Persecuciones, torturas y asesinatos políticos: nunca más |
Siempre decimos que nuestros padres son los mejores del mundo; sin embargo, creo que -como pocos- tengo el derecho a decir que mi padre: Abdón Galeano Benítez, fue verdaderamente el mejor papá del mundo; pues a más de habernos criado, protegido y querido a mi y a mis tres hermanos; él tuvo una niñez y juventud muy difícil, ya que fue criado únicamente por su madre: Juliana Benítez. Nació en el lejano pueblo de Juty (Departamento de Ka’asapa) y su vida junto a la de su madre más que vida fue un calvario. Conoció todo tipo de sinsabores hasta que -juntos- llegaron a Asunción, en donde prosiguió sus estudios en la Escuela de Comercio, recibiéndose de Contador Público. Mi padre había nacido el 9 de julio de 1938; y hasta su casamiento en 1960, vivió con su madre, a la cual -ya en su juventud- mantuvo. Ella fue su única compañera. Joven, idealista a más no poder, deseoso de alcanzar todo lo que hasta ese momento la vida le negó, comenzó a frecuentar el medio político. Profundamente convencido en materia ideológica, se hizo liberal y comenzó a militar en la Juventud Liberal hasta que un día, como varios otros paraguayos, cayó detenido. A continuación, transcribo un breve testimonio, narrado por él mismo, de una parte de su sufrida existencia… TESTIMONIO DE VIDAOcurrió en septiembre de 1957, el día de la primavera de 1957. Ese día llevé a cabo la misión que me encomendara el Ateneo Liberal, en mi carácter de estudiante y aloniano (Alón, fue el pseudónimo de José de la Cruz Ayala, joven periodista, portavoz de la clase media y los sectores populares y uno de los fundadores del Partido Liberal de Paraguay en 1887). Al frente del Ateneo estaba el Dr. Manuel Pesoa. La misión consistía en subir a un tranvía, a la altura de la Plaza Uruguaya con dirección a la calle Colón, llevando en mis brazos quinientos panfletos, los que iba lanzando, desde el tranvía, de a poco, hasta llegar a Colón. Luego me encontré con mis compañeros y corrimos cada uno a nuestras casas. Al otro día amanecí enfermo y el médico me dijo que contraje la gripe asiática, por lo que me encontraba con una fiebre muy alta. Siendo casi las ocho horas, un hombre golpeó la mano a la puerta de mi casa, preguntando por mí. Lo atendió mi madre, haciéndolo pasar hasta mi dormitorio. El extraño visitante me inquirió si era yo Abdón Galeano Benítez. Yo le respondí que sí. Entonces esa persona me informó que venía en mi búsqueda, ya que -supuestamente- un amigo me esperaba en el Ministerio del Interior, y que por ello, debía acompañarlo. Este hecho me pareció sumamente raro por lo que me negué. En ese momento el señor extrajo un carné que lo identificaba como oficial de investigaciones, diciéndome nuevamente que tenía que acompañarlo. Entonces me vestí, me despedí de mi madre y acompañé al señor. Cuando eso yo vivía en Dr. Paiva entre Cuarta y Carlos A. López (Barrio Sajonia, Asunción). Subimos a un ómnibus de la “Línea 1”. Él me tomó del brazo y sin abonar el pasaje, me empujó al fondo del transporte, haciéndome sentar hacia la ventanilla y él a lado mío, sin dejarme salida alguna. Al llegar a las calles Estrella y Montevideo, le dije al señor que habíamos llegado y teníamos que bajarnos, entonces me dijo que en realidad nos dirigíamos al Departamento de Investigaciones. Efectivamente, nos bajamos en Chile y Estrella y caminamos hasta la calle Presidente Franco y Chile. Al llegar entramos a la sala de espera, metiéndome a empujones y golpes; y colgándome en el pecho un cartelito que decía “Detenido: Sección Política y Afines”. Luego me hicieron pasar al despacho del Jefe de Investigaciones, Erasmo Candia, quien, sin mediar palabra alguna, me dio una bofetada, ordenándole al oficial que me llevase junto al Director de Policía el Comisario Víctor Martínez y éste le dijo al oficial que me