Maigret o el policial pequeño - burgués

por Daniel Freidemberg

Aún pasados los cincuenta años, Jules Maigret se decepciona cuando no nieva en Nochebuena. Gordo, gruñón, malhumorado, arbitrario, poco afecto a Ja acción física y menos aún a la violencia, a veces burlón y otras hoscamente sentimental, este buen señor —protagonista de las novelas y cuentos de Georges Simenon— no soporta la celebridad que le han deparado los innumerables casos resueltos en el transcurso de sus tareas como comisario de la Policía Judicial parisiense, y no tiene mucho en común con los cientos de colegas suyos que se mueven y “desfacen entuertos” en la mayor parte de la literatura y el cine policíacos.

En su despacho del Quai des Orfévres, rodeado de teléfonos, pipas, olor a tabaco y ayudantes (entre ellos el fiel Lucas, una especie de calco suyo con menos edad), Maigret parece demasiado vulgar e insignificante si se lo compara con ese brillante, autosuficiente, flemático y cerebral arquetipo de detective que es Sherlock Holmes. Si, por el contrario, lo comparamos con investigadores privados del tipo de Philipe Marlowe, Lew Archer o Sam Spade —los violentos, idealistas y pragmáticos protagonistas de los policiales “negros” o “duros”—, el comisario de la PJ no da otra impresión que la de un apacible burgués, un tanto mediocre y demasiado cómodo en su modo de operar. Características éstas que no le han impedido al crítico español F. García Pavón afirmar que “desde él (se refiere a Holmes) hasta el Maigret de Simenon no ha vuelto a haber en la literatura policíaca un sujeto que acompañe tanto, que se deje querer tan entrañablemente”[1].

Si bien lo absoluto de la afirmación la vuelve más que discutible (resulta casi una demostración de ignorancia negar similares cualidades a tipos como Marlowe, Nick Charles o al padre Brown, por nombrar sólo a algunos) no se puede negar que García Pavón no se equivoca al describir el sentimiento que el comisario parisiense despierta por lo general en sus asiduos lectores (entre los más conocidos: Gide, Neruda y Vinicius de Moraes). El argentino Jorge B. Rivera, por su parte, es más preciso y exhaustivo: “Las investigaciones de Maigret se parecen efectivamente muy poco a las clásicas y sofisticadas pesquisas de la ‘novela problema’, pues el personaje de Simenon procura ante todo una suerte de catarsis purificadora y salvacionista del culpable y opera, en forma exclusiva, mediante intuiciones e identificaciones con los criminales, generalmente personas desdichadas o moralmente enfermas, que ven en el crimen una forma de liberación o de transitoria compensación”[2].

Rivera da en el clavo: es posible que sea exactamente en el modo de operar de los personajes protagónicos donde se encuentre el nudo central que determina las características fundamentales que particularizan y diferencian a las distintas variantes de la narrativa detectivesca. Para ello vale la pena cotejar el estilo de trabajo del comisario de la P J con los de sus “parientes” más cercanos y opuestos entre sí: los héroes de la “novela problema” (Holmes, Poirot, Auguste Dupin) y los de la serie “negra” (Spade, Archer, Dalmas, Marlowe y —en la Argentina— Simón Solís y Mack Hopkins). En tanto los primeros actúan de una manera netamente fría y racional, tratando el caso como un enigma científico o un complejo crucigrama por resolver, y los segundos lanzándose decididamente a la acción —casi siempre de modo impertinente y violento—; en tanto los primeros se limitan a tomar datos objetivos y relacionarlos minuciosamente y los segundos se internan hasta el cuello en el asunto —por lo general arriesgando el pellejo y sin saber bien adonde van— procurando desatar reacciones que conduzcan por sí mismas a la solución Maigret tiene su propio método: el que acertadamente describe Rivera. Es que Maigret es sobre todo un humanista, un psicólogo. Lejos de la omnipotencia de Holmes y del individualismo escéptico y quijotesco de Marlowe, el personaje de Simenon opera sobre la premisa de que “la persona que comete un crimen es un ser humano como usted o yo”. Apoyándose sin retáceos en la utilización de un formidable equipo de colaboradores, técnicos y subordinados afiata-damente fieles y eficaces, tratando de no llamar demasiado la atención, absorto en sus cavilaciones o en el humo de su pipa, se afana ante todo por descubrir las razones que han motivado el crimen; y lo hace empleando sobre todo su formidable capacidad de comprensión del alma humana y sus debilidades, así como un cierto “instinto” nada racional, un “olfato” especialmente apto para captar los problemas y los puntos más o menos decisivos que articulan la maraña del caso a resolver. Siendo por naturaleza desconfiado, no titubea sin embargo en dejarse llevar por la intuición, producto de una larga experiencia entre todo tipo de gente y ambientes, experiencia que no es por cierto la de un espectador. La suya es una astucia inconfundiblemente popular que le permite, sin muchos titubeos, ser duro y hasta cruel con aquel a quien de inmediato ubica —sin equivocarse— en el casillero de los falsos, los cínicos, los petulantes y soberbios. Más aún si se trata de aquellos que edifican su soberbia sobre los cimientos de una abultada chequera. Ante el débil y atormentado, sin embargo, Maigret se suele mostrar paciente y tolerante. Y esto no sólo en sus relaciones con los sospechosos y/o culpables, sino también con todos los involucrados de una manera u otra en la pesquisa. A su modo, Maigret practica la justicia antes que los tribunales correspondientes.

