Nietzsche, entre la filosofía y la literatura

Ensayo de Evelyn Galiazo

Universidad de Buenos Aires

Cabría deducir que no hay ciencias en Tlon —ni siquiera razonamientos. La paradójica verdad es que existen, en casi innumerable número. Con las filosofías acontece lo que acontece con los sustantivos en el hemisferio boreal. El hecho de que toda filosofía sea de antemano un juego dialéctico, una Philosophie des Als Ob, ha contribuido a multiplicarlas. Abundan los sistemas increíbles, pero de arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los metafísicos de Tlon no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Saben que un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos (Borges Obras 1 467).

Borges consideraba que la metafísica era una rama de la literatura fantástica.[1] Y Lange —a quien Nietzsche leía— acuña la etiqueta de “poesía conceptual” para caracterizar, en su Historia del materialismo, ciertos sistemas metafísicos. Para quienes rechazan las esencias en favor de los reflejos, las máscaras y los simulacros, la literatura constituye una apuesta estratégica. Íntimamente relacionada con las formas de intervención características del arte y la literatura, la ontología que Nietzsche desarrolla recibe de distintos autores el nombre de “metafísica ficcional”.

El “ficcionalismo” nietzscheano —como lo llama Vaihinger en un viejo libro al que podría estar haciendo referencia Borges[2]—, descubre en la falsedad, es decir, en la ficcionalidad, la verdadera condición de la existencia. La función vital de las ilusiones se desprende del carácter meramente hipotético de todo conocimiento, supuesto del que surge el concepto de “ficción útil”. También puede explicarse partiendo de la noción de voluntad de poder, esa fuerza hermenéutica que se afirma imponiendo una interpretación sobre otras. La voluntad de poder es voluntad de ilusión porque, para Nietzsche, una cosa no es más que la fuerza que se apodera de ella en un campo de tensiones múltiples, y porque los sentidos de un fenómeno son las fuerzas que luchan para conseguirlo (Deleuze Niets%che 10-14). La trama filológica de ese tejido de interpretaciones que llamamos “mundo” es otro de los principios de su filosofía. Particular en su género, la metafísica nietzscheana no pretende el acceso al “en cuanto tal” sino que se presenta como una ontología del “como si” (des Als Oh), asumiendo que sus propias concepciones son —como todas, ese es el punto-necesariamente inventadas, y tan imaginarias como las de cualquier relato literario.

Suele considerarse que las distintas posiciones asumidas ante el debate “filosofía o literatura” obedecen a diferentes concepciones del vínculo entre el lenguaje y el mundo, estando en disputa la capacidad de “abrir mundo” de una y otra disciplina (Thiebaut “Filosofía” 81-ss). Las páginas siguientes recorren, entonces, dos posibles caminos que conducen de Nietzsche a la literatura desde la perspectiva de la crítica a la metafísica tradicional -crítica que, como sabemos, se sitúa en el terreno del lenguaje. Vuelto hacia el pasado, el primero intenta pensar, a partir de la lectura que Nietzsche hace de la antigüedad, el modo en que su pensamiento exige una práctica y una concepción del estilo que extiende los presupuestos de la llamada “escritura literaria” a toda escritura.

De cara hacia el porvenir de Nietzsche, el segundo camino explora el nuevo y complejo horizonte de sentido que “el filósofo intempestivo” contribuyó a configurar, poniendo de relieve que la concepción nietzscheana de lenguaje no sólo produjo transformaciones al interior de las distintas disciplinas que acusaron su impacto, sino también en la redistribución de los saberes y de sus mutuas relaciones, provocando un cuestionamiento de su jerarquía y del orden de subordinación que los organizaba antes del “giro lingüístico”.

Por último, y a modo de coda, el trayecto final destaca las consecuencias de lo anterior: la reorganización crítica de las prácticas y conocimientos inducida por Nietzsche sacude otros privilegios, como el del “querer decir”, y hace vacilar otros límites, como el que, en función de la relación de los distintos vivientes con la lengua, separa de una sola vez la simple posesión de la simple carencia. Especialmente en torno a esta cuestión la ontología del “como si” se solapa con la literatura: ambas pierden su nombre y su especificidad para ensayar, en conjunto, nuevas formas de comprender esa vida múltiple y proliferante que se agita y revuelve porque no cabe en las viejas formas racionalizadas.

1. Sobre el estilo o “cómo el mundo verdadero acabó convirtiéndose en una fábula”

Mi filosofía es un platonismo invertido (ungedrehter Platonismus): cuanto más lejos se está del ente verdadero (wahrhaft Seienden), tanto más pura, bella y mejor es la vida. La vida en la apariencia como meta (Nietzsche Fragmentos postumos 185; KSA 7, 7 [156]).[3]

La filosofía pretendió siempre demostrar verdades universales, no dejarse seducir por máscaras brillantes. Según una conocida anécdota, luego de conocer a Sócrates, Platón quemó las tragedias que había compuesto sobre Aquiles y dedicó sus obras posteriores a escribir con el rigor filosófico que le inculcó su maestro. Es decir, a separar y distinguir la verdad de la mentira, la esencia de la mera apariencia, el modelo de las copias: todas las oposiciones que la literatura desconoce, confunde, o se niega a respetar. Los manuales sostienen que Platón expulsó a los poetas de la polis porque aprendió de Sócrates que el peligroso poder de la ficción amenaza los fundamentos más sólidos de la ciudad ideal. La justicia que debía reinar en ella es incompatible con quienes corrompen el pensamiento con fantasmagorías y hacen del engaño su profesión.

En “Le Philosophe et la Muse”, Giorgio Agamben comenta la anécdota para ensayar otra hipótesis: tal vez, simplemente, Platón era un mal poeta. Años más tarde vuelve sobre el tema en “Creación y salvación”, el primero de los textos que componen Desnudez “Las biografías antiguas narran que Platón era, en el origen, un poeta trágico que, mientras se dirigía al teatro para hacer representar allí su trilogía, escuchó la voz de Sócrates y quemó sus tragedias” (Agamben Desnudez 11). La cita corresponde al final del apartado 5 pero la intención de Agamben termina de comprenderse en el apartado siguiente, cuando señala que “en el momento en que el problema de la separación entre poesía y filosofía aflora por vez primera con fuerza en la conciencia, Holderlin evoca la filosofía, en una carta a Neuffer, como ‘un hospital en el que el poeta desafortunado puede refugiarse con honores’” (Desnudez 12).

Nietzsche jamás necesitó una de esas clínicas. Su dominio de la pluma es incuestionable, sobre todo para quienes lo leen en alemán. Como Stefan George que, en los últimos versos del ferviente poema que le dedica, afirma que Nietzsche “debería haber cantado y no hablado”, ya que tuvo en realidad más alma de poeta que de filósofo (George 1969).[4] El mismo Nietzsche, consciente de su talento y de su vuelo poético, no dejó de jactarse, con la modestia que lo caracteriza: “Tomar un libro mío en las manos es una de las distinciones más singulares que alguien puede otorgarse, —presumo incluso que se quitará los guantes” (Obras completas IV EH 809). “Conozco en cierta medida mis prerrogativas como escritor; en determinadas oportunidades he podido constatar hasta qué punto el habituarse a mis escritos ‘echa a perder’ el gusto. Simplemente, ya no se soportan otros libros, los que menos, los filosóficos” (EH 812).

Incluso si su soberbia no estuviera justificada en lo que a la calidad respecta, al menos es indiscutible en cuanto a la cantidad. No por las dimensiones de su obra sino por lo que el propio Nietzsche describe —acertadamente, aunque quizás con cierto grado de exageración— como “el más variado arte del estilo del que hombre alguno ha dispuesto nunca” (EH 812). Su despliegue de registros estilísticos evidencia también el modo en que disuelve las distinciones genéricas clásicas. Esas fronteras dejan de sostenerse cuando vacilan la forma y la finalidad de aquello mismo que separan. ¿Dónde ubicar El nacimiento de la tragedia, que se ajusta a las convenciones formales del tratado erudito sólo para demostrar las limitaciones del discurso de la erudición? ¿Cómo catalogar la compleja estructura narrativa de su Zaratustra? ¿Es evangélico, épico o ditirámbico? Definitivamente participa de estos géneros pero no pertenece ni exclusiva ni completamente a ninguno de ellos, ya que de todos se sirve y a todos traiciona, desatendiendo un número importante de sus pautas. ¿De qué manera y a través de qué estrategia de lectura unificar las nueve disímiles secciones de Más allá del hieny del mal? ¿Cómo etiquetar un volumen cuya libertad de metamorfosis permite pasar de la argumentación extensa y detallada a la brevedad y la velocidad de la sentencia? Ninguna clasificación satisface la singularidad de los textos nietzscheanos, que se deslizan siempre por sobre los límites, entre el monólogo autobiográfico y el panfleto polemizante, entre la lírica y la poesía epigramática, entre el tratado filológico y el aforismo, para nombrar sólo algunas de sus cornisas favoritas.

