Ponencia presentada en el Seminar on the Acquisition Latin American Library Materials. Cartagena
de Indias, Colombia, 23-27 de mayo, 2003. |
La familia unida en la sociedad argentina: la tensión entre el mito y la realidad. José Fuster Retali |
Uno de los ejes fundamentales sobre los cuales se ha desarrollado gran parte de la producción cinematográfica, radial y televisiva argentina han sido las historias basadas en la vida familiar. Pese a los distintos avatares y a los graves problemas que el país atravesó a lo largo del siglo pasado y con los cuales ha entrado en la nueva centuria, fueran éstos tanto de orden político como económicos y sociales, la familia como institución, los afectos surgidos en su seno y las relaciones entre sus miembros se ha erigido para los argumentistas, y por su intermedio para el público, como un lugar de remanso en el cual y gracias al cual, se superan las divergencias, las crisis y los rencores personales, y donde finalmente triunfa el amor. Según Cecilia Milesi y Rodrigo Carvajal, se trata de dar (…)”la idea de una familia que impone sus formas y valores en todo o casi todo el espectro social. Una familia que, en tanto es una construcción imaginaria colectiva, dictamina, con la fuerza legítima que otorga su universalidad y su origen burgués, en lo concerniente a modos de comportamientos, criterios estéticos, roles familiares, actitudes, etc. En otras palabras, la familia como una ficción que modela sujetos, para su accionar dentro del ámbito familiar, pero especialmente para su actuación fuera de ella: en la sociedad“.[1] Sin embargo, esta visión idílica de las relaciones humanas, con tan honda raigambre en el imaginario popular, se da de bruces con una realidad de país que parece signado por las antinomias, y en el que el logro de una identidad de pensamiento y de objetivos se presenta como una tarea ciclópea y cada vez más inalcanzable. En este trabajo se procurará señalar esta tensión y tratar de descifrar algunas de las claves de estas visiones contrapuestas. Ya desde la prehistoria del cine sonoro, en la segunda película estrenada en 1933, Los tres berretines (Enrique Telémaco Sussini), se llevó a la pantalla un éxito teatral de Malfatti y de las Llanderas, cuya trama giraba alrededor de un padre (Luis Arata) rígido y conservador, en principio incapaz de comprender los “berretines” (término popular para definir la vocación) de sus hijos: el fútbol, la música y el cine. Obviamente , el triunfo de cada uno de los muchachos en el camino elegido lo llevaba finalmente a revisar su actitud y a transformarse en el más entusiasta de sus admiradores. Paralelamente se mostraba el afecto fraternal, a través del apoyo que cada uno de los hermanos brindaba a los otros, y la escena final restauraba la unidad familiar, reuniendo a todos los integrantes alrededor de la figura del padre, quien recuperaba su autoridad a partir de la comprensión y el amor. En ese mismo momento, el país atravesaba un amargo período de su historia: la llamada “década infame”, iniciada el 6 de septiembre de 1930 con el derrocamiento del presidente Hipólito Irigoyen por el golpe militar del general José Félix Uriburu y el posterior gobierno de Agustín P. Justo, época en la que hubo graves restricciones a las libertades individuales, duras represiones a los movimientos de protesta, negociados en perjuicio del país y una crítica situación económica. Nada de esto fue registrado por la pantalla de la época, en parte debido a la acción de la censura, y en parte porque se prefirió acudir a argumentos de segura repercusión popular, dirigidos fundamentalmente a las espectadoras, como las historias sobre amores contrariados, madres solteras o heroínas de trágico final interpretadas por Libertad Lamarque, estrella indiscutida del momento. Como un caso aislado de realismo puede señalarse la presencia de Puerto Nuevo (l936, Luis César Amadori y Mario Soffici), descrita por Manrique y Portela como “con estructura de comedia musical y el acento en la crítica social”.[2] En este film aparece por primera vez lo que entonces se llamaba eufemísticamente “villa de emergencia”, conocida con el cínico nombre de Villa Desocupación, en Retiro, antecesora de nuestras numerosas y superpobladas “villas miseria” de la actualidad. Pero la descripción de ese entorno social fruto de la crisis económica y de la carencia de empleo está suavizada por el tono romántico y optimista de la marcha de Hans Diernhammer y Francisco Canaro que abre la película. En la misma línea de crítica social pueden inscribirse Kilómetro 111 (1938,Mario Soffici), que incluía en su trama el apunte sobre los negociados que un grupo de poderosos terratenientes pretenden realizar en perjuicio de los pequeños agricultores de un pueblo de la provincia de Buenos Aires, y Prisioneros de la tierra (1939. Mario Soffici, sobre relatos de Horacio Quiroga), que describe las condiciones de trabajo infrahumanas de los mensúes en las plantaciones de yerba mate en el norte del país. Pero estos ejemplos distan mucho de marcar una tendencia, puesto que lo habitual es que la realidad cotidiana esté ausente de la producción cinematográfica. Esto queda demostrado en uno de los mayores éxitos de público de la década, y que se ha convertido en un clásico del cine nacional: Así es la vida, (1939, Francisco Mujica). También basada en un añejo éxito teatral de Malfatti y de las Llanderas, Así es la vida se transformó en el paradigma de lo que deberían ser de allí en más las películas centradas en la historia de una familia. Su argumento abarca treinta años, desde comienzos del siglo XX hasta la casi contemporaneidad con su filmación, y relata los diferentes acontecimientos que van jalonando la vida de una familia porteña, dejando a cada paso, más allá del tono intimista y cálido de la narración, fuertes pautas morales respecto de cómo debían ser las cosas. Los roles familiares están claramente asignados: la autoridad indiscutida del padre, sostén económico del hogar; la ternura de la madre, guardiana del ámbito privado y de la virtud de sus hijas mujeres; la sujeción sin cuestionamientos de éstas a la figura del hombre, representada primero por el padre y luego por sus esposos; la defensa de los valores tradicionales, encarnados en la hija que queda solterona porque su novio, de ideas socialistas, rehúsa casarse por iglesia, y por lo tanto se niega a santificar su unión, etc. En un trabajo anterior[3] desarrollé extensamente la problemática de los roles femeninos presentados en esta película. Puede agregarse respecto de la influencia de la religión en el hogar, el siguiente párrafo que sin duda resultará aclaratorio:”(…)Si el arte de vivir juntos es de entre todas las artes la más grande, y si la felicidad mayor y más duradera depende de tal arte, y si la forma de practicarla con éxito descansa sobre el carácter, el asunto más importante de todos es cómo obtener el carácter. La forma más segura es por medio de la religión, y de la religión practicada en el hogar.(…) Yo prefiero pertenecer a la iglesia antes que a cualquier otra organización, sociedad o club, y prefiero ser miembro de una iglesia mucho más que el recibir cualquier honor o distinción en el mundo”[4]. Leída bajo los preceptos de la educación judeocristiana, la secuencia final de la película, con el reencuentro de sus miembros alrededor de la mesa familiar, remite a la frase aprendida en el Catecismo:”La familia que reza unida permanece unida”. Sin duda, esta extensa cabalgata a lo largo de treinta años debería incluir también los cambios concomitantes de la sociedad y la manera en que éstos influirían en los comportamientos individuales, Nada de esto ocurre, sin embargo. El paso del tiempo está dado por los cambios de vestuario y el envejecimiento o la muerte de algunos personajes; la política sólo es motivo de comentarios laterales, a partir de las corruptelas de comité del personaje del tío, o por la aparición de las nuevas ideas izquierdistas ( al estilo argentino) que profesa el novio de la protagonista; la Primera Guerra Mundial merece nada más que una referencia aislada respecto de su impacto sobre los negocios del jefe de familia, y los nuevos tiempos, la “modernidad”, se definen en el hecho de que el personaje de la nieta conduzca su propio automóvil y no se muestre tan dispuesta como su tía, la desdichada solterona, a permitir la intervención de sus padres en la elección de su pareja. No hay otras referencias a la realidad exterior; para el universo amniótico de esa familia modélica no han existido ni la Semana Trágica de 1919, con su feroz represión a las manifestaciones obreras, ni la interrupción del orden institucional, ni la pobreza que padecen vastas capas de la sociedad durante la crisis del ’30, ni el asesinato del senador santafecino Enzo Bordabehere, en pleno Congreso de la Nación, ni el posterior suicidio de Lisandro de la Torre.