Maldición silenciosa |
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Los vientos soplaron las nubes que cubrían mis campos donde las lluvias caían torrencialmente. Después el sol calentó la tierra mojada, los pastos brotaron en abundancia y mi vaca comió hasta hartarse. Ordeñé a la vaca por la mañana y por la tarde para vender la leche a mis vecinos. |
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No
habría de quedar una piedra sobre otra en tanto la policía federal no
hallara la carta que trajo el escultor y lo hizo actuar de ese modo. En
aquel documento estaría la clave del enigma; de no ser así, el pueblo no
hablaría tanto de él. Era fundamental que quedara bajo el cuidado de las
autoridades, o bien fuera quemado. En
verdad, la carta decía simplemente: “Fallecieron tus padres; eres el único
heredero de todas las tierras de la Chapada de Araripe y del Valle del
Cariri, que se extiende del Ceará a Pernambuco. Ven a asumir lo que es
tuyo, Señor del sertón. El Padre Cícero
será tu custodia”. Como
San Pablo había defraudado todos sus sueños, decidió volver. Marchó a
pie y mediante auto-stop. Pasó hambre y durmió al relente. Ya
en el sur de Pernambuco, lo acogió un camión con devotos que iban a
Juazeiro del Norte. El vehículo se caía a pedazos. Desde niños a
viejos, los pasajeros imbecilizados formaban una unidad monótona, sin
individualismo. Seres de facciones irritantes y sumisas cedían, entre
risas, el mejor lugar en los bancos improvisados, el pedazo más grande de
carne seca, de queso o rapadura, de frijoles y harina, aunque tenían
visibles caras de hambrientos. Reían, cantaban y rezaban con voz unísona
ante la vieja estatua de yeso del Padre Cícero. Alababan a su santidad,
como David a Dios, indiferentes hacia la iglesia que lo había privado de
los derechos sacerdotales o al hecho de que hubiera sido un guerrero.
Permanece aún el sustrato de los conocimientos que el Padre adquirió en
Psicología, Agronomía, Veterinaria, Astronomía, Medicina, Teología y
otras ciencias, y que aplicó con habilidad en favor de la masa desvalida
de nordestinos refugiados en Cariri en épocas de sequía, algo que lo
exaltaría a la condición de pionero en Acción Social en el Brasil,
antes aún que a la de sacerdote o santo. La voz del pueblo... En
el municipio de Exu fue recibido por políticos, hacendados y gente venida
de diversos puntos de la región. Comieron, bebieron y bailaron en
homenaje al heredero. Los
entendidos se transformaban en Rosa de los Vientos, prontos a indicar:
–En esa dirección sus tierras van hasta Araripina y tal vez crucen la
frontera del Piauí; aquí, van hasta Aurora, en el Ceará, pasando por
Crato, Barbalha, Missão Velha y Juazeiro
y allá se extienden hasta Piancó, en Paraiba–. Se sentía hijo de
Rudyard Kipling, sin condicionantes. –Usted
no necesita preocuparse –le aseguraban–; tenemos el mejor equipo de
jueces, abogados, escribanos, que ahora mismo cuidan del inventario; todo
está bajo control: las tierras y los rebaños bovino, equino, caprino, así
como las plantaciones. Él
asentía a las explicaciones, con movimientos de la cabeza. Pero nada
anticipó y en vano la multitud esperó por un pronunciamiento, orden o
pedido suyo; el asombrado Señor del Sertón era sólo oídos. Estúpido,
eso de no pronunciar una palabra. Cansancio, concluían prefectos,
diputados, concejales, delegados, párrocos, hacendados, mientras se
retiraban uno a uno con sus séquitos. Es astuto, decían con aire
confidencial. La sabiduría nordestina afilada en las piedras del Sur;
cuando se afirme en la situación va a ser peor que el padre. Semeja un
matorral de caatinga *; seco parece muerto, pero basta un chubasco para
mostrar que está vivo. En
el porche de la Casa Grande, el hombre se sentó en la hamaca y se quedó
puntuando el horizonte. Detuvo la mirada sobre una piedra de dos metros y
medio de altura por uno y medio de diámetro, apoyada solitaria a unos
quinientos metros de la casa, en medio del campo. Un obelisco en medio de
la naturaleza... Aprendió a contemplarla. Ella y él, los dos solos. ¿Sería
que ella también lo admiraba o lo veía, por lo menos? ¿Milagro?
