Fumaba, el viejo Rivera, en su austero departamento, en un piso doce del barrio de Belgrano, donde vivía en los momentos en que estaba en Buenos Aires, porque combinaba su residencia porteña con la casa en el barrio cordobés de Bella Vista. Exhalaba el humo con un soplido seco y áspero, parecido al tono con el que declinaba sus pensamientos. Como si estuviera enojado. Detrás de la mascarada de tipo rudo que no perdona el más mínimo atisbo de fragilidad ideológica –era tan brusco al hablar que, más que desconcertar, dejaba sin aliento a sus interlocutores– se percibía un hondo sufrimiento, como si fuera un alma en pena que se protegía de la hostilidad del ambiente con la coraza de la adustez. Había nacido el 12 de diciembre de 1928 como Marcos Ribak Schatz, hijo de inmigrantes obreros –de madre ucraniana y padre polaco–; pero para sus lectores fue, es y encarnará por siempre el seudónimo que adoptó Andrés Rivera por haber vivido en la calle Andrés Lamas y haber leído La vorágine, un clásico de la literatura colombiana del escritor José Eustasio Rivera. En ese hogar de militantes comunistas donde creció no faltaban los libros. Su itinerario lector se inició con Los miserables de Víctor Hugo, la trilogía Manhattan Transfer de John Dos Passos y El sonido y la furia de William Faulkner. Después, por recomendación de su tío materno trotskista y tipógrafo, Felipe Schatz, llegó a El juguete rabioso, Los siete locos y Los lanzallamas, los tres de Roberto Arlt. Poco a poco leyó todo lo que caía en sus manos: narrativa y textos políticos. 

Trabajó como obrero en una fábrica de Villa Lynch, donde aprendió el oficio de tejedor, entre 1950 y 1957. ¿Estará ahí, antes de que emergiera la escritura y sus alter egos Arturo Reedson o Pablo Fontán, el principio de una cadencia, una oralidad calibrada por la escritura o la escritura escandida por la oralidad, la peculiaridad del estilo Rivera? Quizá el oficio de tejedor le permitió, muchos años después, escribir comienzos magistrales como el de La revolución es un sueño eterno (1987): “Escribo. Un tumor me pudre la lengua. Y el tumor que la pudre me asesina con la perversa lentitud de un verdugo de pesadilla”. El jovencito “insolente” de los años 40, como “sabía hablar”, fue elegido por sus compañeros, todos peronistas, secretario de la comisión interna. Entonces se había casado con Reneé Dana, una militante del PC, con quien tuvo a sus dos únicos hijos: Carlos y Jorge. El joven comunista, que se había afiliado al partido en septiembre del 45, escuchó el 17 de octubre por la radio, como el eco entusiasta de una “fiesta” a la que no estaba invitado. La escritura –eso que Faulkner llamó “el impulso interior”– empezaba a ser una necesidad. Cuando se enteró del golpe del 55, paró la fábrica en la que aún trabajaba. “Convoqué a los obreros y obreras peronistas a ir al sindicato que estaba en Villa Lynch, partido de San Martín, porque el secretario había dicho que había armas para defender al general. Y allá fuimos. Como no había transporte público, a medida que íbamos caminando los obreros y obreras peronistas se iban abriendo. Llegamos otro compañero y yo a la puerta del sindicato. La puerta estaba cerrada. Mi compañero, al que le decían ‘El Petiso’, me dijo que nos fuéramos a tomar algo. Desandamos el camino y llegamos a un boliche en la avenida San Martín que estaba abierto. Después lo vi a Perón por televisión, subiendo a la cañonera paraguaya”, recordaba en una entrevista con PáginaI12 en 2009 cuando salió Guardia Blanca.

En 1957 empezó a trabajar en el diario del PC La Hora, donde se vinculó con Juan Gelman, Juan Carlos Portantiero, José Luis Mangieri y Roberto “Tito” Cossa, entre otros camaradas de ruta. Ese mismo año, a los 29 años, publicó su primera novela, El precio, en la editorial Platina de Bernardo Edelman, también miembro del Partido Comunista; un texto que es “Faulkner puro, sólo desde el punto de vista de la puntuación, porque escribo sin un punto ni coma, ni punto y coma”, explicaba el escritor a Lilia Lardone y María Teresa Andruetto en el libro Ribak, Reedson, Rivera. Conversaciones con Andrés Rivera (Ediciones de la Flor). Los años 60 fueron tiempos difíciles. Llegó la expulsión del PC, acusado de “nacionalista burgués”, “enemigo de la clase obrera” y “populista” –calificativos lanzados como adoquines contra cualquier atisbo de amotinamiento crítico–, por escribir un “mal” cuento, “Cita”, dedicado a Gelman y a Portantiero –también expulsados del partido previamente por abrazar el maoísmo– y por publicarlo en La Rosa Blindada, la editorial de otro expulsado: Mangieri. Pronto se separaría de la madre de sus hijos y hacia fines de esa década aciaga se uniría a Susana Fiorito, su compañera desde entonces, con quien abriría una biblioteca popular en un barrio obrero y el centro de documentación de historia de la clase obrera Pedro Milesi. Susana incidió en una transformación que sería fundamental: Rivera se alejó del realismo socialista y de la mano de su compañera incorporó lecturas antes prohibidas por obra y gracia del dogmatismo del PC, como Borges, “un escritor al que hay que volver para aprender a escribir”, recomendaba el autor del libro de relatos Ajuste de cuentas (1972). Entre el 70 y el 74 vivió en Córdoba y fue testigo privilegiado de las luchas obreras de Sitrac-Sitram. Pero la pareja tuvo que regresar a Buenos Aires porque Carlos, el hijo mayor de Rivera, de 16 años, enfermó de cáncer y murió poco tiempo después.

