La infancia no tiene precio |
En
el invierno de finales de los setenta, bajo un tremendo aguacero que ya
duraba varios días, llegamos a vivir a nuestra nueva casa. Esa tarde dejábamos
de ser los eternos inquilinos para convertirnos, gracias a un golpe de
suerte de mi padre en la lotería, en propietarios. La primera impresión
que tengo de aquel hogar tras saltar del camión en que transportábamos
los muebles, fue el del olor a tierra mojada que penetraba en cada una de
las habitaciones entonces vacías y recientemente pintadas. Así fue como
me enamoré para siempre de la lluvia. Un amor que por cierto,
jamás se ha roto. Desde
la ventana del salón-comedor, se apreciaba el verdor de los cafetales,
plantaciones de las que únicamente nos separaba una calle sin asfaltar y
por la que en épocas de lluvia y de temporales, corría un pequeño
riachuelo, que con el pasar de los días se iba convirtiendo en un vulgar
charco por el que dejaban de navegar mis maltrechos barquitos de papel. Al
poco tiempo, se hicieron presentes una serie de maquinarias pesadas que
comenzaron a talar árboles y a remover la tierra, hasta que un buen día
frente a mi casa, abrieron una calle que desembocaba a una planicie llena
de árboles caídos. Los niños del barrio, no tardamos en convertir aquel
espacio en escenario para nuestros juegos. El recuerdo del conflicto
armado contra Honduras, al que pronto nos acostumbramos a llamar la guerra
del fútbol estaba fresco en nuestras mentes infantiles, así que éste se
convirtió en recurso fácil para jugar entre nosotros. Por la popularidad
que le había dado su hazaña de entrar en burro a la zona enemiga y por
las leyendas que entonces corrían sobre él Coronel Medrano, todos queríamos
ser el Chele Medrano. Todos,
menos yo, que quería ser el popular sargento Chip Saunders (Vic Morrow)
de la serie Combate, que por cierto se convertiría en la más extensa de
la historia de la televisión. Así que por la noche tomaba nota y al día
siguiente decía que interpretaríamos de la primera temporada el capítulo
Los heridos ambulantes y otro día Anatomía de una patrulla o bien ya de
la quinta temporada de la serie La
capilla de Able-Cinco. Normalmente, solíamos armarnos de hondillas hechas
por nosotros mismos y que cargábamos, para el disparo, con granos verdes
de café. A quien hacíamos prisionero, de inmediato lo amarrábamos
abrazado a un árbol y le disparábamos sin piedad sobre su espalda con
nuestras hondas. Sólo se perdonaba a los menores de seis años, que
siempre eran los menos en número en cualquiera de los dos grupos. Todo
esto se terminó una tarde en que nos tomó por sorpresa la llegada del
verdadero enemigo, es decir, el de una pareja de la Guardia Nacional que
patrullaba casualmente por aquella zona. Como resulta que estaba prohibido
portar hondillas por una ley que desconocíamos, nos pusieron a todos
contra una pared y aquellos guardias se divirtieron disparando contra
nosotros los granos verdes de café. En esa ocasión no se salvaron ni los
más pequeños. Sentimos como, casi nos atravesaban la piel en cada
impacto y de nada servía llorar o arrodillarse y de esa manera tan cruel
nos disuadieron para siempre de terminar con nuestro juego. Pasaron varias semanas hasta que uno de los niños topó con un viejo árbol tumbado en el suelo y que tenía una gruesa rama que semejaba el cuello de un dinosaurio por el que se podía trepar hasta lo más alto. No tardamos en hacernos con una cuerda, la que de inmediato amarramos a la punta de la rama para comenzar a tirar de ella desde el suelo hasta conseguir que se balancease. Los dos grupos acordamos turnarnos, de modo que una vez uno tiraba de la cuerda mientras el otro en pleno, sentado sobre la rama como si de un caballo se tratase, era mecido durante un buen rato para luego cambiar los roles y pasar a tirar de la cuerda. En el pueblo no tardó en correr la voz de aquel hallazgo y pronto comenzaron a llegar, como en peregrinación, un nutrido grupo de niños y niñas con el ánimo de subirse a la rama a la que ya habíamos bautizado con el nombre de El Caballo. Nosotros que nos creíamos los dueños de aquella rama por el mero hecho de haberla encontrado en medio de los cafetales, decidimos poner un precio que no pasaba de los cinco centavos y que aquel que no los tenía bien podía pagar en especies, es decir, tirando de la cuerda. Las ganancias las repartíamos por igual entre los miembros de los dos grupos del barrio y nos servían para comprarnos golosinas que incluían alguna paleta o los chocobananos, tan de modo entre los niños de aquellos años y todo iba sobre ruedas, pero un día se acercó uno de los leñadores que al ver a su hijo sentado sobre la rama, no se le ocurrió otra cosa que comenzar a tirar con todas sus fuerzas de la cuerda hasta que casi alcanzamos a tocar el suelo con los pies. Yo que estaba arriba y veía venir lo que pasaría, pues lo había visto en las películas de guerra de los romanos, supe que aquello se estaba convirtiendo en una catapulta y que de soltarla saldríamos disparados como proyectiles de la antigüedad. Por desgracia el padre de aquel niño, estaba tan animado que no quiso escuchar mis gritos y de pronto nos vimos todos por los aires sin saber donde iríamos a parar. Éramos una lluvia de niños gritando. La mayoría por suerte, fuimos a parar sobre unos arbustos de café vecinos que amortiguaron el golpe en tierra, pero el que peor parado salió fue el hijo del leñador que nos había lanzado sin querer al infinito, pues el pequeño se rompió la clavícula, una pierna y la muñeca izquierda. Enfurecido, su padre desenvainó el machete y cortó la rama por el tronco. Nos alejamos tristes y adoloridos, y en mi caso además, afónico. Al poco tiempo de aquello mi padre se presentó una tarde montado en bicicleta y así comenzó otra etapa en mi vida. Para entonces ya sonaba Janis Joplin y Jimi Jendrix en el primer cafetín que abrieron en mi pueblo; me puse mis primeros pantalones campana y no dormí la noche en que me compré unos zapatos de plataforma, que coloqué al lado de mi almohada para quedarme dormido mientras los miraba y soñaba con poder bailar algún día como John Travolta. |
Carlos Ernesto García
Poeta y escritor salvadoreño, corresponsal de prensa en España
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