La infancia no tiene precio
Carlos Ernesto García

En el invierno de finales de los setenta, bajo un tremendo aguacero que ya duraba varios días, llegamos a vivir a nuestra nueva casa. Esa tarde dejábamos de ser los eternos inquilinos para convertirnos, gracias a un golpe de suerte de mi padre en la lotería, en propietarios. La primera impresión que tengo de aquel hogar tras saltar del camión en que transportábamos los muebles, fue el del olor a tierra mojada que penetraba en cada una de las habitaciones entonces vacías y recientemente pintadas. Así fue como me enamoré para siempre de la lluvia. Un amor que por cierto,  jamás se ha roto.

Desde la ventana del salón-comedor, se apreciaba el verdor de los cafetales, plantaciones de las que únicamente nos separaba una calle sin asfaltar y por la que en épocas de lluvia y de temporales, corría un pequeño riachuelo, que con el pasar de los días se iba convirtiendo en un vulgar charco por el que dejaban de navegar mis maltrechos barquitos de papel.

Al poco tiempo, se hicieron presentes una serie de maquinarias pesadas que comenzaron a talar árboles y a remover la tierra, hasta que un buen día frente a mi casa, abrieron una calle que desembocaba a una planicie llena de árboles caídos. Los niños del barrio, no tardamos en convertir aquel espacio en escenario para nuestros juegos. El recuerdo del conflicto armado contra Honduras, al que pronto nos acostumbramos a llamar la guerra del fútbol estaba fresco en nuestras mentes infantiles, así que éste se convirtió en recurso fácil para jugar entre nosotros. Por la popularidad que le había dado su hazaña de entrar en burro a la zona enemiga y por las leyendas que entonces corrían sobre él Coronel Medrano, todos queríamos ser el Chele Medrano. Todos, menos yo, que quería ser el popular sargento Chip Saunders (Vic Morrow) de la serie Combate, que por cierto se convertiría en la más extensa de la historia de la televisión. Así que por la noche tomaba nota y al día siguiente decía que interpretaríamos de la primera temporada el capítulo Los heridos ambulantes y otro día Anatomía de una patrulla o bien ya de la quinta temporada de la serie  La capilla de Able-Cinco. Normalmente, solíamos armarnos de hondillas hechas por nosotros mismos y que cargábamos, para el disparo, con granos verdes de café. A quien hacíamos prisionero, de inmediato lo amarrábamos abrazado a un árbol y le disparábamos sin piedad sobre su espalda con nuestras hondas. Sólo se perdonaba a los menores de seis años, que siempre eran los menos en número en cualquiera de los dos grupos. Todo esto se terminó una tarde en que nos tomó por sorpresa la llegada del verdadero enemigo, es decir, el de una pareja de la Guardia Nacional que patrullaba casualmente por aquella zona. Como resulta que estaba prohibido portar hondillas por una ley que desconocíamos, nos pusieron a todos contra una pared y aquellos guardias se divirtieron disparando contra nosotros los granos verdes de café. En esa ocasión no se salvaron ni los más pequeños. Sentimos como, casi nos atravesaban la piel en cada impacto y de nada servía llorar o arrodillarse y de esa manera tan cruel nos disuadieron para siempre de terminar con nuestro juego.

Pasaron varias semanas hasta que uno de los niños topó con un viejo árbol tumbado en el suelo y que tenía una gruesa rama que semejaba el cuello de un dinosaurio por el que se podía trepar hasta lo más alto. No tardamos en hacernos con una cuerda, la que de inmediato amarramos a la punta de la rama para comenzar a tirar de ella desde el suelo hasta conseguir que se balancease. Los dos grupos acordamos turnarnos, de modo que una vez uno tiraba de la cuerda mientras el otro en pleno, sentado sobre la rama como si de un caballo se tratase, era mecido durante un buen rato para luego cambiar los roles y pasar a tirar de la cuerda. En el pueblo no tardó en correr la voz de aquel hallazgo y pronto comenzaron a llegar, como en peregrinación, un nutrido grupo de niños y niñas con el ánimo de subirse a la rama a la que ya habíamos bautizado con el nombre de El Caballo. Nosotros que nos creíamos los dueños de aquella rama por el mero hecho de haberla encontrado en medio de los cafetales, decidimos poner un precio que no pasaba de los cinco centavos y que aquel que no los tenía bien podía  pagar en especies, es decir, tirando de la cuerda. Las ganancias las repartíamos por igual entre los miembros de los dos grupos del barrio y nos servían para comprarnos golosinas que incluían alguna paleta o los chocobananos, tan de modo entre los niños de aquellos años y todo iba sobre ruedas, pero un día se acercó uno de los leñadores que al ver a su hijo sentado sobre la rama, no se le ocurrió otra cosa que comenzar a tirar con todas sus fuerzas de la cuerda hasta que casi alcanzamos a tocar el suelo con los pies. Yo que estaba arriba y veía venir lo que pasaría, pues lo había visto en las películas de guerra de los romanos, supe que aquello se estaba convirtiendo en una catapulta y que de soltarla saldríamos disparados como proyectiles de la antigüedad. Por desgracia el padre de aquel niño, estaba tan animado que no quiso escuchar mis gritos y de pronto nos vimos todos por los aires sin saber donde iríamos a parar. Éramos una lluvia de niños gritando. La mayoría por suerte, fuimos a parar sobre unos arbustos de café vecinos que amortiguaron el golpe en tierra,  pero el que peor parado salió fue el hijo del leñador que nos había lanzado sin querer al infinito, pues el pequeño se rompió la clavícula, una pierna y la muñeca izquierda. Enfurecido, su padre desenvainó el machete y cortó la rama por el tronco. Nos alejamos tristes y adoloridos, y en mi caso además, afónico. Al poco tiempo de aquello mi padre se presentó una tarde montado en bicicleta y así comenzó otra etapa en mi vida. Para entonces ya sonaba Janis Joplin y Jimi Jendrix en el primer cafetín que abrieron en mi pueblo; me puse mis primeros pantalones campana y no dormí la noche en que me compré unos zapatos de plataforma, que coloqué al lado de mi almohada para quedarme dormido mientras los miraba y soñaba con poder bailar algún día como John Travolta.

Carlos Ernesto García

Poeta y escritor salvadoreño, corresponsal de prensa en España

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