La muerte del hijo y el genocidio de la dictadura acaso hayan conspirado para generar la década de silencio editorial del escritor, entre 1972 y 1982, que casi coincidió con su trabajo en el diario El Cronista Comercial (del 74 al 81), donde firmaba como Pablo Fontán. “Yo no quería publicar por dos razones. Primero: ningún editor habría querido hacerlo. Segundo: si publicaba, iba a dar lugar a equívocos peligrosos. Pero escribí: Nada que perder y Una lectura de la historia. Los dos libros que se publicarían más tarde. Allí estaba el trabajo de diez años de silencio forzado. El mismo silencio que le ocurrió a muchos”, reflexionaba Rivera que volvería al ruedo de la publicación, luego del regreso de la democracia, con En esta dulce tierra (1985), que obtuvo el Segundo Premio Municipal de Novela. En esos años leyó que Juan José Castelli, “el orador de la revolución”, murió de un cáncer en la lengua. Esa pequeña semilla, algo leído como al pasar, disparó una de sus más grandes novelas: La revolución es un sueño eterno, obra por la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1992. “¿Escribo de causas o escribo de efecto? ¿Escribo de efectos y no describo las causas? ¿Escribo de causas y no describo los efectos? Escribo la historia de una carencia, no la carencia de una historia”, afirma el personaje de Castelli, marginado y acorralado igual que su Revolución, a través de la subjetividad de un Rivera que radicaliza la perspectiva de los derrotados y excluidos mediante un decir que se aproxima cada vez más a una “poética del silencio”.

Escribir y leer. Leer y escribir. Vida y literatura como las aguas de un mismo río. Durante la década del 90 Rivera publicó novelas y cuentos: El amigo de Baudelaire (1991) La sierva (1992), Mitteleuropa (1993), El verdugo en el umbral (1994), El farmer (1996), otra gran novela por la que será indudablemente recordado, que fue adaptada recientemente al teatro por Pompeyo Audivert y Rodrigo de la Serna; La lenta velocidad del coraje (1998), El profundo sur (1999) y Tierra de exilio (2000). La vejez le provocaba rabia, lo enfurecía por la degradación física, la mezquindad de una memoria escurridiza y los ojos que se apagaban y le impedían leer. “Uno se siente acorralado por la prudencia. Los amigos me recomiendan que me compre un bastón porque tengo el andar vacilante cuando salgo a hacer las compras, a buscar los diarios o cuando tengo que ir al médico. Lenin supo decir que los revolucionarios deben morir a los 50 años. Pero en este país, ninguno de nosotros fue revolucionario”, ironizaba con un dejo de amargura a los 82 años. La última etapa de su producción se prolonga otra década más con Ese manco Paz (2002), uno de sus libros preferidos, la novela con la que más conforme estaba desde la escritura, en la que rescata la olvidada figura del general José María Paz, “un hombre que escribía tan bien como Sarmiento”; Cría de asesinos (2004), Esto por ahora (2005), Punto final (2006), Por la espalda (2007), Traslasierra (2007), Estaqueados (2008), Guardia Blanca (2009) y Kadish (2011), su última novela de tan sólo 67 páginas. “La nouvelle es el modo que tengo para expresarme. El que necesita cerca de doscientas páginas, debería limpiar la mitad”, sugería Rivera y admitía que quizá había publicado demasiado y que no había sabido retener algunos materiales. 

“Una vez me encuentro, a la salida de una charla en una biblioteca popular, con un joven, yo diría un adolescente, que me dice: La revolución es un sueño eterno me cambió la vida. Y yo sostengo que ningún libro, desde El capital de Marx a la Biblia y al Corán y al Talmud, le cambia la vida a nadie –planteaba en 2008–. Fijémonos en el levantamiento de marroquíes, árabes, en Francia. ¿Qué reclaman? Inclusión, que los saquen de esos suburbios y que les den los mismos derechos que a los ciudadanos franceses. Ellos no se lo proponen, pero están consolidando el Estado burgués, le están enseñando al Estado burgués cómo tiene que comportarse. No quieren tirar la Bastilla abajo. Quieren ser incluidos”. Rivera era el último “escritor honrado” –expresión que utilizaba Ernest Hemingway–, una de las voces más singulares de nuestra literatura, que se atrevía a formular pensamientos extremos y a poner el dedo en las paradojas de aquellos que por izquierda levantaron las banderas de la utopía y terminaron rematándolas al mejor postor.