[5] Nada, en fin que remitiera a un país real, a una problemática que permitiera que se nos identificase y conociese más allá de las fronteras de nuestro territorio. Para la misma época que la película mencionada, surge en la radio la que se transformaría, a lo largo de más de dos décadas, en la familia argentina por antonomasia- siempre según el retrato hecho por los argumentistas, claro está. Nos referimos a Los Pérez García, un programa diario de quince minutos de duración que describía la vida cotidiana de una familia de clase media. La audición se trasmitía por Radio El Mundo a las 20:15 hs[6], y sus libretistas fueron, en los primeros tiempos Oscar Luis Massa, y luego Luis María Grau. Según
este último, La descripción es exacta. El programa se mantuvo en el aire hasta 1966, e incluso tuvo su versión cinematográfica: Los Pérez García (1950, Fernando Bolín y Don Napy) .Durante este prolongado lapso, los integrantes de esta familia tipo- padre, madre, un hijo y una hija, más una mucama que prácticamente era “una hija más”, y que, quizás como símbolo de la movilidad social existente en la época, terminaba por casarse con el señorito de la casa, lo cual además fortalecía el carácter endogámico de los vínculos- no tuvieron otras preocupaciones que las enfermedades, las rencillas hogareñas, algunas travesuras del hijo durante su soltería, los disgustos matrimoniales o derivados de la maternidad por parte de la hija, o alguna desinteligencia fácilmente subsanable con los amigos. Sin embargo, todos estos accidentes domésticos eran tan numerosos que en el habla popular se acuñó la frase “tener más problemas que Los Pérez García” para definir a una persona en una situación complicada. Empero, para ellos, como para los personajes de Así es la vida, no existieron ni Hitler, ni el holocausto judío, ni la bomba atómica en Hiroshima, ni el quiebre en la historia de la política argentina que significó la multitudinaria manifestación obrera del 17 de octubre de 1945, con el posterior ascenso del peronismo al poder, ni la muerte de Eva Perón, ni la caída de Perón en septiembre de 1955- como dato anecdótico, vale mencionar que en ese preciso momento la principal preocupación de la familia se centraba en el casamiento de la criada Mabel con el “niño” Raúl- ni los demás acontecimientos que fueron marcando el país hasta el derrocamiento del presidente Arturo Illia y el comienzo de la dictadura del general Juan Carlos Onganía, en 1966, contemporáneamente con el fin de la saga. Apenas si la vida real los golpeó inesperadamente cuando el 20 de noviembre de 1955 falleció el actor Martín Zabalúa, quien encarnaba a don Pedro, el padre. Como correspondía al mandato que la religión y las costumbres tradicionales exigían a toda “mujer decente”, su esposa en la ficción adoptó una digna viudez sin siquiera pensar en rehacer su vida. Pero como la figura paterna no podía estar ausente de la estructura familiar, el autor creó inmediatamente el personaje de un hermano del muerto, el tío Juan (Alfredo Marino), quien asumió la responsabilidad de comunicar el consejo sabio y la palabra serena cuando la situación lo ameritase. Resulta difícil explicar la persistencia de este extrañamiento de la realidad. Probablemente una de sus causas, aunque sin duda no la única, resida en las rígidas disposiciones de la censura radiofónica de la época. En el Boletín Oficial del 28 de mayo de 1946 aparece un Manual de Instrucciones entre las cuales “se prohíbe terminantemente los asuntos donde se traten temas históricos, que emitan opiniones o que sean realizados de manera tal que no se ajusten a las más estrictas reglas de objetividad y equidistancia”, así como “se imponen normas de cordura y moderación a los temas personales que se lleven al micrófono”.[8] Lo que no deja de resultar cuanto menos curioso es que, ante los graves enfrentamientos que se sucedían casi continuamente- el bombardeo a la Plaza de Mayo del 16 de junio de 1955, organizado por la Marina como un primer intento de acabar con el régimen peronista, y que dejara innumerables víctimas entre los civiles que circulaban desprevenidos por la zona; la Revolución Libertadora que finalmente derrocara a Perón; el fusilamiento del general Valle junto con militantes peronistas el 9 de junio de l956, ordenado por el general Pedro Eugenio Aramburu como represalia a un frustrado golpe contra las autoridades militares; la proscripción del peronismo en las elecciones presidenciales de l958, en las que resultara ganador el radical Arturo Frondizi; las luchas entre “Azules” y “Colorados”, dos sectores antagónicos del Ejército a comienzos de l963; la manera humillante en que el presidente Illia fuera expulsado de la Casa de Gobierno[9]; la represión injustificada contra científicos y estudiantes que dispusiera Onganía al invadir las aulas universitarias en la tristemente célebre “noche de los bastones largos”, etc.- la ciudadanía permaneciera como anestesiada y no exigiera a los medios de comunicación una mayor participación, un verdadero anclaje en los problemas de la Argentina real. Acaso en esa falta de compromiso tanto de autores como de audiencias se estuviera incubando el germen del “Yo no sabía nada” con que gran parte de la sociedad buscó defenderse cuando comenzaron a conocerse las gravísimas violaciones a los derechos humanos que caracterizaron al Proceso de Reorganización Nacional (l976-l983). Dentro de la visión reconfortante que busca instalar a la familia como compendio de los afectos verdaderos, también pueden inscribirse las películas de Luis Sandrini La casa grande (l953, Leo Fleider) y Cuando los duendes cazan perdices (l955, Luis Sandrini, versión de la obra teatral de Orlando Aldama que el mismo actor convirtiera en éxito durante cinco temporadas consecutivas). En ambos films, el personaje del actor, uno de los cómicos de más prolongada trayectoria y mayor predicamento popular en la historia del cine argentino, era prácticamente el mismo: el hijo mayor, soltero, que sacrifica o posterga su realización personal en aras de la felicidad de su madre y del bienestar del resto de la familia. Curiosamente, en las dos películas citadas, como en otras de su vasta filmografía, la figura del padre está ausente y su rol se desplaza al hijo, quien establece con la madre una díada peculiar: a la vez materno-filial, pero con características de pareja en la distribución de responsabilidades. Tanto en La casa… como en Los duendes… los esfuerzos del hijo parecen caer en el vacío al chocar con el egoísmo del resto del grupo familiar. En el primer caso, es traicionado por uno de sus hermanos, quien lo complica en un hecho delictuoso que incluso lo envía a la cárcel. En el segundo, su hermano menor, quien ha sido criado por una familia rica a raíz de la muerte de su padre, se niega a reconocer su origen y a aceptar como tal a su verdadera madre. Por supuesto, el desenlace es optimista; luego de tantas angustias, llega para el protagonista el momento en que sus renunciamientos y lealtades son reconocidos por sus parientes, y al fin de la historia logra reunificar a la familia dispersa y obtiene además, la felicidad personal y el amor de una mujer con la que, a su vez, fundará una nueva familia. Para la misma época, Alberto Migré, prolífico autor radioteatral y luego televisivo, y uno de los mejores en el manejo del lenguaje popular, presentó un producto también basado en el esquema clásico familiar, pero novedoso y audaz respecto de los temas tratados. En casa de los Videla (1956), contaba con un elenco de primeras figuras encabezado por la primera actriz Luisa Vehil, y se atrevía a plantear aspectos inéditos dentro de la dinámica familiar: la rutina en la relación matrimonial, las dificultades de comunicación entre padres e hijos, el despertar del sexo en los adolescentes, la atracción de una de las hijas hacia un hombre mayor, etc. El planteo resultó demasiado atrevido para los cánones del momento: el programa se trasmitía a las 20:30 hs., y para la familia tradicional era incómodo que se cuestionaran sus pilares básicos a la hora de la cena. Sobre este tema, el mismo autor comenta:”Sé lo difícil que es escribir sobre la felicidad. Si los protagonistas de una novela están bien y están contentos…y si se les solucionan todos los problemas… ¿qué contar de la vida de ellos?”