Estrategia

del libro “Caminando alrededor”

Mención en el Concurso de narrativa organizado por Ediciones de la Banda Oriental con colaboración de la empresa Olivetti

cuento de Elvio E. Gandolfo

Los días feriados o los domingos salía a la vereda y se entretenía con la corriente de automóviles nuevos y brillantes que desfilaba por la avenida. Cabeceaba, saludando, y a veces de una de las ventanillas se asomaba una cabeza y gritaba: “¡Adiós, don Lope! .

Al mediodía entraba a almorzar, haciendo un intervalo de media hora, que coincidía con una falta casi total de coches sobre la avenida.

Por lo general asaba unos pedazos de carne sobre una pequeña parrilla de alambres retorcidos que él mismo había construido el verano anterior.

Mientras masticaba pausadamente, deteniéndose a veces para tomar un trago de vino, se entretenía imaginando las clases de comida que estarían tragando en el resto del pueblo, las maneras de mascar de cada uno de los que lo saludaban por la mañana. Le hacía gracia sobre todo imaginar al hijo del intendente, con aquel tic incontrolable que le sacudía la mandíbula, desparramando a intervalos regulares una nube de migas o arroz o pastas sobre la mesa inmaculada. Se reía solo en el patio, rodeado por las tres paredes de adobe, y a veces, aún riéndose, perdía la mirada en el paisaje que enmarcaba el rectángulo del fondo, abierto al campo en el que se veían cada vez más construcciones y en el ángulo izquierdo, los autos o camiones lejanos que se deslizaban sobre la ruta, en el invierno nítidos y brillantes como pequeños escarabajos, y en el verano un poco borroneados por la emanación titilante del alquitrán.

Cuando terminaba, entraba a la piecita que hacía de cocina y dormitorio y sacaba la caldera de un gran cajón de madera que había junto a la cama. Salía al patio y la ponía sobre la parrilla. Mientras esperaba que el agua se calentara, caminaba hasta el alambrado, se apoyaba en uno de los postes, y se hundía en la contemplación de los autos y los camiones y los ómnibus, o, si era verano, en las trayectorias epilépticas de las mariposas, murmurando a medida que las reconocía “una lechera, un relojito, una reina amarilla... . El regocijo máximo era ver, sin que el bicho lo advirtiera, alguna lagartija o liebre que, despreciando el pellejo, se hubiera cruzado desde el otro lado de la ruta, donde sólo había campos interminables.

De pronto salía de la abstracción y se apartaba del alambre, con movimientos mínimos, que sin embargo concentraban una tensión desmedida a su alrededor, tan inmóvil había estado hasta entonces. Un par de niños acostumbraba jugar en el campito donde circulaban las mariposas: cuando veían esos movimientos comentaban que ahí estaba despertándose don Lope. A veces se acercaban al alambre y el viejo, sin moverse, los invitaba a comer algún pedazo de carne sobrante, o a tomar mate.

Luego de salir de su inmovilidad se acercaba a la parrilla, pasaba de largo, entraba a la pieza y sacaba del cajón de madera un paquete de yerba y un mate en forma de cuerno. Volvía a pasar junto a la parrilla y entraba al baño, donde estaba la única canilla de la casa. Allí lavaba parsimoniosamente el interior del cuerno, a veces haciendo visajes frente al pequeño espejo, o mirándose los dientes y las encías. Si hacía mucho calor se sacaba la camisa y se refrescaba un poco el cuerpo con agua. Levantaba la caldera, recogía de paso el banco de madera en el que se había sentado a comer, y abría la puerta que daba a la avenida. Entrecerrando los ojos ante el resplandor del sol, se sentaba con el cuerno en uña mano y la caldera junto a la alpargata, y se reclinaba contra la pared (volvió a dormirse don Lope, decían los niños si llegaban a verlo).

Cuando oía pasar dos o tres autos seguidos y veía que la sombra de la pared se había alargado, llegando casi hasta el borde de la calle, entraba, se ponía nuevamente la camisa, dejaba adentro el mate, la caldera y el banquito y volvía a salir. Se apoyaba en el mismo lugar, cabeceando a los conocidos.

Uno de sus entretenimientos era imaginar un gran choque, en el que el auto que pasaba en ese momento, por alguna causa indefinida (un defecto en la dirección, un reventón, o simplemente una explosión devastadora en el motor: no entendía mucho de mecánica), se atravesaba en la ruta y el resto, sin verlo, iba incrustándose lentamente, a la misma velocidad con que pasaban, en el montón de hierro, formando poco a poco una gran masa retorcida frente a su casa. No había odio en la idea, era como un chiste: se reía hacia adentro mientras seguía cabeceando.