¿Hechicería? ¿Locura? Sin obtener respuesta, veía a los pasajeros del
camión aproximarse a la piedra: cantaban, sonreían, rezaban; aplastaban
la miseria mediante aquella fraternidad inexplicable. Él se yergue para
ir a su encuentro. Abrazarlos, agradecer las migajas que repartieron,
pedir el nombre y dirección de cada uno, ya que no lo había hecho al
saltar del vehículo. No
puede moverse. Más
fantástico aún que la aparición de los promesantes y peregrinos
fue constatar que la piedra era
transparente y que en su interior estaba el Padre Cícero, no ya como
aquella estatua de yeso sino en persona. Una persona normal, saludable,
alegre. Se siente confuso. El miedo anula la conciencia, preanuncia la
locura. El corazón reacciona: los ojos que ven el interior de la piedra
son los ojos de tu alma. Así
como los peregrinos aparecieron, desaparecieron. Sin embargo, la visión
del interior de la piedra persistió. No dependía de ningún esfuerzo
especial. Durante el día, o en la noche, la contemplaba y veía la imagen
en su interior: luminosa, nítida, definida, como si estuviera viva. Los
visitantes que iban a verlo regresaron decepcionados. Hablaban sin tregua,
le contaban de la intimidad que compartieron con el padre y la madre, de
la libertad de que disfrutaron en la Casa Grande, en las haciendas. Del
apoyo recibido durante las elecciones. De la recompensa advenida del
ejercicio del mandato, cuando los intereses del clan fueron defendidos de
modo incondicional al librarlos de impuestos, al disponer providencias
para la escrituración de las tierras desocupadas
y movilizarse para que los litigios fueran favorables, removiendo a
funcionarios desagradables. La respuesta era siempre la misma: el
silencio. Como máximo, un arquear admirado de cejas, una sonrisa
enfadada. Nadie
se decidía a volver a visitarlo. En los mercados callejeros
se le acercaba el capataz. Los informes eran siempre iguales: el
hombre no hace nada. No ordena. No pide. No pregunta. Se pasa la vida en
la contemplación del terreno. Pero no está enfermo. Come
bien. Duerme bien. Un
día ordenó: –Hagan un techo sobre esa piedra–. Y se mudó debajo. No
satisfecho, instruyó: –Quiero cuatro paredes de albañilería cubiertas
con tejas, con una puerta del tamaño de la piedra. Compren
tajaderas, mazas, martillos, lijas. Se
enclaustró. Sólo se oían los martillazos. Cuando salía para contemplar
el sol o la luna era un ser desconocido. Pelo largo.
Barbudo.
Transpirado y cubierto de polvo. Estaba
consciente de que llevaría años remover el exceso de aquella piedra
hasta descubrir la imagen. ¡Cómo le gustaría tener los nombres y
direcciones de los peregrinos del camión! Sin duda, ellos sabrían ver y
admirar su trabajo, entender a la piedra y al hombre, que ahora eran dos
seres de reinos diferentes. Habían sido un espejismo, ahora lo sabía,
pero fueron ellos los que le mostraron el interior de la piedra, al que se
aproximaba a cada martillazo. No había manera de errar:
una línea incandescente trazaba la frontera entre lo que era piedra y lo
que era imagen. El Padre le
expresaba su complacencia con la labor. Y rubricaba: –Lo que se hace con
amor no es trabajo, es placer–. Moisés no prestaba atención a Miguel
Ángel pero el Padre Cícero, aun inacabado, ya le hablaba. Debería
guardar el máximo cuidado para no magullarlo porque, al hallarse vivo,
tal vez tuviera carne, músculos, huesos, sangre. Así, cuando rozara los
límites debería ser meticuloso al descubrir la piel, donde hubiera piel,
o la tela donde hubiera ropas. Si ningún otro ser humano veía esa
figura, como la ven sus ojos, es porque el hombre no sabe ver el interior
de las cosas. Él mismo duda, a veces, de que hayan sido sus pupilas las
que descubrieron la imagen. Fueron las de su otro-yo, que le permitieron
avistar más allá de sí, más allá de la piedra. Él englobaba toda esa
realidad en una palabra: Amor. Solamente el amor cristalizado es capaz de
concentrar todos los sentidos humanos en una sola dirección, y así dar
al hombre la sensación de libertad plena. A cada martillazo vivificaba la
imagen, y ésta objetivaba su propia vida. La una era la otra. La
historia de la carta, del escultor y de la imagen se esparció por el Sertón.
