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Miércoles, 20 de febrero de 2013

Literatura › Entrevista al escritor colombiano William Ospina

“El verdadero salvajismo es el de los conquistadores”

El novelista, ensayista y poeta habla de su trilogía sobre la conquista y colonización del Amazonas en el siglo XVI, compuesta por las novelas Ursúa, El país de la Canela y La serpiente sin ojos, que se publicarán aquí el mes próximo.
 

por Silvina Friera

Ospina estudió Derecho y Ciencia Política, pero decidió abandonar la carrera para dedicarse a la literatura.
Imagen: Rafael Yohai

La vida es como un río que da tumbos en la noche. El mestizo hilvana pensamientos, asediado por un rumor de voces desconocidas. Procura hacerse invisible en tierras donde el tiempo lo muele todo más aprisa. Traición y muerte son los eslabones de una cadena infinita de conspiraciones. En el corazón de la selva, muchos hundieron sus espadas en el cuerpo de Pedro de Ursúa, aquel señor de cinco guerras que creía que estaba a las puertas de su reino soñado. Cada uno de los verdugos tenía una razón particular para matarlo. El mestizo sobrevive a la “locura tenebrosa” de Lope de Aguirre. Los indios brasiles le enseñaron a desaparecer del sigiloso radar de los capitanes españoles mediante el mágico recurso de no disputar su poder, de no codiciar su riqueza. “Los cobardes se ensañan con la debilidad”, le dijo Ursúa en un pasado cercano. Aunque los hechos están fresquitos, acaban de ocurrir, recuerda días que parecen perderse en la leyenda. “¿Quiénes somos nosotros si no esos seres incapaces de estar de verdad en el mundo porque en todo encontramos peligro, porque todo amenaza, porque en nuestro recelo los ríos ahogan y las serpientes estrangulan, la avispa inyecta fuego y la mariposa nombra la muerte, la araña es su ponzoña y el pez en el agua una hilera de dientes voraces? Pasamos por el mundo profanándolo todo hora tras hora y siempre soñando con un mundo mejor, más lleno de tributos y de esclavos. No entendemos la casa que nos dieron, creemos que vinimos a mandar, ejecutores de una ley tan ciega como nosotros mismos”, dice el narrador mestizo de La serpiente sin ojos de William Ospina, el cierre de la trilogía sobre la conquista y colonización del Amazonas en el siglo XVI, que la editorial Mondadori publicará en marzo junto con Ursúa y El país de la Canela.

La voz de Ospina se proyecta con la serenidad de quien ha llegado a buen puerto. “Las tres novelas equivalen para mí a una suerte de metamorfosis del narrador –plantea el escritor colombiano en la entrevista con Página/12–. Al comienzo habla como un europeo, cuando está haciendo la biografía de su amigo; después habla como un mestizo, cuando está haciendo su propia autobiografía, y al final ya ni siquiera sabe cómo hablar porque no logra ser indígena, pero quiere oír la voz de la selva.” El germen de la trilogía fue un ensayo que escribió sobre la obra de Juan de Castellanos, apuntalado por el poema épico “Elegías de Varones Ilustres de Indias”, un testimonio minucioso de la colonización del Caribe. La faena de bucear en la vida de Castellanos, la lectura de sus poemas, el sumergirse en una época y en un estado mental sembraron una tentación descabellada, inaudita y necesaria: vivir uno de esos viajes tan fascinantes e imprevisibles por el Amazonas. Y entonces asomó en el horizonte Ursúa, la primera baraja de la serie. “Más que tener unas ideas prefiguradas, empecé a explorar. Y me encontré con una versión de la conquista que no era la que me habían dado y en la que ya no me resulta tan fácil saber quiénes son los paladines, quiénes son los salvajes. Todo es más complejo, pero también más rico”, admite.

–En La serpiente sin ojos, el narrador se hace tres preguntas: ¿en qué momento una aventura empieza a convertirse en un crimen?, ¿en qué momento el héroe se convierte en bandido? y ¿de qué manera una cruzada llena de ideales se despeña en una carnicería? ¿A qué conclusión llega después de la escritura de la trilogía?

–Más bien diría que ahora, escuchando estas preguntas, me parece que resumen muy bien el espíritu de la trilogía. La conquista estuvo llena de causas nobles y de altos ideales. Sin duda cuando Colón emprendió su viaje por el océano estaba buscando redondear una idea de mundo, estaba buscando respuestas científicas, geográficas. Había, por supuesto, intereses económicos, que son normales en toda aventura humana. Cuando la corona empezó a avanzar con sus expediciones y sus soldados por el continente, también había altos ideales amparando esa empresa. Inclusive el afán de evangelizar, de extender la religión por el mundo. Pero la historia está llena de degradaciones. Me llama mucho la atención –y es algo que descubrí con estas novelas– que a partir de cierto momento, muy temprano, las guerras de conquista no eran ya guerras de los conquistadores contra los indígenas, que fueron vencidos o dominados muy pronto. Veinte o treinta años después, las guerras eran entre españoles. A lo largo de todo el siglo XVI, lo más interesante es ver cómo pelean unos españoles con otros, cómo hay insurrecciones, levantamientos. Los pueblos indígenas son testigos cada vez más golpeados y explotados de ese conflicto que venía de Europa y aquí renacía. A veces lo asombroso no es ni siquiera la rapacidad y la barbarie con que los conquistadores trataron a los pueblos indígenas, sino la rapacidad y la barbarie con que los españoles se trataron a sí mismos.

–El narrador plantea que cuando Ursúa mandó a matar a su primo Díaz Arlés fue como “cortar el último lazo de su sangre, sacrificar en sí mismo lo más precioso que le quedaba”. ¿Qué opina usted?

–Ese acto de quemar las naves, que también lo hizo Cortez en México, ese cortar los vínculos con el pasado, es extraño y misterioso. La idea del salvaje, que fue tan difundida aquí a partir de la conquista, es una idea que traían los europeos; existía en la cultura europea, aun antes del encuentro con América. En contacto con el mundo americano, Europa se encontró con su propio salvajismo. Entonces se echó andar la leyenda de que los pueblos indígenas eran salvajes. Pero el verdadero salvajismo es el salvajismo de los conquistadores, que en parte fue puesto a prueba en Europa. Los Tercios de España, como llamaban a sus tropas, que saquearon Cuzco en 1533 y Tenochtitlán en 1519, también saquearon Roma en el año 27. Este es uno de los temas más interesantes de la conquista, no solamente el conflicto entre Europa y América, sino los conflictos que Europa sintió nacer en sí misma al hallazgo y el encuentro de lo distinto; conflictos que después se multiplicaron. América estimuló debates en el seno de Europa. La utopía de Tomás Moro, “el buen salvaje” de Rousseau y las revoluciones que se desprendieron de estas ideas nacieron de la reflexión sobre América. O sea que América empezó a modificar la historia universal. Creo que desde hace cinco siglos somos un diálogo. Y ese diálogo comenzó muy temprano.

–¿Cuándo comenzó?

–Los Ensayos de Montaigne muestran que la sensibilidad de Europa ha sido herida por el hallazgo del mundo nuevo y por la posibilidad de un mundo en contacto más vivo con la naturaleza, que Europa había ido perdiendo con el paso del tiempo. El debate social fue grande, pero recién con el viaje de Humboldt, a comienzos del siglo XIX, tomó un carácter nuevo la pregunta por la naturaleza. Ya no era solamente la pregunta por el otro, por el salvaje o por el bárbaro, por el que pertenece a otro orden mitológico, a otro orden cultural, sino que América tenía una naturaleza que Europa ya no encontraba en sí. La naturaleza europea había sido deformada o sometida. El cristianismo se hizo para hacernos sentir que somos la criatura superior de la naturaleza, que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios y que todo está aquí para tributarnos. Me parece que el viaje de Humboldt ayudó a descubrir otra cara de la naturaleza, menos controlable por el ser humano. Tal vez Humboldt en Cosmos fue el primero que propuso no la idea de un dominio sobre la naturaleza, sino de una convivencia. De ahí se nutrirían todos los ecologismos del futuro, algunos ambientalismos y algunas otras cosas más elevadas aún. Para mí los románticos son muy importantes. Todos los anarquismos, todos los feminismos, todas las rebeliones de la imaginación que caracterizan el Romanticismo son productos de esa nueva mirada sobre la naturaleza. Y sobre lo que nosotros podemos ser en su seno. Hoy, lo que nació como un conflicto entre Europa y América sigue siendo una pregunta por la naturaleza que hay que salvar.

–Quizá el narrador de la trilogía podría ser una suerte de “precursor” del Romanticismo en América, ¿no?

–Sí. Yo quería hacer un rastreo de lo que es la conciencia mestiza, porque todo mestizo en América nace como europeo y crece con la conciencia de ser europeo, pero en algún momento se tropieza con la verdad de que en él hay algo “menos” y algo “más” que un europeo. Que está en un lugar fronterizo y no en el centro de una cosmovisión. Ese sentirnos en una frontera causa vértigo, pero también asombro. Muy temprano se percibieron indicios de esa mirada escindida que caracteriza al mundo mestizo. Shakespeare, que era tan perceptivo y que fue rigurosamente contemporáneo de un momento de la conquista de América –y alcanzó a leer los Ensayos de Montaigne–, dijo en La tempestad algo muy poderoso. Shakespeare intuyó la respuesta que los mestizos americanos podían darles a los europeos, cuando los europeos nos decían: “nosotros les trajimos la lengua”. Calibán le dice a Próspero: “Tú me enseñaste mi lengua y ahora puedo maldecirte en ella”. Es muy fuerte que Shakespeare diga esto tan temprano, cuando la conquista de América apenas está ocurriendo. De manera que el debate sigue abierto, está muy vivo.

–¿Coincide con el narrador cuando señala que de los cantos que compuso Juan de Castellanos el que más lo conmueve es el que relata el viaje de Ursúa?

–Sí, ese canto me estimuló para la escritura de mis novelas. Pero me sorprendió que Castellanos, que sabía tantas cosas de los conquistadores, no contara casi nada de Ursúa. Eso me extraña porque fue amigo de Ursúa. A mí me costó mucho descubrir cosas de Ursúa. Como siempre pasa cuando uno no es investigador profesional y cada dato cuesta sangre, sudor y lágrimas, cuando uno encuentra las pistas, se le viene todo en avalancha. Al final supe mucho de Ursúa, demasiado tal vez. Un día, en 2007, cuando ya había publicado Ursúa, fui a visitar su casa en Navarra. Recuerdo que llegué al portal y miré hacia abajo, al camino de Elizondo que describo al comienzo del primer capítulo, y me dije: “Qué extraño, Ursúa salió de aquí, no volvió nunca, y aquí nadie supo qué le pasó en América. Y ahora vuelvo yo, que sé todo lo que le pasó, al sitio de donde salió, y tengo la extraña sensación de estar regresando”. Fue un momento muy conmovedor llegar a esa puerta y sentir que el recuerdo de Ursúa estaba entrando en esa casa de nuevo. Como americanos, siempre existe la conciencia de que nunca salimos de Europa y sin embargo estamos regresando...

La ficha

 

Novelista, ensayista y poeta, William Ospina nació en Padua (Tolima), la zona cafetera de Colombia, en 1954. Estudió Derecho y Ciencia Política, pero decidió abandonar la carrera para dedicarse a la literatura. Es autor de los poemarios Hilo de arena (1986) y El país del viento (Premio Nacional de Poesía de Colombia, 1992); de los ensayos Los nuevos centros de la esfera (Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada de Casa de las Américas 2003) y América mestiza (2004), y de la trilogía de novelas sobre la conquista y la colonización del Amazonas integradas por Ursúa (2005), El país de la Canela (2008), con la que obtuvo el Premio Rómulo Gallegos, y La serpiente sin ojos (2012).

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Atrapado en la red

Algo está escribiendo William Ospina. Pero no sabe bien qué es. “Cada vez me interesa más jugar a confundir los géneros y que los libros no sean fácilmente clasificables”, dice el escritor colombiano. “Lo que estoy escribiendo cuenta unos hechos que ocurrieron a comienzos del siglo XIX en Suiza, en tiempos del romanticismo. Hay un núcleo narrativo que tiene que ver con esa historia, pero también es una reflexión sobre la época que siguió a las guerras napoleónicas y la Revolución Francesa –explica–. Hay algo de ensayo en lo que narro alrededor de ese núcleo de hechos centrales. Pero me interesa también contar cómo he perseguido esa historia; por eso tiene mucho de diario personal, de búsqueda de datos, personajes y viajes por ciudades.”

–¿Cómo llegó a esa historia?

–Mientras escribía la trilogía estaba acá, en Buenos Aires, hace dos años y medio. Yo había leído sobre ese tema antes, pero nunca me había interesado mayormente. Una tarde en que llovía estaba en la habitación del hotel y me dediqué a averiguar un poco. Y empecé a apasionarme. El romanticismo siempre me ha interesado y éste es un tema que une demasiadas cosas: une fenómenos meteorológicos, históricos con temas literarios y criaturas fantásticas. Rápidamente comprendí que más interesante que la historia era la manera en que me estaba viendo atrapado por ella, cómo me estaba envolviendo en sus redes.

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Diálogos con Borges

No hay escritor en este planeta que no lea mucho a Borges”, subraya William Ospina. Y aclara que no exagera. “No se puede hacer hoy literatura en castellano sin dialogar con Borges. Y creo que no se puede hacer literatura en ninguna lengua sin dialogar con él.”

–¿Colombia tiene lo que podría ser un equivalente a Borges? García Márquez daría la impresión de que no sería el Borges de ustedes...

–Es difícil buscar ese tipo de equivalencias. Tampoco Francia ni Inglaterra tienen un Borges. Tienen otro tipo de intelectual. Borges es muy singular porque es al mismo tiempo un ser muy apasionado, muy perceptivo, muy reflexivo y un gran artífice del lenguaje. Ante las frases de Borges, uno no sabe qué admirar más: si la arquitectura de la frase, la intensidad de la emoción que la produce o la novedad de los recursos con que la transmite. Personajes así hay muy pocos en la historia de la literatura. Hay algo en la manera de pensar de Borges que es como Paul Valéry, pero Valéry no tiene el vuelo de imaginación que tiene Borges. Kafka tiene un vuelo de imaginación portentoso, pero no tiene una mecánica del pensamiento tan fina. Hay otros que tienen la virtud del pensamiento, de la imaginación, como Poe, pero no la nitidez de la sensibilidad poética de Borges. García Márquez le debe mucho a Borges, pero es completamente otra cosa en términos literarios. García Márquez no es un artífice, es más bien una especie de surtidor. Cuando se inspira, le brota la imaginación por todos los poros. Y es muy festivo, alegre, cordial. A veces lo que transmite es elemental, pero lo transmite de una manera muy colorida y bella. En Borges hay siempre cosas complejas resueltas con una naturalidad que parece imposible. Borges es un prodigio de la literatura.

 

por Silvina Friera
Diario Página12 (Argentina) 
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-27859-2013-02-20.html

Miércoles, 20 de febrero de 2013

Autorizado por la autora

 

 

 

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