Tiza
José Fuster Retali

Estaba aburrido. Las briznas de hierba le hacían cosquillas en la nuca, y el sol lo envolvía en un largo suspiro cálido que lo llevaba a la somnolencia. Se incorporó un poco para bostezar y estiró los brazos hacia atrás y arriba. Luego llevó las manos al rostro para restregarse los ojos y se quedó, de pronto, mirándolas asombrado. Eran azules, de un celeste intenso y luminoso. No dudó.

El sabía de dónde venía ese color.

Se levantó de un salto y entró corriendo en la casa. La madre estaba en la cocina batiendo algo en un bol de loza. Le mostró las manos como quien ofrece un regalo. Era un regalo.

- Mirá, me manché con cielo.

La madre se apartó un mechón que caía sobre su frente y lo premió con una sonrisa insípida.

- Cierto. Es un color muy parecido. ¿Dónde conseguiste esa tiza azul tan linda?

El insistió, un poco decepcionado.

- ¡Pero, no! Es cielo, te digo. Estiré los brazos y… así…

La madre se puso seria.

- ¡Por favor! Estoy muy ocupada, no puedo jugar ahora. Andá a lavarte las manos que ya vamos a comer. Fijate si llega papá.

Volvió al jardín irritado y confuso. "Tiza". Ojalá fuera tiza. Le ensuciaría las paredes de rabia. Pasó la mano por el asiento del banco de piedra. Por donde pasaba, la piedra se cubría de pequeñas flores multicolores. Arrancó una, apenas más grande que una violeta, y la enganchó en el cinturón. Siguió caminando. Sin saber por qué se puso el pulgar izquierdo en la boca. Sabía a ananá, a día de Navidad, a playa. Tocó la pared del frente, junto a la puerta de entrada. La pared se quejó, como molesta en su sueño. Después vibró como una lira y hubo una melodía casi inaudible. "Tiza", volvió a pensar. Se encogió de hombros y corrió a saludar al padre, echando las palmas hacia adelante.

- ¡Mirá, es barbaro! ¡Tengo cielo en las manos!

El padre frunció el entrecejo.

- ¡Por qué no estudiarás más en cambio de fantasear constantemente! ¡Cielo! ¡A quién se le ocurre!

Le revolvió el pelo, como restándole importancia a la reprimenda, y entró en la casa. El permaneció allí. Golpeó sus manos una contra otra y en lugar del chasquido habitual oyó una risa traviesa. Volvió a golpearlas, con más fuerza. "Ay", gritó alguien en alguna parte. Sonrió. Que importaba no ser creído. "A quién se le ocurre tener cielo en las manos", decía papá. A él, pues. Era una exclusividad, un honor. El entre todos.

La madre llamó a la mesa. Ocupó su lugar, como siempre. Se miró las palmas escondidas bajo el mantel y vio una mancha blanca que se extendía.

- Se va a nublar –musitó.

- A ver, mostrame las manos –dijo la madre. Y después: - No te lavaste. ¿Se puede saber cuándo harás caso a lo que se te dice? –El no respondió-. Te levantás ya mismo de la mesa y no volvés hasta que no tengas la piel brillante de tan limpia.

Cuando iba para el baño vio que el sol se había escondido. Afuera era casi gris. El ya sabía.

Dejó correr agua mucho tiempo. En un momento del primer trueno, se le desprendió una espuma azul que se fue perdiendo por la boca de desagote. Miró un buen rato las palmas, ahora rosadas, con los pulpejos arrugados por la acción del agua, se sintió estafado. "No era cielo, al fin".

Cuando volvió a la mesa y mostró sus manos limpias, la madre le sonrió.

- No sé cómo hiciste para darte cuenta de que iba a llover.

El guardó silencio. Tomó la servilleta y al acomodarla sobre sus rodillas sus dedos acariciaron un pétalo, tierno, ya un poco marchito al tacto.

Sin decir palabra corrió al jardín. Buscó el banco, con su piedra lisa y pareja. Tocó la pared callada, se dejó mojar sin importarle. Corrió en círculos buscando el lugar, el momento. Después se detuvo, dejó caer los brazos, levantó la cara, y mientras las gotas caían, tenaces y frías, sobre sus mejillas, gritó. Una sola vez.

Después comenzó a llorar mansamente.

José Fuster Retali

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