Galileo, maestro de
Sarmiento por Guillermo R. Gagliardi |
GALILEO
GALILEI (1564-1642)
y DOMINGO FAUSTINO
SARMIENTO (1811-1888) representan dos Genios de la Humanidad, dignos de
memoria e imitación. Éste consideró
a aquél como el Hombre Superior, paradigma de Espíritu Libre y de
observador profundo de la Naturaleza, y, primordialmente, como Campeón de
la tenacidad en la defensa de sus propias Ideas. Temperamento
agresivo e irritante. Sarcástico hasta la temeridad, el italiano
configura los caracteres de un Héroe Intelectual. Figura primerísima de
la Ciencia auroralmente Moderna, al que el autor de “Recuerdos de
Provincia”, curioso lector de la historia de las ciencias durante toda
su vida, y uno de los más eficaces promotores de la política Científica
en nuestro país, admiraba hondamente. Por su lucha convencida contra el
“pensamiento vegetal”: la tradición escolástico-aristotélica. Anti-dogmático
y Libre Pensador, Galileo fue defensor violento y también irónico de sus
propias teorías. Audaz en sus meditaciones. De excepcional concentración
y fuerza innovadora en sus estudios y experimentos. Recuerda Colin Wilson
su agrio carácter, que le granjeaba fácilmente enemigos (aut. cit.,
“Buscadores de estrellas”, 1983). A su tendencia cáustica y
osadamente reformista, le debemos el verdadero conocimiento del Universo,
sin anteojeras ideológicas. Don Domingo se nos presenta en nuestra
historia, imbuido de ese Espíritu Galileano, prometeico y racionalista.
Luz y Libertad. Constituyóse en el precursor de los estudios Astronómicos
en América. Conoce a Benjamin Gould (1824-1896) en Estados Unidos.
Con él traba amistad, y hace venir a la
Argentina durante su Presidencia (1868-1874). Demócrata ostensible,
siente la gloria sublime de que
el sabio yanqui concrete el primer relevamiento de nuestro cielo, la
publicación de la “Uranometría Argentina” (1879) y de que logre
fundar el Observatorio Astronómico de Córdoba (1871), la Oficina
Meteorológica (1872) y la Facultad de Ciencias. Es
evidente que el sanjuanino pensaba en Galileo cuando en el discurso de
despedida a Gould el 7-12-1885, reflexiona:
“Porque son verdaderos progresos los que suscita aquel que, por
observaciones propias, pone en duda alguna de esas limitaciones que la
tradición humana trae asignada
a la observación (F.
Aguilar: “S. Precursor de la
Astronomía en la República Argentina”, en “Humanidades”, Homenaje
a S., Universidad Nacional
de la Plata, 1939, 2° ed., p. 213-220; T. García Castellanos”:
“S.” Academia de Ciencias, Córdoba, 1988).
Los
manes de don Bernardino Rivadavia (1780-1845), político iluminado y
de avanzada, serio lector de Cabanis, Buffon, Descartes y Bentham,
apasionado por la filosofía y las ciencias naturaleza, bullen también en
la mente sarmientina. En
la “Carta a la Sra.
Cristina de Lorena”, Duquesa de Toscana,
a cuyo hijo Cósimo le
enseñaba Galileo, discute y deslinda sabiamente la problemática de la
Ciencia y la Fe en relación con sus descubrimientos, sus comprobaciones
matemáticas, su heliocentrismo (utilizo ed. de Alianza, 1987). El
fanatismo, la ignorancia, condenaron su obra, su “Diálogo sopra i
due massimi sistemi del mondo” (1632), donde también campea su emoción
por los descubrimientos, como en su “El nuncio sidéreo”.
