“La vida es el arte de sobrevivir. En el
fondo, no es nada más.” La tregua –la reducción del tamaño de los
tumores– no duró mucho tiempo. Henning Mankell, autor de la frase sobre
la supervivencia, sabía que no existen garantías cuando se trata del
cáncer. Desde aquella mañana del 8 de enero de 2014, cuando las
radiografías confirmaron que tenía un tumor de tres centímetros alojado
en el pulmón izquierdo y una metástasis en la nuca, convivió con la
enfermedad y escribió hasta concluir Arenas movedizas, una especie de
bitácora existencial en la que indaga el modo de enfrentar la
“catástrofe” de un diagnóstico que convertía el futuro en un territorio
incierto. Al final de estas memorias, que se publicaron hace un mes,
confesaba: “Vivo con la esperanza de nuevos instantes de paz. En los que
nadie me arrebata la alegría de crear o de contemplar las creaciones de
otros”. El maestro de la novela negra nórdica, el creador del famoso
detective Kurt Wallander, uno de los narradores más leídos y celebrados
en Europa y América latina, murió ayer a los 67 años, en Gotemburgo (en
la costa oeste de Suecia), según informó su editorial sueca, Leonhart,
que fundó el propio Mankell con Dan Israel. Viene a la mente un capítulo
de su último libro: “Podemos decir que ya hemos decidido cuál será el
recuerdo más claro de nuestra civilización. No será Rubens. Ni Rembrandt.
Ni Rafael. Tampoco Shakespeare, Botticelli, Beethoven, Bach o los
Beatles. Dejamos tras nosotros algo muy distinto. Cuando todas las
manifestaciones de nuestra civilización hayan desaparecido, quedarán dos
cosas: la nave espacial Voyager, en su eterno viaje por el espacio
exterior, y los residuos nucleares en el corazón de la roca”.
Nacido en Estocolmo el 3 de febrero de 1948, el escritor sueco pasó gran
parte de su infancia en una comunidad rural, Sveg, donde su padre había
sido trasladado como juez. En 2009, cuando visitó Buenos Aires y se
presentó en la Feria del Libro, comentó un episodio crucial de su
infancia. “Mi madre hizo lo que generalmente hacen los padres: un día se
fue y nos dejó solos. Como era muy difícil en esa época crecer sin una
madre, yo me inventé una. Tuve una madre imaginaria, que era ideal. De
hecho, cuando conocí a mi madre real, me di cuenta de que la imaginaria
era mucho mejor.” En Arenas movedizas revela que llegó a ser amigo de su
madre “sin intimar demasiado”. Quizá sea una de las páginas más bellas
que se hayan escrito sobre el abandono y la comprensión. “Hoy, cuando su
traición ya se ha desdibujado, creo que puedo comprenderla. Dio a luz a
cuatro hijos pero, en realidad, no creo que tuviera instinto maternal.
Era demasiado inquieta, le faltaba paciencia, siempre quería estar en
otro sitio... Me reconozco en bastantes de estos rasgos. En más de un
sentido, su vida fue una gran tragedia, seguramente innecesaria. Pero en
aquella época, una mujer casada y con hijos no tenía muchas
posibilidades de elección. Hoy soy capaz incluso de sentir respeto por
aquel acto de rebelión, que debió ser difícil y doloroso por muchas
razones.”
La escritura entró en su vida de la mano de su abuela, que le enseñó a
leer cuando tenía 6 años. Descubrió que era lo que quería hacer durante
el resto de su vida: contar historias. A los 16 años tomó una decisión
“audaz y temeraria”: rumbeó hacia París, casi sin dinero y con la
dirección de un músico de jazz sueco. Ahí se empleó en un taller donde
reparaban y limpiaban clarinetes y saxofones. La experiencia le sirvió
para vislumbrar lo que significa estar en lo más bajo de la sociedad. El
joven sueco trabajaba en negro, más de una vez andaba con la ropa ajada
y con hambre. En París tuvo la revelación de un interrogante que lo
marcaría durante toda su vida: “¿Qué tipo de sociedad quiere uno
contribuir a formar?”. Cuando regresó a Estocolmo, se inició como actor
en el Teatro Nacional Sueco, hasta que escribió su primera obra, Feria
popular, en 1968. Continuó colaborando en teatros de su país y dirigió
el Teatro Nacional Avenida de Maputo, en Mozambique, donde residía la
mitad del año. Mankell exploró desde una perspectiva crítica los
malestares que esconde la aparente “perfección” de los estados de
bienestar. No fue sólo un gigante de la novela negra, que le permitió
vender unos 40 millones de ejemplares en el mundo con la saga de
Wallander, once títulos que van del inicial Asesinos sin rostro a La
Pirámide. Aunque su columna vertebral haya sido la narrativa,
especialmente la novela, escribió piezas teatrales, libros para niños y
ensayos: El cerebro de Kennedy, Profundidades, Zapatos italianos, El
chino, Comedia infantil, El hijo del viento, El ojo del leopardo y
Moriré, pero mi memoria sobrevivirá, entre otros títulos.
