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El cambio de rol de la mujer en la sociedad argentina
a partir
de la obtención del voto femenino.
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Ponencia presentada en el Congreso Europeo de Hispanoamericanistas, Universidad de Varsovia, 2000.
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Plantear el tema del cambio de rol de la mujer en la sociedad argentina en los últimos cincuenta años exige establecer previamente la existencia de una doble imagen: aceptar, por una parte, la actividad habitualmente silenciosa pero indudablemente importante de la mujer en la cotidianeidad, como resultado de una estructura tradicional que le asignara el rol de artífice y sostén del hogar y de la crianza de los hijos, y reconocer, por otra parte, su lucha infatigable para obtener un lugar destacado, semejante al del hombre, en la organización institucional del país. Enfocada desde esta doble perspectiva, la figura femenina se nos aparece de forma caleidoscópica y plantea una primera cuestión a resolver. ¿Ha logrado realmente la mujer, más allá de los innegables avances obtenidos, conquistar un espacio propio y diferenciado dentro del entramado social? Y, sobre todo ¿existe en el imaginario popular una verdadera conciencia de ese cambio de rol, o se la sigue viendo adherida a las conductas y actitudes que secularmente han sido consideradas como "propias de su sexo"?. Desde una visión simplista, el hecho que suele aparecer como punto de inflexión y que marca una modificación substancial en la inserción de la mujer en la vida institucional argentina es la obtención del voto femenino, a partir de la sanción de la ley 13010, en septiembre de 1947, la cual había sido alentada por el peronismo desde su campaña electoral previa a las elecciones de 1946, en las que conquistara el gobierno por primera vez, y que había servido, durante su tratamiento en el Congreso Nacional, de tema recurrente en muchos de los discursos del Presidente y de su esposa. En especial era ella quien insistía con la pronta sanción de esa ley, que se había transformado en uno de los objetivos primordiales de su prédica, y en la que veía uno de los medios más idóneos para dejar atrás su carrera artística como Eva Duarte y lograr ser reconocida por el nombre con el que finalmente alcanzaría la inmortalidad y la estatura mítica: el de Eva Perón. No era éste, sin embargo, el primer proyecto que consideraba la posibilidad de otorgar a la mujer una paridad de derechos políticos con el hombre. Había existido, en 1927, en San Juan, durante la gobernación del Dr. Cantoni, una ley que otorgaba el voto femenino y gracias a la cual, en 1934, la Dra. Ema Acosta había logrado acceder a una diputación; y en los veinte años anteriores al proyecto de ley de 1947 se habían presentado una variada cantidad de iniciativas al respecto que, empero, no habían resultado exitosas. Pueden citarse, entre ellos, los del Dr. Alfredo L. Palacios en 1915, basado en estudios de la Dra. Dellepiane, de la agrupación femenina "Juana Manuela Gorriti", solicitando los derechos civiles de la mujer, y los de 1919, 1922, 1925 y 1929. En 1926, la sanción de la ley 11357 derogó las disposiciones de las Siete Partidas y las Leyes de Toro, impuestas en el Nuevo Mundo por los españoles y que habían reglado durante cuatrocientos años las relaciones entre los sexos. Gracias a esta ley, se empezó a homologar en el terreno jurídico la situación de la mujer respecto del hombre, y se dictaminó que las mujeres solteras, casadas o viudas quedaban habilitadas para los actos de la vida civil e igualaban sus derechos con los de sus padres, hermanos, maridos e hijos. Esta aparente equiparación no pasó de ser un acto de voluntarismo, y fue más declamativo que real. En el plano político la mujer continuaba sin tener la menor opción, ya que la sanción de la Ley Saénz Peña en 1912, decretando la obligatoriedad del sufragio, lo había delimitado al padrón masculino. Numerosas asociaciones reclamaban desde entonces el derecho al voto, entre ellas la Asociación Pro Derechos de la Mujer (1918) en la que participan médicas, abogadas, maestras, profesionales y doctoras en filosofía, con prescindencia de sectarismos políticos, conducidas por Elvira Rawson de Dellepiane, y el Partido Feminista Nacional, dirigido por la Dra. Julieta Lanteri de Renshaw, quien hasta intenta enrolarse y se presenta como candidata a diputada en el simulacro de elecciones de 1920. Merece la pena hacer una referencia al mencionado episodio. "En 1920 los poderes públicos permiten organizar un simulacro de votación femenina el mismo día en que se realiza el comicio para elegir diputados nacionales. En los escrutinios femeninos que, por supuesto, no se sumaron a los totales, ganan los socialistas porque eran los que más tenían en cuenta los problemas de la mujer". Leído a la distancia, el acontecimiento reviste incluso aristas risibles, aparece como una suerte de "premio consuelo" o como una forma de tranquilizar conciencias, y no acarrea consecuencias ulteriores inmediatas. De ninguna manera, ni antes, ni después de los comicios, había existido en los legisladores la intención de legitimar el resultado y la actividad política sistemática quedaba para las mujeres tan vedada como hasta entonces, por lo que las protestas y reclamos arreciaron, aun durante el interregno antidemocrático que representara la década del ’30 en la vida argentina. En 1932 surgen la Asociación Argentina del Sufragio Femenino y la de Damas Patricias, que consiguen reunir más de cien mil firmas de adhesión a su pedido, pero sin alcanzar la meta buscada, así como tampoco lo consigue el Consejo de Mujeres de la República Argentina. Las feministas argentinas, cuya lucha arranca desde algunas mujeres esclarecidas del siglo anterior, tales como Juana Manuela Gorriti, Eduarda Mansilla, Albina Van Praet de Sala y otras, no toman la rigidez victoriana de sus congéneres inglesas, ni rechazan la figura del hombre, en quien ven un igual y un complemento, pero no un adversario y un enemigo. Pero "nunca alcanza a tener fuerza porque mueve a unas pocas mujeres de clase media y alta, que no encuentran eco en las argentinas de condición humilde". Por otra parte, junto con el incremento de sus reclamos, la década del ’30 les trae aparejados formidables contrincantes con la aparición y divulgación, primero de la radiofonía y luego del cinematógrafo, los que a través de los radioteatros y las películas consumidos por gran parte de la población femenina, colaboran en su "educación sentimental tradicional" y en la conservación de los valores morales y públicos vigentes. En efecto, el radioteatro se convierte en el género radial por excelencia, y desde sus primeras apariciones a fin de la década del ’20 representa la evasión ideal para las mujeres, especialmente las de la clase baja, las que acostumbran hacer un alto en sus tareas para seguir las aventuras de esas heroínas que viven historias apasionantes y que las arrancan, por el breve lapso de media hora, de la rutina y el sacrificio de sus realidades cotidianas. Si se rastrea el argumento de las radionovelas, se encontrarán personajes unidimensionales, casi arquetípicos: el héroe capaz de enfrentarse a todas las adversidades en nombre de la justicia y del bienestar final de su amada; el villano para el cual ninguna maldad es excesiva, y que pone en constante peligro la virtud de la protagonista; y especialmente la heroína, débil mujer que sufre innúmeras atrocidades para defender los altos valores de su virginidad o de la integridad de su hogar, según los casos. En ocasiones puede equivocarse en la elección de su objeto amoroso, es seducida por un falso galán y debe cargar por sí sola con el "fruto de su amor prohibido"- cabe señalar que bajo ningún motivo