonreía. Sin embargo sus muecas no
transmitían felicidad sino terror. Detrás de ellos apareció un quinto
payaso con la misma expresión en el rostro. Comenzó a cerrar cada uno de
los ataúdes con gruesos candados con forma de un cráneo humano. Luego
sacó un hacha de leñador y le propinó un golpe a cada uno. La madera se
hacía añicos, hilillos de sangre asomaban entre las grietas y dentro de
cada caja se escuchaban aullidos desgarradores.
Mientras esto ocurría, Andrew intentaba desesperadamente salir de su
butaca pero las piernas rígidas de sus vecinos le impedían el paso y
sencillamente estaba atrapado. En el escenario las cosas se tornaban
peores. El único payaso que se movía libremente había dejado el hacha a
un lado y ahora bailaba alrededor de los ataúdes; cuando se detuvo,
extrajo una lata de un extraño líquido inflamable del bolsillo de su
pantalón y empapó con él a los cuatro féretros. Encendió un fósforo que
sacó de su manga derecha y prendió el líquido en llamas. En todo el
circo comenzaron a retumbar gritos de desesperación y dolor.
Andrew no pudo resistir más, comenzó a trepar por los cuerpos inertes de
los espectadores hacia la salida. Detrás de él, lo que quedaba de la
madera de lo que en un pasado habían sido dos pares de cajas tétricas se
había consumido casi por completo y de entre las cenizas aparecieron
cuatro figuras humanas quemadas, las que no tardaron demasiado tiempo en
comenzar a caminar.
Cuando finalmente Andrew llegó a la salida, la encontró cerrada. Le
propinó un puñetazo y se percató de que las lonas de la carpa que le
impedían salir eran tan duras como el hormigón. Dio media vuelta, su
corazón se aceleró al darse cuenta de que todos los espectadores se
habían vuelto hacia él y lo miraban con un odio profundo. De pronto
apareció ante él el maestro de ceremonias, tenía el ceño fruncido y tras
sus mandíbulas de marioneta había dos decenas de agudos colmillos.
—¡Déjeme salir! —gimió Andrew temblando de pánico. Un mechón de cabello
se había pegado a su frente empapada en sudor.
—Lo lamento —dijo el hombre títere—. Ahora perteneces aquí. Luego sacó
una daga de su pantalón.
Meses después en Wisconsin se presentó el fabuloso Circo de la Sombra
con su nueva atracción: el hombre sin huesos.
Jean Gautier (1998) vive en Puebla.
Ha adoptado el género del terror, concentrado sobre todo en relatos
cortos. Actualmente, escribe su primera novela. |