Esto es lo que lo acerca más a Spade o a Marlowe que a Holmes o a los héroes del policial “oficialista” (por ejemplo, los de ciertas series de TV como Patrulla de caminos). En rigor, si bien el comisario Maigret hace lo posible por hacer cumplir la ley (después de todo es su trabajo), su móvil no es en esencia tan diferente al de los detectives “duros”: un romanticismo individualista que lo conduce a meter las narices en problemas ajenos, por más que eso le acarree inconvenientes de diverso calibre (desde arriesgar la vida, a arruinar sus vacaciones o soportar interminables horas de insomnio) o implique, inclusive, violar de algún modo sus deberes oficiales. En Cita en el Terranova, por ejemplo, se “olvida” deliberadamente de las cuentas pendientes de Luisito, un pequeño e indefenso ratero; al final de esa misma novela, cuando después de mucho trabajo descubre al criminal —el padre de un adolescente asesinado que se ha hecho justicia por su propia mano—, recomienda archivar el asunto como no resuelto. No es extraño entonces que, luego de resolver el caso de La anciana de Bayeux, un almidonado procurador de provincia le diga: “Sólo puedo felicitarlo. Es usted el as que nos habían anunciado. Sin embargo, me gustaría confesarle que sus métodos, en una ciudad pequeña, son muy peligrosos”. Por supuesto que, en comparación con los detectives de Hammett o Chandler, Maigret corre con la ventaja de tener el aparato legal casi a su entera disposición, aunque, en oportunidades —como en Bayeux, precisamente—, lo tenga en contra. Tal vez esa velada filantropía, ese interés no del todo “oficial” que pone en los embrollos ajenos, juegue en él de algún modo como contrapeso inconsciente a la opacidad de su vida burguesa, que suele añorar en lo más arduo de sus incómodas tareas detectivescas

Claro que aparecen otras motivaciones: por ejemplo, la de satisfacer necesidades exclusivamente personales (en La pipa de Maigret lleva a cabo toda la investigación impulsado y obsesionado por la para él urgente necesidad de recuperar su pipa favorita), otras veces es amor propio (en Maigret, Lognon y los gansters persigue implacablemente y destruye a una pandilla de hampones norteamericanos de una manera violenta y despiadada, nada habitual en él, reacción con la que responde a anteriores burlas de esos delincuentes y para demostrar que la policía francesa es más eficaz que la yanqui), o se trata del simple orgullo de responder al desafío que determinados casos representan para su célebre sagacidad. Por último, hay veces en que se embarca en la aventura por simpatía hacia un acusado, un amigo o familiar de éste, o una víctima.

La literatura de Simenon    .

Nacido en Lieja (Bélgica) en 1903, Georges Simenon es el creador del extenso ciclo del comisario de la Policía Judicial (iniciado en 1931 para las ediciones Fayard) y, gracias a ello, el autor policial de lengua francesa más conocido por el público mundial. Ha residido durante varios años en los Estados Unidos y actualmente lo hace en Suiza. Dedicado exclusivamente a la tarea literaria, Simenon ha escrito más de 200 novelas policiales bajo dieciséis seudónimos, y con distintos personajes centrales (uno de los más populares después de Maigret es su ex subordinado Torrence, dueño de una agencia particular). “Pintor fiel y brillante de tipos y ambientes, observador condescendiente de los hombres y las cosas, Simenon ha hecho del género policiaco un género literario” rezan las contratapas de sus novelas en las ediciones españolas de Luis de Caralt. Esas son precisamente las características definitorias de su narrativa: el humanismo realista y antiintelectualista, la cotidianeidad entre cálida y aplastante, entre nostálgica y trivial. Simenon es un experto maestro en caracteres y atmósferas, a las que sabe conectar en el momento adecuado con el estado de ánimo del personaje central. Agudo captador de detalles, enemigo de todo maniqueísmo o idealización, su literatura puede considerarse inserta dentro de la mejor tradición del realismo francés y probablemente no sea tan exagerado considerarla heredera directa de Guy de Maupassant. Incluso puede leerse, la mayor parte de las veces, como literatura a secas, haciendo abstracción del género al que, un poco a regañadientes del autor, pertenece. Es que el hecho policial, el delito y la pesquisa, el peligro o la acción, raramente es lo que más cuenta para el lector en estos cuentos y novelas. Tanto o más que ello importan los climas, los caracteres y dramas personales de los hombres y mujeres que desfilan por el texto, y esto no sólo en cuanto al protagonista, sino también en cuanto a sus colaboradores, los delincuentes y otros implicados y, de una manera muy especial, también en cuanto a la solícita y sensiblera madame Maigret.