se menciona jamás la posibilidad de la interrupción del embarazo; el aborto no existe en la Argentina-; pero a quienes así transgreden el mandato social, la vida les depara el condigno castigo: sufren el desprecio familiar, son condenadas al ostracismo, y, en muchas ocasiones, son sus propios hijos los que, al crecer, se avergüenzan de ellas y se apartan de su lado, hasta que, redimidas por una vida de dolor, expiran en brazos del hijo arrepentido quien, obedeciendo la voz de la sangre, regresa para recoger su último suspiro. Era lógico y presumible que, ante tal suma de desdichas, no fueran muchas las que se atrevieran a contradecir el mensaje implícito en estas obras, y numerosas, en cambio, las que prefirieran identificarse con las jóvenes tímidas y virginales que aguardaban temblorosas que su paladín venciese los obstáculos que los separaban y corriese en su búsqueda para conducirlas al altar. En esta época surgen las primeras figuras radioteatrales femeninas con las cuales las oyentes se identificaban: Mecha Caus, Olga Casares Pearson, Nora Cullen, Julia Giusti, etc. Dice Sebrelli: "Hay un mito Mecha Caus, en la década del treinta, así como hay un mito de Carlos Gardel, aunque aquél no estuviera tan extendido ni fuera tan duradero como éste: Mecha Caus fue la primera actriz argentina amable y amada por su público; en ella se operó por primera vez la proyección-identificación, la participación afectiva del público con la ficción". Estas actrices, y otras de segura llegada popular, se especializaron en personajes que encarnaban a la perfección la sufrida situación de la mujer, tanto en lo familiar como en lo social, agravada en ese momento por la crisis económica que caracterizó la década del ’30. Las circunstancias de la època exigían cada vez con mayor urgencia y asiduidad la participación de la mujer en el mercado laboral, generalmente en tareas de mucho esfuerzo y escasa paga: empleadas de tienda, obreras de fábrica, mucamas, modistas, planchadoras, etc. Sin embargo, los argumentos de los radioteatros parecían ignorar dicha realidad y reforzaban el mensaje de la mujer sumisa y débil, sometida en lo bueno y en lo malo al arbitrio del varón. Bajo este punto de vista, no deja de aparecer como una prefiguración el hecho de que Eva Duarte, antes de transformarse en la todopoderosa Primera Dama y de modificar la significación de la mujer dentro de los estamentos políticos y sociales del país, alcanzara la popularidad como actriz no por su mediocre y escasa carrera cinematográfica, sino como protagonista de radioteatros, muchos de ellos escritos por Pedro Muñoz Azpiri, cuyas heroínas eran mujeres de fuerte personalidad e incidencia en los destinos de sus países: Eugenia de Montijo, Catalina la Grande, Madame Lynch, la emperatriz Josefina, etc. La misma línea argumental de los radioteatros fue seguida por las primeras producciones cinematográficas sonoras, especialmente en las películas dirigidas por José Agustín Ferreyra, "el Negro", y protagonizadas por su actriz fetiche Libertad Lamarque, quien a la vez conquistaría fama internacional como cancionista de tangos: "Ayúdame a vivir" (1936); "Besos Brujos" (1937) y "La ley que olvidaron" (1938). El esquema de estas producciones era muy simple y casi repetitivo: la joven buena perseguida por un villano, o engañada por un marido infiel que no la respeta ni acompaña en su enfermedad, o la sirvienta de una casa rica que carga con una falsa maternidad para salvar el buen nombre de la "niña bien" cuyo deshonor no puede ser conocido. Los sufrimientos de la Sra. Lamarque producían tal identificación con las espectadoras, fueron tantas las lágrimas de solidaridad derramadas en su nombre, que aun cuando estas historias fueron desarrolladas luego por otros argumentistas o interpretadas por otras actrices, se creó toda una tradición del melodrama cinematográfico que respetaba la idea central, y surgieron así los arquetipos femeninos, que Silvia Oroz clasifica como: la madre, la esposa, la novia, la hermana y la prostituta, cada uno de los cuales tenía un mensaje subyacente o explícito: la madre debía sacrificarse hasta la muerte y renunciar a todo por sus hijos; la esposa debía ser fiel, modesta y abnegada; la novia y la hermana, vírgenes e ingenuas, y la prostituta recibiría su castigo final, excepto que se redimiera con algún acto heroico, habitualmente a costa de su vida. Las duras condiciones de trabajo por las que atravesaba la mujer en esa época no parecen haber sido tenidas en cuenta, sin embargo, por la cinematografía como material argumental, pese a la riqueza temática que ofrecían potencialmente. Sólo Manuel Romero, quien junto con el "Negro" Ferreyra era el realizador de más segura vibración popular en los ’30, se atrevió a tocar el tema en "Mujeres que Trabajan" (1938), donde brindó variadas descripciones de las visicitudes humanas y económicas de un grupo de empleadas de tienda, si bien su fuerza testimonial quedó desleída con la inclusión de episodios humorísticos o melodramáticos. Pese a dichos lunares, la figura de la mujer trabajadora fue tratada en este film con ternura y respeto. La ya mencionada crisis de la década del ’30, recibida como un coletazo de la debacle financiera de Wall Street en 1929, a la que se unía la presencia de un gobierno "de facto" en el poder, hizo que la Argentina detuviera, o al menos postergara, su pretensión de convertirse en la Europa de América. Si bien Buenos Aires continuaba manteniendo su aspecto de gran capital europea, gracias a las monumentales construcciones de los años anteriores, el desempleo aumentaba, y en el resto del país las condiciones de vida se hicieron tan apremiantes que justificaban el éxodo interno, siendo muchos los provincianos que se trasladaban a la metrópoli en procura de un mejor sustento. Nunca como en esa época, por otra parte, se hizo tan marcada la diferencia de actitud ante la vida entre las mujeres de la clases altas y las provenientes de los sectores proletarios. Las primeras, favorecidas por su jerarquía social, continuaron su existencia de espaldas a la realidad, alternando entre ocupaciones placenteras tales como el aprendizaje de idiomas o de bellas artes y las recepciones en las cuales brillaban como anfitrionas: acaso dedicaban algún momento de su semana a tranquilizar sus conciencias y daban una mirada de soslayo al mundo circundante a través de las actividades de la antigua Sociedad de Beneficencia fundada el siglo anterior por Bernardino Rivadavia, y de la cual era presidenta, según la tradición, la esposa del Presidente de la República. La "sabiduría natural" de este orden de cosas puede ser leída a través de las siguientes expresiones del Dr. Clodomiro Cordero: "la mujer argentina es esencialmente aristocrática y el pudor en ellas es un medio que utiliza de continuo para evitar los groseros resultados de la mezcolanza e indisciplina cosmopolita. Los hombres tienen su club y las mujeres su ‘home’, donde, en amables reuniones, pasan las horas de solaz, especialmente las del té, al abrigo del mal gusto de la multitud callejera, que no sabe de refinamientos ni de cultura". En general estas damas no manifestaban ninguna incomodidad por el rol social que les estaba destinado, y eran escasas las voces que pretendían una mayor libertad de acción y de pensamiento. Entre ellas se destaca con caracteres propios Victoria Ocampo. "En 1936, (…) Victoria encabeza la flamante Unión de Mujeres Argentinas, junto a María Rosa Oliver y Susana Larguía, pero el desacuerdo con las comunistas va a determinar su dimisión en 1938. Mientras que éstas creen que la causa de las mujeres debe estar articulada con la lucha de clases, Victoria asegura que la política debe estar al servicio de la lucha feminista, y no al revés. Victoria es, entre las escritoras argentinas, la más ortodoxa en su feminismo". Victoria Ocampo es una transgresora a sabiendas: se muestra libre en su vida amorosa, funda la más importante revista literaria argentina "Sur" en 1931, en la que publican los grandes nombres de la literatura argentina, y que ya transformada en editorial, persistirá hasta la década de 1960; trae al país a escritores famosos, como Rabindranath Tagore y T. E. Lawrence, y se convierte en un referente inevitable de la mujer "liberada". Ella es la que dice: "Para encontrarnos a nosotras mismas y ocupar el lugar que nos pertenece no debemos esperar la ayuda de los hombres. No puede ocurrírseles la idea de reivindicar para nosotros los derechos de que no se sienten privados. Nunca son los opresores quienes se rebelan contra los oprimidos. No sólo no podemos lógicamente esperar por el momento la ayuda de los hombres o mejor su iniciativa en esas cuestiones, sino que también debemos estar preparadas para encontrar resistencia o indiferencia (lo que descorazona aún más) de parte de gran número de mujeres". Pese a la lucidez de sus palabras, Ocampo se encuentra acotada por los límites de su propia pertenencia a una clase social a la que no renuncia, y al reconocerse "ciudadana espiritual y cultural de Francia", también da la espalda a la realidad de su país. En el otro extremo del plano social, las mujeres de menores recursos se desempeñan, como ya dijimos, en trabajos de escaso reconocimiento. "Ninguno de los oficios deja de ser una explotación: las que se desempeñan como sirvientas ganan lo que sus patrones deciden pagarles, soportan situaciones tan infrahumanas como alimentarse con los restos de la comida, duermen en cualquier parte y hasta corren el riesgo de convertirse en objeto sexual de los hombres de la casa. Tan dolorosa realidad lleva a muchas de estas mujeres a volcarse en la prostitución. (…) Las de clase media baja comienzan a ubicarse como vendedoras, cajeras y, unas pocas, como empleadas administrativas. Si bien estos oficios les dan una relativa independencia, no dejan de sufrir el ataque de prejuicios sociales y hasta el menosprecio de los hombres de su familia, pues se consideraba denigrante que una mujer "trabaje fuera de la casa". La migración interna acrecienta ese problema, y aumenta la participación de las mujeres en el exiguo mercado laboral. También para ellas existían desde antes voces importantes que bregaban por su valorización. El escritor José Bianco se refiere al tema de esta manera: "La mujer plantea entre nosotros un problema de educación y economía. Mientras sea inferior al hombre por incapacidad productiva, en este ambiente de confusiones morales, siempre será una víctima de antemano condenada. Se diría que en la práctica el viejo concepto permanece inalterable. Bestia de carga o mero instrumento de placer, si no se discute, como en los tiempos medievales, su derecho al alma, se pone, cuando menos, en duda su derecho a la vida noblemente vivida. Las necesidades siempre crecientes de la época rechazan la teoría que excluye el trabajo de la mujer como factor económico. Las aptitudes físicas y mentales cada día desenvueltas por la instrucción afirman que el ideal fácilmente realizable, con ventajas individuales y colectivas, es independizar a la mujer de tutelas si no opresivas, imprevisoras, cuando falta en el hogar el sostén de la familia". Más allá de algunas expresiones reivindicadoras de los derechos femeninos como la anteriormente citada, es innegable que el común de la sociedad "bienpensante" reaccionaba ante los movimientos de afirmación feminista como ante un difuso, innominado peligro. Tal conclusión puede extraerse luego de la lectura del siguiente fragmento de un artículo de la conocida revista de divulgación "Caras y Caretas: "Obra de mujer consciente de su esfuerzo y de su influencia benefactora. Pero eso sí, limitada por la cordura y la delicadeza, porque actualmente, en plenas revueltas sociológicas, cuando el oleaje feminista ensaya desconcertantes y atrevidos avances, cuando las mujeres de todos los pueblos y razas se unifican para igualar derechos, nivelar deberes, arremeter empresas desusadas, deponiendo lo más exquisito de su feminidad en pirueteos ridículos, la mujer argentina es quizás de las pocas que, fiel a sus tradiciones y a su temperamento, continúa engalanándose con todas las gracias de sus atributos de mujer Madre, compañera de su hogar por sobre todo, más que la conquista de una antojadiza equidad". No es la menor de las curiosidades que este artículo presenta, el hecho de que su autor sea una mujer, Josefina Crosa. Si bien para la mujer común, para quien hasta ese momento la política había sido "cosa de hombres", así como el fútbol o el cabaret, la discusión respecto de su futuro como integrante de un padrón electoral era mirada con indiferencia, las dos posiciones contrapuestas que se han ejemplificado anteriormente hicieron eclosión en el momento en que el proyecto de concesión del voto femenino fue presentado en el Congreso Nacional. Las voces a favor y en contra se alzaron como si del referido proyecto dependiese la supervivencia del país como tal. Dentro de los alegatos con los que se decidió frenar la aprobación de la ley, merece citarse el del diputado opositor por el Partido Conservador Reynaldo Pastor, quien, a partir de una aparente defensa de la condición femenina, desarrolló una argumentación digna de los tiempos virreinales: "… Nunca y menos hoy, puede sostenerse que haya razones que permitan creer que la mujer se encuentra en condiciones de inferioridad con relación al hombre para intervenir en los asuntos políticos del país y para ejercer los derechos políticos. (…) Nosotros queremos que este pronunciamiento no despierte la más leve sospecha de una especulación electoral (…) Están las mujeres que repudian en lo íntimo de su ser toda actividad política, que creen y tienen conciencia de que ese género de actividad les va a traer una preocupación perturbadora para su vida diaria y para su tranquilidad, y algunas hasta vislumbran peligros graves para la unidad de la familia y para la paz del hogar. Esas son las mujeres –y son muchas- que no reclaman el derecho y que desean que si se sanciona una ley para satisfacer las aspiraciones muy legítimas de las que quieren el derecho del voto, no se la sancione con carácter obligatorio, es decir, obligándolas a ejercer un derecho que no reclaman y que no quieren (…) Yo sé que hay muchas mujeres aisladas en la campaña argentina, a muchas leguas de los lugares de los comicios; que hay mucha mujer que vive incorporada a una vida de lucha y de sacrificio a la par de su compañero, a veces con hijos pequeños, que también participan desde muy chicos del trabajo rural. Yo sé que a toda esa mujer, a la que se va a obligar a concurrir a inscribirse en el respectivo padrón cívico y que en cada proceso electoral deberá abandonar su hogar en las mismas condiciones que el hombre, se le van a crear situaciones que difícilmente va a poder resolver y que a veces se van a traducir en tragedias (…) qué hacemos nosotros cuando obligamos a que esa mujer se traslade junto con su marido a una cantidad de leguas para dar su voto, qué hace cuando no puede trasladarse durante dos, tres o cuatro días como ocurre en muchas partes del país, porque tienen que hacerlo la víspera de un comicio, quedarse todo el día siguiente, sin tener una parte donde alojarse o teniendo que dormir al raso como el hombre. Todo esto, haciendo abstracción absoluta de los fenómenos fisiológicos a que está sometida la mujer y a los que no está sometido el hombre (…)". Pese a estas apocalípticas críticas, que incluían en un mismo corpus de razonamiento al abandono del hogar, las incomodidades de alojamiento y la menstruación como enemigos del sufragio femenino, la presión del oficialismo y el interés de Perón y Evita en la sanción de la ley, hizo que la misma fuera finalmente aprobada. Muy poco tiempo después se realizó un censo nacional para relevar fehacientemente la cantidad de mujeres que integraban el padrón electoral, las que debieron documentarse y obtener su Libreta Cívica, documento equivalente a la Libreta de Enrolamiento masculino, que las habilitaba para emitir su voto. Las nuevas ciudadanas estrenaron su derecho en las elecciones presidenciales de noviembre de 1951, en las que Perón volvió a candidatearse para una segunda presidencia, y en las cuales triunfó abrumadoramente. El detalle sentimental consistió en que Evita, principal propulsora de la ley, acababa de ser operada por la enfermedad que en pocos meses terminaría con su vida, y cumplió con su deber cívico desde su lecho en el Policlínico Presidente Perón de Avellaneda. La foto de la demacrada mujer depositando su voto en la urna fue reproducida por todos los diarios oficialistas del país, y sirvió como importante golpe de efecto. Reflexionar sobre los cambios que introdujo el peronismo en la política y la sociedad argentinas permite comprender una época del desarrollo económico-cultural nacional. "No puede o no debe utilizarse una metodología lineal o un criterio maniqueo para comprender esa época (…). El programa de Perón no fue socialista, pero es indudable que las reformas económico-sociales iniciadas desde su gestión al frente de la Secretaría de Trabajo y Previsión, constituyeron brotes socializantes avanzados para su época". Muchas de las propuestas a favor de los trabajadores, los ancianos, los niños o las mujeres, que se hicieron realidad durante su gobierno, habían sido sostenidas sin éxito a lo largo de décadas por el socialismo e incluso por sectores más radicalizados de la izquierda. Por ese mismo motivo resulta altamente sugestivo el hecho de que Alicia Moreau de Justo, una de las más esclarecidas luchadoras políticas del siglo, infatigable batalladora desde las filas del socialismo por los derechos de la mujer, se haya opuesto a la sanción de la ley 13.010. Dicha oposición se hace aún más incomprensible si se piensa que en 1919, la Dra. Moreau de Justo había redactado los objetivos de la Unión Feminista Nacional, sintetizándolos en cinco puntos: "1) Cooperar en todo lo que signifique perfeccionamiento físico, intelectual y moral de la mujer; apoyar toda obra que tienda a capacitarla en su acción social; 2) Trabajar por la emancipación de la mujer en la familia y en la sociedad (…); 3) Cooperar en toda obra que contribuya a facilitar y mejorar el trabajo femenino; por lo tanto se preocupará en la reglamentación del trabajo en la industria y en el comercio y de elevación de los salarios del trabajo femenino, basándose en el principio "a igual trabajo, igual remuneración"; 4) Tender a centralizar los esfuerzos hechos en favor de la emancipación femenina (…); 5) propender a la formación de comités en el interior de la República que respondan a los mismos fines (…)". Pese a todos estos antecedentes, la ley no contó con su apoyo, ya que la consideró un subterfugio utilizado por Perón para conseguir ser reelecto. No se le ocultó a nadie que al contar con el sufragio femenino, Perón ampliaba pasmosamente su caudal electoral. El presidente contaba con un vasto apoyo, principalmente entre las clases obreras y media baja, que merced a sus medidas habían visto facilitado su acceso a beneficios hasta entonces negados, y a los que se les había abierto una puerta hacia el ascenso social para ellos y para sus hijos. Respecto de las mujeres, la concurrencia a las urnas fue decidida por dos factores igualmente determinantes: por un lado, la formidable adhesión que despertaba la figura de Evita con quien muchas trabajadoras se identificaban masivamente: la muchacha de pueblo, de escasa o nula instrucción, obligada quizás a degradarse para sobrevivir, y que conseguía erguirse sobre la adversidad y coronarse a sí misma como reina, sin que su lenguaje perdiese espontaneidad y sin que mostrara olvidar sus orígenes. Por otra parte, la falta de una gimnasia política, y la costumbre ancestral de estar subordinadas al hombre, las llevaba ahora, que podían ejercer libremente sus derechos, a pedir consejo y a obedecer las órdenes, que en forma más o menos velada les llegaban desde sus personajes referenciales. Si Evita decía, apenas recuperada de su intervención quirúrgica: "Yo les pido a los argentinos que voten por Perón, y no lo hago como esposa del general, sino como una abanderada del pueblo y una plenipotenciaria de los trabajadores. Aunque enferma, estaré el once de noviembre junto a los descamisados como una sombra, repitiéndoles en los oídos y en la conciencia el nombre de Perón, hasta que depositen en la urna su voto (…)", era obligación de la mujer acatar su mandato; lo mismo ocurría si era el marido quien sugería: "Hay que votar a Perón". Fue así que la incidencia del voto femenino en el resultado final del escrutinio fue tan marcado, que permitió al propio general decir años más tarde: "La primera elección la ganamos con los hombres, la segunda con las mujeres". La sanción de la ley 13010 permitió, como queda dicho, la concurrencia de la mujer a las urnas y satisfizo un deseo muchas veces postergado de las organizaciones feministas, pero no significó de ninguna manera la adquisición de una conciencia política en quienes no la poseían hasta el momento, ni representó una modificación importante en la condición laboral o social de las beneficiarias. Permitió, sí, que de manera casi inmediata se creara la Rama Femenina del Partido Peronista y la incorporación de candidatas mujeres en las listas de diputados y senadores. Fue el único partido que presentó mujeres en sus listas para las elecciones de 1951, y obtuvo seis senadoras y quince diputadas. El Partido Peronista Femenino surgió a partir de la importancia del número de mujeres en el padrón electoral, y de la necesidad de disponer de un organismo que las aglutinara. En principio se pensó en que una comisión femenina dentro del Partido Peronista masculino se encargaría de esa tarea", pero Eva Perón tenía otra concepción. Para ella existía la necesidad imperiosa de crear un organismo autónomo, de mujeres y para mujeres". Su empeño obtuvo los frutos buscados, y el Partido Femenino fue creado oficialmente el 26 de julio de 1949, con un acto en el Teatro Nacional Cervantes en el que Evita volvió a dirigirse a la audiencia: "Madre, hija, hermana del pueblo, la mujer argentina sufrió las mismas negaciones e injusticias que caían sobre ese pueblo y sumó a ellas la suprema injusticia de no tener derecho a elegir o a ser elegida, como si ella (…) resultara un peso muerto para el perfeccionamiento político de la colectividad". La afiliación al Partido corría por cuenta de delegadas censistas, las que tomaban a su cargo no sólo el adoctrinamiento político, sino que además les brindaban elementos para mejorar su nivel de vida; se les enseñaba dactilografía, costura y tejido, lo que lentamente permitió que muchas mujeres comenzaran a considerar la posibilidad de mejores condiciones de trabajo (Como reverso de la medalla no puede dejar de mencionarse que, sobre todo en la segunda presidencia peronista, llegó a ser peligroso no estar afiliado al Partido, e incluso, en ocasiones, se seleccionó a partir de una ficha de afiliación y no de los méritos personales). |
Paradójicamente, este movimiento cuya finalidad era la de liberar a la mujer, es en lo profundo autoritario y machista. En su carácter de Presidenta del Partido Peronista Femenino, Eva era, según su biógrafa Vera Pichel, personalista a ultranza: "No admitiría competencia alguna por parte de las mujeres adheridas al partido. Si alguna de las censistas o dirigentes surgidas en la acción posterior empezaba a destacarse, la dejaba de lado directamente sin dar mayores explicaciones. Aún cuando fuera leal y excelente en su trabajo, no había atenuantes. La dirección que ella impuso al partido no contempló ningún aspecto referido a dirigentes que surgieran. No podía surgir nadie. No admitía la competencia. Esto hizo que muchas mujeres con capacidad y ganas de trabajar tuvieran que dejar sus puestos, porque Eva las consideraba competidoras. La presidencia era única y nadie podía levantar cabeza". En el otro aspecto, todo el accionar público de Evita está teñido por su profunda devoción y sujeción a Perón. Y allí radica una gran contradicción: la mujer debe encontrar su lugar en la sociedad, se le otorgan leyes sociales, se la protege en su embarazo y su maternidad, debe formar con el hombre un nuevo tipo de pareja donde ambos sean componentes y no oponentes, pero se la alienta a "votar por quien nos dio el voto", se le reclama una lealtad al líder que no admite desfallecimientos, y la misma Eva se confiesa en repetidas oportunidades como sólo un engranaje más en la gran maquinaria de la revolución que Perón ha llevado a cabo. Con lo que se produce una traslación de la obediencia tradicional al "pater familiae", a otra obediencia, esta vez consciente y electiva, a un gran padre todopoderoso que rige los destinos del país. Empero, y pese a sus contradicciones, el hecho de encontrar una voz que las represente, y sobre todo que esa voz provenga de las entrañas del poder, da a la mujer una seguridad inédita hasta entonces. Su trabajo comienza a ser reconocido, existen para ella leyes sociales, salarios dignos, protección ante el embarazo, vacaciones. Se le abren nuevas perspectivas en materia de educación, y si bien siempre ha sido numerosa la asistencia femenina a las Escuelas Normales, formadoras de maestras –por ser ésta la única carrera, y por lo tanto la única ocupación posterior de la mujer externa al hogar que fuera tradicionalmente considerada "digna"- ahora comienza a ser notorio el incremento de alumnas en las aulas universitarias. Queda claro, no obstante, que se la alienta a profundizar sus estudios a condición de que no descuide los que son sus deberes indelegables en el seno de la familia. La situación quedó planteada en el mensaje contenido en una comedia cinematográfica "Cosas de Mujer" (1951, Carlos Schlieper) protagonizada por Zully Moreno, una de las actrices más reverenciadas y poderosas de la época. La acción se abre con la protagonista acicalándose antes de acostarse: en un plano abierto, se dirige directamente a las espectadoras para informarlas de su experiencia pasada, causa de su felicidad actual. A partir de allí, la trama es un "racconto" en el cual la vemos como a una exitosísima abogada, dura y eficiente en su labor, y con rasgos masculinos en su conducta en los juicios y entrevistas. El triunfo en su profesión la ha llevado a ser negligente con su marido y sus hijos, a quienes dedica poco tiempo y con quienes raramente coincide en el hogar. La situación se torna riesgosa cuando los reclamos desatendidos de su esposo la ponen en peligro de ser traicionada por éste. Es entonces que, en una imprevista "toma de conciencia", decide reconquistarlo, recupera su femineidad y pospone el ascenso en su carrera en aras de la paz conyugal. El film se cierra con un llamado del marido, desde fuera de cámara, quien la está aguardando presumiblemente para un encuentro íntimo. Con una amplia sonrisa de satisfacción, la protagonista guiña un ojo a las espectadoras, sugiriéndoles con complicidad que asimilen su experiencia. Obviamente, sería una ingenuidad suponer que el argumento de una película pudiera condicionar el comportamiento político o social de toda una generación de mujeres, pero se nos ocurre válido como ejemplo de la ideología de que estaban teñidos los productos cinematográficos de la época. Durante estos mismos años, es común encontrar personajes de mujeres trabajadoras "fuera del hogar" entre los encarnados por las principales actrices argentinas: empleadas de tienda –Mirta Legrand en "La Vendedora de Fantasías" (1950, Daniel Tinayre) y en "La Pícara Soñadora" (1956, Ernesto Arancibia); secretaria -Lolita Torres en "Más pobre que una laucha" (1955, Julio Saraceni) ; obrera –Tita Merello en "Arrabalera" (1950, Tulio Demichelli), "Para vestir santos" (1955, Leopoldo Torre Nilsson), etc. Todas ellas presentan personajes positivos, son mujeres honestas cuya ausencia de la casa no les origina deshonor ni corrupción moral. Por el contrario, su trabajo ayuda, o es fundamental, según los casos, para resolver problemas económicos familiares, si bien todas viven una "pobreza digna", sus casas son confortables dentro de su humildad, e incluso, como en las películas de la Sra. Legrand, su vestuario es cuidado y elegante. Pero no son mujeres libres; en la opción, siempre renunciarán a su trabajo en beneficio del hogar, y sus intentos de mayor independencia serán censurados implícita o explícitamente. Ejemplos de esta censura pueden ser la versión cinematográfica de la venerable obra de Henrik Ibsen "Casa de Muñecas" (1943, Ernesto Arancibia), cuyo final fue drásticamente alterado en la adaptación de Alejandro Casona para permitir el regreso de la protagonista, Nora (Delia Garcés) porque extraña el amor de sus hijos; o en "Fuego Sagrado" (1950, Ricardo Núñez), basada en un exitoso radioteatro de Nené Cascallar, que se inicia con la voz en "off" de la autora diciendo: "Mujer, en tu hogar hay un fuego sagrado que no debes permitir que se apague…" y cuyo argumento condenaba el propósito de la protagonista (Diana Maggi) de lograr autonomía económica trabajando como modelo, lo cual causaba que las camisas de su marido no estuviesen planchadas o no advirtiese a tiempo los síntomas de enfermedad de su hija. El hecho de que la película, por otra parte olvidable por su calidad artística, se hubiese transmitido antes por radio, convertía su mensaje en multimedial, y multiplicaba la cantidad de mujeres a las que iba dirigido. A mediados de 1950, por iniciativa de Eva Perón, surgió un nuevo medio de aglutinar a las mujeres, esta vez centrado en las grandes estrellas del ambiente artístico, para ofrecerles posibilidades de desarrollar actividades relacionadas, y a la vez ajenas, a su quehacer específico. El 1º de agosto se recibió en los medios un comunicado de la Subsecretaría de Informaciones, cuya publicación era obligatoria, y cuyo texto era el siguiente: "Es el propósito del Ateneo Cultural Eva Perón el desarrollo intenso de las actividades escénicas, poniendo al pueblo en contacto con las fuentes vivas del teatro universal. Luchará al mismo tiempo por la doctrina justicialista y por dar cauce a las nuevas formas de instrucción espiritual del pueblo, brindándole las máximas posibilidades de poner el arte al alcance de todos". Se ocuparía además de todo lo atinente a las actividades artísticas para vincularlas a la difusión de la doctrina peronista "…inculcando a sus afiliadas la necesidad de participar activamente de la vida nacional, mediante el ejercicio de los derechos de la mujer, consagrados por la legislación justicialista". La casi totalidad de las actrices de la época, tanto las primeras figuras como las secundarias, participó de las actividades del Ateneo; muchas de ellas lo hicieron por sus simpatías con el régimen; otras, como un medio de mantener vigentes sus carreras, pues negarse equivalía a provocar la ira de Evita, esto es, condenarse de inmediato al ostracismo. El Ateneo Cultural Eva Perón funcionó en un edificio de Avda. Roque Saenz Peña 570, casi esquina Florida, en uno de los dos pisos que el Ministerio de Transportes había donado para el Partido Peronista Femenino. En rigor de verdad, su actividad se limitó a ser un centro de reunión de las actrices adictas al