Anatematizaron su física y su filosofía natural, primer capítulo del
Renacimiento. Sus adversarios más encarnizados son “los atrabiliarios
enemigos de las novedades, a quienes se les antoja increíble, profano y
nefasto cuanto desconocen y cuanto excede los límites acostumbrados de
las minucias aristotélicas”. “La mejor cabeza
argentina” calificó el historiador español Américo Castro a nuestro
maestro. Nuestros parangonados pertenecen,
según escribe Sarmiento en 1838 en “El
Zonda”, al grupo humano de
“los virtuosos”. “Los que buscan los medios de aniquilar las
tinieblas”. Los constructores “de la Civilización y de las Luces”
(Obras Completas de D.F.S., edit. Luz del Día, tomo 52, p. 16). Coinciden sus
respectivas biografías en
haber sufrido los ataques más incomprensivos e interesados, por haber
hablado y pensado con Verdad, según lo describe el argentino en carta a
Nicolás Calvo (22-6-1857): “La calumnia, las más odiosas imputaciones,
han llovido siempre sobre mi cabeza desde
puntos tan altos; y ya puede Ud. imaginarse que la vida de quien ha
llamado siempre las cosas por sus nombres, irritado tantas
susceptibilidades y contrariado a poderes tan robustos...” (Obras, ed.
cit., tomo 52., p. 101-102). La Inquisición, las
oligarquías, las envidias locales, los sectores reaccionarios de la política,
los intereses económicos, las rutinas del pensamiento adocenado, los espíritus
mezquinos, la molicie y el enanismo mental, la indiferencia y la
superficialidad, fueron sus “bestias negras”. Más conocemos estos
avatares de sus días, más aumenta nuestro fervor por su obra y persona. En sus “Viajes”, en
carta a su tío el Obispo de Cuyo, relata S. su viaje a Florencia. Se
asombra de los jardines públicos, de las bellas jóvenes en los paseos
floridos y caminos. Y busca allí entre sus amados del inteliecto, al
sabio del Telescopio, en la Iglesia de la Santa Croce: “¿Dónde está
Galileo?, preguntábamos a otro. In Santa Croce”, “es esta iglesia el
panteón de los grandes hombres florentinos”. Entre Maquiavelo, Miguel
Ángel y Alfieri, encuentra su
tumba. “Más allá, en un oscuro rincón de Santa Croce, está otro de
nuestros conocidos, Galileo, a quien tuvieron por siglo y medio enterrado
en una plaza por ser menos digno que Maquiavelo de reposar en lugar
sagrado”. Con ostensible veneración y estilo emotivo, lo define:
“’il poverino’, que había tenido la audacia de poner el sol en su
lugar”, desafiando con firmeza y superiores
conocimientos los dictados religiosos y políticos. Y agrega, con
gracia irónica y agudeza, que el sol no podría estarse “quietito
siempore, presenciando sin reírse los disparates que hacemos en la
tierra” (cito por ob. cit., ed. Hachette, tomo 2, 1957, p.
230-231). Finalmente
sintetiza, en lograda imagen, la trascendencia de la empresa galileana,
que rectifica un mundo y a su
vez inspira el descubrimiento de otro.
Admira la comunión de
grandes figuras de la Humanidad en un mismo espacio geográfico y tiempo,
los resultados impresionantes de sus visiones y trabajos: “¿Se imagina
lo que ha debido ser una época y una ciudad donde se han sucedido casi
sin interrupción el Dante, Boccaccio, Petrarca, Savonarola, Rafael...”.
Le sorprende la concatenación de hechos históricos supremos para el
Progreso Humano: “ligándose a la aparición de G.,
la víspera de partir Colón y Vespucci en busca de mundos
nuevos”. Y precisa aún más su pensamiento conclusivo y su concepción (anticipo de
Carlyle) de los individuos titánicos, Hacedores de la Historia: “El
resumen de la historia humana para principiar un nuevo capítulo. Mundo
antiguo corregido por G.; mundo moderno abierto por Colón” (ob. cit.,
p. 234). Porque entiende claramente que la tarea científica implica un
elevado desarrollo de la Imaginación Creadora y el pensamiento puro
innovador junto con una penetrante mirada
de la Realidad cósmica, cálculo y verificación. Según expresó
Bertrand Russell (1872-1970): “todo gran arte y toda gran ciencia
nacen del deseo apasionado de dar cuerpo a algo que era al principio una belleza tentadora, que apartaba a los
hombres de la seguridad y la comodidad, atrayéndolos hacia un tormento
glorioso”. Al misticismo y lógica de las teorías y desvelamientos
galileanos, y de las utopías proyectadas como fecunda herencia
sarmientina, “a su ardor debemos todo lo que hace grande al hombre”.
