“La fiebre lúgubre” empezó cuando a los 16 años sintió el cimbronazo de un desbarajuste existencial, la pérdida de un mundo que debía recobrar desde la palabra escrita. Entonces conjeturaba que los libros del futuro se escribirían “con la inminencia de algo que no llega y con la felicidad de la inspiración como su único tema”. El narrador es el hombre que permite que las suaves llamas de su narración consuman por completo la mecha de su vida. El joven escritor anota en su diario lo que le viene a la mente después de un velorio: “Dos ideas repentinas sobre la muerte. Una idea grosera, la felicidad de estar vivo. Una idea metafísica, no se vive en la muerte, la angustia es para los sobrevivientes. Ser inmortal sería no tener lazos afectivos, morir sin nadie que experimente el dolor de esa muerte. Morir sería entonces un salto al vacío”. Cuánta tristeza asedia sin tregua a los lectores del mundo. Ricardo Piglia, el mejor escritor argentino después de Jorge Luis Borges y a la par de Juan José Saer, murió ayer a los 75 años como consecuencia de la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), una enfermedad degenerativa de tipo neuromuscular que padecía desde hace un tiempo. Cuesta imaginar la literatura argentina sin las fuertes intervenciones del autor de Respiración artificial, Prisión Perpetua y la trilogía autobiográfica Los diarios de Emilio Renzi, cuyo tercer volumen, Un día en la vida, se publicará póstumamente este año.
Ricardo Emilio Piglia Renzi nació en Adrogué el 24 de noviembre de 1941. Tenía 11 años cuando vivió un momento histórico en la casa de una de sus tías. Los primos jugaban a las cartas. La fecha –26 de julio de 1952– se clavó como una estaca que marcará un antes y un después en la vida de esa familia. Una radio, de esas que se enchufan a la pared, escupió “la” noticia del año. Un primo repitió –a los gritos– la novedad: ha muerto Eva Perón. Las cartas volaron por los aires. Algunos puños –los del padre del futuro escritor– se cerraron automáticamente por el dolor; otras manos se expandieron sin pudor por arengar, como si estuvieran celebrando un gol. “Se armó un lío tremendo”, recordaba el escritor. “Algunos se pusieron contentos, otros lloraban. La tensión que generaba el peronismo estaba en el seno familiar”. El padre de Piglia era un peronista que sufrió en carne viva la llamada “Revolución Libertadora” de 1955. Pronto, en 1957, decidió mudar a su familia de Adrogué a Mar del Plata, con la ilusión de empezar de nuevo. El adolescente Piglia acusó recibo de esa mudanza de un modo “muy dramático”, como si fuera un exilio o un destierro, a pesar de los 400 kilómetros de distancia. Entonces tenía 16 años y era una especie de Holden Caulfield bonaerense. “Todo lo vivía rabioso y con la sensación de que tenía que escapar”, repasaba. “Pero fue muy benéfico, porque Mar del Plata es una ciudad con una vida cultural muy intensa. Y ahí empecé a escribir”. No estaba enamorado de su propio desamparo. Escribir un diario implicaba un ejercicio sencillo: nombrar las pérdidas y entablar, sin saberlo todavía, un tipo de relación diferente con la experiencia. Inventariar lo perdido para recuperarlo en la ficción.
Borges con Arlt
Piglia construyó una formidable máquina de lectura que le permitió establecer un camino de diálogo entre Borges y Arlt, un itinerario “atrevido” y novedoso para una década como la del 60 en que las encendidas pasiones políticas –de la izquierda tanto peronista como no peronista– obstaculizaban el peaje hacia al autor de El Aleph. Al fin y al cabo, postula a Borges y Arlt como escrituras paralelas y simétricas en “Homenaje a Roberto Arlt”, incluido en el libro de relatos Nombre falso (1975), donde promueve una alianza original entre crítica y ficción policial. El joven Piglia desplegó un importante trabajo editorial junto al editor Jorge Álvarez en la editorial Tiempo Contemporáneo a partir de 1968, cuando dirigió la “Serie Negra”, la primera colección de novelas policiales norteamericanas que se tradujeron en lengua española, con ediciones muy cuidadas de autores como Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Horace McCoy y David Goodis, entre otros. Aunque participó desde el principio en la creación de la revista Los Libros (1969), recién en el número 23 figuró en el consejo de dirección, integrado además por Héctor Schmucler y Carlos Altamirano. Las divergencias políticas en relación con la evaluación del gobierno de Isabel Perón en el número 40 (marzo–abril de 1975) provocaron el alejamiento del escritor.
