El mundo parece una fiesta desmesurada visto desde la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL). “México es un país de ilusiones gigantescas.” Juan Villoro repite al pie de la letra una frase que puso en boca del desmemoriado narrador de su última novela, Arrecife (Anagrama). Un músico retirado, un veterano contracultural de la década del ’70, decide crear La Pirámide, enclave turístico de cinco estrellas y excursiones que aceitan la sensación de sobrevivir al peligro, “el mejor afrodisíaco” para turistas hastiados que necesitan coquetear con el umbral de experiencias extremas. “El narco es perfecto para hacer creíble el miedo”, dice Mario Müller, ex líder de Los Extraditables con los días contados por un cáncer y la urgencia de recuperar la amistad con Tony (Antonio Góngora), el bajista ahora convocado para “musicalizar peces” y relajar a los huéspedes, que pasó la primera parte de su vida tratando de despertarse y la segunda tratando de dormir. Tony es el narrador de este policial donde la víctima deviene verdugo que “no puede ser exonerado pero sí comprendido”, como plantea el escritor mexicano en la entrevista con Página/12. “Conocer lo que pasó no sirve para impartir justicia. Qué tan inocente es la víctima y qué tal culpable es el verdugo es el gran dilema de Edipo, que puede ser leído en clave policíaca: un tipo que está investigando un crimen sin saber que él es el culpable. Quería generar en el lector cierta perplejidad moral.” –Tony es un ex hippie “reciclado”. ¿Qué le interesó de esta transformación? –Me parecía sugerente construir una novela a partir de un narrador inseguro que no sabe perfectamente lo que recuerda. Para justificar esa desmemoria tenía que hacerlo pasar por algún incidente, y yo pertenezco a una generación en la que muchos compañeros perdieron parte de su pasado por el abuso con las drogas, una generación que trató de activar la contracultura en México. Yo hacía un programa de rock que se llamaba El lado oscuro de la luna. Me pregunté qué habrá sido de esos veteranos de la contracultura que quedaron con agujeros de memoria, dónde están ahora. Entonces inventé una posteridad para ellos en esta novela. Hay muchas maneras en que la contracultura puede encarnar; en cierta forma la realidad virtual es como un viaje de ácido tecnológico, la posibilidad de tener una vida espectral por momentos alucinatoria, en donde la representación es muchísimo más aguda e intensa que la realidad que la origina. Estas copias desprendidas de sus modelos se parecen mucho a las puertas de la percepción y de la alucinación. No es raro que en Silicon Valley trabajen muchos ex hippies porque han encontrado en la tecnología ese dopaje que es menos aniquilador, al menos por ahora, que los abusos con las drogas. –¿Podría ser interpretado entonces como una sustitución de drogas duras por la droga tecnológica, acaso “más blanda”? –Claro. Necesitamos una representación que nos haga creer que la realidad tiene sentido. La literatura es una de ellas, pero es una forma más lenta que lo que podría ser el universo digital o el turismo. Una de las grandes crisis del turismo es que los viajeros se cansan de reiterar las experiencias que han tenido. México ofrece sol y pirámides y de pronto los viajeros buscan otras cosas. Entonces han surgido programas de entretenimiento para un turismo extremo, para lo que ahora se llama “posturismo”. Y me pareció que el miedo y la violencia podrían formar parte de estos programas, tomando en cuenta que pocas cosas atraen tanto como la posibilidad de hacerte daño. –En Arrecife uno de los personajes dice que el miedo es como un recurso natural en México. ¿Qué implica generar una suerte de gran industria del miedo? –Lo hemos vivido en los últimos años con la llamada “guerra contra el narcotráfico” que ha dejado 80 mil muertos y 30 mil desaparecidos, al menos en el conteo más reciente. La violencia es la moneda corriente. Amanece y lo primero que ves es el marcador rojo de la sangre y cuántos muertos hubo en el día. Yo quería hacer una novela que no abordara en forma documental este tema, pero que explorara algunas condiciones del miedo, que es la circunstancia en la que estamos inmersos. Después de padecer estos seis años de oprobio, la primera reacción es de rechazo ante la violencia. Pero hay algo también sumamente atractivo en ella: el hecho de que alguien sea sicario sabiendo que puede morir. La violencia es una tentación muy fuerte para una especie depredadora y al mismo tiempo te da una doble relación con la muerte: puede llegar, pero lo interesante es que no siempre llega. Cada vez que sobrevives es como si tuvieras un contacto con la inmortalidad: fuiste en ese momento inmortal, superaste la posibilidad de haber caído. Todas estas “aniquilaciones superadas” son muy atractivas y es un poco en lo que se basa La Pirámide, el hotel donde ocurre la