La cuestión preocupa a la mayoría de sus intérpretes, en la medida en que comprenden que el pensamiento de Nietzsche —y según este pensamiento, el de cualquier autor— es indiscernible de su escritura: “Mejorar el estilo —significa: mejorar el pensamiento —¡y nada más!” —sostiene en un póstumo de 1883 (Fragmentos III 279; KSA 12, 1 [176]). Para Alexander Nehamas, antes que interrogarse por el género de una obra determinada o por el estilo de un fragmento particular, urge indagar la razón por la cual cambia de género con tanta frecuencia, no sólo de una obra a la otra sino también al interior de una misma obra, quebrando la isotopía estilística de lo que estaba escribiendo. Intentar descubrir por qué prefirió para cada obra un género y un registro en lugar de otros, así como determinar las implicancias filosóficas de esta elección, es algo que carece de interés si no nos preguntamos primero cuál es la función que el pluralismo mismo desempeña en el pensamiento de un autor que afirma: “pedir un único modo de expresión es absurdo” (Fragmentos IV 561; KSA 13, 14 [122]). Nehamas sostiene que la diversificación estilística se desprende del perspectivismo, que responde a la aspiración de escribir presentando las propias ideas como lo que son: no verdades fácticas sino meras interpretaciones (36 y ss).

También Derrida, en Espolones. Los estilos de Nietzsche, subraya que así como “interpretación” se dice siempre en plural, si hay estilo, si podemos hablar de la existencia de algo como el estilo, entonces habrá, necesariamente, más de uno (Derrida Espolones 93). Para Barthes, el estilo es “un lenguaje autárquico que se hunde en la mitología personal y secreta del autor”, “la «cosa» del escritor, su esplendor y su prisión, su soledad”. Frente a la lengua, de carácter social, el estilo es “la parte privada” del ritual de la escritura, “el término de una metamorfosis ciega y obstinada, salida de un infralenguaje que se elabora en el límite de la carne y el mundo” (Barthes El grado cero 18-19). La impronta nietzscheana es clara en esta definición de Barthes. El grado cero de la escritura reescribe los comentarios de Ecce Homo en los que el estilo, por su cualidad distintiva y en tanto fórmula para describirse a sí mismo, ensambla y articula los textos de Nietzsche con su firma (Gauger “Nietzsche’s Stil” 339 y ss). El estilo es precisamente aquello que diferencia a un autor de otro, un uso particular de los signos, una forma específica de ejercer el discurso que permite reponer un nombre propio al leer un escrito. Por ejemplo, cualquier lector que haya tenido contacto la textualidad derridiana asociaría el análisis propuesto en Espolones con su nombre —o el de alguno de sus epígonos— aún sin saber que efectivamente él lo ha escrito. Lo que Derrida busca destacar es que, si el estilo es un modo único e intransferible de marcar la lengua, para identificar el estilo de un autor debemos poder distinguirlo del de otros autores y, en el fondo, no existe nada sustancial más allá de las diferencias entre los textos, sean de distintos autores o de uno solo. Son estas diferencias las que hacen del estilo algo siempre múltiple. En otra de las caracterizaciones que hace Nietzsche, lo define como la expresión mediante signos de un estado interno, de una tensión del pathos. Y agrega: “teniendo en cuenta que la multiplicidad de estados interiores es en mí extraordinaria, hay en mí muchas posibilidades de estilo” (Obras completas I EH 813).

Además del carácter plural del estilo, el título del ensayo —Espolones— hace referencia a otra dimensión más agresiva de la escritura nietzscheana, y en general, de toda escritura: su “potencia apotropaica”. Derrida piensa, a partir de Nietzsche, la relación entre estilo y estilete, arma defensiva que se anticipa a la amenaza, daga punzante que se protege por adelantado para después sustraerse dejando una marca (Derrida 28). ¿Por qué por adelantado? Como es habitual, Derrida procede trabajando con la materialidad de la lengua. En primer lugar, advierte la homonimia entre la palabra alemana “Spur1”, que significa “traza, estela, indicio, marca”, y tres términos que significan “espolón” en distintas lenguas: “spur” en inglés, “sporo” en alto alemán y “spor” en gaélico. (De la misma raíz que “espolón”, el término español “espuela” también hace evidente el vínculo entre “marca” y “herida”, entre la sangre y la letra). Para Derrida se trata, en última instancia, de la palabra “palabra” o de la escritura —el rastro o la huella— que avanza rasgando la superficie adversa. Como el espolón de un velero, suerte de punta de lanza frente a las aguas que oponen resistencia.

La fascinante coincidencia idiomática entre los términos no es simple casualidad sino el resultado de una necesidad histórica y semántica que trasciende las lenguas u opera de una lengua a otra. No son palabras distintas, en inglés o alemán “puf es “la misma palabra” (28), una palabra que en Les Mots anglais —cita Derrida— Mallarmé relaciona con “spurrí”: “desprecio” o “rechazo”. ¿Qué es lo que repelen los estilos de Nietzsche, replegándose en retirada? ¿Salen al encuentro de qué forma, para rechazarla y mantenerla a distancia? Derrida responde: de la forma “aterradora, ciega y mortal (de lo) que se presenta”, es decir, de “la presencia y por consiguiente, el contenido, la cosa misma, el sentido, la verdad” (28). Según Nietzsche: “Buen estilo en sí —unapura idiotez, mero «idealismo», algo similar a «lo bello en sí», a lo «bueno en sí», a la «cosa en sí»” (Obras completas IVEH 813).

El problema del estilo es, en definitiva, el problema del arte como remedio contra la esencia y la verdad. Nietzsche comprendió desde muy joven el horror platónico y su alergia a los poetas precisamente porque compartía con el ex poeta reformado la concepción del arte como mímesis phantastiké, irresponsable o perversa creación de reflejos fantasmáticos. Pero lejos de condenarlo, celebra su capacidad falsificante y su poder subversivo, su potencial para producir ilusiones o engaños. Por eso, a principios de los años ’70 y antes de haber publicado nada, ya concibe su proyecto filosófico como una “inversión del platonismo”. ¿El objetivo? “La vida en la apariencia como meta”. El fragmento citado en el epígrafe contiene los mismos términos empleados por Platón para expulsar a los poetas de la República pero en una ecuación distinta que cambia por completo el resultado. Si el “mundo verdadero” —esa creación magistral del arte platónico—, una vez desenmascarado, terminó convirtiéndose en una fábula, lo que queda ya no puede seguir llamándose “mundo aparente” (Nietzsche CI 634-635). “Verdadero” y “aparente” pasan a ser sólo cartas que cambian de contenido de acuerdo con quién las baraje, cartas de un juego en el que no tiene sentido tratar de distinguir lo auténtico de lo falso, el modelo de las copias, la realidad de los simulacros. “Shakespeare es todo mímica (Mimus), todo naturaleza (Natur)”, había escrito tan sólo una página antes de referirse a la necesidad de invertir el platonismo (Obras I 184; KSA 7, 7 [151]). ¿De qué lado del partido quedan entonces los textos nietzscheanos? Nehamas, para quien “Nietzsche es el más literato de los filósofos” (45), señala que uno de los pocos rasgos constantes en toda la obra de Nietzsche, desde El nacimiento de la tragedia hasta Ecce Homo, es el movimiento retórico de la exageración. La hipérbole, tropo que permite sugerir más de lo que puede ser dicho con justa medida, es la menos rigurosa y erudita de las figuras. Para Nehamas, la escritura de Nietzsche es indefectiblemente hiperbólica, y lo es a pesar del descrédito que implica explotar un recurso tan estigmatizado por su falta de seriedad. La continua y quizás excesiva recurrencia al exceso hiperbólico —“a veces hasta el punto de incurrir en la payasada”, arriesga Nehamas (42)—, son consecuentes con otra pretensión característica de Nietzsche: la de distinguirse, a través del método empleado, de los demás filósofos.

A pesar de esta firme voluntad de diferencia se considera a sí mismo filósofo y en su correspondencia —otro género más del que abusa— no deja de manifestar el miedo de que se lo confunda con un literato. En una carta de 1883 dirigida a su hermana dice:

“Nadie se imagina el peso de la tarea con la que tengo que cargar; y si alguien cree que pueda tratarse de un trabajo literario, p. ej., el terminar mi Zaratustra, casi me da náuseas y me entran ganas de reír o de vomitar —tanto me «repugna» todo oficio literario; ¡y la idea de que al final se me cuente incluso entre los escritores!, es una de esas cosas que me estremecen” (Nietzsche Correspondencia IV 416-417).