Son ejemplos sublimes
de la “verdadera gloria” que el autor de “Educar al Soberano”
considera en un precioso escrito, incluido en su “Páginas Literarias”
(Obras, tomo 46). “El talento que fue útil a la humanidad, las vigilias
que hicieron dar un paso a la ciencia”. El premio es según el área
influyente de la obra: al gigante de la Ciencia Moderna lo ubicamos “por
una eternidad y sobre todo el orbe”, pues alcanzó a ser luminar de la
Humanidad después de haber sufrido “privación, dolores, martirios
sublimes”. Nuestro pedagogo-político, santifica la memoria y la gesta heroica del sabio. Afirma E.A.Burtt que
“debe considerarse a G. como una de las mentes más vigorosas, de todos
los tiempos. “Dejó a un lado la teología como principio último de
explicación” y “preparó el camino para los dos únicos espíritus
comparables a él en esta progresiva corriente del pensamiento”:
Descartes y Newton.
(en su “Los fundamentos metafísicos de la ciencia moderna”, 1960, cap.
III). Por eso en la mencionada carta a la Gran Duquesa, piensa “que en
la discusión de los problemas naturales, no debemos empezar con la
autoridad de la Escritura, sino con los experimentos y las demostraciones
necesarias. Y Dios no se nos aparece menos admirablemente en las acciones
de la Naturaleza que en las sacras palabras de la Escritura”. “Individuo
excepcionalmente talentoso, fue también petulante, burlón y obcecado”
escribe Nora Bär (en rev. “La Nación”, 1-11-92) sobre el científico
italiano. Éste ha sido
reivindicado por la Iglesia Católica cuatro siglos después, en 1992, por
Juan Pablo II, considerándolo “más perspicaz en la interpretación de
la Escritura que sus adversarios teólogos”; aunque desde 1820 con Pío
VII se lo rehabilitó en su genialidad cienítifica y sabiduría de
creyente, y Paulo VI ordenó el estudio del caso célebre a la
Pontifica Academia de Ciencias (Lucila Castro: “Ciencia y Fe: G.”, en
rev. “La Nación”, 23-11-1980; E. Febbro: “G. va al cielo”, en
“Página 12”, 1-11-92). Junto con Lutero
(1483-1545), Descartes (1596-1650), Gutenberg (1397?-1468)... G. encarna
el Espíritu de la Modernidad, la base
de la Reforma, según S.: “La reforma religiosa del siglo XV,
tiene por fundamento, a más de la manera de razonar
del sajón, un programa general de la razón humana, con el
Renacimiento, que se componía de las Cruzadas, los autores griegos
descubiertos, la imprenta, el telescopio, la gravitación de la tierra
verificada”. Los nombrados son los ilustres “desquiciadores” “del
antiguo programa mediterráneo y asiático de las ideas antiguas” (en
“Conflictos y armonía de las razas en América”, 1883, tomo 37-vol. I).
“He aquí el origen del movimiento más asombroso, más fecundo, más
irresistible, dado a la inteligencia humana, acabando por las ciencias
experimentales, la matemática y la química cuando de hechos naturales se
trata...”. El alma grande de
Galileo dinamiza y dirige los planes del Estadista sanjuanino. Oficia
formidablemente de guía de su acción, de imperativo de autonomía y
racionalidad de pensamiento y obra. Otro famoso intelectual
toscano, paradójico y enciclopédico, Giovanni Papini (1881-1956) hace
exclamar al coterráneo en su
“Juicio Universal” (1940-1956, cap. “Sabios”): “Fui como el
primer navegante solitario en medio
de mundos arcanos y estupendos, antes de mí, no conocidos y ni siquiera
adivinados”. “Aun hoy me vuelve al pensamiento la dulzura admirable de
aquellas noches lejanas, cuando las fúlgidas escrituras de Dios se abrían
con nuevos signos y caracteres ante mis ojos arrebatados, ante mi espíritu
en éxtasis”. Defensor incansable de sus convicciones, como escribe
Papini en su “Cielo y Tierra” (1943), cap. II: “a cara descubierta en tiempos
adversos y peligrosos”, con
impar coraje y con asombrosa
veracidad. Propone
una desacralización de Galileo, monumento de la posteridad, así como J.
Ortega y Gasset propuso la de Goethe en su “G. desde dentro” (1932).