encierre en el calabozo, con los otros detenidos. En ese lugar conocí a dos personas, una de ellas fue el Dr. Arturo Acosta Mena, y la otra, el Dr. Simón Salimben. Ahí quedé con ellos, encerrado. Luego de dos o tres horas, el calabozo se llenó, quedó repleto. A uno de los tantos detenidos lo conocí porque era vecino mío y su lucha era por el Epifanismo (seguidor de Epifanio Méndez Fleitas). A él lo metieron, media hora después de su llegada, en un espacio de sesenta centímetros por cuarenta centímetros, donde permaneció encerrado con candado, por treinta días. Al tercer día de mi encierro, más o menos a las doce de la noche, alguien golpeó a la puerta del calabozo preguntando por “Galeano”; incorporándome -pues nos acostábamos en el piso- dando dos pasos llegué a la puerta, respondiéndole que yo era Galeano. Entonces, el que golpeó la puerta me comunicó que en dos o tres horas más iba a declarar, que me preparase. Esto se repitió durante varios días hasta que llegó el momento en que debía enfrentarme a la tortura. Eran las tres de la mañana, cuando vinieron dos hombres a buscarme. Una parte del pasillo estaba con la luz apagada. Al salir del calabozo uno de ellos me esposó, mientras que el otro me colocó una bolsa de plástico en la cabeza. Me trasladaron a otro edificio donde me esperaba el Comisario Víctor Martínez, el Comisario Hellman y otra persona de apellido Rodríguez, funcionario del Ministerio del Interior. El lugar donde estas personas me esperaban era la Sala de Torturas. Allí me comenzaron a patear y a pegar con cachiporras. Al mismo tiempo que recibía los golpes, también recibía descargas eléctricas ya que tenía conectado el magneto, bajo las uñas. Después de tanto tormento, desmayé y perdí el conocimiento, no sé cuanto tiempo. Al reaccionar me volvieron a torturar de modo más despiadado, ya que me colgaron con la cabeza para bajo y con los pies arriba, zambulléndome en una pileta llena de materia fecal, orina y electrificada. Repitieron esa acción varias veces siempre con patadas y cachiporrazos. Además del dolor y del terror, de allí salí con varias costillas rotas y con golpe en el colon, que hasta hoy me molesta. Cuando ya estaba semimuerto me llevaron de nuevo al calabozo. Después de soportar más o menos diez días el mismo interrogatorio, me hizo llamar el Comisario Víctor Martínez, diciéndome que mi declaración no satisfacía. Entonces sacó del cajón del escritorio, otro panfleto que yo había dedicado y firmado a un compañero de curso, mi delator. Este compañero fue quien entregó dicho panfleto a la Dirección de Investigaciones. Después de un tiempo, cuando desaparecieron las marcas de la tortura de mi cuerpo, me trasladaron al Ministerio del Interior. Durante todo este tiempo, mi madre averiguó de mí por todas partes. Recorrió todas las comisarías de Asunción y del interior, sin lograr conocer mi paradero. Esta criminal acción de la policía stronista, comenzó a enfermarla del corazón y muy pronto le dio su primer derrame cerebral; luego vino el segundo; y, finalmente, el tercer derrame la llevó de mi lado. Mi madre era una mujer sola, buena, trabajadora, honesta... la mató la policía de Stroessner, después de tanta tortura psicológica. En el Ministerio del Interior fui recibido por el Oficial Inspector Niccolichia, y seis guardias contratados, armados; quienes me introdujeron al sótano del Ministerio del Interior. Grande fue mi sorpresa cuando el Oficial Niccolichia, ese día, me trajo un plato de milanesa, ordenándome que comiera, lo que hice con mucho gusto. Luego de comer, pedí permiso para ir al baño, entonces llamó a los guardias, ordenándoles que se preparen, porque yo iría al baño, que se encontraba en el garaje. Frente al Ministerio estaba la parada del tranvía Nº 10, que recorría desde Sajonia hasta Montevideo y Estrella. Para llegar al baño, debía salir a la acera, sobre