El aguijón de la vacilación respira en el poema. La letra mayúscula deviene epifanía óptica. La minúscula al principio –en el lugar menos esperado o reglado– es una manera de prescindir de la corrección ortográfica y de expresar que las palabras también se mueven, se estiran, se elevan por encima del suelo de la página. “psicoanálisis del Movimiento: quién está loco y en qué parte/ del Cuerpo./ ¿cuál es el espacio loco? ¿cuál es el órgano loco?”. La perplejidad que genera el “no saber”, el no tener una respuesta, ni siquiera el consuelo falaz de un balbuceo, es una forma de belleza que produce la escritura del angoleño Gonçalo M. Tavares en El libro de la danza –su primer libro publicado originalmente en 2001–, edición bilingüe de Zindo & Gafuri con la colaboración de Kriller 71, traducido por Aníbal Cristobo y con prólogo de Júlia Studart. La modesta certeza que exuda este libro –cuyo subtítulo “Proyecto para una poética del movimiento” condensa la tentativa de una política de la escritura– es que el poema es un cuerpo que danza. “¡Tavares no tiene derecho a escribir tan bien: dan ganas de pegarle!”, dijo José Saramago, quien además pronosticó que el poeta, narrador, ensayista y dramaturgo en lengua portuguesa está destinado a ganar el Nobel de Literatura.