No obstante, también emplea con frecuencia el término “literatura” para referirse a sus escritos, además de medirse con otros homines litterati. Por ejemplo, en la carta que el año siguiente le escribe a Rodhe se compara con Goethe y reconoce: “He seguido siendo poeta hasta el límite extremo de este concepto, a pesar de haberme tiranizado a mí mismo a conciencia con todo lo opuesto a la poesía” (2012 438. En rigor, no es posible situar a Nietzsche ni totalmente dentro de la literatura ni totalmente fuera de ella, y lo mismo puede decirse con respecto a la filosofía: la potencia polimórfica de su escritura evade siempre con nuevas máscaras toda tentativa de pronunciarse a favor de una de las dos opciones y encasillar a Nietzsche como representante de una práctica o de la otra. Sin embargo, esta monstruosa capacidad de transformación lo aleja más de los procedimientos especulativos universalmente admitidos por la filosofía y de sus técnicas tradicionales de investigación, que de ese espacio, híbrido y proteiforme, para el que nunca encontramos otro nombre mejor que el de “literatura”.

En cierta ocasión Derrida sostuvo con énfasis no sólo que “la literatura es la cosa más interesante del mundo” sino incluso que “tal vez [sea] más interesante que el mundo” (Derrida 1989, 47). Ante la cita, Elizabeth Muylaert se pregunta cuál es la relación entre el mundo y la literatura y cómo entender el interés que ella despierta en Derrida. Para la autora, sólo se puede responder a estas cuestiones a través de un tal vez que no se refiere a una duda, una reticencia o incluso una especulación —como el tal vez que implica que las cosas pueden ser así como son o aparecen en el mundo, o tal vez sean de otro modo. Por lo contrario, el tal vez en el que piensa Muylaert supone que no hay nada concreto que justifique el mundo porque no se puede afirmar una esencia, un fundamento, una causa primera que explique la razón de que el mundo sea tal como se dispone ante nosotros y nos envuelve (Muylaert, 10 y ss). El tal vez del que habla se refiere menos a una cautelosa aproximación a lo real y más a una apertura de otros mundos posibles; menos al aparecer de algo supuestamente concreto y efectivo, y más a la promesa de que todo, siempre, podría ser de otro modo. ¿Pero qué tiene que ver esto con la literatura, esa extraña institución capaz de decir cualquier cosa (Derrida “This Strange Institution” 38)? En ella, la fuerza del tal vez podría, tal vez, ser reencontrada en toda su potencia: el derecho garantizado a decirlo todo sin ningún fundamento que legitime tal libertad es, antes que una insinuación de falta de cohesión o de irresponsabilidad, la energía de una práctica que se funda a sí misma a partir y a través de una fuerza, a la vez, estabilizadora y desestabilizadora. Como las cosas del mundo, cuya estabilidad comprende siempre la fuerza desestabilizadora de un tal vez Para Derrida, la literatura encarna exactamente este aspecto doble y paradójico: si tiene como principio inalienable el derecho, y por lo tanto la libertad, de decirlo todo, este principio se refiere no sólo a una exigencia de creación, sino también a la intolerancia incondicional de cualquier tipo de auto-confirmación y auto-preservación. De modo que la propia autonomía de la pregunta de la tradición metafísica, la autoridad de la pregunta “¿qué es?” —siempre en busca de una esencia— es sacudida por la literatura. Ya que en la pregunta “¿qué es la literatura?”, toda la atención se desvía del objeto, es decir, de la literatura, que al principio parecería deber justificarse ante un requisito epistemológico, estético o ético-político, para poner en cuestión la legitimidad de la propia cuestión “¿qué es?”. Porque su fuerza desestabilizadora — que constituye su libertad, por principio, irrestricta e inalienable— provoca un desplazamiento de lo que busca descubrir la pregunta “¿qué es?”. En adelante no se tratará más de intentar darle una respuesta sino de indagar la estructura de un tal vez que se anticipa y posibilita la pregunta, poniendo en juego una serie de elementos, como sus condiciones y estrategias discursivas, el lugar desde el que se hace la pregunta y quién la formula, etc. Cuestiones cruciales que Nietzsche saca a la luz justamente en su Historia de la literatura griega, cuando analiza el término “literatura”. “‘Literatura’ es una palabra peligrosa y encierra un prejuicio” —dice la primera línea del texto (Obras II HLG 591). Peligro y prejuicio aluden, ambos, al olvido del contexto en el que la palabra se usa. La Historia de la literatura griega comienza con la explicación de aquello que los griegos entendían por literatura —a qué le atribuían el estatuto de “texto literario”, cuáles eran sus condiciones de funcionamiento y circulación, y cuál la posición de sus “autores” -en el campo discursivo— porque, aunque el concepto parezca transparente, en realidad no puede comprenderse o resulta engañoso si estas nociones, que han variado decisivamente con el trascurso de los siglos, no se explicitan.

Muylaert no apunta, sin embargo, a los peligros involucrados en el uso ingenuo de la palabra “literatura”, sino que analiza la voluntad de poder que se agazapa en ella intentando adscribirle a la literatura una esencia. Como si la literatura fuese algo estable sobre lo cual otro lenguaje, custodio del sentido, pudiera articular un saber y decir su verdad. Como si otro discurso pudiera asumir con legitimidad la posición en la que se ubica Sócrates cuando se dirige a Ion para explicarle, con irónica pedagogía, que no sabe lo que sabe ni es dueño de su saber. Nada puede decirse de la literatura en cuanto tal. No hay saber posible acerca de un discurso que se inscribe o se escribe entre lo posible, lo imposible y lo ficticio. “Su posibilidad [.] reside en esa zona residual, fronteriza de los discursos y las instituciones, en la que los sentidos trastabillan y van hacia otra parte indeterminada” (Panesi “La caja” 323). Como continua reconfiguración de los sentidos, este umbral es por naturaleza refractario al saber. Pero sea lo que sea y se la entienda como se la entienda, su estructura hipotética refuta los postulados de la sustancia. Y su libertad de decirlo todo incide directamente en el proceso de formación de cualquier otro discurso que, encubriendo la fuerza del tal vez que lo precede, reivindique para sí una autoridad sobre aquello a lo que se refiere. La literatura no intenta disolver la referencia en un deseo alucinante, autista y desmedido de producir relatos; busca revocar, en cambio, el pretendido dominio y la verdad inquebrantable de toda estructura referencial.

Otra modalidad del tal vez muylaertiano aparece, por ejemplo, en Más allá del bien y del mal, cuando Nietzsche identifica una serie de prejuicios idiosincráticos en los que incurren siempre los metafísicos. Uno de los más importantes afirma la existencia de un mundo suprasensible para explicar el origen del ser o la “cosa en sí”, que a su entender no podrían provenir de nuestro mundo efímero, esa tentadora y engañosa confusión de ilusión y deseo (Obras IV 297). Como si una cosa no pudiera gestarse en su contraria. O como si la apariencia y el engaño no pudieran tener un valor mucho más elevado y fundamental para la vida que la verdad (298). La lógica que subyace a estos “como si” nietzscheanos no presenta hechos efectivos sino meras hipótesis en las que no se cree ni se deja de creer. ¿Pudiera ser que lo alto se engendrara en lo bajo? ¿Es posible que la falsedad o la ficcionalidad sean para la vida más esenciales que lo verdadero? La respuesta a estas preguntas jamás es categórica. La respuesta es en todos los casos quizás (Vielleicht). Son “tales peligrosos «quizás»” (gefáhrlichen Vielleicht) los que se afirman. A través de ellos Nietzsche anuncia y se incluye en un nuevo género de filósofos de gustos y tendencias opuestos a los de sus predecesores: “filósofos del peligroso «quizás» en todos los sentidos del término”. Filósofos del porvenir (BM 298).

2. Sobre el lenguaje o “cómo hacer cosas con palabras”

Se necesitan golpes de suerte y todo tipo de imprevistos para que un hombre superior, en cuyo interior descansa la solución de un problema, entre en acción en el momento propicio —«a estallar» (“%um Ausbrnch’), podríamos decir. De ordinario eso no ocurre, y en todos los rincones de la tierra están sentados los que esperan, que apenas saben hasta qué punto esperan, pero menos aún que esperan en balde (Nietzsche Obras IV BM 427).

¡Di tu palabra y estalla! (Sprich dein Wort und zerbrich!) (Z 161, traducción modificada.)

Según Foucault, cuando la crisis epistemológica de fines del siglo XVIII condujo a la búsqueda de lo representado fuera de la representación, se advirtió que la capacidad de hablar es una “representación no representable”, dejando en evidencia el carácter trascendental del lenguaje. En la lengua, la representación “se presenta como una metafísica [...] que jamás será evadida ella misma, que sería planteada en un dogmatismo inadvertido y que jamás haría salir a plena luz la cuestión de su derecho” (Foucault 238).