Cuando anochecía entraba y salía poco después con el saco puesto, caminando con un lento balanceo, que le hacía demorar diez minutos para llegar al bar "Las dos estrellas". Allí era saludado por los parroquianos, y el dueño le servía una copita de caña, que engrosaba una cuenta religiosamente pagada a fin de cada mes. Se quedaba un rato, a jugar una partida por garbanzos, o por dinero si era principio de mes, y volvía a caminar con el mismo balanceo las cuadras de tierra hasta la casa.

Entraba al dormitorio y acomodaba el saco en una silla antigua que había junto a la cama. Salía al patio y colgaba la parrilla de un clavo. Alzaba la chapa con las cenizas grasientas e iba hasta el fondo, desparramándolas parejamente sobre las lechugas. Si era verano, se apoyaba en el poste del alambrado y se entretenía en mirar las luces de los coches, los camiones y los ómnibus sobre la ruta. A veces miraba el cielo durante cinco o diez minutos, fijamente.

Cuando se aburría, alzaba la chapa y volvía al patio. La ponía bajo la parrilla y entraba al dormitorio. Se desvestía lentamente, colocando el pantalón y la camisa sobre la silla en la que ya descansaba el saco. Luego iba hasta el roperito que había a la derecha de la cama y lo abría. Estaba repleto de revistas. Pilas desparejas que llegaban desde el piso al techo. Dudaba un momento y al fin sacaba algún Patoruzú, o algún Mundo Deportivo, de veinte años atrás. Se acostaba y los hojeaba cuidadosamente, deteniéndose a veces en algún chiste que le gustaba particularmente, o en alguna foto de Osvaldo Suárez, o Zatopek, o cualquier otro atleta de su época, cuando vivía su mujer y todos sus hijos estaban en la casa, coleccionando el Patoruzú, el Gráfico o el Mundo Deportivo.   

Cuando terminaba de leerla, o se cansaba, apagaba la luz y se dormía.

Como en verano dejaba la puerta abierta y en invierno la luz pasaba a través de los vidrios sin postigos, se despertaba temprano, casi siempre antes de que el sol asomase en el rectángulo del fondo.

Recogía la revista que había dejado caer al dormirse y la ubicaba en las pilas del ropero, bien abajo, cosa de volver a leerla mucho después, cuando ya hubiera olvidado los chistes y las fotos. Luego se ponía la camisa y el pantalón. Sacaba del cajón de madera un pequeño calentador de alcohol y cebaba unos mates antes de irse.

Caminaba con el lento balanceo las siete cuadras de avenida, hasta llegar al paredón que la cerraba. Allí doblaba hasta llegar a la plaza. La cruzaba saludando todas las manabas a las mismas dos o tres personas: el guardián, que en ese momento comenzaba a regar los canteros, y uno o dos tipos encorvados y hoscos aún por el sueño, que sonreían al verlo y le decían adiós.

Al llegar a la municipalidad, rodeaba el pulcro edificio de tejas hasta llegar a los fondos. Abría la pequeña casilla de madera que se recostaba contra el alambrado y sacaba un uniforme azul desteñido y una gorra de tela con visera negra. Lo hacía con calma, dejando correr la vista sobre los árboles cercanos y el cielo, límpido a esa hora. Luego sacaba el carrito de mano, que ya tenía adentro el escobillón y la pala.

Desde allí, la misma vereda de la municipalidad, comenzaba a barrer el pueblo, sin olvidar una sola calle. Al mediodía paraba un par de horas en la fonda ‘‘Las hermanas". Dejaba estacionado el carrito junto al cordón y entraba a almorzar. Podía hacerlo en su casa, pero nunca se le hubiera ocurrido: desde que había muerto su mujer, y sus hijos se habían ido a vivir en las ciudades, prefería comer acompañado por dos o tres personas, casi siempre las mismas. Como la fonda era uno de los dos únicos lugares donde se podía almorzar en el pueblo, a menudo se agregaba algún corredor o viajante, cuya conversación le resultaba tan entretenida como leer las revistas antes de dormirse. Cuando terminaba el postre se sentaba en uno de los sillones del vestíbulo y dormitaba una siesta corta. Cuando salía, empuñaba el carrito y se dirigía nuevamente a la municipalidad. Allí descargaba la basura recogida en un depósito de chapa que vaciaban una vez por semana. Luego se dedicaba a barrer, hasta cerca de las cinco de la tarde, las calles del barrio tras las vías. Allí las casas eran viejas, y la gente más amable. Solían pararse a conversar con él, sobre temas tan neutros y repetidos como el tiempo y las enfermedades. Al fin volvía al pulcro edificio de tejas, abandonaba el carrito, los implementos y el uniforme en la casilla de madera, y repetía el trayecto del amanecer con su lento balanceo.

A la mañana pasaba con el carrito frente a las puertas del banco. Era un edificio nuevo, construido por rigurosa necesidad, ya que el anterior, embestido por un ciclón, se había partido de arriba abajo, volviéndose inhabitable. En verano su recorrido coincidía con la hora en que el camión blindado descargaba las bolsas de dinero. A veces se detenía a mirar a los dos o tres uniformados y a uno de los cajeros del banco, que controlaba con una planilla, parado en mangas de camisa junto a la gruesa puerta blindada. Luego de saludarlos seguía barriendo, doblando hacia la plaza al llegar a la esquina.

Casi siempre seguía pensando en las bolsas de dinero durante dos o tres cuadras. Y su imaginación repetía siempre los mismos pasos: trataba de pensar fríamente que dentro de aquellas cinco o seis bolsas enormes había nada más que billetes, y luego trataba de calcular una suma, fijando distintos valores. “Si fueran billetes de mil, por ejemplo, comenzaba. Pero siempre terminaba abandonando la cuenta, confundido. Y a veces relacionaba las bolsas de billetes con las pilas de revistas viejas que llenaban el ropero. Después se olvidaba por completo del asunto, y seguía, rumbo a la fonda de las hermanas.

De vez en cuando lo visitaba alguno, de sus dos hijos. Uno de ellos prefería dormir en el hotel del centro. Cuando venía el otro corrían el ropero y sacaban de atrás un catre tijera medio apolillado, que ubicaban junto a la cama o si hacía mucho calor en el patio.

Al que vivía en el hotel la vida de don Lope le parecía aburrida, y algunas de las cosas que hacía, absurdas. Le proponía que se fuera a vivir con él a la ciudad, allí él y su mujer lo atenderían bien. También le sugería que se decidiera a quemar las revistas del ropero, en vez de poner la ropa sobre una silla y lo demás en el cajón de madera. Acostumbraba quedarse poco.

El otro estudiaba y todavía no se había casado. Se había ido hacía más de diez años, pero aún seguía a media carrera. Tanto él como el padre acostumbraban hablar del estudio como de algo eterno; algunos se dedicaban a pintar o a escribir toda la vida, él estudiaba. A la noche, una vez que comían un asado o volvían de la fonda, se quedaban horas conversando en voz baja, tanto que a veces don Lope casi unía el fin de la conversación con la salida hacia el municipio. Cuando volvía encontraba al hijo hojeando alguna de las revistas del ropero o parado en la puerta, esperándolo con el mate de cuerno en la mano, cruzado de brazos. Cuando más solía venir era en verano, a veces a quedarse una o dos semanas.

Su hijo partió a la madrugada, prometiéndole volver pronto. El viejo le había preparado un par de sandwiches. El viaje hasta la ciudad era largo. Se dieron un abrazo corto mientras el ómnibus frenaba. Don Lope vio cómo tomaba la curva para entrar en la ruta. Después comenzó a caminar por la avenida.

Estuvo barriendo las calles prolijamente. Cuando llegó al banco, estaban descargando las bolsas. Mientras se iba acercando, los tres uniformados y el cajero entraron a la fresca penumbra del banco. El camión blindado parecía abandonado sobre la vereda, con la puerta abierta y tres o cuatro bolsas apoyadas contra el cordón. La cuadra estaba perfectamente limpia y decidió seguir sin barrerla. Cuando pasó junto al camión alzó una de las bolsas y la metió en el carrito. Siguió caminando con lentitud. Cuando dobló hacia la plaza los uniformados y el cajero aún no habían salido.

Ahora no se ocupó en imaginar cuánto tendrían las bolsas. Se concentró en la que había en el carrito. No sabía por qué lo había hecho, pero lo divertía. Se iba riendo para adentro, hasta que llegó a la fonda. Antes de entrar removió un poco la basura con la pala, para que tapara la bolsa.

Mientras dormitaba en uno de los sillones, acunado por la voz grave y solemne de un viajante de comercio que conversaba con una de las hermanas, entró el comisario. Lo despertó y le preguntó si había visto algo raro al pasar por el banco a mediodía, si había alguien además de los uniformados y el cajero. Le contestó que no, que ni ellos estaban, que eso le había extrañado, porque era un peligro dejar toda esa plata en la calle. El comisario estuvo de acuerdo. Después lo miró fijo, lo saludó y se fue.