Aunemos definitivamente
una visión galileana y sarmientina
desde dentro, desde el núcleo de su persona. En
el argentino destaquemos al artista, el hombre íntegro, al
provinciano sensible y humanísimo, al medularmente metafísico, al
contradictorio polemista, al racionalista implacable.... En el otro, señalemos
al músico, al toscano ingenuo, al conversador álacre, al espíritu
“puro y sin doblez”, al escritor elegante, al jocoso discutidor y al
indoblegable estudioso (consúltese “S. entre dos fuegos” de Luis
Franco, 1968; “S., hombre de acción” por M. Sánchez Sorondo, en rev.
“Sur”, n° 341, jul.-dic.
1977). En 1854 traduce S. el
libro de M. Figuier “Exposición e Historia de los descubrimientos
modernos” y lo hace
imprimir en Santiago de Chile por su yerno, Julio Belin, en dos tomos,
para difundirlo en las Bibliotecas Populares y promover el conocimiento e
interés por la Ciencia entre las mayorías ciudadanas. Escribe una
excelente Introducción que con el título “Libros para Bibliotecas
Populares” se recoge en el tomo 12 de sus Obras, “Educación Común”.
También en el tomo 29, “Ambas Américas”, figura un escrito suyo en
igual sentido, sembrador y apóstol incansable de la Instrucci{on Popular:
“Espíritu de raza. Propagación de ideas”. En 1884, consecuente
con su labor misional y sus inquietudes docentes y políticas, tomó con
todas sus fuerzas el trabajo de formar un Convenio para traducir las
mayores obras del pensamiento de la época al idioma castellano y
diseminarlas en toda América hispanohablante. Léanse su “Convención
sobre fomento y propagación de publicaciones útiles”, y en los
tomos 30 y 35 de sus Obras: “Las escuelas base de la prosperidad y la
república en los Estados Unidos” y “Cuestiones americanas”
respectivamente. Cree firmemente y al
modo galileano, en la Ciencia como "“actitud mental"” como
principio pedagógico, para promover el desenvolvimiento de las
capacidades de observación y experimentación, que hacen avanzar la
Inteligencia, axiomas básicos de su filosofía Iluminista (M.A.Fernández:
"El tema del hombre en S.” en "Humanidades” tomo 37, Univ.
Nac. de La Plata, 1961; N. Márquez, "Lección del maestro y esencia
filosófica de sus ideas", en
Boletín n° 2, Instituto S. de Sociología e Historia, 1953). El autor de “Las
ciento y una” celebra las tesis y comprobaciones de G., cuando señala
que ha entrado “en la categoría de verdad práctica” la aseveración
de “que los sesenta millones de estrellas discernibles están cada una
en movimiento, que es lo que ha sucedido cuando se verificó y aceptó que
la tierra no estaba ‘inmovile in moedium firmamentum coeli’”.
“Todo se ha puesto en movimiento desde entonces”: es su meditación de raíz heraclitiana y transformista. “El
famoso ‘e pur si muove’ donado a Galileo, lo ha llevado al
Observatorio de Córdoba al cielo estelar, anunciando al mundo que ‘e
pur si muove’”. Enfatiza la labor del astrónomo de Pisa: “¡A cuántas
novedades pueden dar lugar estas ampliaciones de los grandes principios, o
más bien la transformación de un hecho parcialmente observado, en verdad
científica y principio universal”.
Ese hercúleo trabajo
de Liberador ha “abierto un universo de hechos, y el examen de unas
cuantas estrellas, revelado que estamos en el principio del comienzo del
estudio de la Creación” (R. Demarchi: “En el cielo las
estrellas...” y J. del Molino: “...Y se dividieron las aguas. S. y la
Ciencia”, en rev. “Ciencia y Técnica”, Boletín de la Secretaría
de Ciencia y Técnica, Bs. As., a. 5, n° 16, 1988). En 1853 había
traducido, comentado y editado en Chile “¿Por qué? O la Física puesta
al alcance de todos” por M. Levi Álvarez. Léase su artículo en “El
Monitor”, 15-1-1853, incluido en el tomo 28 de sus Obras, “Ideas Pedagógicas”.