Montevideo. Cuando ocurrió esto, un tranvía subía hacia Estrella, siendo detenido por dos guardias que apuntaban sus armas hacia el tranvía; otros dos guardias cubrieron la otra bocacalle; mientras los otros dos guardias me conducían al baño. Al tercer día de mi encierro en ese lugar, siendo las veinte horas llegó el Ministro del Interior, el Dr. Edgar L. Insfrán. Yo estaba en el sótano con el Oficial Inspector Niccolichia, éste salió corriendo a dar parte al Ministro, pero lo que me sorprendió más fue la corrida del señor Galli, quien gritando dijo: “Señor Ministro ahí le tengo al comunista”, respondiéndole el Ministro de esta forma “Eprocede katu” y allí comenzó un nuevo tormento para mí. Una semana después me trasladaron al Departamento Central de Policía, a cargo del Secretario Privado del Ministerio del Interior, Nelson Villate. En la Policía de la Capital fui registrado en la oficina de guardia, porque en cualquier momento podía ser trasladado de un lugar a otro. Durante este periodo de detención, el Señor Ministro del Interior recibía la visita del Dr. Enzo A. Doldán, Presidente del PLRA, pidiendo mi libertad. El Dr. Doldán se entrevistó en tres oportunidades con el Ministro del Interior por la misma causa, sin conseguir nada. De la oficina de guardia me llevaron al portón grande, lugar por donde entraban los víveres para el Departamento. Un señor de apellido Samaniego -ex chofer del Presidente de la República- era mi compañero. Ahí permanecí mucho tiempo. En ese lugar igualmente estuvo con nosotros -un tiempo- un tal Tte. Medina -también ex chofer del General Stroessner- quien luego fue recluido en la casilla del motor del tanque de agua. Un tiempo después vino la Señora de Samaniego con quien pude conversar, pidiéndole que avisara a mi gente acerca de donde me encontraba (incomunicado). En el Departamento Central había un calabozo de presos comunes y a su costado se encontraba la Sección de Comisaría de Órdenes, por ahí pasaban todos los detenidos comunes antes de ir a la cárcel. El Comisario era un tal Ríos y el Subcomisario de Órdenes era un tal López Pérez. Habían dos clases de oficiales: el asimilado y el de carrera. Cuando estaba de guardia el asimilado éste permitía de todo ahí adentro; pero cuando estaba de guardia el de carrera, uno no podía ir ni al baño. Nosotros los incomunicados salíamos, de cuando en cuando, a “pasear” por el patio, y fue así, como una noche, en que estaba como superior de guardia el Subcomisario López Pérez, él nos visitó en nuestro lugar de reclusión. Fue allí que pude dialogar con él. Al averiguarme acerca de las direcciones de mis familiares, me preguntó si yo conocía a la Doctora Fariña, su comadre. Le respondí que sí, que era la hermana de mi madre. Días después ella vino llegando a la Comisaría de Orden. Allí hablaron y él le prometió a ella, que haría lo imposible para trasladarme entre los presos comunes a fin de conversar, recibir visitas y ropa limpia. Tiempo después efectivamente me trasladó. Después de varios días, estando un asimilado de guardia, pude conversar con mi amigo Samaniego y me pidió que hiciéramos una nota a favor del Teniente Medina. Fue así que estando de superior de guardia el Subcomisario López Pérez, Samaniego, Medina y yo utilizamos la Comisaría de Órdenes, conseguimos la máquina de escribir y papel e hicimos la nota dirigida al Presidente de la República, pidiendo clemencia, perdón y manifestando su inocencia. Lo hicimos en tres oportunidades, pero... sin éxito, nunca hubo respuesta. Recuerdo que el primer día de mi traslado a la Comisaría de Órdenes, fue muy diferente, porque en la hora de oficina (mañana y tarde), no se podía salir del calabozo ni para ir al baño. Por eso, cada detenido debía tener su propio “parapití”, donde hacer sus necesidades fisiológicas, y luego lavarlo para servirnos la comida y comer. Cada mañana