Nietzsche resultó ser quién finalmente sacó a la luz la cuestión de tal derecho, marcando las pautas de la reflexión filosófica del siglo XX. Si, efectivamente, “el filólogo Nietzsche [fue] el primero en acercar la tarea filosófica a una reflexión radical sobre el lenguaje”, Foucault fue uno de los primeros en advertirlo (297). Pero no el único. En la misma época en la que Foucault escribía Las palabras y las cosas, Arthur Danto sostenía que Nietzsche es, en el tratamiento del problema del lenguaje, un predecesor incuestionable de la filosofía analítica (Danto 84). En una dirección o en otra, la revelación de que estamos dominados y transidos por el lenguaje rectificó el itinerario de las investigaciones, que abandonaron el rumbo incierto de los contenidos mentales para dirigirse hacia la realidad histórica y contundente de la lengua.

Formulada tempranamente, en la época en que ejerció como profesor de filología clásica en la Universidad de Basilea, la concepción nietzscheana del lenguaje afecta en forma radical y definitiva su manera de entender la filosofía. Aunque luego abandone el vocabulario y los elementos de análisis de la retórica que emplea en sus primeras reflexiones, las críticas al lenguaje metafísico que aparecen en obras posteriores remiten a las investigaciones de este período. Nietzsche escribe Sobre verdady mentira en sentido extramoral —el ensayo de 1873 en el que desarrolla los principios básicos de su teoría del signo— luego de estudiar a una serie de autores con el objeto de preparar un curso sobre retórica que dictó durante 1872.[5] Entre sus lecturas se encuentra Die Sprache als Kunst [El lenguaje como arte], donde el lingüista y filósofo Gustav Gerber presenta una tesis acerca de la naturaleza metafórica del lenguaje destacando la necesidad de olvidar esta naturaleza para poder usarlo en la comunicación e identificando el impulso artístico y la convención social como factores determinantes de su origen. Las ideas de Gerber impactan de manera decisiva en el joven profesor,[6] que confirma viejas intuiciones gnoseológicas sobre el indispensable papel de la metáfora en la formación de los conceptos, creados por “transposición” —Übertragung, término tomado de Gerber—: translación o traducción del dato sensible en imagen, primero, y de imagen en concepto, después. En lo sucesivo, Nietzsche insistirá, siguiendo a Gerber, en que ninguna figura retórica es ornamental, como si el significado originario fuera ocasionalmente a buscar cosméticos al salón de belleza, pero pudiera, en otras oportunidades, mostrarse desnudo y sin ningún maquillaje. Los tropos no son un fenómeno lingüístico periférico y secundario, sino, al contrario, la “esencia” misma del lenguaje:

No es difícil probar con la luz clara del entendimiento, que lo que se llama «retórico», como medio de un arte consciente, había sido activo como medio de un arte inconsciente en el lenguaje y en su desarrollo, e incluso que la retórica es un perfeccionamiento de los artificios presentes ya en el lenguaje. No hay ninguna «naturalidad» no retórica del lenguaje a la que se pueda apelar: el lenguaje mismo es el resultado de artes puramente retóricas (Nietzsche Obras IIDRA 831).

La inherente metaforicidad del lenguaje es una de las claves del minucioso proceso de desacralización que Nietzsche lleva a cabo con la metafísica occidental. Una tradición a la que califica en su totalidad de “platonismo” por la fe que ha profesado siempre en el valor de los conceptos. El platonismo como rótulo general de la filosofía niega y oculta la “originariedad de lo secundario” —para decirlo en términos derrideanos—. Nietzsche piensa en abierta oposición a esta tradición que, confundiendo lenguaje con ontología, identifica realidad con gramática. No sólo pretende poner la metafísica bajo la órbita del lenguaje sino —en un mismo y único movimiento— también cuestionar su capacidad representativa. A eso apunta cuando en el Crepúsculo reniega: “La ‘razón’ en el lenguaje: ¡oh, qué vieja hembra engañadora!” (Obras IV633). Lo central de su crítica a la epistemología tradicional se decanta de esta rabiosa refutación del poder explicativo que la filosofía le adjudica al lenguaje racional. Como invención humana biológicamente determinada, la lengua no es un sistema de relaciones adecuadas entre objetos representados y conceptos que los aprehenden y designan, sino un repertorio de signos arbitrarios y convencionales. En el proceso de transferencia —que comienza con la percepción— intervienen medios de representación disímiles, que operan con materiales de distinta índole. Según Zaratustra, entre la sensación y la imagen que la traduce, y entre la imagen y el concepto que la representa “no gira la rueda del motivo” (Obras IV 91). El lenguaje significa sustituyendo, no denota sino que connota. Y dado que sólo tenemos contacto con la lengua, “niebla cegadora dispuesta sobre los ojos y los sentidos” (Obras I SVM 619), la conciencia pierde todo acceso a cualquier realidad extralingüística. Ver es interpretar, es decir, deformar e inventar.

La crítica tiene, además, una dimensión política. Nietzsche escribe contra la sintaxis lógica que, intercambiando lo primero y lo último, fagocita las diferencias en favor de la identidad. Al reinvertir la relación de causalidad entre la hoja como arquetipo, modelo de todas las copias —“último humo de realidad que se evapora” (Obras IV CI 632)— y las hojas concretas y distintas, vuelve a conferirle a las singularidades su arrebatada jerarquía: “La filosofía de Nietzsche no se comprende mientras no se tenga en cuenta su esencial pluralismo. Y a decir verdad, el pluralismo (también llamado empirismo) y la filosofía son la misma cosa: [.] (la) única garantía de libertad” (Deleuze Nietszche 11).

Este retrato de la verdadera naturaleza —o la naturaleza no verdadera— del lenguaje no se agota en la mera denuncia, sino que —como ocurre siempre en Nietzsche— el aspecto crítico coexiste con el elemento creador, vinculado, en este caso, al proyecto de una filosofía futura. Lejos de acomodar sus ideas en los moldes estrechos y rígidos de los conceptos esclerosados, los filósofos del porvenir —los del peligroso quizás— deben desarrollar esa potencia innata de crear artísticamente (Kunsttrieb) que moviliza la voluntad de poder, fuerza que hace del querer una creación de sentidos y valores. Mientras permanezca entregada al lenguaje heredado, la filosofía no tiene otra posibilidad que continuar siendo metafísica, es decir, eso que comienza cuando la candente fluidez con la que brota la fantasía primordial se solidifica en bloque. ¿Pero qué otro paradigma podría rescatar el discurso filosófico de la coacción que ejercen las estructuras lingüísticas y del olvido del mundo primitivo de metáforas? ¿Qué alternativa sería capaz de lograr que las mismas palabras de la metafísica —las únicas palabras con las que contamos— intervengan rechazando la disolución de lo concreto e inmediato en la mediación general y el camuflaje del devenir con el disfraz del ser?

Nietzsche tenía plena conciencia de que el lenguaje, como cualquier cuerpo vivo, no deja de evolucionar jamás y de que tiene un carácter doble o ambivalente (Djurik 43 y ss). Remedio y veneno, es el régimen disciplinado que fija los límites pero también la rebelión que los infringe. Si el lenguaje fue creado para simplificar lo caótico de la naturaleza y poner orden en el mundo, eso que llamamos “literatura” busca exactamente lo contrario: traducir lo complejo y contradictorio en lugar de lo simple y lógico. Ante la certidumbre de que las palabras están “petrificadas” o “fosilizadas”, la escritura debe intentar que la ardiente oleada primordial de imágenes se libere de las formas enajenadas y vuelva a acurrucarse en la mirada creadora de los signos. Para los filósofos conservadores, servidores de las definiciones estereotipadas, escribir se parece a encontrar algo que previamente uno mismo había ocultado detrás de un matorral (Obras I SVM 624).[7]  Hacer literatura implica, por lo contrario, explorar lo desconocido, aventurarse en los dominios de lo incierto y de lo impredecible. Al recuperar, mediante “inauditas concatenaciones conceptuales” (SVM 629), algo de su energía indómita, las palabras se alejan de la convención para volverse salvajes y plásticas. Y con ello reconquistan su poder mimético: no porque sean copia fiel de las formas naturales, sino porque proceden como lo hace la naturaleza, creando sobre la base de una cosa dada otra enteramente distinta. “Mímesis” no significa réplica inerte de las formas creadas sino transposición de los procesos creativos, desenvolvimiento de las virtualidades operativas de laphysis, creación a la manera de.[8] La diferencia es abismal porque lo último lleva el sello positivo de la transfiguración creadora y lo primero, la etiqueta devaluadora de la desfiguración:

La imitación se contrapone al conocimiento en el sentido de que el conocimiento justamente no trata de hacer valer una transposición, sino que quiere fijar la impresión sin metáfora y sin consecuencias. Con tal motivo la impresión se petrifica: primero atrapada y limitada por los conceptos, luego muerta y desollada y, como concepto, momificada y conservada. Sin embargo, no hay expresiones ‘propias’ ni conocimiento propio sin metáforas. Pero la ilusión subsiste [...]. Las metáforas más comunes, las usuales, valen ahora como verdades y como medida de las más extrañas. [... ] Conocer no es más que trabajar con las metáforas preferidas, por consiguiente, una imitación ya no percibida como imitación (Nietzsche Fragmentos I 371, KSA 7, 19 [228]).

