Un hombre angustiado huye en la ciudad de la furia. Un joven llamado Martín es asesinado en el subte de la línea D. Los medios de comunicación construyen un relato sobre la existencia de terroristas. Los miedos se desparraman por doquier. La paranoia colectiva estalla en un país convertido en un gran estado de excepción. Filosofía en 11 frases (Paidós) de Darío Sztajnszrajber, es un libro de naturaleza anfibia: es una novela que narra la deriva de ese hombre angustiado por el subte, una pizzería, el cementerio de la Chacarita, en una plaza en Villa Urquiza, una historia de violencia y resistencia; pero también es un ensayo filosófico que deconstruye un puñado de frases célebres como “Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río” (Heráclito), “Sólo sé que no sé nada” (Sócrates), “Pienso, luego existo” (Descartes) y “Dios ha muerto” (Nietzsche), con otras no tan transitadas como “Ama y haz lo que quieras” (San Agustín), “Oh amigos, no hay amigos” (Aristóteles), “El hombre es el lobo del hombre” (Hobbes), “Todo lo sólido se desvanece en el aire” (Marx), “Nada hay fuera del texto” (Derrida), “Donde hay poder hay resistencia” (Foucault) y “Soy el que soy” (Dios).
“Cuando sucedió la desaparición de Santiago Maldonado, estaba en la mitad de la escritura del libro. Me acuerdo que llamé a mi editor y le dije: ‘como dice Borges, la realidad copia a la literatura’”, cuenta Sztajnszrajber en la entrevista con PáginaI12. “Hoy urge debatir acerca de los límites de la democracia, es decir la democracia pensándose a sí misma, y la línea biopolítica de la filosofía potencia ese debate. Yo trabajo la filosofía en el cruce con otros géneros, para mí eso es clave en lo que hago en términos de divulgación. Me pareció que por el tenor de las frases tenía que cruzar la ficción, dada nuestra coyuntura, con una historia de violencia política”, agrega el filósofo.
–¿Por qué es urgente debatir acerca de los límites de la democracia?
–Hay un autor que está presente en el libro, del que solo trabajo una frase pero que resulta como un punto de giro en el texto, que es Derrida. Me gusta mucho trabajar el texto de un modo que parece que casi en un 80 por ciento va para un lado, pero en el 20 por ciento final cambia. Derrida es clave porque su frase “nada hay fuera del texto” es profundamente política, aunque a Derrida le hayan cuestionado durante mucho tiempo la deconstrucción como apolítica. La deconstrucción hoy es el pensamiento más a la izquierda posible. Hoy ser de izquierda es ser deconstruccionista, más en términos de identidad de género. Derrida dice que la democracia está siempre por venir. Una democracia esencialista, una democracia realizada o acabada, termina siendo todo lo contrario. Hay un texto de Roberto Espósito, Diez pensamientos acerca de la política, donde dice que el gran problema de la democracia es cuando la esencializás, esto es cuando creés que estás reproduciendo la naturaleza de los vínculos sociales. Espósito dice que ser democrático es entender que no hay naturaleza de nada. No sólo de los vínculos sociales, sino de lo humano. O sea que la idea de naturaleza es una idea política. Hay una intención teórica, que es que la democracia siga revisándose a sí misma. Me parece que en estos tres años de gobierno de Macri vivimos diferentes situaciones concretas que nos sirven para pensar las paradojas y limitaciones de la democracia.
–¿En qué sentido la desconstrucción es el pensamiento que está más a la izquierda posible?
–La deconstrucción, como cualquier pensamiento, excede al autor. La deconstrucción la toma mucho la filosofía de género, la toma Paul Preciado. Y es muy interesante cómo Preciado combina elementos de la deconstrucción y la biopolítica para llegar a una idea más radicalizada que tiene que ver con lo que Preciado llama la “desidentificación”. Deconstruir es el recurso que te queda para poder desinscribirte de aquellas inscripciones originarias con las que nos vemos investidos en el momento del nacimiento. Nuestra sociedad acumula su poder normalizando y para anormalizar la deconstrucción es una herramienta fundamental que muestra el carácter de lo abierto, de lo mixto, de lo híbrido. La deconstrucción habría que enhebrarla con el pensamiento de la biopolítica. Si me preguntaras cuál es el autor fundamental hoy desde la filosofía, te diría que Roberto Espósito. Acabo de conseguir su último libro, Desde afuera, donde justamente plantea esta relación entre deconstrucción y biopolítica. La filosofía italiana está haciendo estragos, así como lo fue la francesa a fin del siglo XX. La filosofía italiana, a principios del siglo XXI, me parece la más clara en la tarea extemporánea de la filosofía. La filosofía tiene esa dualidad: analiza lo actual, pero no dejándose enceguecer por las luces del presente –como dice Giorgio Agamben en un texto sobre la contemporaneidad–, para no reproducir los títulos de los diarios. Ser contemporáneo, paradójicamente, es ser extemporáneo, es inoportunar la contemporaneidad visualizando no sólo las luces, sino también las sombras.
