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Impromptu

un cuento de José Fuster Retali

 
 
 

Te he tomado la mano. Estás sentada frente a mí, y tu mano tiene algo de paloma apresada en la mía, es muy blanca contra la madera lustrada de la mesa. Recorro con los ojos tu piel, su fino vello dorado, el latido casi imperceptible de tu pulso, y mi mirada es la única caricia que me permito, la única que no sería culpable en este momento. El campo de mi visión no alcanza más allá de tu antebrazo, y así, fuera y lejana de tu cuerpo, tu mano es una rama vencida que mi mano sostiene para que no caiga. Una rama marchita. Cuánto tiempo, cuántas veces, vos y yo nos tomamos la mano, antes, en el amor, en el orgasmo, en la ansiedad, en el dolor? Cómo era aquello, podés recordarlo? (Tus ojos vacíos, volados detrás de un suspiro de éxtasis, mientras la luz de la luna te dibujaba senderos de sombra sobre el rostro y tus dedos buscaban los míos, anhelando tener aún ese contacto). Cómo era entonces? (Tu mano crispada, sudorosa, pidiéndome con su brusca presión, sin que vos dijeras nada, que no te dejara gritar, que no te dejara morir, contándome tu alegría y tu espanto frente al hijo que te destruía y te creaba imponiendo su vida propia). Cuántas veces, cuánto tiempo? Eramos indestructibles vos y yo de la mano, ramas de un mismo árbol, las raíces tendidas con avidez hacia la misma savia que después circulaba de uno a otro sin que la piel fuera una barrera. Apenas una forma accidental de reconocernos distintos en la unidad. Ramas de un solo árbol. Y luego el invierno, la tierra yerma, la piel que de pronto se siente ajena. Y todavía, cuánto tiempo, cuántas noches, vos y yo de la mano, en la oscuridad de una habitación que repentinamente nos agobiaba de silencios profundos, de sueños huidos y ocultos vanamente por palabras, sosteniéndonos al tronco como ramas secas, aún no desesperados pero ya perdidos, tratando en vano (eso es lo terrible, descubrir que no sirvió de nada, que al fin de la historia no nos servimos) de no precipitarnos en el olvido. Ramas. Ramas marchitas, ramas muertas. Yo sostengo ahora el cadáver de tu mano. Juntas, enlazadas por última vez, estamos velando el cadáver de nuestro amor.

 

Lentamente nos hemos separado. Todavía queda mucho por hacer en este rito de partir. Te has levantado, mientras yo permanezco en mi sitio y descubro en el lugar que antes ocupó tu mano que la madera de la mesa tiene marcas de cigarrillo. Sé que es absurdo, que ahora no tiene la menor importancia, que sin duda, en los días que vendrán el polvo que no voy a limpiar las cubrirá. Pero advertirlas hoy, y justamente yo, que me quedo, tiene algo que ver con una toma de posesión. Es así, pues. Acaso esté bien, sea coherente con todo el resto que reciba como legado una mesa con estigmas, con huellas indelebles de vos y de mi. Se me ocurre comentártelo, poner algún sonido en ese silencioso preparar de tus maletas, pero al instante pienso que podrías sentirlo como un reproche, y hoy no hay lugar para ellos. Aunque sólo fuese este tonto incidente doméstico que claro, lo comprendo, ahora ya no te incumbe. Me callo, pues, y mientras espero que estés lista me dedico a seguir las marcas con el dedo, investigo los bordes, los aprendo. Quién sabe? Puede que un día, a fuerza de soledad, deba reconocerlas, admitir que nos hemos hecho amigos, que tal vez las amo. Y vos ya lo sabés, yo no puedo amar lo desconocido. Quizás por eso…

 

Ya es el momento. Mientras te ponés la chaqueta tomo tus maletas y las saco al pasillo. Como ganándome de mano (no, ya sé que no fue por eso), cerrás con tus llaves (cuántos gestos habituales como éste harás hoy todavía por última vez?), las sacás de tu llavero y me las tendés sin decir una palabra. Es que puede decirse algo para devolver siete años? Las guardo en mi bolsillo, es como si cantaran al chocar con las monedas. O como si se quejaran. Me sorprende lo poco que pesan, te veías tan agobiada con ellas sobre la palma. Es probable que las olvide en mi saco, y las descubra, un día cualquiera, por azar. Y entonces, me dolerá? Y entonces me dolerá, sí, mierda!