peronismo, y a desarrollar estrategias para que éstas aparecieran alentando la reelección del Presidente. En ningún momento cumplió una verdadera acción cultural, pero sus integrantes aparecían fotografiadas en sus lujosos ambientes, en las diferentes revistas del espectáculo, en actitud de descanso o celebrando la afiliación partidaria de una nueva colega. La participación en estas reuniones, o el haber pertenecido a su comisión directiva, fue la causa de que muchas de ellas, por ejemplo Fanny Navarro y Silvana Roth, sus primeras presidenta y vice, vieran interrumpidas abruptamente sus carreras luego de la caída del peronismo en 1955. Pese a su marcado carácter partidario, el Ateneo Cultural sirvió como otra forma de toma de conciencia, quizás no tanto para sus integrantes como para la mujer común, receptora de los diarios y revistas donde se consignaba la actividad política de sus actrices favoritas. Esto le permitió verlas bajo un prisma diferente: ya no eran sólo las bellas mujeres lujosamente ataviadas cuyos días parecían transcurrir entre los estudios de filmación o los escenarios de un teatro, y los constantes halagos de algún rico admirador de quien se comentaba "que estaba por llevarlas al altar", o a un largo viaje, o que las abrumaba con regalos. Es decir, dejaban de ser muñecas de placer para convertirse en seres de carne y hueso, capaces de embanderarse, de defender una idea y proclamarla públicamente, y así, a imagen y semejanza de aquéllas a las que, hasta ayer, sólo se las imitaba en un peinado o copiando el diseño de un vestido, hoy se procuró emularlas en su conducta pública. Los logros sociales obtenidos favorecieron la adhesión, y la voz femenina comenzó a escucharse integrando las tertulias familiares, haciendo saber su opinión política que, por primera vez, no necesariamente debía coincidir con la del hombre de la casa. Tenían un poderosísimo referente: ninguna de ellas fue tan ferviente, tan fanática de una idea como la propia Eva. Tras ella se encolumnaron, y su muerte las dejó desconcertadas y desvalidas. Las diputadas peronistas que accedieron a sus bancas en el segundo período presidencial, iniciado el 4 de junio de 1952, apenas semanas antes de la muerte de Eva, procuraron continuar con la arenga de su paladín, especialmente Delia Degliuomini de Parodi, quien quedó a cargo de la presidencia de la Rama Femenina. Pero su voz sonó falsa, su lealtad declamatoria, su adjetivación artificiosa, y las mujeres del pueblo nunca se identificaron con ella. Cuando la revolución de septiembre de 1955 puso fin al primer período peronista, también pareció caer en el olvido la actividad política partidista de las mujeres. El gobierno volvía quedar en manos conservadoras, como lo ha sido siempre la mentalidad de los integrantes de las Fuerzas Armadas, quienes habían dado el golpe de estado que derrocara al presidente, y habían contado con el apoyo de la Iglesia, cuyos enfrentamientos con Perón, especialmente desde 1954, habían acelerado la caída del régimen. Bajo esta doble presión, tradicionalmente defensora de valores tales como la consolidación y la unidad de la familia, la oposición al divorcio – la ley de divorcio sancionada durante el gobierno peronista en 1954 se derogó en 1956- y la reivindicación del rol patriarcal del hombre, era lógico que la mujer se replegase, o al menos pareciese hacerlo, a despecho de las conquistas obtenidas en el período anterior que, justo es reconocerlo, le fueron conservadas. Pero, paradójicamente, mientras se intentaba que este mandato de pasividad volviese a tener vigencia, los medios de comunicación y las circunstancias internacionales enviaban mensajes divergentes. La cinematografía argentina cayó en una especie de marasmo del que sólo pareció recuperarse cuando a mediados de 1957 se sancionara el decreto ley 62/57, conocido como Ley del Cine, largamente reclamada por los sectores relacionados con la industria y cuya ausencia había motivado la casi total paralización de las actividades. En consecuencia, las pantallas locales comenzaron a poblarse de nuevas imágenes, provenientes de Hollywood pero también de distintos países europeos. Las películas francesas e italianas habían sido habituales, y a través de ellas se popularizó toda una pléyade de "diosas del sexo", lideradas por la francesa Brigitte Bardot y las italianas Gina Lollobrigida y Sophia Loren, las que presentaron a los espectadores una galería de retratos de mujeres de fuerte sensualidad, seguras de sí mismas y con criterios propios respecto de su actitud ante la vida y de su relación con los hombres. En especial sería interesante una revisión de algunos de los films de la primera época de la Loren, por ejemplo "El Signo de Venus" (1954, Luigi Zampa), "Lástima que sea una canalla" (1955, Alessandro Blasetti), "La suerte de ser mujer" (1956, Blasetti), y otras, para comprender el cambio en el modelo femenino propuesto. Al mismo tiempo el debilitamiento de la hasta entonces rígida censura en los films norteamericanos, conocida como "Código Hays", y sobre todo la irrupción en las carteleras del cine sueco, representado por el desconocido Ingmar Bergman (quien se transformaría en pocos años en uno de los directores predilectos del público argentino), Arne Mattson y Alf Sjöberg, permitieron una inusual franqueza temática y un cuestionamiento del rol de la mujer, la que comenzó a aparecer como un ser en completo dominio de su sexualidad, sin caer en los anteriores estereotipos de mujer fatal o pecadora irredenta, así como capaz de profundas indagaciones sobre la vida. El casi inexistente cine argentino de la época no registró esa evolución, o lo hizo muy raramente. A la exuberancia física y la actitud desafiante de las nuevas estrellas europeas, contrapuso la abundancia de Isabel Sarli en una serie de películas iniciadas con "El Trueno entre las Hojas" (1956, sobre novela de Augusto Roa Bastos), en las que la audacia se limitó a exhibirla desnuda y huyendo de la codicia masculina. Si lo que buscaba el director de tales films, Armando Bó, era mostrar la explotación carnal de la mujer, lo consignó con amplitud, por exceso y por omisión. Las mujeres-Sarli fueron, como nunca antes, mujeres-objeto: objeto de deseo, de lujuria, de maltrato, de sometimiento. En la mayoría de ellas, la actriz apareció encarnando variantes de un mismo personaje: la mujer que a su paso desencadena violentas pasiones, a su pesar, mientras aguarda al hombre que la ame de verdad y la rescate de tanta abyección. Esto constituía un claro mensaje: la salvación estaba en manos del hombre, la mujer por sí sola no podía torcer su destino, con lo cual volvían a cercenarse sus posibilidades electivas y, en última instancia, su libertad. Sin embargo, fue a través de la literatura y su posterior traslación al cine, que la década del 50 se destaca con nuevas voces de mujer. En los decenios anteriores, sólo la ya citada Victoria Ocampo, su hermana Silvina, y Silvina Bullrich en la narrativa, junto con Alfonsina Storni desde la poesía, habían logrado ocupar un lugar destacado en la consideración social. Las primeras, a despecho de sus valores literarios, estaban amparadas por su pertenencia a una burguesía acomodada que podía permitirse la aventura de escribir como un rasgo de "dilettantismo" o como una más de las actividades del limitado universo que les estaba asignado. La poetisa, desde la transgresión primera de ser madre soltera hasta la última de su suicidio. Pero en 1954, Beatriz Guido gana el Premio Emecé con su novela "La casa del Angel", e inaugura un período fecundo para la literatura femenina. En pocos años se suman Martha Lynch, Sara Gallardo, Pilar de Luzarretta, Syria Poletti, María Granata y muchas otras, que se atreven a explorar no sólo la interioridad de sus congéneres, sus angustias y