Las líneas de fuerza de la reflexión se desplazan, entonces, hacia los procesos creativos o artísticos. Nietzsche encuentra en ellos la clave tanto de la significación como de la actividad filosófica. En este sentido, Sobre verdady mentira puede leerse como un “cuento filosófico” en el que el intelecto, cansado de la indigencia en la que vivió todo el tiempo por sostener “el castillo de naipes de la metafísica”, deja de pretender ser lo que no es, se reconoce como maestro de la ficción, y hace de ese castillo un juguete. Ágil, exuberante y temerario, “arroja las metáforas sin orden ni concierto”, aparea los conceptos más extraños y separa a los que eran vecinos, “los destroza, los confunde, los recompone irónicamente”, transformando en poderosa plenitud lo que antes era impotencia (Obras I SVM 628-629). Es por eso que las viejas palabras dejan de respetar el sistema de castas y de grados, de jerarquías y subordinaciones, leyes y privilegios determinados por las abstracciones en su “país de los esquemas espectrales” (SVM 629). Irresponsables y livianas, “trastornan —como dice Foucault— todas las superficies ordenadas y todos los planos que ajustan la abundancia de los seres, provocando una larga inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y lo Otro” (Foucault 1). En “El idioma analítico de John Wilkins”, Borges se refiere a cierta enciclopedia china que construye una serie entre animales que pertenecen al emperador, embalsamados, amaestrados, lechones, sirenas, animales que se agitan como locos, innumerables, dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, perros sueltos, otros que de lejos parecen moscas y algunos más (Borges Obras II 91). Esta reunión fantástica sólo puede congregarse, según Foucault, “en la voz inmaterial que pronuncia su enumeración” o “en la página que la transcribe” (Foucault 2).[9] Al permitir esta coexistencia fabulosa, el lenguaje —mesa de vivisección que yuxtapone el paraguas y la máquina de coser— tiene a su disposición la posibilidad de pervertir el ordenamiento lógico de los seres. En un sentido similar, Paul de Man afirma que aquello que Nietzsche denomina “lenguaje” es el medio en el cual se realiza el juego de inversiones y sustituciones de la metafísica, operaciones que Nietzsche considera, según de Man, “acontecimientos lingüísticos” (de Man 131). En el lenguaje se halla la potencia de intervención capaz de alterar el estatus prioritario de los polos que el mismo lenguaje instaura.

De Man destaca que los argumentos de Nietzsche contra las categorías rectoras de la metafísica (identidad, causalidad, sustancia, sujeto, etc.) deconstruyen los discursos que los han hipostasiado y otorgado autoridad empleando hipálagues, quiasmos, metalepsis, metáforas, metonimias, y otras tantas figuras. Por lo tanto, es legítimo afirmar “que la clave de la crítica nietzscheana a la metafísica [.] radica [.] en la literatura como el lenguaje que de modo más explícito se funda en la retórica” (de Man 132). Sin embargo, para el autor, la posición de Nietzsche frente a la literatura es ambigua, ya que supone tanto su glorificación como su denuncia. De Man se pregunta qué ocurre cuando un texto no escapa de aquello que delata. Sobre verdad y mentira define la mentira como el “uso de las designaciones válidas, las palabras, para hacer que lo irreal parezca real” (Nietzsche Obras I SVM 610). El mentiroso “dice, por ejemplo, yo soy rico, cuando la designación correcta para su estado sería justamente «pobre». Abusa de las convenciones consolidadas efectuando cambios arbitrarios e incluso invirtiendo los nombres” (SVM 610-611). De Man señala, entonces, que la idea de inversión o el intercambio de propiedades mantiene en Nietzsche una relación constitutiva con la idea de error (De Man 132). Por lo tanto, si la metafísica llama “verdad” a lo que es mentira, invirtiendo los atributos como cualquier mentiroso, bastaría una nueva inversión para poner las cosas en su lugar. Pero, aunque Nietzsche asocia la verdad con sus verdaderas propiedades —con la falta de correspondencia, con la ausencia de lazo referencial, es decir, con la mentira— el cambio de predicado no restituye la verdadera verdad. La desmitificación de la falsa verdad no conduce a ninguna verdad ontológica o literal porque es parte de un texto incapaz de evitar el engaño retórico que constituye la naturaleza de todo discurso y de todo lenguaje. “Un nuevo ‘giro’ o tropo añadido a una serie de inversiones anteriores no detendrá el giro en su tendencia hacia el error” (de Man 136). En consecuencia, “la filosofía se convierte [.] en una reflexión interminable sobre su propia destrucción en manos de la literatura” (138). Sobre verdad y mentira es, según de Man, una alegoría filosófica de sabiduría autodestructiva, cuya autodestrucción

“se desplaza infinitamente en una serie de inversiones retóricas sucesivas que, por la repetición interminable de la misma figura, se mantiene en suspenso entre la verdad y la muerte de esta verdad. Una amenaza de destrucción inmediata, que se afirma a sí misma como figura del discurso, se torna así la repetición permanente de esta amenaza” (De Man 139).

En el capítulo siguiente, de Man llega a conclusiones similares analizando otra serie de oposiciones que Nietzsche emplea para deconstruir los conceptos metafísicos, como la oposición entre “conocer” y “actuar”, antecedente de la oposición entre lenguaje constatativo y lenguaje performativo. Nietzsche señala una superstición corriente derivada de la forma mentis del conocimiento. Por un lado, conocer es una función transitiva, denominativa y constatativa que presupone la existencia de entes cognoscibles a través de sus propiedades. Por otro, la continuidad entre los sujetos y sus predicados se establece gramaticalmente a través de la predicación (Obras IV BM 307-308). Por lo tanto, conocer no es, como se suele creer, corroborar algo o constatar un enunciado que puede ser verificado o falsado, sencillamente porque el enunciado, lejos de reflejar un hecho del mundo es un acto de habla. Según de Man, Nietzsche comprende el conocimiento como un proceso verbal metafórico basado en la sustitución de un modo de referencia semiótico por un modo de referencia sustancial; conocer es un acto de habla ejecutado como imperativo con el fin de crear un concepto de realidad práctico, es decir, comprensible y manejable. El principio de no contradicción, fundamento último de todos los axiomas lógicos, prueba que una imposibilidad humana —en este caso, la de afirmar y negar algo en el mismo sentido y al mismo tiempo— es tomada sin ningún rigor como causa suficiente de su necesidad lógica. Sin embargo, el principio no demuestra que dos predicados opuestos no pueden ser atribuidos a un mismo sujeto, impone que no deben.

Los pasajes donde Nietzsche insiste en que “no hay ningún «ser» detrás del hacer, del actuar, del llegar a ser; «el autor» [«der Tháter»] es algo que simplemente se añade [hinzugedichtet] al hacer, el hacer lo es todo” (GM 475) corroborarían la incuestionable hipóstasis de la acción como horizonte de todo ser (de Man, 151). De Man se apoya en el participio “hinzugedichtet”, cuya traducción literal es “poéticamente añadido”, para subrayar el carácter lingüístico de la acción, concebida —según el adjetivo que lo acompaña—, en estrecha relación con actos de lectura, escritura e interpretación. En este esquema, la verdad, en tanto “ficción útil”, ya no se opone a la falsedad sino a la realización:enfrentada al conocimiento, la acción es la realidad:

En Nietzsche, la crítica a la metafísica puede ser descrita como la deconstrucción de la ilusión de que el lenguaje de la verdad (episteme) podía ser reemplazado por el lenguaje de la persuasión (doxa). Aquello que parece conducir a una prioridad establecida entre del setzen (afirmar) sobre el erkennen (conocer), del lenguaje como acción sobre el lenguaje como verdad nunca alcanza del todo su objetivo. [.] La episteme [.] tampoco ha sido eliminada de manera definitiva. La diferencia entre lenguaje constatativo y lenguaje performativo (que anticipa Nietzsche) es indecidible; la deconstrucción que conduce de un modelo al otro es irreversible, pero siempre queda en suspenso, sin que importe con cuánta frecuencia se la repita (De Man 154).

