El libertario norteamericano –un hombre inclasificable, que se aproximó a lo más íntimo de la naturaleza a través de una vida autosuficiente, inmersa en los ritmos y sonidos del reino vegetal y animal– defendió a los esclavos, a los indios que fueron expulsados de sus tierras, a los perseguidos y humillados. Leer a Henry David Thoreau (1817-1862) hoy, aquí y ahora, cuando miles de personas salen a la calle a reclamar otro tipo de política en Buenos Aires o en Nueva York, no es un gesto anacrónico ni nostálgico, sino la comprobación de que hay una corriente heterogénea donde conviven los sublevados contra el neoliberalismo y la explotación del sistema capitalista. “Este mundo es un lugar de negocios. ¡Qué ruido infinito! Me despierto casi todas las noches con el mecánico jadeo de la locomotora. Interrumpe mis sueños. No hay Sabbath. Sería glorioso ver a la raza humana en calma por una vez. No hay nada excepto trabajo, trabajo, trabajo. No puedo comprar con facilidad un cuaderno en blanco para escribir pensamientos, porque en general están reglados para dólares y centavos”, se lee en uno de los textos que integran Una vida sin principios (Ediciones Godot), traducido por Macarena Solís y prologado por Diego Mellado Gómez.
Life Without Principle se llamó originalmente What Shall It Profit, y fue una conferencia dictada por Thoreau el 6 de diciembre de 1854 en el Hall del Ferrocarril de Rhode Island. Esa misma conferencia la pronunció cuatro veces más en Massachusetts durante 1855, y una vez más en Nueva Jersey al año siguiente. La versión que publica Ediciones Godot es la que editó el propio escritor, poeta y filósofo para su publicación en formato impreso, que realizó Atlantic Monthly en 1863, un año después de la muerte del autor de Desobediencia civil (1849), texto que influyó notablemente en León Tolstói (1828-1910), Mahatma Gandhi (1869-1948) y Martin Luther King (1929-1968). En este ensayo postula los principios básicos de la desobediencia civil que él mismo practicó en 1846, cuando se negó a pagar los impuestos –creados para financiar la guerra con México– y fue encarcelado en la prisión de Concord, el pueblo donde nació y murió. Thoreau argumentó que se negaba a colaborar con un Estado que mantenía el régimen de esclavitud y emprendía guerras injustificadas contra México. El escritor y filósofo Ralph Waldo Emerson, amigo de Thoreau, pagó la fianza y lo sacó de la cárcel. Su obra más importante –la matriz que alberga sus reflexiones, ensayos, conferencias, observaciones de la naturaleza y pensamientos– es su Diario, escrito entre 1837 hasta 1862, publicado en 16 volúmenes en 1906.
“Si un hombre se adentra en los bosques por amor a ellos cada mañana, está en peligro de ser considerado un vago; pero si gasta su día completo especulando, cortando esos mismos bosques, y haciendo que la tierra se quede calva antes de tiempo, es un estimado y emprendedor ciudadano. Como si un pueblo no pudiese tener otro interés en un bosque que el de cortarlo”, plantea Thoreau en otro de los ensayos de Una vida sin principios donde pone de manifiesto, como en la mayoría de su obra, su condición de libertario y precursor del ecologismo, un siglo antes de que se diseminara la defensa activa del medio ambiente y la lucha contra la contaminación. Mellado Gómez recuerda que Thoreau abandonó sus obras manuales e intelectuales para entregarse a la contemplación. Walden reúne las impresiones del escritor, que en 1845 decidió vivir en contacto con la naturaleza y construyó una cabaña cerca de Walden para llevar una vida sencilla y dedicarse a observar la naturaleza. “Después de su baño matinal, tomaba asiento en el umbral de la cabaña, donde permanecía desde el amanecer hasta el mediodía, absorto en una ensoñación, fundido entre los pinos, nogales y zumaques, ‘en imperturbada soledad y tranquilidad’. Solo la puesta del sol en su ventana occidental o el sonido de un lejano coche por la carretera, le hacía recordar el paso del tiempo. ‘Esto era flagrante ociosidad para mis conciudadanos’, escribe Thoreau, ‘pero si los pájaros y las flores me hubieran examinado según sus pautas, no habrían encontrado falta en mí’”.
Sería un desatino afirmar que Thoreau era un “defensor ardiente de causas perdidas”, expresión que suele ser usada con buenas intenciones, pero que leída a contrapelo sólo sirve para convalidar al establishment. Triunfó el antiesclavismo –filas en las que militó fervientemente–; sembró textos en donde desplegó argumentos a favor del antiimperialismo, nada menos que en pleno apogeo del imperialismo norteamericano; fue un acérrimo defensor de las minorías indias y celebró el derecho a la pereza. Una de sus características más sobresalientes fue el rechazo de lo establecido y su actitud de resistencia no violenta pero radical a la hora de proclamar su propia libertad de pensamiento. “De acuerdo con mi experiencia, nada se opone tanto a la poesía como los negocios, ni siquiera el crimen”, subraya en uno de los tomos de su Diario. Una vida sin principios cierra con “Los siglos oscuros” –el título original, “The Dark Ages”, alude al término que se usaba en esa época para referirse a la Edad Media–, un trabajo que fue publicado por Thoreau en 1843, en la revista The Dial, de Emerson. “Los ojos del fósil más antiguo permanecen. Ellos nos cuentan que las mismas leyes de la luz prevalecen hoy como ayer. Las leyes de la luz son siempre las mismas, pero la manera y los grados de percibirla varían. Los dioses no son parciales a ninguna era, constantemente hacen brillar la luz en los cielos, mientras que el ojo del observador se transforma en piedra –advierte–. Al comienzo, no había más que el sol y el ojo. Los siglos no han agregado un solo rayo al primero, ni han alterado una sola fibra del segundo”.