cuestionamientos, sino que encaran también con disposición crítica, momentos determinados y conflictivos de la historia política del país: el peronismo en "El Incendio y las Vísperas" (1964- Guido) y "La Señora Ordóñez" (1966- Lynch); el caudillismo en la década del 30 en "Fin de Fiesta" (1958- Guido), etc. Dice María Gabriela Mizraje, refiriéndose a Beatriz Guido "(… le dió- igual que todos los que pertenecieron a su generación- un lugar central a la política, en tanto preocupación teórica o vivencia cotidiana. (…) Al revisar la historia argentina y volver a contarla para la literatura (y para contribuir a la formación de conciencia, tal como Beatriz Guido lo entendía) fue uno de sus móviles, desde la muerte de Facundo Quiroga hasta la de Aramburu, desde el conservadurismo de los años 30 hasta el incendio del Jockey Club en 1953. (…) fue una de las autoras que más problematizó los roles masculinos y femeninos dentro de sus ficciones. Dispuesta a desenmascarar los rígidos esquemas de una clase, acabó por quebrar algunas de sus instituciones principales, como la familia, y con esa fractura complejizó de manera vivificante las asignaciones de género, cruzándolas con los desencuentros generacionales". Leopoldo Torre Nilsson, luego su pareja en la vida real, toma varias de las novelas y los cuentos de Beatriz Guido y los lleva al cine. En la época que nos ocupa, es fundamental la filmación de "La casa del Angel" en 1956-57. Su estreno provoca polémicas, sobre todo porque es la primera vez que se presenta la psicología de la adolescente no como un mundo virginal lleno de ensoñaciones, sino como un cúmulo de desconciertos, frustraciones, impulsos sexuales e indefensión frente a las presiones externas. El hecho de que la acción estuviese situada en la década del 20 permitió a las espectadoras más adultas identificar las características de rigidez de su propia educación, y a las más jóvenes reconocer los peligros de aceptar esos cánones sin rebeldía. La parábola se cerró cinco años más tarde, con "La mano en la trampa" (1961, Torre Nilsson, también sobre novela de Guido) donde la adolescente tímida y reprimida de "La casa…" se transformaba en una joven cruel, ambigua y cuestionadora. El contraste entre ambos personajes se acentuaba al ser la misma actriz –Elsa Daniel- quien les daba vida. La década de los 60 trajo aparejados grandes avances mundiales en la problemática de la mujer. La sociología, la psiquiatría, la política, pusieron ya definitivamente en tela de juicio su espacio tradicional, y fueron abriéndole, no sin dolor ni lucha, nuevos campos de expresión en lo humanístico y lo científico. En nuestro país, esas modificaciones se vivieron siempre de manera antinómica. En 1956 se creó la Asociación por los Derechos de la Mujer, constituida por profesionales, intelectuales, amas de casa, obreras y educadoras que bregan por una equiparación efectiva del sexo femenino en el orden político, económico, social y cultural, de acuerdo al Artículo 55 de la Carta de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Durante el gobierno de Frondizi se crea, en agosto de 1958, la Dirección Nacional de Seguridad y Protección Social de la Mujer, dentro del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, bajo la dirección de Blanca Stábile, cuya misión era "el estudio de los problemas que afectan a la mujer trabajadora y la promoción de todas las medidas que tiendan a mejorar sus condiciones laborales y familiares. Era un organismo técnico y su misión no podía hacer otra cosas que desplazar los problemas individuales a otras reparticiones o entidades y controlar las soluciones brindadas". También se lleva a cabo una encuesta "sobre la participación de la mujer en la docencia, en la administración pública, en las profesiones liberales, en el periodismo, en las diversas esferas de la industria y el comercio, etc." En 1968 se sanciona la ley 17711, que establece que es necesario el consentimiento de ambos cónyuges para disponer o gravar los derechos gananciales. La psiquiátra Marie Langer, plantea en 1973: "Corremos el riesgo de romper la familia. ¿Pero es generalmente una institución tan sana? Nosotros, los psicoanalistas, que vivimos de los errores cometidos por la familia en la infancia de nuestros pacientes, deberíamos haber sabido cuestionarla tiempo atrás". En oposición a este planteo, la posición oficial del país en todos los foros nacionales e internacionales fue y sigue siendo, la defensa a ultranza del núcleo familiar y su oposición pertinaz a cualquier tipo de iniciativa favorable a la planificación o la interrupción de los embarazos. La antinomia entre estas posturas volvió a reflejarse en el cine, donde en la misma época pueden contraponerse "Crónica de una señora" (1971- Raúl de la Torre) sobre una mujer de clase acomodada que abandona bienestar, marido e hijos para buscar su lugar de pertenencia, y "El veraneo de los Campanelli" )1971- Enrique Carreras), que trasladaba a Mar del Plata un éxito televisivo sobre las desventuras de una familia de clase media baja, y que hizo famoso su estribillo de "No hay nada más lindo que la familia ‘unita’". En época inmediatamente posterior existió el lamentable resultado de una mujer ocupando la Presidencia de la Nación –María Estela Martínez de Perón, "Isabelita"- quien había sido electa vicepresidenta en las elecciones de septiembre de 1973, ganadas por Juan Domingo Perón, y que le significarían recuperar el poder para un breve tercer período, truncado por su muerte el 1º de julio de 1974. Su esposa ascendió al gobierno, si bien su ineptitud para el cargo no le permitió detentar en ningún momento el poder. Su período fue una suma de desaciertos, agravados por el terror que despertaban los ataques subversivos de los distintos grupos guerrilleros –Montoneros, ERP, FAR- así como las amenazas y los atentados de la ultraderechista "Triple A", creada por el verdadero ideólogo del gobierno, el sinuoso José López Rega. La situación desembarcó en el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, que iniciaría el más cruel y dramático de los gobiernos militares que con frecuencia se habían alternado desde 1930 con los presidentes elegidos democráticamente. El Proceso de Reorganización Nacional se destacó por su intento de refundación del país bajo la consigna de acabar con la subversión. Todos los medios, aún los más insólitos, fueron válidos para la obtención de ese fin. A despecho de la crueldad y la corrupción económica y moral, que lo caracterizó, la prédica fue la de la más estricta conservación de los valores "occidentales y cristianos" afines al "ser nacional", abstracciones ambas que nunca tuvieron una adecuada definición. En nombre de esos valores se acudió a la tortura, el saqueo, el secuestro y la desaparición de personas, metodología esta última que no registraba antecedentes en nuestro país, pero que obedeció a un plan perfectamente orquestado y compartido por las distintas dictaduras militares que se enquistaron en los países latinoamericanos durante la década del ’70. Excede las posibilidades del presente trabajo extenderse sobre las aberraciones morales, económicas y jurídicas que se cometieron a través de los siete largos años del Proceso. Vale la pena, sin embargo, hacer notar que pocas veces la mujer fue tan degradada como entonces. Las detenidas fueron torturadas, violadas, en muchos casos a despecho de su condición de embarazadas, y este último grupo trajo aparejada una "industria" paralela; la desaparición de niños recién nacidos, en ocasiones asesinados junto con sus madres, y en otras vendidos o entregados en adopción a familias, algunas de las cuales desconocían su origen, en tanto que otras estaban relacionadas con miembros de la represión. De las mismas atrocidades del régimen surgiría el primer, y durante varios años