 

Te acompaño hasta la estación, según lo acordado. Sin hablar de nosotros, según lo acordado. Al bajar del taxi cargo tus maletas. Se hace difícil esto de ser hombre hasta en las últimas instancias. Si es tu vida la que va en ellas, la que me escamoteás, por qué tengo que cargarlas yo? Pero no las suelto. Se me ocurre que así te tengo un rato más, que incluso para irte dependés de mí. Pero sé que te irías igual, sin nada, con lo puesto o desnuda, aun si yo huyera con todo tu equipaje. Entonces llegamos al tren, el empleado me libera de tu peso; ahora ya no hay escapatoria, vamos a tener que mirarnos, vamos a tener que hablar. Tal vez surjan ahora las palabras que es cierto, mi amor viejo, mi rama marchita, ni vos ni yo podemos decir.

 

- En todo caso…si preciso algo te escribo.

 

- Eso. Si necesitás algo escribime.

 

- Chau.

 

- Chau.

 

No me asombra que no me beses, siempre supe que no lo harías. Tu mano se apoya un instante sobre mi mejilla y yo, estúpidamente, pienso que debí haberme afeitado antes de salir. Entonces, en el momento de subir al tren hay un golpe de viento que se enreda en tu pelo, lo levanta, lo agita como un pañuelo en despedida y yo siento que eso ocurra, pese a que no es tu culpa. Pienso que de haber podido elegir hubieras preferido una imagen final menos cursi, más altiva. Lo sé sin razón alguna, del mismo modo que vos sabés que voy a recordarte así, de pronto viva con tu pelo como una oscura llama en el aire, y eso te quita distancia. Transforma toda la ceremonia en algo real, algo que pasa en tiempo y espacio, algo que nos pasa. Subís al coche y yo me marcho antes de que el tren parta. No voy a quedarme en el andén hasta transformarme en un punto oscuro a lo lejos, demasiadas películas jugaron esa escena y uno de los dos siempre llora. Prefiero darte la espalda ahora que todavía me ves, para que ambos empecemos a ser pasado. Y me voy, regreso caminando a mi casa (el duro aprendizaje de la primera persona del singular). Abro con mi llave, enciendo uno de mis cigarrillos pensando que a partir de hoy voy a tener que ser cuidadoso para no quedarme sin puchos por la noche, porque ya no tendré el recurso de los tuyos. Conecto la lámpara, antes de salir todavía era de día. Me río cuando descubro tu retrato junto a la ventana. Hace años que lo colgamos allí, pero ya lo había olvidado, no era necesario, date cuenta. Ahora me mirará vivir, y vos serás siempre joven para mí, detenida en un gesto, tu sonrisa huidiza, tus dientes un poco irregulares, Me acerco a vos y te apoyo un dedo en la nariz, ese mimo mío que detestabas y que ahora puedo hacerte impunemente:

 

- Fue lindo, no?- te pregunto.

 

Pongo un disco, reacomodo mis libros en la biblioteca donde han quedado espacios vacíos, me afeito ahora, por si más tarde decido salir. Te confieso que no deja de tener su encanto esto de recuperar todo mi tiempo, este regreso a la libertad que en la última época se había hecho casi una obsesión. No es voluntaria, te lo aseguro, no es que no me pese, pero hace un rato me sorprendí tarareando. Y además tengo hambre.

 

Mientras se calienta la plancha para el churrasco preparo la mesa. Vuelvo a mirar tu retrato mientras siento que te estoy ganando. Pero la última jugada sigue siendo tuya, porque cuando regreso de la cocina miro la mesa puesta para dos y la realidad se me clava en el estómago como una aguja larga y fina que no acabara nunca de doler. Pero donde debiera existir el dolor sólo hay vacío, donde debiera aguardar un grito largo y antiguo no crece nada. El invierno, la tierra yerma, la raíz seca. Miro otra vez los platos sobre la mesa que esperan, y me digo que el aprendizaje puede empezar mañana. Me agobia de pronto el calor de la habitación, y al abrir la ventana mi hombro roza tu retrato que oscila sin caer. El aire que llega de afuera es fresco, yo aún estoy ligado a la vida, aún reconozco la belleza cuando contemplo la noche con su luz azul dibujando la silueta perfecta de un gato sobre la azotea de la casa vecina. Respiro como si quisiera beberme la noche; separado de mí por un cristal, tu rostro oscila cada vez más lentamente.

 

 

José Fuster Retali

Febrero 1978

 

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