Emilio Renzi, el alter ego de Piglia que está ya en su primer libro La invasión (1967), apareció por primera vez como traductor de un cuento de Ernest Hemingway, firmado por él en el 65. Renzi reincidió en la selección y las notas de la antología Cuentos policiales de la Serie Negra (1969). El escritor construyó un personaje-alter ego ue lo fue acompañando, aunque siempre advertía que envejecía más lentamente que él. “Tiene posiciones más extremas que las mías. Dice cosas que yo pienso, pero no me atrevo a decir. Renzi dice que Borges es un escritor del siglo XIX y todos creen que lo dije yo. Pero fue él, siempre está provocando”, aclaraba el escritor. Tenía apenas 26 años cuando publicó Jaulario en Cuba (Mención en el Premio Casa de las Américas) –viajó a La Habana en un viaje que él definió como “iniciático” junto con Rodolfo Walsh, Francisco Urondo y León Rozitchner–; libro que salió por el sello Jorge Alvarez con el título La invasión.
El ritmo de la prosa
Desde el inicio de su itinerario como escritor y crítico, Piglia ha problematizado la relación entre el narrador con su materia: cómo la figura del narrador implica la ilusión de una experiencia de la que se quiere apropiar, contar algo ajeno como si le hubiese ocurrido. No hay duda de que Piglia quiso dejar en claro afinidades y afiliaciones, de qué modo sin el magisterio de Borges y Arlt no sería el escritor que es; a lo que habría que añadir la importancia que también tuvieron Franz Kafka, Witold Gombrowicz, Cesare Pavese, Hemingway, William Faulkner y Scott Fitzgerald, entre otros. “Admiro las prosas lentas (Juan Carlos Onetti, Juan José Saer, Sergio Chejfec, Juan Benet), pero yo busco otra cosa. La prosa tiene que ser rápida, seguir un ritmo, un fraseo, tiene que fluir: eso es el estilo para mí, la marcha, no el léxico, el tono, no las palabras, sino algo que está entre las palabras, para decirlo así. Es lo que busco desde que empecé a escribir y es lo que me gusta cuando leo a Rodolfo Walsh o a Antonio Di Benedetto, o a Roberto Bolaño, que tiene mucha energía en la prosa, algo que viene de la generación beat. William S. Burroughs es el maestro de esa inmediatez, tiene un oído infalible”, planteaba el escritor.
Qué notable resulta, a medida que pasa el tiempo, Respiración artificial (1980), su primera novela en la que sorprende con la forma, como si arañara el ideal utópico de la novela total, atravesada por la divergencia de voces y la complejidad de una estructura escindida en dos partes. En la primera parte, trenzada en un relato epistolar mixturado con una investigación escalonada, Renzi se interesa por la vida de un tío que desconoce, Marcelo Maggi. A su vez, Maggi trata de escribir sobre unos papeles del siglo XIX que ha dejado Enrique Ossorio, turbio conspirador de la época de Juan Manuel de Rosas, que es abuelo del suegro de Maggi. La escritura une a estos sujetos: Ossorio sueña con publicar una novela, pero su prematura muerte se lo impide; Maggi quiere hacer pública la vida de Ossorio, pero su desaparición aborta el intento; y Renzi, al fin y al cabo, escribe la novela que no pudieron escribir sus dos antepasados. El personaje Renzi tiene tanta fuerza que muchas de sus afirmaciones en las páginas de la ficción –en la segunda parte– se las han atribuido a Piglia, como afirmar que Borges es el mejor escritor del siglo XIX y que con la muerte de Arlt muere la literatura moderna en Argentina. Los textos de Borges –para Renzi– “son cadenas de citas fraguadas, apócrifas, falsas, desviadas; exhibición exasperada y paródica de una cultura de segunda mano, invadida toda ella por una pedantería patética”. En esta segunda parte brilla la conversación entre Renzi y el exiliado polaco Tardewski, inspirado en el escritor Witold Gombrowicz, un personaje que asume el exilio como fracaso. Tardewski lee a Kafka desde Hitler; formula un hipotético encuentro que puede ser la más formidable fabulación de la imaginación. La literatura de Kafka anticipa la máquina criminal del nazismo antes de tiempo; esboza un mundo en el que toda persona es sospechada de algo o acusada intempestivamente –el Estado pasa a tomar posesión de la existencia y el destino de sus ciudadanos– y describe a seres humanos devenidos insectos, arrestados, aplastados, imposibilitados de luchar.