Para de Man, el problema es, una vez más, que todos estos escritos revelan la falacia de la referencia de un modo que es necesariamente referencial. La amenaza nietzscheana permanece indecidible, nunca se consuma o queda siempre en suspenso porque no conduce de la ceguera hacia la lucidez. Sin embargo, la desmitificación del saber del lenguaje a través del lenguaje concluye, como la paradoja del mentiroso, en un callejón sin salida, sólo si pretende, desde una perspectiva superadora, escapar de la falacia. En un póstumo de 1873 leemos: “Sin la no-verdad no hay ni sociedad ni cultura. El conflicto trágico. Todo lo bueno y bello depende del engaño: la verdad mata —más aún, se mata a sí misma (en cuanto reconoce que su fundamento es el error)—.” (Fragmentos I 488; KSA 7, 29 [7]). Esta sentencia juega con el término “verdad” como si fuera una casilla vacía. La verdad se desplaza de un lado a otro de la sintaxis con distintos sentidos que se confunden. Pero una cosa es la verdad letal y otra la verdad suicida. La última es la que Nietzsche destruye, aquella cuyo antropomorfismo y cuyo sustrato desnuda; la primera es el devenir, ese caos con el que no podemos tener contacto directo, eso que de por sí emerge como inaprensible y que por compulsión biológica mediatizamos y ordenamos para poder vivir. La verdad que mata exige la verdad que se mata a sí misma.

La autodestrucción del saber no ilumina con pesimismo la imposibilidad de la referencia, sino que celebra las múltiples e incluso contradictorias posibilidades de la ficción. En este aspecto, Nietzsche tal vez sea más categórico que Gerber, ya que llega a sostener que, aunque fuera posible escapar a la aporía entre forma y contenido, o entre lenguaje objetivo y retórica, tal ascetismo no sería en absoluto deseable. “¡Nuestra salvación no está en el conocer, sino en el creañ Nuestra grandeza está en la apariencia suprema, en la emoción más noble” (373, KSA 7 19 [125]).

De ahí que la denuncia nietzscheana no busque superar la sujeción al lenguaje sino liberarnos de un lenguaje específico que se impone de forma violenta y coercitiva blandiendo las credenciales de la necesidad. No hay necesidad, hay pura simulación, y cada máscara es tan contingente como cualquier otra. La posibilidad de liberarse aparece no cuando se dejan caer las máscaras sino cuando se multiplican. A esto apunta Derrida cuando identifica la deconstrucción con un gesto doble: doble acción o doble escritura son la condición para intervenir en el campo de fuerzas de la metafísica (Derrida Posiciones 67). Si el discurso filosófico oculta la doble naturaleza del lenguaje, si su operación consiste en obliterar uno de los aspectos de esa duplicidad irreductible, simulando la existencia de un único sentido, frente a él la estrategia también debe ser doble. Este doble juego o apariencia de apariencia es la simulación: la respuesta al intelecto, ese maestro del fingir que se contenta con la apariencia de las cosas, es fingir que se finge. Lejos de mantener en suspenso sus amenazas, la escritura doble, “desdoblada” o “multiplicada por sí misma” es transformadora porque, al desplazar los conceptos de la metafísica y reinscribirlos en otras cadenas que los enfrentan con sus presupuestos, produce configuraciones nuevas (44).

Es preciso recordar, en este punto, que la concepción nietzscheana de lenguaje es inseparable de su ontología, es decir, del principio que afirma: “no hay hechos, sólo interpretaciones” (Fragmentos IV 222; KSA 12, 7 [60]). Una ontología del “como si” no sólo niega la posibilidad de formular juicios verdaderos o verdades efectivas, sino que también defiende la codependencia entre el devenir y una noción acontecimental de la lengua, una lengua que no puede ser instrumentalizada de forma consciente. Para decirlo con palabras de Wittgenstein, “lo que se expresa en el lenguaje nosotros no podemos expresarlo mediante él”. O mejor, parafraseándolo: “el lenguaje es performativo pero lo que acontece en el lenguaje nosotros no podemos producirlo mediante él”. Por lo mismo, tampoco podemos clasificar a la escritura que finge fingir ni como filosófica ni como literaria. No es posible porque ella perturba los criterios que determinan esa clasificación. De modo paradójico, todo lenguaje auténticamente performativo desarticula la oposición entre constatativo y performativo que sostenía el régimen anterior. Podría decirse que en parte por eso Deleuze describe la escritura de Nietzsche como la tentativa salvaje de una absoluta descodificación (1993). Según Deleuze, la apuesta y la aventura nietzscheanas consisten en no reemplazar intensidades por representaciones. Las intensidades no remiten ni a los significados (representaciones de cosas), ni a los significantes (representaciones de palabras). Su naturaleza misteriosa se vincula a los nombres propios, colectivos o individuales: los presocráticos, el Anticristo y El crucificado, Julio César, Borgia, Dionisos, Zaratustra y Ariadna. Estos nombres que circulan y retornan en los textos de Nietzsche no son ni significantes ni significados sino designaciones de intensidad. Una intensidad que se desplaza y se inscribe sobre un cuerpo u otro: el cuerpo de la Tierra, el del libro o el del mismo Nietzsche, que en enero de 1889 le escribe, eufórico, a Jacob Burckhardt: “yo soy todos y cada uno de los nombres de la historia” (Obras IV 377).

El nombre propio es la máscara de un operador y la intensidad, una energía que se desplaza sin tregua, despertando la necesidad de establecer con el o lo otro una relación atópica: ni legal, ni contractual, ni institucional. El único equivalente que Deleuze encuentra para este tipo de relación es la fórmula metafórica del “embarcarse con” en un movimiento de deriva:

Estar embarcado: una especie de balsa de Medusa, caen bombas alrededor, la balsa deriva hacia helados arroyos subterráneos, o bien hacia ríos tórridos, el Orinoco, el Amazonas, todos reman juntos, quienes no tienen prohibido amarse, quienes se combaten, quienes se devoran. Remar juntos es compartir, compartir alguna cosa, fuera de toda ley, de todo contrato, de toda institución (Deleuze “Nietzche” 8).

Para Jorge Panesi, al margen de su institucionalización y de su mercado, lo único que puede predicarse acerca de ese objeto ausente, siempre retirado y vuelto a postular, que llamamos “literatura”, es el entusiasmo que despierta: “La literatura es ese secreto individual que se nos revela, desvaneciéndose, en el entusiasmo. El entusiasmo es una de las pocas cosas verdaderamente compartibles” (Panesi Críticas 260).

Encontramos en Nietzsche la audacia de un pensamiento que, como la literatura, no le teme a firmar ficciones teóricas en nombre de un saber sin coartadas. Tal vez sea esa la causa del entusiasmo innegable que anima su obra. O tal vez haya que buscarla en el vértigo de su escritura.

Una escritura dispuesta a compartir intensidades sin discriminar entre quienes se aman, quienes se combaten y quienes se devoran, es una escritura decidida a estallar.

3. Coda: Una serie de relevos en la estela de Nietzsche

Quizá habría que ver el primer esfuerzo por lograr este desarraigo de la antropología, al que sin duda está consagrado el pensamiento contemporáneo, en la experiencia de Nietzsche: a través de una crítica filológica, a través de cierta forma de biologismo, Nietzsche encontró de nuevo el punto en el que Dios y el hombre se pertenecen uno a otro, en el que la muerte del segundo es sinónimo de la desaparición del primero y en el que la promesa del superhombre significa primero y antes que nada la inminencia de la muerte del hombre (Foucault 332).

Detectar que el análisis vitriólico de los conceptos excluye para siempre el derecho de pensar, a la vez, el ser del lenguaje y el ser del hombre, fue otro hallazgo de Las palabras y las cosas. Del diagnóstico nietzscheano del lenguaje y de la determinación biológica conferida al impulso de crear metáforas, Foucault decanta la muerte del hombre. Observado desde una perspectiva histórica, el hombre es una novedad, el resultado de un cambio en las disposiciones fundamentales del saber del siglo XVIII. Como invención reciente revela la arqueología de nuestro pensamiento y permite anticipar su próximo fin (Foucault 375). Sobre verdad y mentira escenifica ese fin a través de lo que podríamos llamar una ucronía. Fábula dentro de la fábula, el pequeño relato narra la historia de un planeta perdido en el universo inconmensurable, la Tierra, apta para la vida durante un breve tiempo, en el que ciertos animales inteligentes “inventaron” el conocimiento:

Fue el minuto más arrogante y mentiroso de la “historia universal” pero, a fin de cuentas, fue sólo un minuto. Después de que la naturaleza respirara unas pocas veces, el astro se heló y los animales astutos tuvieron que perecer. Podría inventarse, una fábula como ésta y, sin embargo, no se habría ilustrado suficientemente cuán lamentable, cuán sombría y caduca, cuán inútil y arbitraria es la presencia del intelecto humano en la naturaleza; hubo eternidades en las que no existió y cuando de nuevo desaparezca, no habrá sucedido nada. Pues ese intelecto no tiene misión alguna fuera de la vida humana. Es algo humano y sólo su poseedor y progenitor lo toma tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero si pudiéramos comunicamos con un mosquito descubriríamos que él también navega por el aire poseído de ese pathos sintiéndose el centro volante de este mundo (Nietzsche Obras I SVM 609).

