Don Mario, el albañil.
Don Mario, un hombre distinto.
Un meridional.
Especial. Peculiar.
Poco afecto a la vida familiar.
Lo doméstico le era ajeno.
La amistad le era connatural.
El diálogo, la simpatía humana, lo definían.
La vida para él: el rudo trabajo,
la conversación compartida. El aire recio, las mañanas,
tallaron su alma, su perfil.
Él era del afuera, no de su casa.
Él era el solo, sin aceptada familia.
Él era un griego, un itálico,
elocuente, delgado, liviano,
sensibilísimo desde la mirada y la garganta.
Me entristece su muerte: ésta es mi elegía.
En el otro mundo (si lo hay),
estará conversando, bebiendo un té o un vino,
celebrando el trato personal.
Así lo memoro,
en su rusticidad, en su voz cálida, casi femenina,
en su descuido frecuente de la vestimenta,
en sus viajes largos de ida y vuelta,
en su primordial (y modesta) libertad.
Hoy lo nombro,
sólido ladrillo, curioso lector de diarios.
Ásperas manos y escrutadores ojos,
me traían y me pedían libros.
En actitud de reverencia, con particular fineza.
Murió en su ley,
según su naturaleza,
según su pensamiento:
solo, en una anónima calle de otoño,
sin nada, sin nadie.
Ésa fue su religión: el viento y la libertad...
¡Él, solo, solo...!
Y éste, mi recuerdo. |