“Nada me obligó a ir a Africa en 1972. Fue un impulso íntimo el que me
condujo a Guinea Bissau, entonces todavía una colonia portuguesa, cuando
tenía poco más que veinte años y una gran necesidad de contemplar el
mundo desde un punto de vista distinto al del etnocentrismo europeo”,
recordaba el escritor. “Aquel viaje fue para mí una experiencia
iniciática. Desde entonces, no he dejado de viajar una y otra vez al
continente africano impulsado por el mismo deseo de tener una
perspectiva mejor del mundo”. Mankell decía que Africa lo hizo “mucho
mejor persona” y que por eso regresaba y escribía tanto sobre ese
continente postergado. “Me da mucha rabia cómo el mundo ha tratado a
Africa –admitía–. Cuando llegó la literatura latinoamericana a Europa,
cambió nuestra perspectiva y nuestra imaginación. Creo que pronto pasará
lo mismo con la llegada de la literatura africana, que cambiará nuestra
manera de ver el mundo. Espero poder disfrutar de ese momento.” Colaboró
con el proyecto “Memory Books”, en el que mujeres africanas enfermas de
sida reunían sus recuerdos para sus hijos antes de morir. Una
experiencia conmovedora que nunca olvidó. “La mayoría de ellas no
conocían muchas palabras, pero ¡qué mensajes! Una mujer simplemente puso
dos mariposas azules en su libro... se me sigue poniendo la carne de
gallina –reconocía Mankell–. Sus hijos no tendrán muchos recuerdos de
ella, pero sabrán que a su madre le encantaban las mariposas azules.” Su
compromiso político no se limitó a Africa: fue un gran defensor de la
causa palestina y estuvo entre los intelectuales que se encontraban en
la Flotilla de la Libertad, abordada por la marina israelí en 2010
cuando trataba de romper el bloqueo de Gaza, un ataque que acabó con
nueve muertos y decenas de heridos. “Ningún bloqueo de la historia ha
perdurado eternamente. Nadie acepta la sumisión. Tarde o temprano, a
Israel le ocurrirá lo mismo que al sistema del apartheid en Sudáfrica”,
advirtió el escritor sueco en unas declaraciones recogidas por la
agencia France Presse.
“Wallander y yo no nos parecemos”
El inspector Kurt Wallander –interpretado por Kenneth Branagh en una de
las series de televisión inspiradas en el personaje– puede ser
considerado un alter ego de Mankell. “Wallander y yo no nos parecemos
mucho. Sólo tenemos tres cosas en común: la misma edad, nos gusta la
ópera italiana y trabajamos mucho”, enumeraba. Las once novelas de
Wallander, traducidas al castellano por Carmen Montes Cano y publicadas
por Tusquets, transcurren en la ciudad sueca de Ystad, cerca de Malmö,
donde hay itinerarios turísticos dedicados al personaje. Como muchos
escritores, Mankell empezó a escribir un diario en 1965. En mayo de
1990, con una caligrafía apenas legible, anotó: “El día más cálido de
esta primavera. Mucho canto de aves. Estaba pensando que el policía que
pienso describir tiene que ser consciente de lo difícil que es ser un
buen policía. Los delitos cambian al igual que las sociedades. Para
llevar a cabo su labor, el policía debe saber lo que ocurre en la
sociedad de la que forma parte”. Entonces el escritor vivía en Escania,
en el corazón de lo que se podría llamar “el territorio Wallander”. Para
bautizar a ese personaje en ciernes nada mejor que la guía telefónica.
El primer nombre en el que se detuvo fue “Kurt” y pensó que necesitaría
un apellido largo. Hurgó en las páginas hasta que encontró “Wallander”.
Luego apareció la fecha de nacimiento: 1948, el mismo año de Mankell.
Cuando caviló sobre cómo escribir Asesinos sin rostro, primera de una
saga que aún no tenía en mente, comprendió que la mejor novela negra y
la más decisiva era el drama griego clásico. “Una obra como Medea, sobre
una mujer que mata a sus hijos por celos de su marido, nos muestra al
ser humano en el espejo del delito. Las contradicciones que existen
entre nosotros y en nuestro interior. Entre los individuos y la
sociedad, el sueño y la realidad. A veces afloran en forma de violencia,
como el caso de los enfrentamientos raciales. Y ese espejo de
criminalidad puede rastrearse en los autores griegos clásicos. Nos
siguen inspirando hoy. La única diferencia es que en aquella época no
existía la policía como institución. Los conflictos se resolvían de otro
modo. Y, muy a menudo, eran los dioses quienes gobernaban los destinos
de los hombres –reflexionaba–. El gran autor noruego-danés Aksel
Sandemose dijo que ‘el amor y el asesinato son lo único sobre lo que
merece la pena escribir’. Puede que tenga razón. Si hubiera añadido ‘el
dinero’, habría creado una tríada que, de un modo u otro, está presente
siempre en la literatura, actual o pretérita, y seguramente también en
la futura.”