–No es casual que tanto Espósito como Agamben sean dos filósofos que han estudiado con mucho rigor a San Agustín y al cristianismo, ¿no?
–Ellos quieren entender el origen de las formas modernas de poder. Lo que ambos visualizan muy bien es la línea que remite a lo que se conoce en filosofía como el debate sobre la secularización. ¿La modernidad rompió con el cristianismo? ¿O la modernidad es cristianismo maquillado? Carl Schmitt y Max Weber dicen que todas las categorías del cristianismo siguen vigentes, pero encubiertas. Nosotros nos mofamos de haber dejado de creer en Dios, pero creemos en el amor, que cuando te preguntás qué carajo es el amor, ¿Qué decís? Que es un sentimiento noble, único, que me lleva al absoluto, a la trascendencia del ser. Pero es Dios, con otras palabras. Los diez mandamientos siguen siendo parte de la ética cotidiana. ¿La secularización no es una impostación de la propia religión, que ha logrado manifestarse con otro formato? Esto es lo que visualizan los pensadores de la biopolítica, por eso quieren entender los formatos de hoy entendiendo su gestación en la filosofía cristiana.
–Entre las frases elegidas más políticas está “El hombre es el lobo del hombre”, de Hobbes, que permite estudiar el iusnaturalismo y el contractualismo. ¿Cómo fue la elección de las once frases?
–Igual terminé defendiendo al lobo. Yo estoy buscando siempre otredades. Yo soy muy antihobbesiano, por eso busqué al lobo como la víctima. El tema es por qué se parte de una lectura de la animalidad tan negativa, asociada a un problema humano. Auschwitz fue el perfeccionamiento de lo peor de la racionalidad humana. Los animales no cometen genocidios. Ahí hay una diferencia que siempre hay que rescatar. Yo hubiera escrito Filosofía en 70 frases, o hubiera escrito un libro abierto en el que cada nueva frase que me convoca la hubiese agregado. Hay una cantidad de frases que son indiscutibles porque son universales como “Dios ha muerto”, “Sólo sé que no sé nada” y “Pienso, luego existo”. Después hay frases que tienen para mí una interpelación especial: la frase que se le atribuye a Aristóteles “Oh amigos, no hay amigos”… no sé si alguien hubiera elegido de Aristóteles esa frase, pero me permitió hablar de la amistad. Lo mismo la frase de San Agustín sobre el amor: “Ama y haz lo que quieras”. “El hombre es lobo del hombre”, que me parece una frase clave para seguir discutiendo el orden social, es fundante de la política moderna. Hay que entender esa relación con la ley que después, con la frase “Donde hay poder hay resistencia”, Foucault desarma. Me faltaron frases, yo te podría decir cuáles deberían haber estado y no están. Tenía una de Hannah Arendt, que la saqué porque no era literal. Arendt dice en un momento algo así como que “en Auschwitz no se moría, se fabricaban cadáveres”; un tema que me parece fundamental, la expropiación del propio morir: no sólo te cagan la vida, sino que te cagan la muerte.
–¿Por qué el libro está atravesado por la angustia de lo abierto?
–La filosofía que me gusta hacer busca resquebrajar lo cerrado. Te diría que hacer filosofía es provocar la angustia. Kierkegaard decía sobre la angustia que el desesperado no es el que está angustiado. El desesperado es el que huye a la cotidianidad, que le brinda con su conjunto de cosas un marco de contención, sobre todo para poder soportar lo insoportable que es la conciencia de finitud, o sea que nacemos para morir. Mucha filosofía trabaja ese aspecto farmacológico que tiene la cultura, que es tratar como de sosegar esa conciencia de finitud, y termina siendo aprovechado por instancias de poder. Nietzsche decía que toda búsqueda de sentido es una búsqueda de seguridad. El tema es que la inseguridad siempre te la imponen. No es la angustia de “me cortaron el gas”, que se resuelve: o se paga el gas o se vota otro gobierno. Las angustias existenciales no se resuelven. La filosofía no resuelve problemas; los crea, problematiza la realidad. Es otra lógica donde la angustia tiene un aspecto emancipador.
–Una de las estructuras del libro es el diálogo. ¿El diálogo está pensado como si fuese la mayéutica?
–Hay un aspecto mayéutico en el sentido de que recuperar el diálogo es recuperar uno de los lenguajes originarios de la filosofía, en donde al leer un diálogo se va representando a cada uno de los interlocutores. Cuando leés a Descartes en primera persona, estás pensando con él. Lo que también quise hacer es un diálogo de tres. En cada una de las frases trabajo los problemas filosóficos nodales como si fuese una discusión entre tres posturas. Busco una especie de dialéctica abierta, donde hay una postura más afirmativa, o sea el que se cree el sentido común y lo reproduce. Hay otro que lo que hace es negar el sentido común en posiciones radicalizadas y está el tercero que lo que busca es deconstruir el binario: “salgamos de A o no A; acá el problema es la lógica”. Entonces propone la deconstrucción: la salida por otro lado. En los diálogos se ve vivo el quehacer filosófico. Digamos que esos diálogos son mis propias voces que debaten.
–¿Cómo explicar la importancia que tienen en Filosofía en 11 frases los cuerpos en las calles, con los otros?
–Los cuerpos están muy presentes porque algo que inaugura la biopolítica es prestar atención al cuerpo. Hay una idea que está en Preciado y es que si el poder en su etapa panóptica nos disciplinaba en términos simbólicos hoy al poder lo incorporamos de manera frontal. Los cuerpos están absolutamente atravesados por la “farmacopornografía”, como dice Preciado. Me parece clave poder traducir en la ficción cómo esos cuerpos se ven intervenidos permanentemente. En esta historia hay mucho cuerpo, hay mucho vínculo, hay mucha violencia y sexo. Hay hasta un escondite debajo de una tumba en el cementerio de la Chacarita. Hay una casa comunitaria y hay muchas peleas en el subte. Me importa que se vea cómo ante el crecimiento de la violencia política, sobre todo estatal, los lugares cotidianos se nos empiezan a llenar de personajes inauditos. Hay una escena en la cual explicando la frase de Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire” en cada estación vemos militares revisando a la gente que entra y sale. Hay un contexto de represión y de normalización de los cuerpos que me parecía importante narrar en la ficción, mientras vamos explicando frases que tienen que ver con eso. En “El hombre es el lobo del hombre”, hablamos de la corporalidad en términos de lo que Occidente considera nuestra propia animalidad domesticada, ¿no? Lo animal es lo corporal.
–Se podría establecer una equivalencia entre la realidad de la coyuntura y del libro: en los dos la violencia política crece. ¿Por qué?
–En la historia de ficción siempre pensé un crescendo porque quería contar esa historia. Toda ficción toma elementos de la realidad y en este caso al ser una ficción política toma elementos de nuestra realidad social y los exacerba. ¿Esto significa que el libro pretende ser premonitorio de algo? No. La ficción y la filosofía no describen la realidad. Al revés, lo que hacen es promover metáforas que nos ayuden a pensar lo que nos está pasando. Ese es el valor agregado que tienen libros como La República o El manifiesto comunista. Al conmemorarse los 200 años del nacimiento de Marx, algunos dijeron que El manifiesto comunista habla de un mundo que ya no es. No sé si el mundo es o no es, lo que sé es que crea unas categorías narrativas que nos posibilita seguir comprendiendo la realidad social en la que vivimos. En la tesis once –que podría haber estado en el libro– Marx dice que “los filósofos no han hecho otra cosa que interpretar de diversos modos el mundo; llegó la hora en que se dediquen a transformarlo”. Me gusta jugar lingüísticamente con esa frase y digo que interpretar ya es transformar. En cada interpretación los filósofos han llevado al mundo para algún lado. Interpretar es transformar también. No son frases en el museo; están vivas por el modo en que intento trabajarlas: las saco del sobre de azúcar. Me gusta deconstruir las frases y mostrar su efecto transformador.