La gran máquina narrativa
En La ciudad ausente (1993), la segunda novela de Piglia, la imagen fantasmagórica de la ciudad configura un cuerpo femenino o una isla de la utopía. Miguel Mac Kensey, argentino hijo de ingleses y más conocido como “Junior”, es un periodista del diario El mundo que a la par que investiga una serie de grabaciones producidas por una máquina creadora de múltiples relatos –ubicada en un museo y al cuidado de Tanka Fuyita– va descubriendo su identidad. Otra línea de la novela tiene que ver con el origen de la propia máquina, invento ideado por Macedonio Fernández y llevado a cabo por un ingeniero, Emil Russo; máquina capaz de mezclar lenguas y modificar relatos. En tercer lugar, se narra la historia política argentina durante la dictadura militar. El dolor parece ser el hilo conductor de muchos de los relatos que produce esa máquina desde las historias de tortura, represión y desaparición, el gaucho invisible o la mujer que abandona al hijo y se suicida, entre otras. Novela compleja, circular, narrada por múltiples voces –Renzi es una más–; personajes y tramas conforman una suerte de mamushka que finaliza con el peronismo y la perduración de la mítica de Evita. Con Plata quemada (1997), novela policial inspirada en un robo millonario de mediados de los años 60, fue un gran éxito de ventas, obtuvo el premio Planeta y tuvo su versión cinematográfica de la mano de Marcelo Piñeyro. En El último lector (2005) plantea que la pregunta “¿qué es un lector?” es en definitiva la pregunta de la literatura. Como en Crítica y ficción (1986) y Formas breves (1999), demostró una vez más su maestría a la hora de construir itinerarios novedosos para leer la literatura contemporánea. Piglia se parece mucho al lector como héroe inventado por Borges: quizás una de las claves de sus innovaciones resida en la libertad con la que usa textos sobre los que teoriza y ficcionaliza. Después publicaría Blanco Nocturno (2010) y El camino de Ida (2013), su última novela.
Todavía cuesta creer que no haya obtenido el premio Cervantes, el más importante para el mundo de habla hispana. Esta “deuda” será un eterno reproche, como sucede cuando se recuerda que Borges no recibió el Nobel. En la última década Piglia recibió numerosas distinciones como el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso (Chile, 2005), el Premio de la Crítica (España, 2010), el Rómulo Gallegos (Venezuela, 2011), el Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas (Chile, 2013), el Konex de Brillante (Argentina, 2014) y el Premio Formentor (2015). Protagonizó dos programas de lujo en la Televisión Pública: Escenas de la novela argentina (2012) y Borges por Piglia (2013). A pesar de la enfermedad que se fue ensañando con cada uno de los músculos de su cuerpo hasta postrarlo e impedirle escribir, mantuvo la lucidez hasta el final. Cuando ya no pudo escribir más, le dictaba a “la musa mexicana”, Luisa Fernández, a quien le dedicó Años de formación, el primer volumen de Los diarios de Emilio Renzi, que cubren la década del 57 al 67; dedicatoria en la que no podía faltar “la lectora de mi vida”, Beba Eguía, pareja del escritor. En estos últimos tres años escribió contra esa sentencia de muerte inexorable condensada en la sigla ELA y publicó dos de los tomos de sus diarios en Anagrama y varios libros más, como La forma inicial. Conversaciones en Princeton (2015), un volumen de ensayos, conversaciones y entrevistas; Las tres vanguardias literarias. Saer, Puig y Walsh (2016), las once clases del seminario que dictó en la Universidad de Buenos Aires en 1990, ambos por Eterna Cadencia, y Escritores norteamericanos, publicado en diciembre del 2016 por Tenemos las máquinas. También participó en 327 cuadernos, la película de Andrés Di Tella sobre sus diarios.
Duele mucho la despedida, el saber que ya no estará la voz de Piglia para proponer lecturas en la serie que conecta vida–lectura–escritura. “La vida es un impulso hacia lo que todavía no es, y, por lo tanto, detenerse a narrarla es cortar el flujo y salir de la verdad de la experiencia”, se lee en Los años felices, el segundo tomo de Los diarios de Emilio Renzi. “Por su parte, la literatura es un modo de vivir, una acción, como dormir, como nadar. ¿Le quita esta idea el sentido de construcción deliberada que tiene la literatura? No creo, el error es buscar las cenizas de esa experiencia en el interior del libro, cuando en verdad hay que buscarlas en las pausas, en los fragmentos, en las formas breves”.