. Y agrega:” El público no toma identificación con un mundo que, a pesar de que existe, le parece distante. Hay más románticos que los que lo confiesan. Nada moviliza tanto como el amor de una pareja (…) lo tradicional tendrá vigencia siempre”.[10] Por lo tanto, pese a sus méritos de libro y actuación, la historia no tuvo éxito y fue prontamente reemplazada por Son cosas de esta vida, comedia escrita por un autor “confiable” como Abel Santa Cruz, que volvía sobre la estructura ya conocida-padre, madre, abuela comprensiva e hijo travieso- y que se mantuvo varias temporadas en el aire y, a partir de 1959 también varios años en televisión. Nuevamente se elegía dar la espalda a la realidad- lo cual es definido con acierto por el filósofo y escritor Oscar Landi como”(…) ficciones de cohesión social en un país desgarrado socialmente. La gente expresa cierta demanda de sociabilidad, de contacto, de solidaridad, desde una situación de mucho desgarramiento social”.[11] La búsqueda de un reaseguro emocional con el cual protegerse de este ”desgarramiento social” al que hacíamos mención, aun a riesgo de negar lo evidente, puede verse también en las reacciones que produjeran antes y después de su estreno películas como Barrio gris (1954, Mario Soffici, sobre novela de Joaquín Gómez Bas) y El secuestrador ( 1957, Leopoldo Torre Nilsson). Ambas películas narraban historias que presentaban una serie de personajes relacionados con el hampa o la prostitución, y carentes de principios morales. En el caso del trabajo de Soffici, pese a que había sido filmado en un barrio de emergencia de Sarandí, a diez minutos de la capital, se le obligó a insertar al comienzo del metraje un comentario que mostraba que en la actualidad esas zonas ya no existían. Esta inclusión fue atribuida, no sin razón, a la férrea censura ejercida sobre el cine durante el gobierno peronista, al que molestaba cualquier tipo de visión crítica, especialmente en el plano social, que era uno de los pilares de su plataforma ideológica, si bien la intensidad de la migración interna hacia Buenos Aires había hecho que proliferasen estos núcleos habitacionales periféricos. Pero respecto de la película de Torre Nilsson, ambientada en un villa miseria, es interesante reproducir los conceptos de Domingo Di Nubila, uno de los más importantes comentaristas del cine nacional, luego del estreno de la misma:” No alcanzo a adivinar qué propósitos tuvo este film resueltamente negro (…) con un diálogo abundante en comentarios canallescos y el ambiente de una Villa Miseria. La película produjo el mismo efecto que causa en toda persona normal cualquier espectáculo de morbosidad, truculencia, inmoralidad, repugnancia y sacrilegio, que sólo se justifican en cine cuando encuentran su expresión poética, estética o dramática, o cuando sirven a algún propósito reconocible.”[12] Una vez más, por lo tanto, lo rechazante no consistía en que las Villas Miseria existiesen, sino en que se las mostrase. Pocos años antes, en la Italia devastada por la guerra, el neorrealismo estallaba creando un verdadero renacimiento cinematográfico con el simple hecho de mostrar seres y problemas reales. Esa postura hacía decir a uno de sus gestores, el guionista Cesare Zavattini: “La necesidad más aguda de nuestra época es la atención social. Cuando alguien, ( sea el público, el estado o la iglesia),dice Basta de Pobreza, es decir, basta de films sobre la pobreza, está cometiendo un pecado mortal. Se está negando a comprender, a aprender. Y cuando se niega a comprender, consciente o inconscientemente, está eludiendo la realidad.”[13] En la Argentina, la industria cinematográfica dedicada exclusivamente al entretenimiento, parecía no tener miedo a pecar.. Las palabras de Di Nubila resultan doblemente sorprendentes, cuando se recuerda que en otro lugar de la misma obra reproduce los siguientes conceptos de Gian Luigi Rondi: “El cine refleja el tiempo y el país en que florece. Por lo tanto, es posible afirmar que los films realizados con un cierto empeño representan a hombres que, en una época y un país determinados, viven, sufren y trabajan. El cine no puede contarse entre las artes fuera del tiempo…Vive con la vida misma del espectador, nace de su corazón y de su sentimiento, adopta sus mismas modas. Sin embargo, esto no quiere decir que el cine sea esclavo de la moda, pero si no refleja el momento exacto en que se realiza, no tendrá espectadores; si aparece distinto del hombre y de sus modos, éste deja de escucharlo y su mensaje cae en el vacío.”[14]. El comienzo de la década de 1960 trajo consigo la popularización de la televisión, y su inclusión en los hogares modificó a la vez los criterios de producción del mundo del espectáculo y la dinámica familiar. La televisión se mostró como un formidable medio de comunicación, convirtiéndose en un serio competidor del cine y desplazando a la radio como centro de reunión hogareña. Los radioteatros y las comedias costumbristas que tanto éxito tuvieran hasta la década anterior, con la magia de la imaginación del oyente dando cuerpo y rostro a esos seres que le llegaban sólo a partir de la voz, son vencidos por el nuevo medio. Ahora los personajes tienen rasgos definidos, son presencias “reales” que se incorporan como un miembro más del entorno familiar, e incluso se altera la disposición de los comensales alrededor de la mesa para que todos tengan acceso a la contemplación del nuevo integrante, que ahora ocupa simbólicamente la cabecera, en el lugar que la tradición reservaba al padre. Es así que surgen nuevas historias: el teleteatro se entroniza en las tardes, como compañía del ama de casa, y a la hora de la cena, que congrega al grupo en pleno, triunfan los shows musicales y las comedias familiares. Dos ejemplos se destacan sobre el resto, debido tanto a su repercusión popular como a su permanencia en pantalla: Dr. Cándido Pérez, señoras, escrito por Abel Santa Cruz, y La familia Falcón, sobre libretos de Hugo Moser. Las dos tuvieron su correspondiente versión cinematográfica, Dr...(l962, Emilio Vieyra) y La familia…(l963, Román Vignoly Barreto) sin alcanzar el éxito de sus presentaciones televisivas. Ambas basaban sus historias sobre el engranaje familiar, si bien con diferencias formales. La primera- médico ginecólogo viudo con hija adolescente, su segunda esposa, la madre de ésta y una criada entrometida y torpe- prefería centrarse en los intentos donjuanescos del protagonista masculino, obviamente destinados al fracaso, y contemplados por el resto de la familia con una mirada entre comprensiva y resignada, apoyada en el criterio tradicional de que “el adulterio en el hombre es un desliz y en la mujer un pecado”, que había marcado la ideología de gran parte de la producción cinematográfica argentina de las décadas previas.