“Felix qui potuit rerum congnoscere causas. ¡Feliz aquel que puede
conocer la razón de las cosas!”. Su objetivo es docente, popularizar
los conociemientos científicos convencido de que las ciencias físicas y
naturales son “el origen de todos los portentosos descubrimientos de
nuestra época” y ayudan al nacimiento y desarrollo de la razón en los
niños.
Igual labor emprende
con la edición del “Manual de la historia de los pueblos” del mismo
autor. Noble empresa de
genial animador cultural, típicamente sarmientina, pone en ella, según
le es peculiar y constante, toda su esperanza
en la Educación, en la divulgación de conocimientos útiles, para
construir desde la base la grandeza y solidez de la República (A.
Maiztegui: “La política científica de S.”,
en “La Nación”, 2-10-1994;
M.
Montserrat: “S.: su política científica”, en “Sur”. N°
341, jul.-dic. 1977). Su fiel relación con
la Ciencia se revela en su acción de gobernante avizor y en su creencia
acendrada en el Poder de la
información y el Conocimiento, como factor decisivo de progreso. S. es el más ferviente sostenedor de la valorización política,
educativa y filosófica de las Ciencias, en tierra americana. Lo
consideramos, por supuesto, procérico antecesor de Bernardino Rivadavia y
en grado eminente, como fundador de la Tradición Científica Argentina. Leopoldo Lugones
(1874-1938) refiere en su clásica “Historia de S.” (1911) que el
sanjuanino tenía un lugar preferencial en una de las salas de su casona
de la Calle Cuyo (hoy Sarmiento), “un cuadro que el dueño de casa
estimaba mucho, y cuya luz había arreglado él mismo por medio de un
mechero de gas: “Galileo ante la Inquisición” (ob. cit., ed. Bajel,
1945, p. 86). Ortega y Gasset se refiere a la trascendencia histórica de este acontecimiento, en 1933 en su “En
torno a Galileo”: “En junio de 1633, Galileo Galilei, de setenta años,
fue obligado a arrodillarse delante del Tribunal Inquisitorial en Roma y a
abjurar de la teoría copernicana, concepción que hizo posible la física
moderna”; “deplorable escena (la de la pintura que nuestro escritor
reverenciaba) originada, a decir verdad, más que en reservas dogmáticas
de la Iglesia, en menudas intrigas de grupos particulares” (Obras, tomo
5, ed. Alianza-Rev. De Occidente, 1983). El hombre
moderno vuelve a la Naturaleza, la valora y estudia; la física
galileana se constituyó “como ciencia ejemplar y norma de conocimiento
durante toda la Edad Moderna”. Siguiendo el sugestivo enfoque orteguiano
afirmamos que S. y G. fueron seres magnos que se adentraron en sí mismos,
que trabajaron para ahondar en su propia autenticidad, considerando el
lema “Servir a la Humanidad” como fundamento de su obra. Cada acto,
cada escrito los retrata en su integridad personalísima y en su intensa
humanidad. En su “Postille alle
esercitazoni filosofiche di Rocco filosofo peripatetico” declara el
toscano su experiencialismo y su racionalismo, con su habitual tono
pasional y honestidad grandiosa: “fui persuadido por la razón antes de
ser garantizado por los sentidos”.
“El método experimental no queda en los lindes de la inducción
baconiana ni de la deduccción cartesiana, sino que ofrece un conocimiento
cierto, en que la forma racional se adapta perfectamente a la materia de
la experiencia” (Rodolfo Mondolfo: “En el tercer centenario de
Galileo”, en “Sur”, n°
97 y 99, 1942).