único movimiento de resistencia contra el mismo. Se trató de un grupo de mujeres, la mayoría sin preparación política previa, cuyos hijos habían desaparecido durante los primeros tiempos de la represión. Comenzaron a recorrer despachos oficiales e institucionales, incluidos los eclesiásticos, en busca de una ayuda o una respuesta respecto del paradero de sus hijos. En determinado momento coincidieron en la Plaza de Mayo, frente a la Casa de Gobierno, de donde fueron expulsadas bajo la orden de "Circulen", con la cual se evitaban las reuniones prohibidas por el estado de sitio. En aparente obediencia a dicha orden, comenzaron a caminar en círculo por el perímetro de la plaza, y decidieron repetir la experiencia en las semanas subsiguientes hasta obtener una respuesta. Era el 30 de abril de 1977, y acababan de formarse "las Madres de Plaza de Mayo". Este movimiento representó el quiebre más importante en el rol de la mujer en las últimas décadas. Mujeres de hogar, simples amas de casa, encabezaban un frente de oposición silencioso y pertinaz, detrás del cual se encolumnaron paulatinamente políticos, intelectuales y personalidades del país y del exterior. Del apodo despectivo de "las locas de Plaza de Mayo" pasaron a obtener respeto y consideración internacional. Puede decirse que desde la época de Eva Perón no se había producido una aparición tan fulgurante de la mujer en la vida pública del país. La llegada de la democracia acrecentó esta participación. Los distintos partidos políticos incluyeron mujeres en cargos legislativos e institucionales. Cuando el presidente Raúl Alfonsín creó la CONADEP (Comisión Nacional por la Desaparición de Personas), organismo encargado de recibir las denuncias de los familiares de desaparecidos, previo al juicio al que se sometió a los responsables de las Juntas Militares, incluyó entre el grupo de notables que lo integraban, encabezados por el escritor Ernesto Sábato, a mujeres tales como la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú y la profesora Graciela Fernández Meijide, cuyo hijo integraba la nómina de desaparecidos. La primera se transformó en un referente de opinión para gran parte de la población, y la segunda inició una carrera política cuya parábola merece comentario aparte. Surgida del campo de los derechos humanos, miembro de la mesa directiva de la Comisión Permanente por los Derechos Humanos (APDH), fue secretaria de denuncias de la CONADEP, diputada por la Capital Federal (1993); presidenta de la Convención Estatuyente de la Ciudad de Buenos Aires (1994); senadora por la Capital Federal (1995) hasta su resonante triunfo como diputada por la Provincia de Buenos Aires (1997). Según la definiera Santiago Kovadloff "su trayectoria pública permite reconocer en ella una nueva modalidad de liderazgo político: no nace a partir de lo que promete sino a partir de lo que hace. Basta verla vivir para saber adónde va. Algunos se preguntan si la sociedad argentina votaría a una mujer en las elecciones presidenciales de 1999". Su aparición puso aún más de manifiesto el modelo femenino de las figuras públicas, funcionarias o cercanas al poder, surgido durante el menemismo. Verdaderas "mujeres de consumo", como calificaran años antes Abeijón y Lafauci al arquetipo. Damas pendientes de la moda, con sus rostros paulatinamente modificados por las cirugías plásticas, instauraron un patrón más próximo a la frivolidad de algunas estrellas del espectáculo que a la seriedad y la prudencia esperables en quienes ejercen cargos de responsabilidad. Tuvieron alta exposición en los medios, y con sus largas cabelleras rubias hicieron sospechar que Argentina era en realidad, un país de ascendencia escandinava. En general no se lucieron en sus puestos y en muchos casos quedaron complicadas en sospechas de ilícitos o irregularidades en su función. En contraposición una figura nacida en los medios cinematográficos y sobre todo televisivos, donde alcanzara la fama a través de exitosos teleteatros tales como "Simplementge María" (1069) o "Estación Retiro" (1970), la actriz Irma Roy, devenida diputada justicialista, ganó respeto y consideración por la honestidad y el apasionamiento puestos en juego desde su banca en el Congreso. Graciela Fernández Meijide se mostró como la otra cara de la moneda. Tuvo su momento más brillante en 1997 cuando se impuso sorpresivamente al aparato partidario con el que el entonces gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde, apoyaba la candidatura a diputada de su esposa Hilda González "Chiche". Su victoria representaba también la afirmación de la recién conformada "Alianza para la Justicia, la Educación y el Trabajo", integrada por la Unión Cívica Radical y el Frepaso, y que se perfilaba como la alternativa válida de oposición. Pero en ese momento, también pareció alcanzar su techo. En 1998 se enfrentó a Fernando de la Rúa, otro de los fundadores de la Alianza, en internas abiertas para aspirar a la candidatura a la presidencia del país en las elecciones de octubre de 1999, y perdió por amplio margen; su triunfo en las legislativas de 1997 la habilitaba para postularse como candidata a la Gobernación de la Provincia de Buenos Aires, y volvió a ser derrotada, esta vez por Carlos Ruckauf, el candidato del justicialismo. Curiosamente, las mismas cualidades con las que se justificara su ascenso –"Viene desde el llano, carece de estructura partidaria, no tiene experiencia política"- fueron, con ligeras variantes, los argumentos con los que se explicaron sus derrotas. La misma situación se produjo con la otra candidata a un carego ejecutivo, la conocida conductora televisiva Lidia Elsa Satragno, "Pinky", quien se postulaba para intendente del importante partido bonaerense de La Matanza, postulación que debió resignar frente a su contrincante del partido justicialista. Independientemente del juicio de valor acerca de sus condiciones para el ejercicio del cargo al cual se propusieran, cabe formular nuevamente la pregunta de Santiago Kovadloff: "¿Está el pueblo argentino en condiciones de ser gobernado por una mujer?". La situación nos retrotrae al problema planteado al inicio de nuestro trabajo, que está lejos de haber sido resuelto. Las conclusiones del mismo no pueden ser alentadoras desde el punto de vista femenino. Si bien resultan innegables los avances logrados por la mujer en el plano profesional y de la vida pública, aun cuando su voz se hace oír en política y alcanza a perfilarse, ya sea momentáneamente, como una opción, no ha logrado todavía un plano de paridad con el hombre. Es bien conocida la diferencia salarial que se produce entre hombres y mujeres que ocupan cargos de responsabilidad en las empresas, en detrimento de las últimas. Se sigue considerando que su misión primordial es el cuidado del hogar y de los hijos, y se mira con suspicacia a aquellas que desarrollan una carrera profesional de trascendencia, presuponiéndose que lo hacen a expensas de sus obligaciones primarias. Se continúa rechazando en puestos de trabajo a mujeres recién casadas, pues su posible maternidad constituye una amenaza latente para su eficiencia en su labor, en suma, la mujer argentina, especialmente la de las clases más bajas, continúa luchando denodadamente para ser reconocida y obtener dignidad. Las causas pueden ser múltiples, desde la tradición heredada de nuestros mayores hasta el prejuicio. Resta por establecer de qué manera podrá, en los próximos años, resolverse este conflicto, y sobre todo, proponerse una nueva inquietud: si existe, en la sociedad argentina de hoy, una verdadera voluntad de hacerlo.
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José Fuster Retali
Ponencia presentada en el Congreso Europeo de Hispanoamericanistas, Universidad de Varsovia, 2000.
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