La moraleja de la fábula condensa la insignificancia del animal cognitivo en el cosmos, su condición efímera y su pobreza para enfrentar el mundo —el intelecto es sólo el recurso de los más débiles, agrega en seguida. Corriendo al hombre del centro del universo hacia el centro de sus propias invenciones, Nietzsche desvanece la teleología que distinguía al mundo humano del mundo animal y borra la semejanza entre Dios y el hombre. El hombre se devela como un animal entre todos los demás. Un animal por naturaleza mentiroso o fantasioso (phantastische Tier),artista por sobre cualquier otra cosa”, pero no el único: “Esa capacidad gracias a la cual somete con violencia a la realidad mediante la mentira, esa capacidad artística par excellence del ser humano —él la tiene en común incluso con todo lo que existé’ (Nietzsche Fragmentos IV696; KSA 12,17 [3]).

Lejos de ser un atributo exclusivo de lo humano, la compulsión innata a revestir su existencia con las propias metáforas caracteriza a todas las organizaciones y a todas las formas de lo vivo en sus relaciones con lo no vivo.[10] Lo que separa al hombre del resto de los seres no es la producción de metáforas sino el impulso de petrificarlas y convertirlas en esquemas. El punto en el que Dios y el hombre se pertenecen mutuamente —señalado por Foucault en el epígrafe— son esos esquemas conceptuales. Foucault subraya que, para Nietzsche, así como creemos en Dios porque creemos en la gramática (BM 633) también creemos en el hombre por la misma causa. Pero si las disposiciones que la sintaxis determina desaparecieran, si por cualquier acontecimiento oscilaran, como lo hizo, a fines del siglo XVIII, el suelo del pensamiento clásico, “entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena” (Foucault 375). Por eso, la deconstrucción del antropologismo del lenguaje es la raíz de la decisión filosófica más importante de nuestra época. Una elección que sólo puede hacerse en la estela de Nietzsche.

Transformar el lenguaje renovando constantemente las metáforas de la tradición y superando su anclaje humanista es condición de la clausura de lo humano y del arribo del ultrahombre. El objetivo es, sin embargo, menos sencillo de lo que parece debido a que el mismo concepto de metáfora es problemático. En “La mitología blanca”, ensayo de 1971, Derrida recorre una serie de textos con el fin de evaluar críticamente tanto el uso que el discurso filosófico hace de la metáfora como una serie de aspectos controversiales de su genealogía. En el transcurso de ese ejercicio se hace patente que las oposiciones determinantes de la noción de metáfora (propio/derivado, literal/figurado, sensible/abstracto, físico/metafísico, presente/ausente, originario/secundario, natural/artificial, modelo/copia, etc.) configuran un sistema del que la metáfora no se sustrae: ella es, en cierto grado, cómplice del logocentrismo que también amenaza. Por todos sus rasgos esenciales y por los predicados que permiten comprenderla, la metáfora sigue siendo un filosofema solidario de una red de “tropos institutores” que la han engendrado, que la hicieron crecer sobre su suelo, y que ella no domina (Derrida “This strange institution” 259).[11]

“La mitología blanca” vuelve a Sobre verdady mentira en distintos momentos del análisis. Suerte de reescritura del opúsculo nietzscheano, lo toma como punto de partida para complejizarlo, confrontarlo con la tradición y finalmente retornar a él porque sin él nada de lo que Derrida sostiene sería posible. El texto se inicia dando cuenta de la procedencia sensible de los conceptos abstractos, descoloridos por su uso y degaste. El jardín de Polifilo, de Anatole France, o la Estética de Hegel, que Derrida cita, reflexionan sobre este origen olvidado de los conceptos metafísicos, que tuvieron un sentido primitivo concreto. Polifilo, uno de los personajes del diálogo de Anatole France, explica que todas las ideas abstractas fueron en un principio alegorías de cuya historia se intentó borrar sistemáticamente la escena fabulosa que las produjo. La metafísica es, entonces, una mitología blanca por diversos motivos. Su palidez actual se debe, en primer lugar, a la perdida intensidad de su origen, que continúa inscripto en ella, aunque invisible, en tinta blanca. En segundo lugar, porque la metafísica occidental es la mitología propia del idioma del hombre blanco: la razón o logos tomada por forma universal e impuesta como valor supremo}[12]

La relación de la metáfora con esta axiología es doble y contradictoria: por un lado, como parte del sistema filosófico, no puede controlar las transformaciones y los movimientos trópicos que han producido y producen efectos de propiedad e impropiedad y todo el conjunto de oposiciones estructurantes que los acompañan. Pero, precisamente por eso, el discurso metafísico tampoco puede gobernarla por completo: “La filosofía se priva de lo que se da. Perteneciendo sus instrumentos a su campo, es impotente para dominar su tropológica y su metafórica generales” (Derrida 1989b 268). La metáfora es ese punto ciego o agujero negro del sistema, oportunidad y riesgo de la mímesis:

“En el no sentido, el lenguaje no ha nacido todavía. En la verdad el lenguaje debería llenarse, cumplirse, actualizarse hasta borrarse, sin ningún juego posible, ante la cosa (pensada) que en él se manifiesta propiamente. La lexis no es, si así puede decirse, ella misma más que en la instancia en que ha aparecido el sentido pero en la que la verdad puede perderse todavía, cuando la cosa no se manifiesta todavía en acto. Momento del sentido posible como posibilidad de no-verdad. Momento del rodeo donde la verdad puede perderse todavía, la metáfora pertenece a la mímesis, a este pliegue de la physis, a ese momento en que la naturaleza, velándose a sí misma, no se ha encontrado todavía en su propia desnudez, en el acto de su propiedad” (Derrida “This strange” 280-281).

Incripta en la mímesis como umbral entre la ausencia de sentido y la plenitud de sentido, ligada a la lexis, esa instancia donde la actualización del sentido es tan posible como la pérdida de la verdad, la metáfora tiene dos alternativas. Si en función de la analogía que supone, y como medio de conocimiento subordinado pero seguro, trabaja al servicio de la verdad, si desde lo no presente hace advenir a la presencia lo que es a la luz de un aspecto particular (eidos), la metáfora sigue siendo lo que fue para Aristóteles: lo propio del hombre como zoon logon echon. La mímesis a la que así remite pertenece al logos y es indisociable de los valores de discurso humano, de lenguaje articulado ophone semantikhe, de imitación como aletheia o desvelamiento del ser en su verdad, y del resto de la cadena de propios del hombre (285 y ss).

Pero si en el rodeo metafórico el sentido se aventura solo, si avanza desligado de la cosa a la que apunta y de la verdad que lo concilia con su referente, la metáfora tiene la posibilidad de traicionar la plenitud semántica a la que pertenece. Con su poder de traslación y deslizamiento puede diseminar el sentido de un modo no reapropiable por el lenguaje y conectarlo con su exterior: “Cada vez que la polisemia es irreductible, cuando no se le promete ninguna unidad de sentido, estamos fuera del lenguaje. Por consiguiente, fuera de la humanidad. Lo propio del hombre es, sin duda, poder hacer metáforas, pero para decir algo y solo una cosa” (Derrida Márgenes 287). En la fuga y la deriva del sentido, en el límite de este no querer decir nada, apenas se es un animal (Derrida “This strange” 288).

La superación de lo humano, tal y como lo hemos conocido hasta ahora, implica dar un paso más allá de las fronteras establecidas. Los fines del hombre ponen en marcha una experiencia trangresora de los límites de lo humano y de lo propio, perturbando lo propio del hombre, el sentido propio y la misma propiedad. Por eso, en su texto emblemático acerca de la animalidad, Derrida sostiene que todo lo que hay que decir, debatir y problematizar acerca del animal se encuentra condensado en la semántica del trepho, del trophe, o del trophos, es decir, en una nueva lógica de las fronteras, a la que denomina limitrfa (Derrida El animal 45-46) y en la que el papel traslaticio de la metáfora, tropo de tropos, resulta fundamental. La vida misma es un fenómeno limítrofe que brota y se reformula en esa zona de disidencia y errancia, en ese borde complejo, estratificado, y atravesado por muy diversas fuerzas.

Derrida regresa, entonces, a Nietzsche. Siendo uno de los autores más atentos a la actividad metafórica en el discurso filosófico, Nietzsche ha practicado la multiplicación de las metáforas antagonistas con el fin de neutralizar su efecto. En busca de producir una turbulencia en el lenguaje humanista de su época, su obra incluso apeló a metáforas animales para representar la metaforicidad del concepto. Además de mencionar la metáfora de la tela de araña, que Nietzsche emplea para explicar el carácter ilusorio de las leyes de la naturaleza —leyes que dependen de representaciones del tiempo y del espacio producidas por el sujeto “con la misma necesidad que la araña teje su tela” (Obras I SVM 627)—, Derrida cita en extenso el pasaje donde Nietzsche desarrolla la metáfora del panal: así como la abeja laboriosa construye el panal para luego almacenar la miel en sus celdillas, el hombre de ciencia construye una compleja catedral de categorías conceptuales en las que luego acumula sus intuiciones esclerosadas (Derrida Márgenes 301-302, Nietzsche Obras I SVM624).[13] Según Derrida, el panal es la metáfora de la metáfora, la puesta en abismo [mise en abyme] de la productividad metafórica en sí misma. Operación que sólo puede llevarse a cabo asumiendo una serie de continuidades: entre la metáfora y el concepto, entre el hombre y el animal, entre el instinto y el saber. Al correr este riesgo, el discurso de Nietzsche provoca un desplazamiento y una reinscripción de los valores de ciencia y de verdad, además de un nuevo reparto de las categorías y de las capacidades que separan y distinguen el supuesto lenguaje animal del humano.