En
sus “Opere” tomo VII, escribe que “De aquí se comprenderá
por ejemplos infinitos qué utilidad tienen las matemáticas para concluir
acerca de las proposiciones naturales y cuán imposible resulta filosofar
bien sin el auxilio de la geometría”. Es el mismo sentido de las
meditaciones de Descartes en sus “Principes
de Philosophie” :”todo el universo es una máquina donde todo se hace
por figura y movimiento”. Solo tienen carácter de “realidad
objetiva” las “determinaciones cuantitativas”, que son un
conocimiento “necesario”, “primi e reali accidenti”. El
conocimiento sensible es subjetivo, relativo, no
racional; la fundamentación de la Certeza reside en el
conocimiento objetivo, científico, comprobable. Contrariamente a la
observación cartesiana, no está ausente, en su obra de superior
intelectualidad, la meditación metafísica: “me parece existir en la
naturaleza una sustancia máximamente espiritual, sutil y veloz en sumo
grado, que se difunde por el todo el universo y penetra en todas partes
sin obstáculo y calienta, vivifica y convierte en fecundas a todas las
criaturas”. Y establece nítidamente la independencia entre Ciencia y
Fe, las dos verdades: “la sobrenatural” que satisface la vida práctica
de los hombres, y “la científica”, que descubre la realidad del
Cosmos mensurable. Este
distingo vigorosamente profesado por Galileo es según interpreta el crítico
y dantista Gherardo Marone, la partida de nacimiento de una nueva Cosmogonía
y el inicio de su drama vital (Marone: “Escritores de Italia”, 1946,
p. 15-21). “La filosofía está
escrita en este grandísimo libro que continuamente está abierto ante
nuestros ojos (digo: el universo), pero no puede entenderse si antes no se
procura entender su lengua y conocer los caracteres en los cuales está
escrito. Este libro está escrito en lengua matemática” (“Il
Saggiatore” 1623). Surge por primera vez una ciencia natural
exclusivamente cuantitativa. Aunque contrariaba a la “Profesio Fidei” del Concilio de Trento que inicia la
Contrarreforma, y a los principios rígidos de la Inquisición, del
Tribunal del Santo Oficio y el “Index Librorum Prohibitorum”, la labor
científica de G. ahondaba más
su ya honda religiosidad: “Así como me siento infinitamente admirado,
así infinitamente doy gracias a Dios de que se haya complacido en hacerme
a mí solo el primer observador de cosa tan admirable y mantenida oculta a
todas las épocas”. También a don Domingo,
capacidad de trabajo y vitalidad exuberantes, el ahondar en su tarea de
Estadista renovador y de propagador del Bien en todas sus formas según lo
concibió su prodigioso cerebro, lo hacía avanzar en su Fe en el mensaje
de Cristo, en su “cristianismo constitucional”, la caridad práctica
del político social. La gloria terrena
alumbró algunos de los días fastos
de estos dos grandes hombres. El reconocimiento de los ilustrados y
el fervor popular. Pero las horas nefastas fueron abundantes, en
incomprensión y calumnias. Es el riesgo del Genio, de ver con ojos más
potentes que sus coetáneos. La vida agónica, concebida como aventura del
pensamiento, la palabra polémica sostenida crudamente y con “los puños
llenos de verdades”. La mirada luminosa y atrevida. El desafío al
prejuicio inmovilizador. Ésas fueron las constantes en la magna gesta
histórica de la que fueron constructores. Léanse “La escuela
sin la religión de mi mujer” y las polémicas de sus “Artículos críticos
y literarios” de uno, o la “Historia y demostraciones sobre las
manchas solares”, o el “Discurso acerca del flujo y reflujo del mar”
del italiano, y se advertirá la vibración de la fibra fuera de lo común
de su sabiduría y por otra parte la tendencia belicosa y poderosamente crítica,
que primó en su vida y obra. Fueron “almas fáusticas” según el análisis sugerente de Oswald Spengler en su “La
decadencia de Occidente” (1918-1922). S. es el hombre que quiere vencer,
que lucha y establece acciones constructoras de la Nacionalidad. G., el
que ambiciona el Conocimiento, descubre, rectifica, precisa: “el
instinto fáustico, activo, de voluntad robusta, enderezado hacia el
futuro”. La tragedia
shakespeareana del Héroe, la dinámica de G., la
sarmientina, funcionan como ejemplos
de esa dirección raigal de
la Cultura de Occidente.: ”el occidental quiere reducir el mundo a su
voluntad”, “el inventor y descubridor fáustico es algo único. La
potencia primordial de su voluntad, la fuerza luminosa de sus visiones, la
acerada energía de su meditación práctica” (ob. cit., trad. M. García
Morente, tomo II). Concluimos que la figura histórica de Galileo adquiere valor modélico, posee entidad normativa, rectora, en la gestación y desarrollo de las ideas pujantes de Sarmiento. |
Guillermo
Gagliardi
Gentileza del blog "Sarmientísimo"
http://blogcindario.miarroba.com/info/95993-sarmientisimo/
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