[15]. Por su parte, La familia Falcón tomaba su nombre del nuevo modelo de automóvil que la empresa Ford Motor Argentina, auspiciante del programa, lanzaba a la venta en ese momento (l962). La canción que acompañaba los créditos de presentación, escrita por Lucio Milena y entonada por el conjunto Los cinco latinos, entonces muy en boga, describía a la vez la composición de la familia y la capacidad del nuevo vehículo.”Juntitos, juntitos, un hombre con su esposa, cuatro hijos y hasta un tío solterón.” En este caso, en algunos episodios se evidenciaba tibiamente cierto intento de crítica social-problemas de empleo, carestía, una pizca de conflicto generacional entre las ideas abiertamente conservadoras de los padres y los cuestionamientos de los más jóvenes, en especial por parte del hijo “intelectual”(estudiante universitario)- pero todo se resolvía con un sano consejo o un instante de reflexión previo al final del capítulo, gracias al cual los hijos aprendían a valorar el peso de la experiencia de los mayores y, a la vez, se tranquilizaba la conciencia de los televidentes que sentían que el “statu quo” no corría ningún peligro. En síntesis, nada que hiciese pensar que, puertas afuera, existía un país real con graves problemas no resueltos. Esa misma realidad que, independientemente de la voluntad de libretista o anunciante, se impondría brutalmente en la década venidera y haría que se identificara al Ford Falcon como el auto en el cual, sin patentes identificatorias, las fuerzas parapoliciales se llevaran –“juntitos,juntitos”- a gran cantidad de los detenidos-desaparecidos durante los años terribles del Proceso de Reorganización Nacional. Los días 29 y 30 de mayo de 1969 se produjo en la ciudad de Córdoba una revuelta que fue conocida como “el Cordobazo”. Fue una protesta popular en la que participaron numerosos sectores sociales, si bien los que tuvieron mayor protagonismo fueron las organizaciones gremiales y los estudiantes universitarios. En este hecho se expresaron muchas demandas sectoriales puntuales, pero también un desacuerdo global con los lineamientos económicos y políticos del régimen militar instaurado por el general Onganía en 1966. La protesta desbordó a las fuerzas policiales y fue necesaria la participación del Ejército,[16] quien reprimió con una violencia inusitada, dejando un saldo de dieciséis muertos y grandes daños materiales en el centro de la ciudad. El Cordobazo representó la primera manifestación masiva de oposición a un gobierno de facto, y marcó el principio del fin para el onganiato. Al año siguiente, también en mayo, el general Pedro Eugenio Aramburu, uno de los jefes de la Revolución Libertadora que derrocara a Perón en 1955, y responsable de los fusilamientos del general Valle y de los militantes peronistas en junio de 1956 en la localidad de José León Suárez, fue secuestrado y posteriormente asesinado. La acción fue reivindicada por los Montoneros, un grupo nacionalista de derecha que se identificaba con el peronismo y que de esta manera hizo su primera aparición pública, iniciando el período de lucha armada que caracterizaría a la década siguiente. Ambos hechos motivaron la caída de Onganía, quien fue reemplazado por el general Roberto Marcelo Levingston el 18 de junio de 1970. El nuevo presidente era un hombre de bajo perfil, prácticamente desconocido en el país, quien en el momento de su designación se desempeñaba como agregado militar en la Embajada Argentina en Washington y como representante ante la Junta Interamericana de Defensa. Su presidencia fue breve, ya que su carácter legalista no fue bien visto por sus camaradas de arma, quienes lo reemplazaron a su vez, el 23 de marzo de 1971, por el general Alejandro Agustín Lanusse, comandante en jefe del Ejército. El gobierno de Lanusse tuvo rasgos por lo menos contradictorios. Mientras se aflojaba la censura hasta entonces rígida y se permitía el estreno de películas que habían estado prohibidas en los años anteriores, tales como Fellini-Satyricon (1969, Federico Fellini) y Teorema (l969, Pier Paolo Passolini), se reanudaba la actividad política partidaria y se convocaba a elecciones en las cuales el peronismo podría presentarse por primera vez sin estar proscripto desde 1955; mientras Perón regresaba al país luego de diecisiete años de exilio y era recibido por una multitud que lo aguardaba bajo la lluvia; al mismo tiempo el gobierno era responsable del fusilamiento de diecinueve militantes subversivos detenidos en la cárcel de la base naval de Trelew, en el sur del país, en lo que se quiso hacer aparecer como una fuga, y se incrementaban los atentados y los hechos de violencia por parte de los grupos opositores. “Subrepticiamente, comenzó a hacerse un cine que participaba de esa oposición, desfogando ansiedades de reivindicación política y testificando con urgencia injusticias del pasado y del presente. Desafiados a recurrir a formas no tradicionales de producción y exhibición, quienes optaban por este camino asimilaban el reto a su ideario.”[17] Dentro de las más importantes podemos mencionar Los traidores (1972-73, Raymundo Gleyzer) sobre la corrupción y el colaboracionismo de un sindicalista; Operación masacre (1972, Jorge Cedrón, sobre la novela-investigación de Rodolfo Walsh acerca de los fusilamientos de J.L.Suárez) y, sobre todo, La hora de los hornos ( l966-1968, Fernando Solanas), sobre guión de Solanas y Octavio Gettino, miembros del grupo Cine y Liberación, que sostenía en su ideario: “Importa más llegar a un solo hombre con la verdad de una idea, que a diez millones con una obra mistificadora. Aquélla libera: lo otro es ignominia.”[18].La hora de los hornos fue un fresco monumental, de 264 minutos de duración, “un film emblemático de la resistencia peronista, concebida como.: denuncia del colonialismo en Latinoamérica y una llamada a la lucha armada.(…) Más allá de su valor histórico, interesa por su enorme trabajo de relevamiento en todo el país y la utilización de material de fuentes tan diferentes como fragmentos de cortos, reportajes y documentales.” [19] El destino de estas películas y de sus realizadores fue similar: los films fueron prohibidos o exhibidos fuera del circuito comercial, en forma clandestina o generalmente con mucha demora desde su filmación. Raymundo Gleyzer y Rodolfo Walsh integran las listas de desaparecidos durante el Proceso, y Solanas, Gettino y Cedrón debieron optar por el exilio Cedrón murió en París, donde se había refugiado, el 4 de junio de l980.[20] Pero mientras el país se desangraba en los enfrentamientos más violentos de las últimas décadas, el cine comercial y la televisión se mantenían en un limbo de irrealidad. En 1972 se estrenaba La sonrisa de mamá (Enrique Carreras), un melodrama con canciones en el que Palito Ortega luchaba por vencer los egoísmos de sus hermanos, y el suyo propio, para volver a nuclear a la familia alrededor de su madre (Libertad Lamarque), víctima de una enfermedad incurable. Por su parte, el mayor éxito televisivo del momento era Los Campanelli, un programa semanal- se trasmitía los domingos a mediodía- sobre libretos de Héctor Masselli, cuya trama desarrollaba los avatares de la familia de un italiano radicado en Argentina, casado y con cuatro hijos, cuyos mínimos conflictos se resolvían a la hora del almuerzo, con la llegada de la fuente de tallarines .Su única incursión en algo parecido a la realidad fue el hecho de incluir como actriz, durante algunos capítulos, a Fabiana López, una joven provinciana de muy escasos recursos, quien alcanzara fugaz notoriedad al ser abandonada por su pareja Mercedes Negrete, un albañil paraguayo que ganara una suma millonaria en el concurso de pronósticos deportivos PRODE. La ideología del programa se resumía en la letra de la canción que acompañaba los créditos, una alegre tarantela que predicaba que “no hay nada más lindo que la “famiglia unita”, unida por los lazos del amor”. La repercusión de esta historia fue tan grande que justificó que se los hiciera protagonizar dos lamentables versiones cinematográficas, El veraneo de los Campanelli (1971) y El picnic de los Campanelli (1972), ambas dirigidas por el infatigable Enrique Carreras, quien insistiría en su exaltación de la institución familiar con La familia hippie (1971), que sólo ostentaba como rasgo de “hippismo” el hecho de que suegra y nuera estuvieran embarazadas al mismo tiempo, y que no era otra cosa más que la pretendida modernización de una comedia teatral de Carlos Llopis, La cigüeña dijo sí, que él mismo dirigiera en 1955. La particular situación del país a comienzos de los años 70, con la población sensibilizada por los hechos de violencia y altamente motivada por la proximidad del proceso electoral, hizo que proliferaran en televisión los programas políticos y de opinión, tales como Tiempo Nuevo o Derecho a Réplica, conducidos por periodistas entre los cuales se puede mencionar a Bernardo Neustadt, Mariano Grondona y Hugo Gambini. En ellos, los políticos de distintos partidos exponían sus plataformas preelectorales o participaban en mesas de debate sobre temas de la actualidad. Empero, este interés no se trasladó a los productos de ficción, los que siguieron transitando por los carriles habituales. Sin embargo, un teleteatro de 1972, Rolando Rivas, taxista, escrito por Alberto Migré, pareció en sus primeros capítulos establecer un mayor nivel de compromiso con la realidad. En efecto, el personaje protagónico masculino, que daba nombre al programa, tenía un hermano militante en una célula subversiva, a consecuencia de lo cual su casa era allanada y él resultaba muerto por la policía en el enfrentamiento. Esto llevaba a Rolando a expresar su dolor con el siguiente texto: “¿Quién
