El camino
Daniel Gaitán 

1° Premio
Concurso Nacional de Cuento 2005
Biblioteca Popular de Olivos

A cada paso que doy sobre el pedregullo, el sonido me recuerda el rumiar de la vacas. Trato de que mis pisadas sean parejas y constantes porque desde el portón de entrada hasta la casa, hay algo más de doscientos metros. Las sombras de los álamos que bordean el camino me mantienen fresco. Qué diferente puede darse el día a poca distancia. Si saliese del camino principal y pasase la arboleda, el sol me castigaría por mi indisciplina. Prefiero la sombra y ese ruido que hacen mis zapatos contra las piedras.

A los treinta pasos (yo siempre cuento los pasos, son 285 hasta el primer escalón) me doy cuenta de que afuera del camino se está nublando, va a llover. El chofer me acercó el auto como para que suba, pero yo no le doy importancia, ni siquiera lo miro. A mí me gusta caminar desde la entrada disfrutando lo que me gané en la vida: un hermoso y largo paseo que me lleva hasta mi mansión. Yo sé que muchos creen que estoy loco. Lo que ellos no pueden llegar a adivinar es la sensación que me da a mí, caminar por esa cinta empedrada después de haber negociado por varios cientos de miles de dólares durante el día. Lo que tampoco saben es que al ganar tanto dinero, la única forma de enfriarme y mantenerme cuerdo es sentirme pobre, como cuando era chico, como cuando para llegar a la escuela caminaba por ese camino lleno de piedras en donde a veces me caía y me lastimaba y me faltaba mi vieja, que por tener que trabajar no la tenía a mi lado para que me diera una caricia y un beso. Tan sólo si me hubiese acompañado en aquellos días, me hubiese sentido mejor. Por eso me decidí a hacer dinero. Pero cuando tuve mucho, me di cuenta de que me faltaba algo y era el recuerdo de mi pobreza y yo no quiero olvidarme de que fui pobre. Tampoco quiero que mis empleados se enteren, no necesito contarles nada para descargar como un capricho mis problemas. Que no se enteren. Yo por este camino me siento autosuficiente para seguir cada día, porque aquí vuelvo a ser pobre, como antes. Ellos no saben que cuando respiro millones estoy indefenso. Que lindo ruido hacen mis zapatos.

Ochenta y cuatro pasos van, qué rápido comenzó a gotear. A este álamo de mi izquierda siempre lo saludo mentalmente sin que nadie se dé cuenta, y el árbol me devuelve el gesto. Sí, sus hojas me saludan y yo con todo placer le hago una reverencia con la cabeza, imperceptible. Él me sonríe porque me conoce.

Afuera de los álamos está gris oscuro y el agua cae con ganas de mojar. El chofer me acerca nuevamente el auto. Ni lo miro. No me gusta la gente que quiere quedar bien conmigo, ¿para qué lo hacen? No los entiendo, en vez de pensar en cómo ganar algo de dinero, piensan en quedar bien con el adinerado. No saben vivir.

A esta altura mis pasos no hacen ruido, hacen música.

Ciento treinta y cinco pasos y me estoy mojando, el auto viene atrás como siempre, se dio cuenta de que es inútil intentar arrimarse. Ahora el chofer debe reírse al ver como me mojo. Lo que no sabe ni puede entender es que me siento bien, así, caminando pobremente. Yo no sé si algún otro podría disfrutar de algo semejante, no hablo del dinero, habló de caminar en un camino propio hecho para recordar la pobreza, hablo de eso. A veces pienso en decirle al chofer con energía "¡bájese y camine! y haga que el coche lo siga como me sigue a mí", me causa gracia de sólo pensarlo, menos mal que está a mi espalda y no puede verme reír.

A estos álamos de mi derecha no los miró porque parecen tristes y no quiero contagiarme tristezas ajenas, tengo suficiente con las mías.

Doscientos quince pasos, parece una locura ¿no? Esto es cómo la terapia, nada más que no hay alguien que se entere. Soy yo y mis álamos, soy yo y mi camino, soy yo y mis pasos haciendo esa música con las piedras. Aquí soy yo de verdad, el pobre, el que no tiene custodia, el que no podría parar una bala asesina con dinero, estoy totalmente al alcance de que mi propio chofer acelere... pero no se anima, porque se quedaría sin trabajo.

Ya estoy empapado. Qué me importa, me gusta el llanto de los árboles. Qué lástima, se me termina el paseo. Doscientos ochenta, doscientos ochenta y uno, ya estoy llegando, doscientos ochenta y dos, doscientos ochenta y tres, me voy a aburrir, doscientos ochenta y cuatro... ¡escalón! —No puede ser.

Miré al chofer y le grité:

—Venga para acá, rápido.

Se acercó y preguntó:

—¿Señor?

—¿Tengo cara de idiota, yo?

—No Señor ¿Por qué?

—¿Usted tuvo algo que ver en esto?

—No sé de qué me habla, jefe.

—¿Dónde está?

—¿Qué cosa?

—El doscientos ochenta y cinco. —Esperé la respuesta pero él sólo titubeaba con sonidos extraños, como cuando se guarda una carcajada. No se animó a hablar. Pensó que yo no me daría cuenta, que me lo podía robar así de fácil. Con todo el sacrificio que me costó hacer el camino, con todo el dinero que invertí y este tonto creyó que podía sacarme un paso. Me las paga.

—Subí al auto —le dije— manejo yo —y subió sin decir nada, como siempre, como todos los días y lo llevé hasta el portón. Cuando llegamos lo hice bajar y le dije —contame los pasos y más vale que hayan doscientos ochenta y cinco, porque sino, te quedás sin trabajo.

Comenzó a caminar, como todos los días y no sé por qué, a veces me parece que se ríe mientras camina. Mientras cuenta los pasos y me devuelve el que me robó. Sí, el que me robó. Porque entérense, cuando él cuenta los pasos termina en doscientos ochenta y cinco y yo lo veo en sus ojos evasivos, que no le queda más remedio que devolverme lo que me pertenece.

Daniel Gaitán 
1° Premio
Concurso Nacional de Cuento 2005
Biblioteca Popular de Olivos

Ir a índice de América

Ir a índice de Gaitán, Daniel

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio