–¿Por qué duele el cuerpo?
–En Clavícula el cuerpo duele por varias razones diferentes. Hay una razón biológica que se relaciona con la conciencia del envejecimiento. También hay una razón exógena: el cuerpo me duele porque vivo en una sociedad que me hace exigirme a mí misma unas cosas que me hacen mal desde un punto de físico, que me produce un dolor muscular y un dolor mental, que puede llamarse ansiedad, y que yo no sé separar del cuerpo. Yo no estoy de acuerdo con la dicotomía entre alma y cuerpo; para mí el alma es mi cuerpo y el cuerpo es mi alma. Yo creo en la materia, soy una mujer materialista. Cuando escribí este texto, me di cuenta de que estaban ese tipo de dolores biológicos y por otra parte ese tipo de dolores sociológicos, que se somatizan y cristalizan en el cuerpo como espacio privilegiado de las contradicciones, sobre todo en el cuerpo de las mujeres. El cuerpo de las mujeres es el que más se rompe y el que más se fractura en la medida en que somos las primeras víctimas de la precariedad.
–En uno de los textos de “Clavícula” habla de sus ingresos: 1256 euros en enero, 325 euros en febrero, 7.000 euros en marzo, 122 euros en abril… Hay unas oscilaciones y desplomes en esos ingresos que dan cuenta también de una gran precariedad, ¿no?
–La precariedad económica y la crisis que vivimos en este capitalismo avanzado nos convierte en seres muy vulnerables. Para contar esto utilizo mi propia experiencia, mi propia voz –mi marido es un parado de larga duración– y exhibo públicamente mis ingresos. Aparte de tocar el tabú de la menopausia, toco otro tabú terrible en la literatura contemporánea, que es el salario de los que nos dedicamos a los oficios culturales o artísticos. Como se supone que nos dedicamos a oficios que no valen para nada en una sociedad mercantilista donde todo tiene que servir para algo, ¿para qué vamos a cobrar? Tendríamos que vivir del aire, tendríamos que ser arcángeles (risas). En el caso de este libro, la literatura sirve para conectar las neuralgias íntimas con las neuralgias públicas y decir que estamos todos enfermos de la misma enfermedad. Y sirve para que la autobiografía salga del espacio de la ejemplaridad y se convierta en un género político.
–¿Por qué es un tabú decir lo que se gana en el ámbito cultural?
–La brecha de la desigualdad ha afectado mucho a la cultura. Hay gente que probablemente gana muchísimo dinero y vive de maravillas; hay un gran lumpenproletariado de la letra y una clase media que cada vez está más destruida y precarizada. Cuesta trabajo decir lo que se gana porque como vivimos en una sociedad mercantilista tú vales en función de lo que ganas. O vales en función de lo que vendes, porque también tenemos esa visión clientelar de la literatura. En términos cuantitativos, si no eres un escritor importante, parece que ya no eres un escritor, con lo cual hay que ser muy pudorosos a la hora de hablar de estas cosas para que no parezca que tú mismo te estás echando piedras contra tu propio tejado. Yo también tengo derecho a quejarme. Para los escritores, las mujeres, las víctimas del capitalismo avanzado, las señoras confesas menopaúsicas como yo, hablar de nuestra fragilidad es reivindicar nuestro derecho a la queja. Cuando Edurne Portela, una ensayista española que hizo una crítica de mi libro, dijo que este libro era una poética de la fragilidad, yo no lo había pensado, pero me sentí muy identificada. Me gustó mucho que la fragilidad no se quede solo en el ámbito de la autodestrucción o de darte golpes en el pecho, sino que la fragilidad expuesta pase al espacio de lo público y lo comunitario. No pueden quitarnos el derecho a quejarnos y a decir lo que nos duele.
–En sus textos es muy importante la cuestión de las clases sociales, curiosamente una de las grandes “desaparecidas” de la literatura. ¿Por qué aparece tan poco la clase social en la literatura?
–La variable de clase es fundamental, incluso cuando hablo de feminismo. Ahora en España están en lucha “Las Kellys”, las limpiadoras de los hoteles. Me interesa el feminismo cuando está recorrido por la clase social porque el género y la clase no se pueden separar. A veces la literatura habla de una especie de nebulosa clase media muy parecida, con los mismos problemas de tipo sentimental; a mí me interesa utilizar la literatura para hablar del desclasamiento, la injusticia y la desigualdad. Lo peor de todo es que creo que a muchos escritores no es que no les interesa la variable de clase, sino que creen que no existe, como si viviéramos en mundos paralelos. Las clases sociales existen y yo lo he intentado reflejar en casi todas las novelas que he escrito. Animales domésticos empieza con un obrero con las botas manchadas de barro. Rafael Chirbes me llamó para agradecérmelo: “menos mal que en una novela española del año 2003 aparece un obrero con las botas manchadas de barro. Yo pensé que en nuestra sociedad sólo había traductores de la ONU o cantantes de ópera”. Desde el punto de vista narrativo dar voz a esas voces es muy complicado porque te puedes sentir un usurpador o puedes incurrir en la inverosimilitud a la hora de utilizar un registro literario o una mirada que aparentemente no encajaría con esos personajes que tú quieres retratar. Por eso para mí era tan importante hablar en Clavícula del derecho a la queja desde el privilegio o desde la conciencia de un privilegio. Yo no me muero de hambre, pero tampoco tengo la vida regalada. Como de repente vamos a un congreso y nos invitan a un hotel cinco estrellas maravilloso y nos bañamos en una piscina con un premio Nobel, la gente se cree que los escritores vivimos así todos los días. Eso es falso de toda falsedad. Tengo la impresión de que los verdaderamente maltratados, los invisibilizados, los lúmpenes del mundo están tan cansados, están tan débiles, que no dicen ni “mu”. Al final, lo que pasa con el sufrimiento, lo que pasa con la precariedad, es que puede producir indignación o rebeldía, pero también todo lo contrario: una enorme carga que te impida moverte.