era? ¿Cómo es posible que de pronto entró a querer matar gente hasta
que lo mataron? (…) Peronistas, comunistas,
radicales…conservadores…hasta militares…no hay uno…que no diga lo
mismo. Tiene la precisa para que el país cambie, se levante. Para que
mejoremos. Para que haya progreso, se terminen las coimas…bajen los
precios, suban los sueldos, ¡y la mar en coche, vieja! Para que nadie esté
desconforme y ponga una bomba…para que no haya afanos ni
desaparecidos…(…) Entonces, si pensamos igual, si estamos de acuerdo,¿por
qué cuesta tanto entendernos y salir realmente adelante? ¿Por qué?[21] Lamentablemente, pese a aportar hálitos de autenticidad en el lenguaje y en la descripción de ambientes populares, tales como la barra del café o la solidaridad en el comportamiento del gremio de taxistas, el desarrollo posterior del teleteatro siguió por los carriles habituales, contando la historia de un Ceniciento al revés, muchacho pobre enamorado de chica rica, etc, etc. Las elecciones de marzo de 1973 fueron ganadas por el peronismo por una abrumadora mayoría, que dio el triunfo a la fórmula que encabezaba el Dr. Héctor J.Cámpora, un médico fiel seguidor de Perón desde los inicios del movimiento. Este renunció a los tres meses, lo cual permitió que se convocara a un nuevo comicio, en el mes de septiembre, donde, ya sin condicionamientos de ninguna índole, el anciano líder volvió a tomar el poder, acompañado por su tercera esposa, María Estela Martínez, “Isabelita”, como vicepresidente. El regreso a la democracia pareció traer aires renovadores en el campo del espectáculo: se filmaron algunas buenas películas, se ganaron mercados en el exterior y lauros en festivales internacionales, e incluso una de ellas, La tregua (1974, Sergio Renán, sobre la novela de Mario Benedetti) llegó a ser nominada para el Oscar de la Academia de Hollywood a la mejor película extranjera- premio que finalmente recayó en Amarcord, de Federico Fellini. El caso de La tregua ilustra el cambio que se producía en las ideas de la época. La obra trata sobre un oficinista cincuentón, viudo y con hijos grandes, quien cree encontrar una segunda oportunidad amatoria en una compañera de oficina, mucho más joven que él Esta pequeña historia de melancolías no hubiera podido ser filmada años atrás, por la manera crítica en que enfoca las relaciones entre padres e hijos- el hijo mayor, que se siente frustrado por su falta de futuro, se enfrenta con el padre y le dice “Cuando te miro me veo en un espejo que adelanta”-y por el hecho de que es la primera vez que un film argentino se ocupa abiertamente del tema de la homosexualidad, ya que el menor de los hijos lo es, y por ese motivo abandona la casa familiar. La película suaviza la homofobia de la novela original, aunque sin evitar que la elección sexual del joven aparezca como un fracaso de la educación recibida de su padre- el típico “¿qué hice mal para tener un hijo así?”- y castiga al “infractor”aislándolo de sus afectos. Sin embargo, y pese a lo antedicho, no existen en el cine argentino antecedentes de que un personaje con esas características fuera presentado desprovisto de los rasgos afeminados o caricaturescos con los que había aparecido hasta el momento, y evita el prejuicio fácil y moralista del “entre nosotros esas cosas no pasan”. En la misma línea demitificadora, Boquitas Pintadas (l974, Leopoldo Torre Nilsson, sobre novela de Manuel Puig), muestra, apelando a los recursos del folletín y el radioteatro, una crítica feroz a la hipocresía y la doble moral de las relaciones familiares y sentimentales- la enfermedad oculta como vergonzante, el mito de la virginidad, la justificación de los errores-en la sociedad de un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Y Una mujer…(1975, Juan José Stagnaro), relata las dificultades de reinserción de una expresidiaria en su núcleo familiar, frente a la hostilidad y el rechazo de los demás miembros, autodefinidos como “gente decente”. La televisión, en cambio, no participó de este proceso de apertura, ya que los canales, que hasta 1974 eran privados, fueron estatizados, con lo que la programación se adocenó al desaparecer la competencia, o, en muchos casos, se transformó en vocero de los intereses oficiales. El último gobierno de Perón fue breve. El caudillo era ya de edad avanzada, estaba disminuido en sus capacidades físicas y en la rapidez de reacción que lo había caracterizado años atrás. Por otra parte, tuvo que lidiar con los distintos sectores de su movimiento, los conservadores y los de tendencia revolucionaria, que se enfrentaban entre sí. El 1 de mayo de 1974 rompió relaciones con los Montoneros, quienes pasaron a la clandestinidad y reiniciaron los atentados y hechos de violencia. Otros grupos radicalizados, como el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), y la FAR, ambos de izquierda, también se atribuían hechos violentos; junto a ellos surgió la Alianza Argentina Anticomunista, conocida como la “Triple A”, un grupo de ultraderecha creado por José López Rega, ministro de Bienestar Social, de quien se creía que detentaba el verdadero poder en las sombras, debido a la declinación del líder y a la influencia que ejercía sobre Isabelita, gracias a sus prácticas esotéricas que le valieron el apodo de “El Brujo”. Dentro de este cuadro de situación, Perón murió el 1 de julio de 1974 y el gobierno quedó en manos de su esposa. La presidencia de Isabel Perón se caracterizó por la grave situación política, social y económica que le tocó atravesar, y en la que quedó de manifiesto su total ineptitud para manejar las diferentes variables. El período se destacó por la sensación de inseguridad que invadió a la población, dado el incremento de los atentados contra políticos, sindicalistas y militares llevados a cabo por los distintos grupos terroristas, tanto de extrema izquierda como de ultraderecha. A esto se le sumaron el desabastecimiento y la alta inflación, y la idea generalizada de un desgobierno absoluto. La señora de Perón se reveló además como una mujer emocionalmente inestable; en el año 1975 debió pedir licencia varias veces invocando razones de salud, y en la ciudadanía fue tomando cuerpo la idea de que, como otras veces, la solución pasaba por un nuevo golpe militar que viniera a “poner orden”. Finalmente, el 24 de marzo de 1976 la presidenta fue depuesta y encarcelada en la residencia “El Messidor”, en el sur del país. Se iniciaba así uno de los períodos más cruentos de la historia argentina del siglo XX, el que si bien estuvo dirigido por las Fuerzas Armadas, justo es reconocer que contó con el aliento y la anuencia tanto de figuras de la política como de una parte de la población civil. “Instaurado el autodenominado ‘Proceso de Reorganización Nacional’, se disolvió el Parlamento, fueron removidos los miembros de la Corte Suprema de Justicia, quedó prohibida toda actividad gremial y política. Con el teniente general Jorge Rafael Videla en la presidencia, comenzó a perseguirse encarnizadamente a guerrilleros tanto como a militantes políticos, dirigentes gremiales, opositores y sospechosos de serlo, mediante la violencia encubierta de allanamientos, detenciones, secuestros, torturas, muertes, desapariciones.