Hubo una segunda novela con Wallander, Los perros de Riga, cuando
Mankell dudaba sobre la posibilidad de apostar por una serie policial de
largo aliento. Allí trataba lo que ocurrió en Europa después de la caída
del Muro de Berlín. En enero de 1993, en su departamento de Maputo,
capital de Mozambique, escribió la tercera, La leona blanca, acerca de
la situación en Sudáfrica. “De las novelas de Wallander se ha dicho que
se anticipan a acontecimientos que luego se producen. Y creo que es
cierto –afirmaba el escritor–. Creo firmemente que es posible predecir
ciertos aspectos del futuro sin equivocarse. A mi juicio, era obvio que,
cuando los antiguos Estados del Este se abrieran y la Unión Soviética se
desintegrara, irrumpiría en Suecia y en Europa Occidental otro tipo de
criminalidad. Y así ocurrió.” Luego de publicar El hombre sonriente,
Mankell decidió que Wallander tenía que tener una enfermedad. “Nadie se
imagina a James Bond deteniéndose en plena calle mientras persigue a un
malhechor para ponerse una inyección de insulina. Pero Wallander sí
puede hacer algo así, lo que lo iguala a cualquier persona que padezca
la misma enfermedad u otra parecida. Podría haber sufrido reumatismo,
gota, arritmia cardíaca o una aguda hipertensión. Pero fue diabetes, y
aún hoy la padece, aunque la tenga controlada”, explicaba el escritor,
que fue completando la serie con La falsa pista, La quinta mujer,
Pisando los talones, Cortafuegos, Antes de que hiele, Huesos en el
jardín, El hombre inquieto y La pirámide.
“No me arrepiento de una sola de las miles de líneas que he escrito
sobre Wallander –subrayaba–. Esos libros siguen vivos porque constituyen
un reflejo de la Suecia y la Europa de las décadas de 1990 y 2000. El
tiempo que puedan perdurar esos textos depende de factores tan variados
como lo que ocurra en el mundo y lo que ocurra con la lectura. El tiempo
pasa a velocidad vertiginosa. El primero de los libros de Wallander, o
al menos la mitad, lo escribí en una máquina de la marca Halda. Hoy
apenas recuerdo la sensación de escribir sobre el teclado de una
máquina. El mundo del libro está en proceso de transformación. Como
siempre. Sin embargo, hay que tener en cuenta que lo que cambia es el
modo de distribución del libro, no la obra en sí. El hecho de sostener
en las manos las páginas entre dos cubiertas. Cada vez habrá más gente
que se vaya a la cama con la tableta, sí, pero el libro físico jamás
desaparecerá. Y creo que también habrá cada vez más personas que, sin
ser retrógradas, volverán al libro en papel.
El tiempo dirá si tengo o no razón.”
Infalible observador
“El gran patriarca de la literatura policíaca escandinava, uno de los
maestros de la novela negra contemporánea.” Así lo define Juan Cerezo,
editor de Tusquets. “Mankell se destaca por su infalible capacidad de
observación, tanto en cuestiones sociales candentes e incómodas como en
los tipos humanos que pueblan sus novelas. Es un gran creador de
atmósferas, de la estirpe del mejor Simenon. Y tiene un talento único
para crear personajes indelebles como Kurt Wallander, el inspector
gruñón pero honesto, desastrado pero profesional, solitario pero dotado
de certera intuición psicológica para descubrir los secretos que la
gente oculta. Un personaje que, con todos sus problemas personales, es
de una humanidad desarmante. Como muchos de los que le rodean o con los
que se encuentra.” El escritor sueco fue galardonado en 2006 con el
Premio Pepe Carvalho, que reconoce a autores de prestigio y trayectoria
en la novela negra.
“El tiempo es una flecha que corta el aire en una única dirección. Hacia
adelante. No podemos dar la vuelta al tiempo y pedir que la flecha vuele
hacia atrás”, se lee en Arenas movedizas. “Esa es una de las mayores
injusticias del mundo en el que vivimos, que algunas personas tengan
tiempo para pensar mientras que a otras nunca se les ofrece esa
posibilidad. Poder buscar el sentido de la vida debería incluirse en las
declaraciones de derechos como algo obvio. Otras personas encuentran su
verdad en las religiones. Y otras observan las estrellas. Siendo niño,
una noche de invierno en que me había desvelado, vi a un perro solitario
correr a la luz vacilante de una farola y luego desaparecer otra vez en
la oscuridad. A veces pienso que todas mis preguntas sobre la vida y la
muerte, el pasado y el futuro, tienen que ver con aquel perro solitario
que corría de puntillas de una sombra a otra.” |