Antes de descargar la basura en el depósito de chapa, paró el carrito junto a la casilla de madera y metió la bolsa adentro, entre los picos y las palas. Barrió las calles del barrio viejo hasta las cinco.

Al otro día se vino con el bolso viejo y grande, con el que acostumbraba comprar carne y verduras. Barrió calles hasta el mediodía, descargó la basura, y a la tarde volvió a la casa con el bolso. Se hizo un asadito, desparramó las cenizas sobre las lechugas y leyó un Mundo Deportivo antes de apagar la luz.

Un mes más tarde caminó balanceándose hasta el bar “Las dos estrellas", con el bolso a cuestas. El comisario había venido a la casa dos o tres veces a hacerle una cantidad interminable de preguntas acerca del día en que había pasado por el banco y no había ni uniformados ni cajero al lado del camión blindado. Don Lope le cebaba un mate tras otro en el cuerno, mientras entrecerraba los ojos, como recordando, y volvía a repetir exactamente lo que había visto.

En el bar jugó dos partidas por doscientos pesos y ganó. Luego de tomar la copita de caña se levantó y saludó a los parroquianos. Algunos bromearon sobre el tamaño del bolso, como siempre que lo llevaba al bar.

Al salir tomó por el rumbo contrario al de la casa. Cortó camino por dos baldíos y al fin llegó a la laguna. Era chica, pero decían que sin fondo. Uno sólo podía bañarse en los bordes. Más que bañarse revolcarse en el barro, con el riesgo de clavarse un vidrio o cortarse con una lata, porque la gente de los alrededores descargaba basura en las orillas, confiando en la falta de fondo.

No había luna y el silencio era total. Don Lope sacó la bolsa, dejando el bolso vacío a un lado. La revoleó dos o tres veces sobre la cabeza y la soltó. El bulto describió un círculo y cayó en el centro de la laguna, levantando una pequeña columna de agua negra.

Cuando entró a la pieza estaba demasiado cansado como para leer. Apagó la luz sin abrir la puerta del ropero.

A las dos semanas vino el comisario. Don Lope lo notó nervioso. Además sabía que afuera estaba Lucio, un agente delgado y morocho, que siempre lo saludaba cuando pasaba barriendo frente a la comisaría. Cuando el comisario, devolviéndole el cuerno, empezó a tartamudear y dar vueltas, le dijo que si había venido a revisar él no tenía ningún problema; es más, la policía nunca le había registrado la casa; iba a ser algo interesante para contarle al hijo, cuando viniera, en la semana entrante. Hizo algunas bromas más, hasta que el comisario se sintió totalmente aliviado. Llamó a Lucio y dieron un vistazo general. Abrieron el ropero, intercambiando comentarios acerca de las revistas con don Lope. Todo les llevó menos de diez minutos, porque lo que había en la pieza era la cama, un par de sillas, el ropero, el cajón de madera y el catre tijera atrás del ropero. Después se asomaron al baño y dieron una vuelta por la quinta. Se movían con rapidez, sin ganas. Al fin le dijeron que estaba bien, era una simple formalidad para añadir al expediente. Don Lope comprendía perfectamente. Tomaron unos mates más y se fueron.

El domingo a la mañana se apoyó en la pared, cabeceando a los conocidos que se asomaban por las ventanillas de los coches y lo saludaban. Imaginó el choque y se rió para adentro. Al mediodía preparó la parrilla y se refrescó la cara. No hacía demasiado calor. El verano estaba terminando y sólo había una que otra mariposa volando en el campo encuadrado por el alambre del fondo. Los niños pasaron a unos veinte metros y lo saludaron con las manos en alto, mostrándole dos ranas gigantescas que habían cazado y que brillaban verdes al sol.

Se entretuvo imaginando la bolsa cayendo en el agua negra, y en cómo se habrían podrido los billetes después, lentamente, quizá mordisqueados por los peces. A lo mejor la laguna era realmente sin fondo, y la bolsa seguía cayendo, o iba a parar al mar, por más lejos que estuviera. De alguna manera la idea de todo ese dinero desperdiciado le hacía gracia. Se reía para adentro mientras hacía visajes frente al espejo del baño, lavando el cuerno para prepararse unos mates.

 

cuento de Elvio E. Gandolfo

del libro “Caminando alrededor”

Mención en el Concurso de narrativa organizado por Ediciones de la Banda Oriental con colaboración de la empresa Olivetti

 

Publicado, originalmente, en:  Jaque Revista Semanario - Montevideo, 29 de marzo al 12 de abril de 1985. Año II N° 68

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/6864

 

 

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                   Elvio E. Gandolfo en Letras Uruguay

 

 

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