(…) El 30 de abril, el flamante interventor del Instituto Nacional de Cinematografía, capitán de fragata Jorge Enrique Bitleston, dio a conocer las pautas por las que debía regirse el cine argentino de allí en más. Informó entonces que serían apoyadas económicamente “todas las películas que exalten valores espirituales, morales, cristianos, históricos o actuales de la nacionalidad, o que afirmen los conceptos de familia, de orden, de respeto, de trabajo, de esfuerzo fecundo y de responsabilidad social, buscando crear una actitud popular optimista en el futuro”, evitando en todos los casos “escenas y diálogos procaces”. Las películas en preparación debían ‘adecuarse’ a dichas normas.”[22] Bajo ese marco, era prácticamente imposible que siguieran encarándose las temáticas que comenzaran a aparecer en la producción cinematográfica de los años anteriores. Como un último estertor, se permitió el estreno de No toquen a la nena (1976, Juan José Jusid), una dura sátira a la moral de la clase media, que presentaba a una familia desestabilizada por el embarazo de la “nena”, una adolescente que se negaba a dar el nombre del padre de su hijo y a la que había que buscar con urgencia un marido para salvar las apariencias. Pero el criterio general fue involutivo: se filmó una “remake” del antiguo éxito Así es la vida (l976, Enrique Carreras), sin modernizarla más que en el uso del color, y el cantante Palito Ortega, devenido director cinematográfico, sumó a sus películas apologéticas de las Fuerzas Armadas, Dos locos en el aire (1976, sobre la Aviación) y Brigada en acción (1977, sobre la Policía Federal), dos sagas familiares con Luis Sandrini, ya al final de su carrera; Vivir con alegría (l979) y ¡Qué linda es mi familia!(l980), que volvían a los esquemas tradicionales de respeto y obediencia a los mayores, unidad fraternal y amor universal, por supuesto sin ninguna referencia al país real. El panorama no fue más optimista en la televisión, plagada de ciclos de entretenimiento y de comedias blancas tendientes a demostrar que en verdad “los argentinos somos derechos y humanos”, según el lema pergeñado durante el Campeonato Mundial de Fútbol de 1978 para contrarrestar los que se decía era “una campaña antiargentina” orquestada desde Europa. De esta época pueden mencionarse Mi cuñado, con libro de Oscar Viale, Los hijos de López, de Hugo Moser- que fuera llevada al cine en 1980 por Enrique Dawi- y Todos los días la misma historia, sobre libretos de Rodolfo Ledo. Dentro de los personajes arquetípicos que pueblan estas familias totalmente desconectadas del mundo de los seres reales, merece la pena hacer notar la inclusión de un nuevo carácter, el “chanta”, o vivillo, el que busca tener éxito y lograr sus fines sin menospreciar ningún medio para lograrlo, que se ha hecho cada vez más común en una sociedad sin verdaderas pautas morales, beneficiado por la cultura de la especulación financiera, y que lamentablemente fue recogido por los argumentistas, quienes no vacilaron en pintarlo bajo rasgos simpáticos, lo que tácitamente fue tomado como un “hay que ser así para triunfar”; las consecuencias de este criterio han lacerado profundamente el tejido social argentino en los últimos veinte años El desastroso resultado de la guerra contra los ingleses por las Islas Malvinas, megalómano proyecto del general Leopoldo Fortunato Galtieri en 1982, el descrédito que el episodio trajo aparejado para los militares ante la ciudadanía, y sobre todo el conocimiento cada vez mayor de los crímenes cometidos durante el período, que llegaron a ser inocultables, hizo que el proceso emprendiera una retirada en derrota, sin haber alcanzado ninguno de los ambiciosos objetivos que había proclamado en su instauración, y dejando al país gravemente endeudado en lo económico y dolorosamente herido en lo moral. El 30 de octubre de 1983 el Dr. Raúl Ricardo Alfonsín, representante de la Unión Cívica Radical, ganó las elecciones con más del 50% de los votos, y el 10 de diciembre de ese mismo año se inició un nuevo período democrático, hasta la fecha el más prolongado desde 1930. La recuperación de la democracia despertó la necesidad de hablar de lo ocurrido en el período anterior, y fue así que en la década del ´80 la temática más frecuentada por los cine astas argentinos estuviera relacionada directa o indirectamente con aquellos años. Uno de los filmes más representativos, La historia oficial (1985, Luis Puenzo), llegó incluso a ganar el Oscar a la mejor película extranjera. Muchos otros premios en el exterior llevaron a Manuel Antón, director del Instituto Nacional de Cinematografía, a decir:”Estoy convencido de que las mismas películas que obtuvieron premios en el 84 no los hubieran conseguido en el 82. Sin duda los premios tuvieron que ver con la recuperación de nuestro prestigio como país.”.[23] Paralelamente, la desaparición de la censura permitía que se filmasen subproductos que hacían hincapié en el sexo, no incluyéndolo en una trama coherente sino utilizándolo como excusa para la exhibición de cuerpos desnudos, con la única intención de ganar potenciales espectadores.. Entre estas dos vertientes argumentales, prácticamente exhaustivas, desaparece en estos años el tema de la familia, excepto por el grotesco Esperando la carroza (l985, Alejandro Doria, sobre la obra teatral de Jacobo Langsner), que plantea con un humor feroz el drama de los ancianos transformados en una carga para sus hijos, y el abandono afectivo al que se los somete. La crueldad en la descripción del personaje de la vieja protagonista la aleja de las idílicas ancianitas interpretadas por María Esther Buschiazzo en las películas de Sandrini, y la emparenta con La nona, la obra de teatro de Roberto Cossa estrenada en 1977 y llevada luego al cine en 1979 bajo dirección de Héctor Olivera, que se centra en una anciana de voracidad insaciable que termina devorando, simbólica y literalmente, al resto de su familia. La euforia de los primeros años de democracia se fue apagando lentamente. En 1985, el presidente Alfonsín cumplió con su promesa de enjuiciar a los comandantes en jefe de las juntas militares del Proceso. El hecho no registraba antecedentes en el país: nunca antes los miembros de un gobierno de facto habían sido juzgados por civiles, y el juicio fue seguido internacionalmente con gran atención, sobre todo cuando Videla, Massera, Agosti, Galtieri y otros altos jefes fueron condenados a cadena perpetua por sus crímenes de lesa humanidad. Pero las presiones militares y de las corporaciones que se habían visto beneficiadas por la política económica del Proceso enturbiaron bien pronto esa situación: en 1986 el gobierno dictó la ley de Punto Final, por la cual se establecía un límite temporal para la apertura de nuevos juicios, y en 1987, luego del alzamiento de un sector del Ejército identificado como los “carapintada”, se sancionó la ley de Obediencia Debida, de acuerdo con cuyos términos se excusaba a los mandos medios e inferiores de las Fuerzas Armadas, con el argumento de que habían actuado en cumplimiento de órdenes recibidas. Ambas leyes acotaron el poder político e hicieron perder predicamento al gobierno, lo cual, sumado a una incontenible espiral inflacionaria, derivaron en la entrega anticipada del poder al sucesor del Dr. Alfonsín, Carlos Saúl Menem, quien triunfó en las elecciones de mayo de 1989 desempolvando los símbolos de la vieja mística peronista. “El 8 de julio de 1989 Carlos Saúl Menem asumió como presidente de la Nación Pronto, sus proyectos de carácter nacionalista y popular y su prometida “revolución productiva”, fueron desplazados por medidas económicas liberales, lo que no provocó protestas de demasiados peronistas..