se pasaba la lista para el control de los detenidos. Yo figuraba cada día por una causa diferente, por ejemplo, hoy por homicidio, mañana por violación, etc. También esa noche estando de guardia el superior López Pérez, él nos dio permiso a todos los presos para dormir en el corredor y no en el calabozo, que era de cuatro metros por tres metros, y en el cual permanecíamos hacinados cuarenta reclusos, siempre en un medio nauseabundo y sucio, y con mucho calor. Esa misma noche, siendo aproximadamente las doce horas, vino el oficial de recorrida, acompañado del Comandante de Tropa del Departamento Central, el Sargento Lovera, quien comenzó a maltratarnos a todos los detenidos que estábamos acostados en el corredor. Fue cuando pregunté el motivo del maltrato y el Sargento Lovera, sin mediar palabra alguna, me respondió con una patada en el pecho, que yo ya lo tenía lastimado de torturas anteriores. El siguió pateándome mientras estaba en el suelo. No contento con las patadas, tomó un ladrillo y me golpeó a la altura de los pulmones, por cuya consecuencia me desmayé. Por varios días tuve dificultades para respirar. Luego de permanecer un tiempo entre los presos comunes, vino la orden de trasladarme a la olería policial de Luque. Al bajar del transporte con otros compañeros, el comisario a cargo nos ordenó formar fila, mientras el cabo de semana pasaba la lista. Los que éramos llamados debíamos pasar al frente y disponernos con el tronco inclinado, a la orden de “tronco adelante incline”, para recibir diez latigazos. A esa acción le llamaban “bienvenida”. Al lugar se llegaba a las doce, doce y treinta o trece horas. El cabo de semana y un soldado por cada preso, nos conducían a la cantera. Algunos ya llevábamos el carrito y otros el pico y la barreta, y cada uno trabajaba custodiado por su propio guardia, quien manejaba el látigo para apurar el trabajo. Así pasaron siete largos días, tras los cuales yo volví a mi otro lugar de prisión. En ese lapso de tiempo, la madre de mi compañero de trabajo -y profesor de colegio- preocupada de mi situación -haciéndose pasar por mi madrina- habló con el Ministro del Interior pidiéndole a él por su ahijado, para acompañarla a Ka’akupe en cumplimiento de una promesa. El Señor Ministro le respondió que cumpla con su promesa llevándose consigo incluso a todos los soldados que ella quisiese, pero menos a mí. Esta señora se llamaba Doña Carmen Jara Vda. de Martínez, y aquel compañero de trabajo era Olimpo Escobar Jara. Doña Carmen volvió a insistir al Ministro por segunda vez y nuevamente éste le negó el pedido. Tiempo después Doña Carmen -acompañada de un hijo militar- sin pedir audiencia, visitó al Ministro. Este, pensando que ella venía a pedir mi libertad, irónicamente le preguntó a Doña Carmen si me necesitaba para acompañarla a pagar “otra” promesa. Ella le respondió que sí. Increíblemente el Ministro ordenó que me condujeran a su despacho. Eso ocurrió como a las diez de la mañana en el Departamento Central de Policía. Tuvieron que esperarme porque en ese momento no tenía camisa ni zapatos; pero encontré entre los detenidos a un amigo que me prestó una camisa caqui y los zapatos. Era el señor José Magno Soler. Recuerdo que jamás le devolví la camisa y ni los zapatos. Dos meses después Doña Carmen falleció en un accidente de aviación, mientras viajaba a Francia a pagar una Promesa a la Virgen Nuestra Señora de Lourdes. El avión en el que viajaba cayó al mar a pocos kilómetros de la playa de Copacabana. Su cuerpo fue encontrado y repatriado al Paraguay. A ella le debo mi libertad tras mi primera detención. Luego caí otras veces detenido, siempre con la misma suerte. Pese a todo no me arrepiento, pues yo era idealista, luchaba por la libertad y odiaba con todo el corazón a esa incipiente dictadura que me robó gran parte de mi vida, y sobretodo, me robó a mi madre...