Entre la filosofía y la literatura, la obra de Jacques Derrida es, hasta cierto punto, consecuencia directa de la incalculable redistribución de los saberes y de los límites que generan los textos de Nietzsche. Tal vez por eso, en el marco de las nuevas coordenadas, Derrida —convencido de que el pensamiento de lo animal depende de la poesía— se ubica a sí mismo, enfrentado a la tradición y solo junto a “un Nietzsche que reanimaliza la genealogía del concepto” (Derrida El animal 52):

Os digo “ellos” [...] para mostrar claramente que siempre me he mantenido secretamente excluido de ese mundo y que toda mi historia, toda la genealogía de mis cuestiones, en verdad todo lo que soy, pienso, escribo, trazo, incluso borro, me parece nacido de dicha exclusión y alentado por ese sentimiento de elección. Como si yo fuese el elegido secreto de lo que ellos denominan “animales” (79).

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Notas:

[1] No sólo Borges, el personaje de “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”, sino también el autor del cuento. En una entrevista de 1964 sostiene: “creo [...] que no deberíamos hablar de literatura fantástica. Y una de las razones —que ya he declarado alguna vez— es que no sabemos a qué género corresponde el universo: si al género fantástico o al género real” (Borges “Entrevista” 10).

 

[2] Die Philosophie des Als Ob [Lafilosofía del “como si’\, citado en la Bibliografía. Sobre su mención en “Tlon..(Porras Collantes “Texto” 483 y 489).

 

[3] Todas las citas de Nietzsche proceden de la reciente edición española de las Obras completas, la Correspondencia y los Fragmentos póstumos que se detallan en la bibliografía. En el caso de los últimos indico, luego de la página de la traducción citada, el número del volumen y del fragmento de la Samtliche Werke. Kritische Studienausgahe (KSA), salvo una oportunidad, especificada en nota al pie, donde me refiero a la Kritische Gesamtausgahe (KGW). En el de las Obras completas, cuando no aparece explícito en el texto, antecedo a la página del volumen la sigla en español de la obra en cuestión.

 

[4] “[...] so klagt: sie hatte singen / Nicht reden sollen diese neue seele!” (vv 31-32).

 

[5] En realidad, hay controversia acerca de la fecha exacta en la que fue impartido el curso. Nancy y Lacoue-Labarthe, los editores franceses del texto que lo recoge, consideraron que fue dictado en 1872, al igual que de Santiago Guervós, el editor y traductor español (Lacoue-Labarthe-Nancy “Rhétorique et langage” 101, de Santiago Grevós 2000 4). Janz supone que fue preparado sin concretarse nunca, pero que también existen razones para datarlo en 1874 (Friedrich Nietzsche 133). Bornmann considera probable que Nietzsche lo haya impartido en 1874 pero sostiene que no hay datos suficientes para establecer una fecha definitiva (“Zur Chronologie” 493). En todo caso, Sobre verdad y mentira era la Introducción prevista para el Philosophenbuch o Libro del filósofo, obra inconclusa contemporánea a la preparación del curso, se haya concretado o no.

 

[6] Anthonie Meijers señala que según el registro de la biblioteca de la Universidad de Basilea Nietzsche tomó prestado Die Sprache als Kunst en el semestre de invierno de 1872-1873. Según el autor —para quien la obra de Gerber es la influencia de mayor relevancia en la filosofía del lenguaje del joven Nietzsche—, estos datos, además de algunas menciones a varios cursos en los escritos de Nietzsche, testimonian que las primeras referencias a Gerber aparecen en 1972 (Meijers “Gustav Gerber” 370).

 

[7] “Su pensar es mucho menos un descubrir que un reconocer, un volver a recordar, el regreso a un lejano e inmemorial hogar del alma desde el que otrora brotaron aquellos conceptos: —filosofar es, en este sentido, una especie de atavismo de orden supremo” (Nietzsche Obras IVBM 310).

 

[8] A esto apunta Apollinaire en sus reflexiones sobre los pintores cubistas, donde explica que “cada divinidad crea a su imagen, así los pintores, y únicamente los fotógrafos fabrican la reproducción de la naturaleza” (Apollinaire 48). P. Ricoeur desarrolla esta perspectiva en La metáfora viva (62-69).

 

[9] El sistema de mediaciones textuales subraya el carácter total de la trama filológica en la que tiene lugar el acontecimiento. Foucault remite la serie a Borges, que la remite a Khun, que la remite a cierta enciclopedia china ficticia, como si no hubiera un más allá del relato. En el cuento de Borges citado al principio ocurría algo semejante: las referencias de un texto a otro y la intertextualidad con múltiples publicaciones verdaderas y falsas, o la atribución de obras falsas a autores verdaderos, le confiere una dimensión textual a la narración realista.

 

[10] Las fuerzas artísticas del devenir ni siquiera se restringen a lo orgánico. En un póstumo de la época de Sobre verdady mentira se lee: “Las transformaciones químicas en la naturaleza inorgánica son quizás también procesos artísticos, roles miméticos que una fuerza interpreta ¡pero hay muchos! que ella puede interpretar.” (Nietzsche Fragmentos I 337; KSA 7, 19 [54])

 

[11] En su conferencia de 1956 sobre el principio de razón, Heidegger ya había detectado que ‘lo metafórico no existe sino en el interior de las fronteras de la metafísica” (Heidegger 1979). El planteo heideggeriano, no obstante, insiste demasiado en la separación entre lo sensible y lo no sensible que, según Derrida, no es ni la única ni la más importante de las oposiciones que circunscriben el valor de la metáfora.

 

[12] La metáfora se deriva de una teoría general del valor que, como prueba el Curso de lingüística general, es constitutiva tanto del orden lingüístico como del orden económico. La teoría del valor constituye el lugar de cruce e intercambio entre los dos dominios. De ahí que la moneda sea, por excelencia, la metáfora de la metáfora, y que Derrida pueda hablar de “usura” —concepto que tendría una ligadura de sistema con el de metáfora— para referirse metafóricamente al uso que el discurso filosófico hace de la metáfora y al modo en que la explota

 

[13]  Espolones involucra, de forma oblicua, otro ejemplo que cabría agregar a la serie. En el primer capítulo Derrida aclara que, aunque el título anuncia el tratamiento del problema del estilo en Nietzsche, el tema del libro será la mujer (25). La cuestión, controversial para muchos intérpretes, es desplegada como una reflexión que no deja de desdoblarse: el problema de la mujer es también el de la verdad, de la verdad de la mujer y de la verdad de la verdad; la verdad es tratada como desocultamiento o caída del velo de maya, pero también como ocultamiento detrás del velo o simulación de un secreto; el secreto de esta estrategia de seducción es que no hay secreto porque la belleza, como la verdad, no es una esencia sino una performance, no una sustancia sino una forma de ejercer el cuerpo y el discurso. El juego de seducción como juego de ocultamiento y desocultamiento, y el mimetismo como camuflaje (de la) nada introducen, en el segundo capítulo, la palabra “élitro”: segundo par de alas o tejido endurecido de las alas anteriores de ciertos insectos como los coleópteros. El término entomológico dispara nuevos desdoblamientos. Por un lado, adorno, ornato, histronismo, maquillaje y distancia se presentan como artilugios de seducción o captura y como tácticas de supervivencia tanto de lo femenino como del animal en la común resistencia al falo-logo-centrismo. Un texto posterior volverá a hacer girar los velos del pudor y de la verdad en torno a otro animal, el gusano de seda, en la apertura de la diferencia sexual (Cfr. Derrida y Cixous 2001). Por otra parte, aparece la concepción de la vida como mímesis, de la ipseidad indisociable de la proteticidad, el indesenrredable entrelazamiento entre el tejido de la existencia viva y el tejido del archivo o la huella: una forma más de afirmar que la pura %oé es un mitologema.

 

Ensayo de Evelyn Galiazo

Universidad de Buenos Aires

 

Publicado, originalmente, en: Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria Nº 18 (Octubre de 2017)

Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria es editado por Cetycli Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario

Link del texto: https://www.cetycli.org/cboletines/8f00b204e9-galiazo_art_culo.pdf

 

Ver, además:

Friedrich Wilhelm Nietzsche en Letras Uruguay

 

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