[24] En nombre de la “modernización “ del país, y de su “inserción en el primer mundo”, el nuevo presidente optó por un completo alineamiento con los Estados Unidos, siguiendo una política de “relaciones carnales”-según la expresión de su canciller Guido Di Tella- que consistió en un acatamiento absoluto de las decisiones del Fondo Monetario Internacional. Para ello, se destruyeron una a una las conquistas económicas y sociales de las que el peronismo se había jactado de alcanzar cincuenta años antes; se privatizaron entes estatales, muchas veces bajo sospecha de irregularidad o cohecho; se precarizó el empleo, aumentó la desocupación, la clase media se empobreció mientras la deuda externa crecía en proporción geométrica. Al mismo tiempo se instauró un estilo de vida frívolo y consumista, prohijado desde el propio gobierno, apoyado en la seducción de una ficticia paridad cambiaria con el dólar. Durante la década del ´90 la familia no atrajo la atención de los cineastas, pero la televisión volvió a ocuparse de ella extensamente, y varios programas que la tomaron como eje temático se convirtieron en grandes éxitos. Dos de ellos se iniciaron en 1991, juntamente con el comienzo de la Ley de Convertibilidad,y se ciñeron con muy escasas variantes al modelo convencional: en La familia Benvenuto, el productor Héctor Maselli desempolvó el viejo éxito de Los Campanelli y volvió a contar la reunión dominical de una familia, y sus percances previos a la hora del almuerzo. Esta vez el centro de la acción se desplazó al hijo mayor (Guillermo Francella), un muchacho de barrio cuya principal ocupación parecía ser la conquista- siempre frustrada- de bellas mujeres que visitaban la casa. Para estar a tono con la mayor liberalidad de las costumbres y la teoría de la “aceptación del diferente”, los autores Juan Peregrino y Luis Buero incorporaron un personaje gay muy amanerado, cuyo “objeto de deseo”era Francella. Este personaje, jugado de manera caricaturesca y homofóbica, según los más comunes estereotipos, tuvo tanta repercusión popular que significó la consagración para el actor Fabián Gianolla. El otro programa, que también se mantuvo varias temporadas en el aire, fue ¡Grande, pá!, escrita por Ricardo Rodríguez, una comedia sobre padre viudo con tres hijas entre la adolescencia y la niñez, y una mucama secretamente enamorada de su patrón y que ejerce las funciones de madre sustituta. El resto del universo de este buen señor estaba compuesto por los empleados de su oficina, una cuñada entrometida y alguna novia ocasional, todos de muy buen pasar económico y sin ninguna preocupación aparente por lo que sucedía en el país. Lo que resultó evidente fue que, para los miembros de estas dos familias televisivas, nada había cambiado en la Argentina desde la época dorada de Los Pérez García. Acaso fuese conveniente que el grueso de la audiencia no percibiera que el país se resquebrajaba peligrosamente. Pero para 1998, los ecos de la fiesta se acallaban, los comensales se retiraban ahítos y los fuegos de artificio lanzaban sus últimas chispas. La desocupación alcanzaba los dos dígitos, comenzaban a verse en los barrios residenciales familias enteras que revolvían por la noche las bolsas de residuos, y en las puertas de las pizzerías y de los grandes restaurantes se formaban colas de gente que aguardaba la hora de cierre para llevarse los restos de comida. Los argentinos descubrían, una vez más, que habían sido estafados en sus ilusiones y que el “primer mundo” seguía estando lejos. Tal vez el mejor ejemplo de la falta de esperanzas de la juventud, y de la labilidad de los valores morales de la época, esté dado por Nueve reinas (2000, Fabián Bielinsky), que a partir de un brillante libreto del propio director, cuenta un día en la vida de dos pícaros delincuentes de poca monta, y consigue suscitar la simpatía y la adhesión de los espectadores para con sus delitos. En ese momento, una idea del joven productor Adrián Suar marcó un punto de inflexión en las comedias familiares televisivas y permitió que por primera vez en décadas el espectador viese reflejada en la pantalla su realidad cotidiana. Gasoleros,[25] escrita por Gustavo Barrios y Ernesto Korovsky, contó también la historia de dos familias, sus problemas y su universo, pero desde un ángulo totalmente original. Desaparecieron las grandes escaleras y los divanes de las mansiones, y el eje argumental ya no trató de las antinomias entre ricos y pobres, o de las maldades que impedían a los protagonistas concretar su amor hasta el último capítulo. Los héroes de la historia fueron un viudo y una mujer casada, con un hijo natural previo a su matrimonio. Según Clara Kriger; “Ambos personajes aluden a hechos históricos, políticos y culturales de su generación. Tuvieron una militancia política, antes de la dictadura, en la Juventud Peronista: reviven sus pasiones juveniles acompañados por los Beatles y el rock and roll. Definen la oposición entre los que apoyaban a “Música en libertad” y los seguidores de “Alta tensión”[26] y recuerdan melancólicamente situaciones y nombres que los referencian con los jóvenes setentistas de la clase media porteña”[27]Estos “gasoleros” se ganan la vida con dificultad: los personajes tienen un taller mecánico, administran un bar, sirven en casa de familia, conducen un ómnibus o un taxi, revenden chucherías importadas. Incluso el único personaje que ha logrado completar una carrera universitaria, una médica recién recibida, sobrevive penosamente con guardias hospitalarias, en su mayoría no rentadas. Es decir, finalmente el país real, duro y doloroso, es reflejado por los medios masivos. Estas familias no son idílicas sino cotidianas, y la historia de amor entre los protagonistas incluye el adulterio y el divorcio como pasos previos a la unión definitiva, lo cual no es la menor de las transgresiones. En el mismo análisis, Kriger agrega: “(…) los personajes de Gasoleros se caracterizan por la sinceridad, la necesidad de satisfacer deseos simples, la supervivencia del espíritu solidario y la promoción de espacios de encuentro en los que se recrean expectativas sociales.(…) Por ello, es posible pensar que la audiencia se regocija compartiendo con los personajes de la pantalla la posibilidad de recuperar ciertos valores morales y situaciones colectivas. Probablemente el público agradezca a Roxi y Panigassi por no haber olvidado del todo, ni tergiversado en forma alevosa, aquellos ideales setentistas que los movieron a creer en un cambio social.”[28] El éxito de Gasoleros llevó a Adrián Suar a repetir el esquema creando nuevas telenovelas en las que, sin descuidar el planteo clásico, se incluyeran ambientes reconocibles e historias en las que se filtraban temas acuciantes de la realidad nacional. Campeones tocó el tema del boxeo, pero en su galería de retratos aparecieron también la maestra de escuela pública, que debía alquilar habitaciones de su casa para redondear un presupuesto magro, el adolescente cuya única posibilidad laboral consistía en el trabajo nocturno en una empresa de recolección de residuos, o el empleado de frigorífico forzado a jubilarse antes de tiempo por “reingeniería” de personal; Primicias se ambientó en un canal de televisión y en la redacción de un diario, y presentó la corrupción en las altas esferas, la drogadicción, el alcoholismo y el servilismo ante el poder; El sodero de mi vida mostró la lucha por la supervivencia de una vieja sodería de barrio, cuyo dueño exhibía como reliquia un viejo noticiero cinematográfico en el cual se veía a Perón inaugurando las instalaciones,( símbolo del país pujante de la época) y jugaba en clave de comedia con el ancestral enfrentamiento entre peronistas y radicales. Todos estos productos significaron una importante apertura temática y fueron recibidos gratamente por la audiencia. En medio de la disolución que se avecinaba, fue alentadora la aparición, en los últimos años, de un grupo de jóvenes directores cinematográficos que se atrevieron a mostrar la cara oculta del país, obteniendo empero mayor éxito en el exterior que fronteras adentro, puesto que sus historias resultaban “molestas” para la visión triunfalista que se pretendía mantener. Pizza, birra, faso (1998, Bruno Stagnaro y Adrián Gaetano) resumió en su título las aspiraciones de un grupo de jóvenes marginados y presentó una visión ácida y desencantada de la gran ciudad; Mundo