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El ciego de la estación

un cuento de José Fuster Retali

 
 
 

Formaba parte de su rutina, como el despertador que sonaba a las cinco y media, el baño rápido, la afeitada, el desayuno y el beso a Elena que seguía durmiendo y rara vez le respondía. No encontrarlo hubiera sido como interrumpir un ritual largamente practicado. Estaba allí, y él sabía que estaría. Apoyado contra la pared rugosa y húmeda del pasaje subterráneo de la estación, cantando siempre los mismos tangos con voz aguda que el eco prolongaba a medida que uno se iba alejando.

 

Lo había descubierto una mañana. Vaya a saber cuánto tiempo hacía ya. Tal vez antes también hubiera estado, tal vez ese fuera el primer día que probaba suerte en esa estación. Podía tejer mil conjeturas sobre su origen, su pensamiento, su destino. Pero no podía, nunca pudo explicarse por qué motivo desde ese primer encuentro lo había integrado tanto a su vida que los fines de semana, cuando no tomaba el tren, o lo hacía en horarios en que sabía que no iba a encontrarlo, de pronto lo asaltaba un “Qué estará haciendo” que tenía que ahuyentar para no intranquilizarse.

 

Nunca llegaba antes de las siete. Nunca más tarde. Una mañana que él había hecho más rápido que de costumbre, se demoró observando las revistas que no pensaba comprar para hacer tiempo y verlo llegar. Cuando lo vio lo invadió una oleada de ternura. Hubiera querido correr a su encuentro, tomarlo del brazo, decirle “no se preocupe, yo lo ayudo a bajar la escalera”. Cuando lo tuvo a su lado, sin embargo, la altivez que trasuntaba su figura enjuta, la fuerza con que estiró la mano pálida y algo sucia para sujetar el pasamanos, lo detuvieron. Lo siguió con la mirada; cuando acabó de descender buscó a golpes de bastón el lugar exacto, allí donde convergían las escaleras de los cuatro andenes, en el centro del túnel, y desplegó la escueta escenografía. El banquito plegadizo, la lata para las monedas, la guitarra; se echó hacia atrás hasta casi mimetizarse, gris sobre gris con la pared, apenas más espeso, más extenso que una mancha de moho. Y comenzó a cantar. No había vacilado una sola vez. Y un poco más tarde, ya en el tren, él tuvo la absoluta convicción de que el observado había sido él.

 

Otra vez supo que a las once de la noche venía a buscarlo su hermana. Cómo intuyó que esa mujer regordeta, sin nada en común con él salvo lo evidente, era su hermana y no su esposa o una compañera de internación? Tampoco quedó claro. Pero cuando, de pie en mitad del andén los miraba alejarse por el túnel, tan sin necesitar a nadie, tan suficientes en ese contacto de los brazos uno contra otro, y ella, sin justificativo, dio vuelta la cabeza y dirigió directamente hacia él los ojos opacos, lacrimosos, tuvo el impulso insensato de disimular como el que se ve pescado en falta, y desvió la mirada.

 

Poco a poco el silencio de Elena se fue transformando en su propio silencio; un día dejó de besarla antes de salir. Un día se descubrió tarareando mientras se afeitaba un tango escuchado alguna vez en alguna parte. Otro, un jueves, rechazó una invitación para comer en el centro porque hubiera vuelto muy tarde, mucho más tarde de las ocho. Al fin quiso hablarle y la oportunidad pareció llegar una mañana. Mientras él recorría el túnel y las palabras casi gritadas se multiplicaban entre los escalones, el bastón que estaba apoyado contra el banquito comenzó a deslizarse y cayó al suelo. Se apresuró a recogerlo y se lo tendió, tembloroso, con una sonrisa de ansiedad. La canción no se interrumpió y él se sintió súbitamente muy ridículo, con el brazo extendido y el bastón apenas sostenido en la palma de la mano. Sin decir nada volvió a dejarlo contra el banco y se fue abrumado por la impotencia.

 

Entonces pasó lo de la oficina. El jefe que lo llamaba con un montón de fichas en la mano para decirle, mostrándole sus errores, que usted comprende, pero la época, ésta es una empresa chica, no podemos permitirnos el lujo, tal vez usted se sienta algo cansado y un reposo… No le dijo nada a Elena; siguió con el despertador a las cinco y media, para buscar trabajo hay que salir temprano, hay gente que lee Clarín la noche antes, aunque después se pasara los días sentado al sol en una plaza, o en un cine barato para no desequilibrar el presupuesto.

 

En esa época fue cuando empezó a preocuparse por las limosnas que recibía. Hasta entonces las monedas que caían en la lata habían sido un acompañamiento de percusión a la voz alta y monocorde, un sonido un poco despectivo que era amortiguado por la tibieza de la guitarra. En cambio ahora esperaba oírlas caer, las contaba, fabulaba su valor de acuerdo con el sonido y luego trataba de calcular lo recaudado al fin del día, y qué comería y si tenía que pagar alquiler. Sin embargo jamás le dio nada, ni un solo peso; era una relación tan pura que no podía admitir otro componente.

 

Cuando Elena supo lo del empleo no dijo nada; tomó al chico, pasó por la comisaría a hacer la denuncia y se fue. El quedó un poco anonadado y un poco feliz. Comenzó a maquinar la idea de llevárselo con él, sacarlo de ese frío, de esa humedad del túnel. A la hermana también, si él quería. Aunque podía resultar molesto. Todo estaría en orden. Tocaría la guitarra cuando quisiera, no obligado para subsistir. Y le contrataría un profesor para que le enseñara a leer al tacto, era muy probable que no supiera. Claro, para eso era necesario trabajar. Y lo haría. Se abocó a la búsqueda del empleo, iba y venía a cualquier horario, todo minuto podía tener su importancia, a lo mejor el candidato anterior se llevaba la vacante. Y así descuidó la vigilancia.

 

El primer día que volvió a pasar a las siete, llovía a cántaros y no estaba. “Claro, se dijo, con este tiempo”. Tampoco al día siguiente, ni el otro. Por esperar al atrasado comenzó a llegar tarde él; no pasó el mes de prueba. Y no apareció.

 

Esta mañana tuvo la total certeza de que no volvería a verlo. Ni a ser visto. Por eso bajó muy lentamente las escaleras y entró en el túnel reconociendo con las manos cada rugosidad de la pared hasta encontrar el lugar, allí donde la mancha de moho se extiende, donde él se mimetiza gris sobre gris, y se apoya hasta que su nuca percibe el frío del muro, y no importa que la gente pase y no arroje monedas en la lata mientras el eco multiplica su voz entre los escalones.

 

José Fuster Retali

Febrero 1978

 

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