Mi padre se casó con Delia Audona Olivera, nuestra madre, en 1960. De ese matrimonio nacimos cuatros hijos: David Abdón (1961), Egidia Matilde (1963), Oscar Julián (1970) y Víctor Hugo (1975). Él trabajó muchos años en una tienda asuncena, vendiendo telas. Con ese trabajo nos mantuvo y nos educó a todos; y sobre todo, nos dio lo más importante: su ejemplo de vida. Mi padre falleció el 31 de julio de 2004, a consecuencia de una infección hospitalaria adquirida durante una intervención quirúrgica a la cual había sido sometido un mes antes. La consecuencia de las torturas que sufrió en cada una de las oportunidades que cayó detenido, le causaron mucho daño a su salud. Con el tiempo padeció diabetes y ésta lo dejó ciego en 1990. Vivió los últimos 14 años sin ver nada; sin embargo, jamás se dio por vencido, en nada; igual viajaba en ómnibus, con algún lazarillo de turno, a recorrer el centro de Asunción, visitando a sus amigos y haciendo “grandes negocios”. Su madre, mi abuela, falleció en 1967. La ausencia de su madre, lo obligó a mi padre a salir a la búsqueda de su padre: Lino Galeano Ruíz Díaz (Cabo 1º, ex combatiente de la Guerra del Chaco), con quien -hacia 1975- se reencontró en su natal Juty, reatando un fuerte vínculo familiar. Mi padre siempre fue duro de carácter. En ocasiones discutíamos acaloradamente sobre diversas cuestiones: educativas, políticas, económicas, etc. pero siempre terminábamos siendo amigos, unas horas o unos días después. Desde 1980 aproximadamente me tocó trabajar a su lado en algunos negocios que él tuvo (un almacén y luego una gran tienda en el Mercado 4). Cuando quedó ciego, me encargué de su cuidado. Mucho tiempo después, cuando pude adquirir un vehículo todo terreno, lo llevé varias veces (casi mensualmente) a visitar a su anciano padre, en Juty. En esas visitas, conseguimos juntar cuatro generaciones: mi abuelo Lino, mi padre Abdón, yo y mis hijos. Esos encuentros eran fabulosos. Él (ciego) se sentaba frente a su padre, de más de noventa años; y conversaban largas horas recordando tiempos idos, siendo nosotros los casi atónitos espectadores de esos diálogos. Este fue el calvario, más que la vida, de Abdón Galeano Benítez, un gran idealista, un hombre honesto, sufrido, trabajador y gran padre. Fue mi más grande y perseverante crítico; pero a la vez, el mejor y más digno ejemplo de vida que conocí en la tierra. Mi padre es mi mayor orgullo. Mantener su nombre y su apellido limpio y transparente es mi razón de ser y una cuestión de honor. Al recordarlo con este escrito, también reivindico el honor de tantos hombres y mujeres perseguidos, reprimidos, degradados, torturados y asesinados… por defender el ideal de una sociedad mejor y más justa para todos. Finalmente, aclaró que mi padre nunca percibió un solo céntimo del Estado Paraguayo en su condición de víctima de la Dictadura Stronista; pese a haberse creado un fondo estatal para ello. Persecuciones, torturas y asesinatos políticas: NUNCA MÁS |
David Galeano Olivera
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