grúa (2000, Pablo Trapero) describió la vida de un obrero, Bolivia (2001, Adrián Gaetano), focalizó el tema de la inmigración ilegal y la explotación laboral de los indocumentados, mientras que en el otro extremo, El hijo de la novia (2001, Juan José Campanella) arrastró multitudes a los cines con su sensible apelación a los afectos esenciales. A fines de 1999, una coalición de partidos políticos, la Alianza, venció al peronismo en las elecciones presidenciales y se instaló como una posibilidad de cambio de las condiciones políticas y económicas argentinas. Las graves disidencias internas entre los integrantes del gobierno, y la total ineptitud del presidente Fernando de la Rua para manejar los destinos del país hicieron que los conflictos se incrementaran al punto de que en diciembre de 2001 estallara la crisis más profunda de las últimas décadas. Se produjo una incautación masiva de depósitos bancarios, con graves restricciones para el ciudadano común, quien se vio incluso impedido de retirar en su totalidad los salarios depositados en los bancos. A esto se sumaron episodios de saqueos a comercios en distintos puntos del país. Ante lo insólito de la situación, hubo una reacción ciudadana masiva, la gente salió a las calles en todo el país, y con gritos y “cacerolazos” reclamó la renuncia del jefe de estado, quien debió abandonar el gobierno poco más de dos años después de haberlo asumido, y cuando aún faltaba la mitad de su mandato, no sin antes haber reprimido brutalmente al pueblo reunido en la Plaza de Mayo, con un saldo de siete muertos. En cada barrio de la capital se formaron asambleas de vecinos que se agrupaban espontáneamente, buscando soluciones alternativas, y por una vez, el pueblo argentino funcionó como la “famiglia unita” que la radio, el cine y la televisión habían propugnado como modelo durante décadas. El resto de la historia aún debe ser escrito. El año 2002 transcurrió entre protestas sociales, duras negociaciones con el Fondo Monetario Internacional en procura de la obtención de nuevos préstamos, y un arduo proceso de transición política hacia una nueva convocatoria electoral que se realizará en los próximos meses. A lo largo del año, sin embargo, la clase media, que había sido el motor de las revueltas de diciembre de 2001, pareció ir anestesiando sus reclamos a medida que iba obteniendo, al menos parcialmente, la devolución de su dinero. El movimiento popular perdió su sentido épico, las asambleas barriales fueron cada vez menos concurridas, las redes de trueque en las que las personas sin recursos intercambiaban sus productos se vieron infestadas por la corrupción, y cada uno volvió a refugiarse en su individualismo, mientras se comenzaba a rechazar a los “cartoneros”, nueva especie social que recoge papel y cartones en los residuos para venderlos, porque éstos “afeaban” las ciudades y alteraban la seguridad. Duele pensar que la unión de país encolumnado hacia un destino común se vuelve una utopía cada vez más inalcanzable, duele ver a la clase política atacándose mutuamente a dentelladas frente a la próxima campaña electoral. No existe ya la familia nuclear como lugar de reaseguro contra la agresión externa, y la sociedad no parece brindar otros modelos alternativos de identidad o pertenencia. No es aún el momento de las conclusiones, las que, como tales, serían parciales y sin duda teñidas de subjetivismo. Pero quizás sirvan como colofón las palabras recientes de un historiador refiriéndose al sentido del nacionalismo:” Es ciertamente estar del lado de la dignidad que nunca hace mal a las personas, las sociedades, los estados. Quizás son sólo gestos, como son gestos, no sólo, los de los piqueteros. [29] Aun si unos y otros no fueran más que eso, son gestos necesarios que ayudan a reconocerse como personas y sociedades y son además uno de los pocos disfrutes de los débiles ante los poderosos.(…)Si los tiempos de crisis no son los más fecundos para volver a pensar a esta compleja Argentina, sin prejuicios ni concesiones ¿ cuáles lo serían?[30] El tiempo dará la respuesta. Referencias: [1] MILESI, Cecilia y CARBAJAL,Rodrigo; Cine e imaginario social, compilado por Mallimacci, Fortunato y Marrone,Irene: Oficina de publicaciones del CBC,Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires,1997, pag.114-115., [2] MANRUPE, Raúl y PORTELA, María Alejandra: Un diccionario de films argentinos, Buenos Aires, Corregidor, l995, pag.484 [3] Ver FUSTER RETALI, José: La virgen y la prostituta: imágenes contrapuestas del deseo femenino en el cine nacional: CHASQUI, Arizona State University, Volumen 30, número 2, Arizona, USA, noviembre 2001, pág. 65-74 [4] ESTRELLO, Francisco E.: La juventud frente al amor y el matrimonio: Centro Hispanoamericano de Educación Cristiana, Buenos Aires, Editorial “La Aurora”, l946. [5] El episodio del asesinato de Bordabehere a manos del comisario retirado Valdez Cora, como consecuencia de las denuncias de de la Torre acerca de los negociados con la exportación de carnes argentinas a Inglaterra, recién fue llevado a la pantalla en l984 por Juan José Jusid en Asesinato en el Senado de la Nación. Merece la pena recordar que el destinatario del disparo era el propio de la Torre, y que Bordabehere murió al cubrirlo con su cuerpo. [6] Desde 1952, luego de la muerte de Eva Perón, hasta la caída del gobierno peronista en l955, se irradió a las 20:10 hs., ya que a las 20:25 hs,”hora en que Eva Perón entró en la Inmortalidad”, según recordaba diariamente el locutor, se trasmitía un informativo por cadena oficial, Posteriormente, el programa retomó su horario habitual. [7] GRAU, Luis María, citado por ULANOVSKY,Carlos: Días de radio, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1995, pág. 125. [8] ULANOVSKY, Carlos, op.cit. pág. 154 [9] El doctor Illia fue retirado de su despacho de la Casa de Gobierno a la medianoche del 28 de junio de l966 por una columna policial al mando del coronel Luis Perlingher, quien años más tarde se arrepintió de su proceder, considerándolo un error histórico. [10] MIGRE,Alberto, en conversaciones con MAZZIOTTI,Nora:Soy como de la familia. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1993, pág. 90. [11]
LANDI, Oscar, citado por BUERO, Luis
, en Historia de la Televisión argentina, Buenos Aires,
Universidad de Morón, 1999, pág. 571. [12] DI NUBILA, Domingo: Historia del cine argentino, Tomo II, Buenos Aires, Ediciones Cruz de Malta, 1960, pág.239. [13] ZAVATTINI, Cesare, citado por ALSINA THEVENET, Homero: Crónicas de cine, Buenos Aires, Ediciones de La Flor, 1973, pág. 171 [14]
RONDI,Gian Luigi, citado por DI NUBILA, Domingo, op.cit., pág. 178. [15] Ver FUSTER RETALI, José, op.cit. [16] Enciclopedia Visual de la Argentina, Buenos Aires, Clarín, 2002, pág. 394 [17] VAREA, Fernando G.: El cine argentino en la historia argentina: 1858-1998; Buenos Aires, Ediciones del Arca, 1999, pág.47 [18] VAREA, Fernando G :op.cit .pag .47 [19] MANRUPE, Raúl y PORTELA, María Alejandra: op.cit. pág. 290-291 [20] KRIGER, Clara y PORTELA, Alejandra: Diccionario de realizadores, Buenos Aires, Ediciones del Jilguero, 1997, pág. 43 [21] Extracto del capítulo 11 de Rolando Rivas, taxista, en MIGRE, Alberto, op. cit. pág.157-158 [22] VAREA, Fernando G:op.cit., pag..67 [23] VAREA, Fernando G.; op.cit.pág.91. [24] VAREA, Fernando G.: op.cit. pag.105. [25] Término popular acuñado para definir al que camina mucho y gasta poco, como los automóviles con motor a gas. [26] Ambos programas musicales fueron muy famosos entre los jóvenes a comienzos de la década del ´70 [27] KRIGER, Clara: Pecho duro, compañero…, en La mirada cautiva, Museo del cine, Buenos Aires, junio 1999, pág. 21 [28] KRIGER, Clara: op.cit., pag. 22 [29] Grupos de personas que cortan rutas o calles formando piquetes como forma de protesta popularizada en los últimos tiempos [30] DEVOTO, Fernando: en Suplemento Zona, diario Clarín, Buenos Aires, 16 de febrero de 2003, pág.7 |
José Fuster Retali
Ponencia presentada en el Seminar on the Acquisition Latin American Library
Materials.
Cartagena de Indias, Colombia, 23-27 de mayo, 2003.
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