trama, tomando en cuenta que el contexto noticioso hace que sea muy verosímil porque estos programas de entretenimiento pactan con la realidad y juegan con la posibilidad de convertir los temas sociales en un miedo controlado y en una violencia recreativa. –¿Se puede controlar el miedo? –Todos nos contamos relatos para controlar el miedo. Ser padre es una manera de fingir que controlas el miedo ante tus hijos. Tu hijo tiene miedo de un ruido en la noche y lo primero que haces es decirle que no pasa nada, que está todo bien, aunque tú ignores si eso es cierto o no. Mi hija tiene doce años y fue a un parque temático. Cuando se iba a tirar de la montaña rusa más alta, le dio un miedo pavoroso. Ella leyó en alguna parte que el cerebro admite órdenes negativas con dificultad. Si tú le dices “no voy a morir”, le cuesta más trabajo admitir que va a vivir. Mi hija fue recitando como un mantra “voy a vivir”, “voy a vivir”, para superar el miedo que en el fondo quería sentir. Vivimos cortejando el miedo porque es una forma de establecer contacto con la inmortalidad. –¿Qué impacto genera el miedo en la memoria de sociedades que han padecido dictaduras, violencias de distinto tipo, masacres? –Los responsables de crímenes históricos son personas que viven agobiadas porque sus crímenes se recuerden. A veces incluso se tratan de convencer con discursos autocomplacientes. Cuando Hitler fue interrogado sobre el Holocausto por algún colaborador y se le preguntó si no temía de que eso manchara su reputación histórica, el respondió: “¿Quién se acuerda de los armenios?”. Los armenios habían sido masacrados por los turcos y nadie hablaba de ellos. Lo que Hitler se contaba a sí mismo es que el olvido puede ser colectivo y reparar cualquier daño. Los verdugos tienen miedo de que sus crímenes se recuerden, pero las víctimas no olvidan. Nadie recuerda tanto como una víctima o un sobreviviente. Cualquier persona que pasa por un cataclismo, por un accidente, lo primero que hace es contar lo que vivió, las premoniciones que tuvo. Nadie sobrevive en silencio. Y esta es una lección: tarde o temprano las víctimas hablan. –Hay una tensión evidente planteada por el olvido en Arrecife. Los personajes necesitan “negociar” con el olvido, pero la sociedad no puede hacerlo. –La memoria histórica es distinta. Nosotros no viviríamos si no olvidáramos, ¿no? O seríamos como Funes, invadidos de un idiotismo mnemotécnico, captando tantas cosas que no podríamos discernir ni discriminar entre ninguna. No siempre el olvido responde a nuestros deseos. Todos estamos perseguidos por memorias que no hemos conseguido olvidar. En el caso de la memoria histórica, es todo lo contrario. La memoria no es una zona de clausura, el pasado está siempre en discusión. El pasado está continuamente en tensión con el presente. Sólo desde el presente existe el pasado. –¿Puede haber “mentiras controladas”? –Desde luego, la política es una mentira controlada, las campañas para llegar a la presidencia son una mentira controlada. Lo primero que hacen los especialistas en control de daños es negar la realidad y desviar la atención. El ex presidente (Felipe) Calderón ha dicho que el desprestigio de México se debe a que los mexicanos hablamos mal de los mexicanos. Para Calderón el problema no es que haya decapitados, sino que nosotros damos la noticia. Lo cual es terrible: es culpar al mensajero. –¿La ficción podrían entrar también en este territorio de las “mentiras controladas”? –Me gusta la distinción que hace Juan José Saer entre lo verificable y no verificable. La ficción se incorpora a la realidad y en ocasiones se verifica tiempo después. Julio Verne escribió de cosas que eran imposibles en su tiempo desde el punto de vista tecnológico y que una tras otras se fueron volviendo reales, se convirtieron en una profecía de lo real. Kafka escribió del totalitarismo antes de que existiera como lo conocimos en el siglo XX. La ficción no tiene porqué ser verificada, pero forma parte de la realidad. Villoro está sentado en una de las banquetas del hotel Hilton, especie de FIL paralela donde hay más escritores que turistas por metro cuadrado. ¿El grupo Los Extraditables de Arrecife podría formar parte de la “desmesura contracultural” al haber sido telonero de la Velvet Underground? Antes que la voz suene contundente las manos del escritor traducen sobre la mesa un “sí” más que elocuente. “Hay cosas que funcionan mucho mejor como rumores que como certezas comprobadas. El Trinche Carlovich fue un jugador de fútbol argentino extraordinario del que no quedan filmaciones, pero quienes lo vieron jugar dicen que era mejor incluso que Maradona. Si quedaran testimonios gráficos de esas proezas, probablemente las creeríamos menos –ejemplifica el autor de El testigo y Los culpables, entre otros títulos–. El rumor es la forma más eficaz de transmitir algo mítico. Y a la Velvet