Surgieron leyendas que intentaban justificar la actitud del heredero, de
abandonar la riqueza para hacer una estatua. De todas partes llegaban
curiosos, pero ninguno lograba ver la imagen. Sólo veían al escultor en
sus rápidas apariciones. Hablaba al pueblo. –En
la piedra tallo al ser humano para que pueda asistir al arribo, a la
tierra, de la luz de la última estrella que nazca en el cielo. Sólo la
piedra posee la disciplina que la torna capaz de atravesar los milenios
manteniendo su forma. Cada uno de ustedes debe procurar hallar la piedra
en el propio corazón, y dentro de ella la luz. Para lograrlo
es necesario tener obstinación. Sólo las criaturas obstinadas
ven el interior de las cosas y se aprestan a buscarlo, develarlo,
materializarlo. –Esto
puede parecer utopía, locura, imbecilidad. Nunca se lo ve como una manera
de convivir con el universo. Mucho más fácil es criar ganado, cosechar
cultivos, engrosar la cuenta bancaria. Ése es un camino directo. Pero el
verdadero camino tiene desvíos, veredas, atajos, y se bifurca para que la
conciencia del hombre defina su propio rumbo. Es el hombre quien abre su
propio camino a cada paso, con cada acción, con cada idea. Su
fama creció, y cada vez venía más gente desde las vecindades y también
desde muy lejos, para verlo y oírlo. Él salía, daba vueltas al predio
entre la multitud, y ya junto a los pilares de la puerta profería un
mensaje y se encerraba. Cierto
día exclamó: “Lo que les digo no es lo que yo digo, sino lo que
ustedes oyen. Lo que les muestro no es lo que yo muestro, sino lo que
ustedes ven”. Entró, y dejó la puerta abierta. El
pueblo vio la imagen Era el Padre Cícero. Se discutió: –¡No es una
estatua, es él en persona! –Lo vieron ponerse en movimiento. Sonreír,
saludar. Levantar el cayado, andar, mientras el viento hacía ondear su
sotana. Aquella
multitud aumentaba cada día, oraba, cantaba, rogaba por gracias, mientras
formulaba promesas y aguardaba a que la puerta quedara entreabierta para
espiar la imagen. La
obra despertó la atención, tanto del pueblo que la consagraba como
manifestación divina, como de artistas y entendidos que expresaban
opiniones unánimes comparándola con las obras del período helénico, de
Donatello o Da Vinci. Un ángel. Un genio. Él
advertía: –Los zalameros, con la misma facilidad con que pueden hacerse
escaleritas en la subida, se transforman en toboganes en las
bajadas. Antes
incluso de que la obra estuviera concluida, un niño que estaba entre la
multitud subió al pedestal y tocó la imagen. Ante los ojos asombrados de
todos, la afección de vitiligo que le cubría porciones de las manos,
rostro, piernas y cuello, curó y la piel recobró instantáneamente la
melanina. –¡Milagro!