Maigret y la legalidad burguesa

El cubano J. A. Portuondo, en su artículo “La novela policial revolucionaria”[3] diferencia acertadamente las principales variantes del género en base a su relación con la legalidad capitalista. Con respecto a la “novela problema” señala que ésta “constituye una defensa de la legalidad burguesa vulnerada por el crimen” y que sus protagonistas “acaban por corregir el desmán y el desequilibrio causado por el crimen, dentro de las normas legales vigentes para la sociedad burguesa, haciendo que los conceptos de legalidad y justicia coincidan plenamente”. Acerca de Hammett y Chandler, por su parte, dice de sus personajes: “un individuo duro, mezcla de gángster y caballero andante, que realiza una defensa ilegal de la justicia frente a la dominante injusticia legal’. Y más adelante: “Holmes, Poirot, Masón, hasta Maigret, defienden el equilibrio burgués, la existencia burguesa”.

No hay duda de que, en esta última afirmación, Portuondo no yerra al referirla a los tres primeros personajes. Sin embargo, aseverar lo mismo con respecto a Maigret puede aceptarse, a mi juicio, sólo con reticencias.

Claro que Maigret es, por su mentalidad y por su vida familiar, un perfecto burgués; y no es menos cierto que su función en la sociedad es mantener la legalidad oficial. Pero de la manera en que lo hace en la práctica, poco o nada tiene que ver con las funciones reales que cumplen Holmes, Poirot, Ballinger de Chicago o Perry Masón, y mucho menos con los James Bonds que, como bien dice el ensayista cubano, constituyen “una defensa de la injusticia social, aún a costa de la misma legalidad oficiar’. Más que un representante de la burguesía que detenta el poder, Maigret lo es de la pequeña burguesía, clase que, en la etapa actual del capitalismo monopolista de Estado, es más explotada que explotadora, aunque su relativo bienestar económico la conduzca a una falsa conciencia que distorsiona la visión de su verdadera condición social.

Es precisamente su humanismo pequeño burgués (humanismo nada desdeñable, aunque insuficiente, y que ha dado no poco a la gran literatura universal, humanismo que, por otra parte, es permanentemente pisoteado por la alta burguesía para la cual constituye una traba) el que lo lleva a continuas transgresiones (es cierto que pequeñas, pero transgresiones al fin) a la ley que debería defender. No es difícil notar que detrás del delito, el comisario de la PJ percibe no muy claramente un poder externo y superior que lo origina: las injustas estructuras de la sociedad. De ahí su “ilegal” solidaridad con ciertos criminaes. Aún cuando a veces hace cumplir injustamente la ley, tanto él como el lector se quedan con la desagradable sensación de que, de acuerdo con la letra, se ha hecho justicia, pero en el plano humano ha ocurrido lo contrario.

Juan Carlos Martini dice[4] refiriéndose a Chandler, a Mac Donald y a Williams: “queda claro que al fin de la investigación, con la solución del conflicto, no se restaura el orden, no se recupera un estado idílico, plácido”. Tal vez en menor grado, eso mismo ocurre en las novelas y cuentos de Simenon.

De todas maneras aún cuando se aceptara la “complicidad” de Maigret con el sistema, lo fundamental —desde el punto de vista ideológico— de la literatura del escritor belga es que la misma no crea falsas ilusiones sobre la sociedad, que apunta, como quería Engels (se lo haya propuesto el autor o no), contra el optimismo burgués. También de Simenon se puede decir lo que afirmara Chandler con respecto a Hammet: “sacó el crimen de su vaso veneciano y lo lanzó a la calle”.

Es cierto que en el ciclo de Maigret las contradicciones propias de la decadente sociedad capitalista —presentes en la obra como una sensación de que “algo no anda como debería andar”— no aparecen tan nítidas, contrastadas y violentas como en la novela “negra”, pero no dejan de estar —como en toda buena literatura realista—. En este caso, a través de una cierta inquietud, un malestar, una inestable mediocridad que oculta alguna grave infección bajo su sórdida y nostálgica cobertura de aparente calma.

 

por Daniel Freidemberg

 

Publicado, originalmente, en: El lagrimal trifurca Número 12 / Rosario (Argentina): junio/1975 Séptimo aniversario

Link: https://ahira.com.ar/ejemplares/el-lagrimal-trifurca-no-12/

Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

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