Underground de mi novela se le ocurre hacer un ‘concierto bodega’ que no se anuncia nunca en un país extraño como México, con Los Extraditables como abridores. La idea es que aquellos que estuvieron ahí se van a convertir en feligreses de una secta y van a propagar la buena nueva de que estuvieron en ese concierto con una pasión como no lo van a hacer los simples asistentes a un concierto que fue público. Haber estado en ese concierto secreto hace que instantáneamente se conviertan en evangelistas de esa fe.” –En la novela la paternidad tiene un papel significativo. Tony cree que tiene un padre “desaparecido” y Mario no quiere ser padre pero tiene una hija. ¿Por qué aparece la paternidad de un modo tan conflictivo? –La novela trata de lo que podemos recuperar y heredar. Tony busca recuperar su memoria y al hacerlo recurre a su mejor amigo, que le puede ir implantando sus propios recuerdos. En un país roto como México, donde estos personajes tienen cincuenta y tantos años y parecen haber hecho su último esfuerzo, los dos se consideran incapaces de ser padres, de guiar a otra persona. Además, Tony siempre se ha visto como un huérfano, como un abandonado. Como tantos mexicanos, tiene un padre que desapareció y le explicaron una causa mítica, que había sido un mártir de la matanza de Tlatelolco en el ‘68. Y en realidad no lo fue. El creció sintiendo que merecía una compensación y que era un abandonado que había perdido a su padre por una causa heroica. Después se entera de que fue un abandono banal y más difícil de superar porque podría haber sido evitado. Cuando Tony tiene que hacerse cargo de una hija que no es suya, enfrenta por primera vez en su vida la posibilidad de ser necesario. –¿Pasa de huérfano a padre? –Alguien que perdió a su padre y vivió siempre en función de esa carencia de repente puede suplirla asumiendo el rol del padre que se fue. En esta novela que habla de la devastación de México, quería terminar con una zona de resistencia: ¿qué es lo que nos puede salvar de este horror?, ¿dónde están los asideros? Muchas veces la resistencia más fuerte viene de la gente débil, de la gente castigada. En México hay muchos albergues donde hay mujeres que han sufrido la violencia, como el que aparece en mi novela, y son las que están creando redes de solidaridad. Al final, de manera un tanto accidental, se construye una especie de familia. Quería terminar con esta posibilidad de salida. No es un final feliz pero sí con algo de esperanza. Textual Mario se había convertido en entrenador de mi memoria. En las madrugadas me ponía en contacto con historias perdidas. Me miraba con sus irritados ojos de insomne y pedía que repitiera lo que había dicho para cerciorarse de que mis nuevas memorias se fijaran. Yo había olvidado los detalles que olvida un drogadicto, es decir, las escenas vergonzosas que justifican la forma en que te miran los demás. Ir de gira al Bajío puede ser ignominioso, pero yo ignoraba hasta qué punto. Mario me lo recordó. Nos presentamos en León, Silao, Celaya e Irapuato para acabar en La Piedad, que refutaba su nombre oliendo a cerdos a dos kilómetros a la redonda. Tocamos entre agricultores, seminaristas y zapateros deseosos de alucinar con ramalazos de alto volumen. Borré esos escenarios porque a lo largo de esa gira me oriné en los pantalones y cada noche estuve a punto de ahogarme en mi propio vómito.
La vida privada de los libros ¿Qué pasa cuando la intimidad se vuelve colectiva, como se afirma en un momento de la novela? –Es algo que estamos viviendo de manera muy directa, es lo que ha traído la vida en red, la forma en que te presentas voluntaria o involuntariamente en las redes sociales. Hoy en día si te asoleas desnudo en la azotea de tu casa involuntariamente estás practicando el exhibicionismo ante Google Earth. Las condiciones de la vida privada han cambiado por completo. Incluso hay gente que ha llegado a pensar que sólo existe su vida privada si la hace pública, lo cual es un oxímoron. Las parejas filman sus relaciones sexuales muchas veces para que adquieran una concreción en la pantalla que ya no pueden asumir en la vida real, porque su sentido de lo auténtico está en la pantalla: lo que no se filma no existe. En esta vida un tanto espectral es difícil encontrar un sentido de la intimidad y de la privacidad. –¿La literatura puede preservar ese espacio de intimidad? –El libro es de los pocos espacios donde podemos tener vida privada. Tú abres un libro y estás en contacto con alguien que no está presente, administrando ese tiempo solitario; es una de las pocas prácticas que no se hacen en colectividad y que no tienen testigos. |
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por Silvina Friera
Diario Página12 (Argentina)
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Lunes, 3 de diciembre de 2012
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