¡Milagro! ¡Milagro! Llantos,
cánticos, oraciones se multiplicaron en aquella multitud, que así
reinventó una verdadera Babel. De
allí en adelante los ciegos recuperaron la visión, los parapléjicos
volvieron a caminar, los rebaños fueron salvados de la sed y del hambre,
los cultivos duplicaron su producción. Con
todo, un problema empezó a manifestarse: Exu pasó a disputar con
Juazeiro la atención de los que buscan resolver los problemas terrestres
por la fe, y a través del mismo ídolo. Las
autoridades ofrecieron al escultor toda suerte de beneficios para llevar
su obra a la tierra del Padre Cícero. Dispondría de las instalaciones
que quisiera. Podría cobrar entrada, con exención de impuestos. Él
se rehusó a todo. Concluida
la obra, la inquietud era grande en todo el sertón. Al llegar el dos de
noviembre, cuando cien mil peregrinos visitan Juazeiro, los cearenses que
estaban en la frontera, en especial comerciantes y alcaldes, se
asombraron: más de la mitad de los peregrinos se dirigió a Exu. Gobiernos,
empresarios, alcaldes, economistas, no hallaban una solución al
inconveniente. Acudieron al escultor, cuya respuesta fue breve: –El
problema no es de la estatua. Es de los hombres. La
iglesia intentó interferir. El interregno de la brutalidad sangrienta
contra las prácticas místicas ejecutada en nombre de Dios por la
Inquisición, no le permitía ahora confiscar así nomás una estatua de
la que se decía que era milagrosa. El obispo concluyó: –No nos consta
que el escultor sea católico. Debe seguir el camino de la
Sinistra Manus –y dio por concluido el asunto. La
policía comenzó a controlar de modo sutil el lugar, y no permitió el
ingreso a los viajeros. Cuando
no quedaba nadie más por los alrededores, se estacionaron allí un camión
y otros dos vehículos que transportaban agentes fuertemente armados,
quienes anunciaron: –Vamos a llevarnos la imagen–. Izada por una grúa,
fue colocada en el camión y amarrada. Dominado
por completo, el escultor presenciaba la escena sin pronunciar palabra. Al
dar la orden de partida a la caravana, riendo ante la figura frágil y
esquelética del escultor, los policías le recomendaron. –Ve a criar tu
ganado, muchacho, que es mucho más lucrativo–, y lo liberaron en medio
del patio. La
tormenta de polvo era muy intensa, y casi nadie percibió al bulto humano
que corría tras ellos, salvo por el hecho de que aquella nube sofocante
aparecía dividida en dos corrientes. Al
verlo, continuaron con sus burlas, en la certeza de que él jamás
alcanzaría al camión, tanto por la velocidad como por la distancia a la
que se encontraba. Lo
alcanzó. En
una cuesta se agarró de la carrocería y se colgó de ella
con la mano izquierda. Como era difícil impulsar el cuerpo
hacia arriba, extrajo del bolsillo un cortaplumas con el que empezó a
cortar el cabo que aferraba a la estatua; una acción casi maquinal,
debido a la velocidad impresa al vehículo y a la polvareda levantada.
Resistía, buscando en su espíritu la satisfacción que sintió al
seccionar la estatua del último tramo de la piedra. La cuerda es lo que
amarra la oscuridad a la luz. Fue consciente de que, partida aquella, todo
sería o bien tinieblas o bien claridad.
En
la cima de la otra ladera, se produjo el estruendo. Fue
como si un gran terraplén cayera sierra abajo. El ruido fue oído a kilómetros
de distancia. El vehículo que venía detrás se desvió y cayó fuera del
carril, los dos de adelante se detuvieron para verificar lo ocurrido. Asentada
la polvareda, policías y decenas de curiosos que ya se habían reunido
allí por el estrépito, no entendían ni daban crédito a lo que sucedía
ante sus propios ojos: escultor y escultura fragmentados por completo,
como si hubieran sido molidos en una máquina de triturar, cubrían todo
aquel tramo de la carretera. Debidamente
informados, tanto el Ministerio de Justicia como los gobiernos estaduales
y municipales cuidaron que la prensa no informara nada. Más aún, se
ordenó que la carta fuera localizada a cualquier costo y que todo lo demás
fuera olvidado. Del escultor y de la escultura nadie habló más en el Sertón. Tampoco se sabe si la carta fue hallada. Sólo que la ciudad de Exu no pudo ser sumida por completo en el olvido: sus principales familias se eliminan entre sí a lo largo de las décadas, como quien cumple una maldición silenciosa. |
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